Cambio de rumbo - Nora Roberts - E-Book

Cambio de rumbo E-Book

Nora Roberts

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Beschreibung

Las altas montañas y las llanuras barridas por el viento la llamaban. Pero no pensaba quedarse para siempre... hasta que Jake Tanner agitó sus emociones como un vendaval de verano y le hizo imposible partir. Ningún hombre, sin embargo, iba a persuadir a Samantha Evans para que renunciara a sus sueños. Ni siquiera un presuntuoso vaquero que hacía arder su sangre...

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Seitenzahl: 189

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1983 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cambio de rumbo, n.º 70 - octubre 2017

Título original: Song of the West

Publicada originalmente por Silhouette© Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2005

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises

Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-425-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Uno

 

El paisaje del sureste de Wyoming es una espléndida paradoja. Extensas llanuras y ondulantes colinas coexisten con montañas pedregosas y densos y aterciopelados pinares. Desde la ventana de la cocina, la vista era asombrosa. Samantha Evans hizo un alto en sus quehaceres para contemplarla.

Las Rocosas, cuyos picos engalanaba la nieve pese a ser fines de marzo, dominaban el vasto lienzo del cielo.

Samantha se preguntaba si estaría en Wyoming el invierno siguiente. Soñaba con dar largos paseos con el aire punzante y afilado azotando su cara, o con cabalgar a galope tendido sobre una briosa montura cuyos cascos levantarían ráfagas de nieve. Pero nada de eso ocurriría hasta que su hermana se encontrara mejor y pudiera quedarse sola.

Su suave frente se frunció con enojo. Si se encontraba en Wyoming, con sus majestuosas montañas y sus apacibles llanuras, y no en los alrededores de Filadelfia, cuyos altos edificios y calles atestadas de coches le resultaban mucho más familiares, era precisamente por Sabrina.

Siempre habían estado muy unidas, con esa intimidad especial y mágica que comparten los hermanos gemelos. No eran idénticas. A pesar de que eran de la misma altura y complexión, Samantha tenía los ojos grandes, de un azul oscuro como el de la flor del botoncillo, con las pestañas densas y erizadas, mientras que los de Sabrina eran de un gris claro. Las dos tenían la cara ovalada, la nariz pequeña y recta y la boca bien formada, pero Samantha tenía el pelo castaño, con matices dorados, y lo llevaba cortado a la altura de los hombros, con el flequillo recto, en tanto que Sabrina lo tenía rubio ceniza y corto, de tal modo que se le rizaba delicadamente alrededor de la cara. El vínculo que las unía era fuerte y resistente. Incluso después de que Sabrina se casara con Dan Lomax y se fuera a vivir a cientos de kilómetros para establecerse en el rancho de su marido en la cuenca del Laramie, su afecto había seguido siendo firme y constante.

Se mantenían en contacto por teléfono y por carta, y ello ayudaba a mitigar la dolorosa soledad de Samantha. Se alegraba de que la perspectiva de ser madre hiciera tan feliz a Sabrina. Las dos se habían reído y habían hecho planes por teléfono. Pero eso había sido antes de la llamada de Dan. El timbre agudo del teléfono había sacado a Samantha de un sueño profundo antes de que amaneciera. Había buscado a tientas el teléfono y, a pesar de que estaba todavía soñolienta, la voz ansiosa de su cuñado la había despejado de inmediato.

–Sam –había dicho Dan sin preámbulos–, Bri ha estado muy mal. El bebé está bien, pero ella tendrá que cuidarse mucho una temporada. Tendrá que quedarse en la cama, y alguien tendrá que cuidarla día y noche. Estamos intentando encontrar a alguien que..

Samantha sólo había pensado en una cosa: en su hermana, la persona a la que más quería en el mundo.

–No te preocupes, Dan, iré enseguida.

Menos de veinticuatro horas después, se hallaba en un avión rumbo a Wyoming.

El silbido de la tetera devolvió a Samantha al presente. Empezó a servir el té de hierbas y a colocar las delicadas tazas adornadas con flores en la bandeja de plata.

–La hora del té –dijo, alzando la voz, al entrar en el cuarto de estar.

Sabrina estaba recostada en el largo sofá bordeado de madera, entre almohadas y edredones. A pesar de que su sonrisa era cálida, sus mejillas conservaban aún una tenue palidez.

–Igual que en las películas –comentó cuando su hermana dejó la bandeja sobre la mesa de pino–. Pero el papel de Camille empieza a hacérseme pesado.

–Ya me lo imagino –Samantha sirvió el té fragante en sendas tazas–. Pero será mejor que te vayas acostumbrando, Bri, porque todavía te toca hacerlo un mes más –quitó el gran gato de rayas grises del regazo de Sabrina, le ofreció a su hermana una taza humeante y se sentó en la alfombra con el gato sobre las rodillas–. ¿Te ha estado haciendo compañía Shylock?

–Es un esnob insoportable –Sabrina esbozó una sonrisa irónica y bebió un sorbo de té–. Me permite magnánimamente que le rasque las orejas. Reconozco que me alegro de que lo trajeras. Es lo que más me entretiene –suspiró y se recostó en las almohadas, observando a su hermana con expresión seria–. Me avergüenza estar aquí tumbada, sintiendo lástima de mí misma. La verdad es que soy muy afortunada –apoyó la mano sobre su vientre con gesto tierno–. Voy a tener a mi bebé, y no paro de quejarme porque me atiendes.

–Es lógico que te quejes un poco, Bri –dijo Samantha, compadeciéndose de inmediato de ella–. Estás acostumbrada a llevar una vida muy activa.

–No tengo derecho a quejarme. Tú has dejado tu trabajo y tu casa para venir aquí a ocuparte de mí –se le escapó otro profundo suspiro, y sus ojos grises se humedecieron–. Si Dan me hubiera dicho lo que pensabas hacer, no te lo habría permitido.

–No podrías habérmelo impedido –Samantha intentó quitarle hierro al asunto–. Para eso están las hermanas mayores.

–Nunca se te olvidan esos siete minutos, ¿eh? –los ojos de Sabrina se aclararon, y una sonrisa cansina curvó su boca generosa.

–No. Me hacen parecer mayor.

–Pero tu trabajo, Sam…

–No te preocupes –Samantha le quitó importancia a la cuestión con un gesto de la mano–. Ya encontraré otro empleo en otoño. Hay muchos institutos en el país, y todos necesitan profesoras de gimnasia. Además, me hacían falta unas vacaciones.

–¡Unas vacaciones! –exclamó Sabrina–. Limpiar, cocinar, ocuparte de una inválida… ¿a eso llamas tú vacaciones?

–Mi querida Sabrina, ¿alguna vez has intentado enseñar los rudimentos de las barras paralelas a una adolescente con sobrepeso y problemas de coordinación? ¡Ay, si yo te dijera lo que me parecen a mí unas vacaciones!

–Menuda pareja formamos, Sam. Tú con tus adolescentes y yo con mis Mozarts en plena pubertad. Sólo Dios sabe cuántas veces he limpiado mantequilla de cacahuete de las teclas de ese viejo Wurlitzer antes de que apareciera Dan y me alejara de las escalas y de los niños prodigio. ¿Crees que mamá esperaba que nos convirtiéramos en esto cuando nos llevaba a rastras a todas esas clases?

–Bueno, pero tenemos una formación muy completa –Samantha esbozó una sonrisa ligeramente maliciosa–. ¿Tú no le estás agradecida? Ella siempre decía que algún día le daríamos las gracias por las clases de ballet y de piano.

–Las clases de dicción y las de equitación –continuó Sabrina, contándolas con los dedos–. Las de gimnasia y las de natación –concluyó con una suave risa.

–¡Pobre mamá! –Samantha colocó a Shylock en una postura más cómoda–. Creo que esperaba que una de nosotras se casara con el presidente, y quería que estuviéramos preparadas.

–No deberíamos reírnos –Sabrina se enjugó los ojos con un pañuelo–. Gracias a esas clases nos ganamos la vida.

–Cierto. Y yo todavía sé hacer un soufflé de espinacas buenísimo.

–Puaf –Sabrina hizo una mueca, y Samantha levantó las cejas.

–Exacto.

–Tú tienes tus medallas –le recordó Sabrina. Su sonrisa se enterneció con una veta de orgullo y admiración.

–Sí, tengo las medallas y los recuerdos. A veces me parece que fue ayer. Pero han pasado casi diez años.

Sabrina sonrió.

–Todavía me acuerdo de lo ilusionada y asustada que estaba cuando saltaste a las barras asimétricas. Aunque había visto el ejercicio cientos de veces, casi no podía creer que fueras tú. Cuando te colgaron la primera medalla olímpica, fue uno de los momentos más felices de mi vida.

–Recuerdo que, justo antes de ese ejercicio, después de hacerlo tan mal en la barra de equilibrios, pensé que no iba a ser capaz. Sentía las piernas como de gelatina, y me daba un miedo atroz marearme y hacer el ridículo. Luego vi a mamá en las gradas, y pensé en lo mucho que se había sacrificado. No en el dinero, sino en cómo había doblegado esos valores suyos tan extraños para concederme todos esos años de entrenamientos y esos escasos momentos de competición, tan embriagadores. Tenía que demostrar que todo eso estaba justificado; tenía que devolverle algo, aunque sabía que nunca sería capaz de decir que estaba orgullosa de mí.

–Demostraste que estaba justificado –Sabrina le lanzó una suave sonrisa a su hermana gemela–. Aunque no hubieras ganado en las asimétricas y en suelo, lo habrías demostrado con el solo hecho de estar allí. Y mamá estaba orgullosa de ti, aunque no lo dijera.

–Tú siempre lo has entendido. Así que olvídate de esa idea de que te estoy haciendo un favor por estar aquí. Quiero estar aquí. Éste es mi sitio.

–Sam… –Sabrina le tendió una mano–. No sé qué haría sin ti. No sé qué habría hecho sin ti toda la vida.

–Te las habrías arreglado –contestó Samantha, apretándole suavemente la mano–. Tienes a Dan.

–Sí, claro –su sonrisa se enterneció–. Ésta es la hora del día en que le echo más de menos. No creo que ya tarde mucho en volver –su mirada se deslizó hasta el reloj, cubierto con una campana de cristal, que había sobre la repisa de la chimenea, encima del fuego.

–Me parece que dijo que hoy iba a revisar el cercado. Siempre me lo imagino persiguiendo a cuatreros o luchando contra indios renegados.

Sabrina dejó escapar una risa ligera y se recostó entre los cojines.

–Eres una auténtica urbanita. ¿Sabes, Sam?, a veces ni siquiera me acuerdo de cómo es Filadelfia. Jake Tanner iba a acompañar a Dan para asegurarse de que el cercado está en buen estado.

–¿Jake Tanner? –preguntó Samantha distraídamente.

–Ah, es verdad, tú aún no lo conoces. Nuestro rancho linda con el suyo por el extremo noroeste. Aunque, claro, el Lazy L cabría en un rincón del rancho de Jake. Es dueño de medio condado.

–Ah, un terrateniente –concluyó Samantha.

–Tú lo has dicho –dijo Sabrina–. Su rancho, el Doble T, es impresionante. Funciona como un reloj. Es muy eficiente. Dan dice que Jake, además de ser un ranchero increíble, es un empresario muy hábil.

–Por lo que dices parece un pelmazo –comentó Samantha, arrugando la nariz–. Pelo cano, cara curtida, bigote como un manillar de bicicleta cayéndole sobre la boca, y una generosa barriga rebosándole por encima del cinturón…

La risa de Sabrina sonó alta y dulce.

–No sabes lo equivocada que estás. Jake Tanner no es ningún pelmazo y, hablando desde la seguridad que da la felicidad conyugal, te aseguro que es un hombre fascinante al que merece la pena mirar. Y como es rico y soltero, todas las mujeres de menos de cuarenta años revolotean a su alrededor como abejas alrededor de la miel.

–Parece un buen partido –dijo Samantha secamente–. A mamá le habría encantado.

–Desde luego que sí –respondió Sabrina–. Pero Jake no se ha dejado atrapar todavía. Aunque, por lo que dice Dan, disfruta bastante de la cacería.

–Ahora, además de un pelmazo, me parece un engreído –Samantha se puso a acariciar la suave tripa de Shylock.

–No se le puede reprochar que aproveche las oportunidades que se le ofrecen –Sabrina defendió al ausente Jake Tanner con un vago movimiento de los hombros–. Supongo que pronto sentará la cabeza. Lesley Marshall, la hija del dueño del rancho que linda con el Doble T por el otro lado, le ha echado el ojo. Es una mujer muy decidida, además de muy malcriada y tremendamente rica.

–Parecen la pareja ideal.

–Mmm, puede ser –murmuró Sabrina, y un leve ceño arrugó su semblante–. Lesley es bastante amable cuando le conviene, y ya va siendo hora de que Jake se case y forme una familia. Yo le aprecio mucho. Me gustaría verlo con una mujer más afectuosa.

–Escucha a la vieja matrona –le dijo Samantha a Shylock, que dormitaba tranquilamente–. Lleva una año felizmente casada, y ya no soporta ver a nadie soltero.

–Cierto. Dentro de poco pasaré a la ofensiva contigo.

–Gracias por la advertencia.

–Wyoming está lleno de vaqueros guapos y de apuestos rancheros –Sabrina siguió sonriendo mientras su hermana hacía una mueca–. Y hay peores sitios para vivir.

–No me importaría vivir aquí, Bri. Me gustan mucho los grandes espacios abiertos. Pero… –hizo una pausa para darle mayor énfasis a sus palabras–, los vaqueros y los rancheros no entran en mis planes a corto plazo –se levantó del suelo ágilmente–. Tengo que echarle un vistazo al asado. Toma, romántica empedernida –le dio a su hermana la novela que había sobre la mesa–, ponte a leer una de tus historias de amor.

–No te pondrás tan cínica cuando te enamores –dijo Sabrina con la sabiduría que daba la experiencia.

–Claro –Samantha sonrió con indulgencia–. Cuando me enamore habrá campanitas y fuegos artificiales, y trompetas –le dio a su hermana unas palmaditas en la mano y salió tranquilamente de la habitación, diciendo por encima del hombro–, y cantos angelicales, y llamas que saltarán por los aires…

–Tú espera y verás –gritó Sabrina a su espalda.

 

 

Samantha se puso a preparar unas verduras para la cena y chasqueó la lengua mientras pensaba en las bobadas de su hermana. «Amor», resopló con desdén. Su experiencia respecto a esa compleja emoción se limitaba a mantener a raya las molestas atenciones de individuos sedientos de sexo. Ningún hombre había encendido en ella la chispa de la pasión. Pero, fuera lo que fuese el amor, a Bri le sentaba bien. Su hermana siempre había sido más delicada, más tierna y dependiente que ella. Y aunque Sabrina intentaba mostrarse fuerte y valerosa, Samantha sabía que el miedo a perder el niño acechaba todavía en un rincón de su mente. Sabrina necesitaba el apoyo y el amor de Dan, y en ese instante le hacía falta sentir sus brazos alrededor de ella.

Como si su plegaria hubiera obtenido respuesta, Samantha vio de pronto que dos figuras a caballo se acercaban por el prado. Descolgó su pesada chaqueta del perchero que había junto a la puerta trasera y salió sigilosamente de la cocina al aire helado de marzo.

Cuando Dan y su acompañante se acercaron, los saludó con la mano, sonriendo. Había notado, incluso desde lejos, la expresión preocupada de Dan, cuyo semblante se distendió en una sonrisa al verla.

–¿Sabrina está bien? –preguntó su cuñado mientras tiraba de las riendas, a su lado.

–Sí, está bien –le aseguró Samantha–. Sólo está un poco inquieta, y echa terriblemente de menos a su marido.

–¿Ha comido mejor hoy?

La sonrisa de Samantha se enterneció, y un destello de sorprendente belleza iluminó su rostro.

–Sí, tiene mucho mejor apetito. Se está esforzando mucho –Samantha levantó una mano para acariciar el suave flanco del caballo de Dan–. Pero es a ti a quien necesita.

–Iré en cuanto meta al caballo en el establo.

–Oh, Dan, por el amor de Dios. Deja que lo haga este hombre. O lo haré yo misma. Bri te necesita.

–Pero…

–No se preocupe, jefe –dijo el hombre que lo acompañaba, y Samantha le lanzó una breve mirada–. Yo me ocupo de su caballo. Usted vaya a ver a la señora.

Dan le lanzó a su acompañante una amplia sonrisa y desmontó.

–Gracias –dijo con sencillez al darle las riendas, y se volvió hacia Samantha–. ¿Vienes?

–No –ella movió la cabeza de un lado a otro y se encogió de hombros bajo los confines de la chaqueta–. Querréis estar solos, y a mí me apetece tomar un poco el aire.

–Gracias, Sam –Dan le pellizcó la mejilla con afecto de hermano y se alejó hacia la casa.

Samantha esperó a que la puerta se cerrara tras él. Luego echó a andar y se dejó caer cansinamente sobre el tocón que se usaba para cortar la leña. Apoyó la espalda en la cerca, respiró profundamente y saboreó con ansia el aire frío y áspero. El ajetreo de atender a su hermana, ocuparse de la casa y hacer la comida –incluyendo, pese a las protestas de su cuñado, el desayuno que Dan tomaba antes de que amaneciera–, empezaba a pasarle factura.

–Unos pocos días más –musitó al tiempo que cerraba los ojos–. Unos pocos días más y me habré acostumbrado a esta rutina. Entonces me sentiré mejor –la gruesa chaqueta la aislaba de las dentelladas del frío. Echó la cabeza hacia atrás y dejó que el aire jugara sobre sus mejillas mientras su mente zozobraba al borde de la extenuación.

 

 

–Curioso sitio para echar la siesta.

Samantha se irguió dando un respingo, confusa y desorientada por el sueño. Sus ojos se deslizaron hasta el rostro de quien había hablado. Era un rostro flaco, de tez bronceada por el sol y tensa sobre los pómulos, todo líneas y sombras, ángulos y cavidades. Los ojos eran llamativos, profundos y de densas pestañas. Su color, de un tono jade intenso y puro, atrapó de inmediato la atención de Samantha. El cabello rubio oscuro de aquel hombre asomaba, rizado, bajo el viejo y gastado Stetson.

–Buenas noches, señora –se tocó respetuosamente el ala del sombrero, pero sus extraordinarios ojos tenían una mirada ligeramente burlona.

–Buenas noches –contestó ella, intentando recobrar la compostura.

–Puede pillar un buen resfriado si se queda ahí sentada cuando se ponga el sol. Además, se está levantando el viento –su forma de hablar era lenta y cadenciosa. Distribuía el peso del cuerpo equitativamente sobre ambas piernas, y tenía las manos metidas en los bolsillos–. No debería salir sin sombrero –su comentario fue acompañado por un leve movimiento de la cabeza hacia la cabeza desnuda de Samantha–. El sombrero conserva el calor del cuerpo.

–No tengo frío –Samantha temió por un momento que sus dientes empezaran a castañetear y la traicionaran–. Sólo estaba… tomando un poco el fresco.

–Sí, señora –él asintió con la cabeza y miró tras ella, hacia el fulgor mortecino del sol, que se iba ocultando tras las copas cónicas de los pinos–. Bonita tarde para salir a contemplar la puesta de sol.

Samantha advirtió su tono burlón, y sus ojos relucieron. Le avergonzaba que la hubiera sorprendido durmiendo. Él esbozó una sonrisa despreocupada que se extendió lentamente por su rostro. El movimiento de sus labios hizo que las cavidades se hicieran más profundas y que las sombras se movieran. Los labios de Samantha se curvaron involuntariamente.

–Está bien, confieso que me ha sorprendido dando una cabezada. Supongo que no me creerá si le digo que sólo estaba descansando un poco los ojos.

–No, señora –contestó él muy serio, con un levísimo tono de disculpa.

–Bueno –Samantha se puso en pie, y comprobó con desaliento que aun así tenía que levantar la vista para mirarlo a los ojos–. Si no dice usted nada, me encargaré de que le den un trozo de la tarta de manzana que he hecho para la cena.

–Es una oferta muy tentadora –él se quedó pensando mientras se acariciaba la barbilla con su mano de largos dedos–. Tengo debilidad por la tarta de manzana. Sólo hay una o dos cosas que me gusten más –sus ojos se deslizaron sobre ella en un escrutinio tan directo e intenso que el corazón de Samantha comenzó a latir con desacostumbrada rapidez.

Aquel hombre tenía algo distinto, pensó Samantha fugazmente; algo único. Una vitalidad que contrastaba con su acento indolente y su sonrisa despreocupada. Él se echó el sombrero hacia atrás, dejando al descubierto más rizos desordenados.

–Trato hecho –le tendió la mano para sellar el acuerdo, y Samantha posó su mano pequeña en la de él, mucho más grande.

–Gracias –dijo casi sin aliento, y notó que el cosquilleo que le subía por el brazo estorbaba su voz. Apartó la mano bruscamente y se preguntó qué tenía aquel hombre que perturbaba su equilibrio–. Lamento haber sido un poco brusca antes, con lo del caballo de Dan –dijo con precipitación, intentando ocultar una reacción que no lograba entender.

–No hace falta que se disculpe –le aseguró él, y el suave matiz de su voz enervó a Samantha y, al mismo tiempo, la conmovió–. Todos le tenemos afecto a la señora Lomax.

–Sí, bueno, yo… –tartamudeó ella, y de pronto sintió la necesidad de alejarse de aquel hombre de lento hablar–. Será mejor que entre. Dan debe de tener hambre –miró más allá de él y vio su caballo, que, todavía ensillado, esperaba pacientemente–. No ha metido a su caballo en el establo. ¿No ha acabado por hoy? –advirtió con perplejidad el tono ansioso de su propia voz. «¿Y a mí qué me importa?», se preguntó, enojada.

–Oh, sí, señora, he acabado –su voz sonaba risueña, pero Samantha, que estaba observando atentamente al caballo, no lo notó.

Era un animal espléndido, de lustroso pelaje castaño oscuro y al menos dieciséis palmos de alzada, calculó Samantha; líneas clásicas, crin abundante y sedosa y cara orgullosa y redondeada. Un caballo árabe. Samantha sabía de caballos y era capaz de reconocer a un potro árabe de pura sangre cuando lo veía. ¿Qué demonios…?

–Ése es un caballo árabe –sus propias palabras interrumpieron sus cavilaciones.

–Sí, señora –dijo él con naturalidad; con excesiva naturalidad. Samantha achicó los ojos con recelo y se volvió hacia él.

–Ningún bracero de un rancho va por ahí montado en un caballo que vale la paga de seis meses –se quedó mirándolo y él le sostuvo la mirada con cara de póquer–. ¿Quién es usted?

–Jake Tanner, señora –su lenta sonrisa apareció otra vez, se hizo más amplia, más intensa, y luego se aquietó mientras él se levantaba el ala del sombrero–. Encantado de conocerla.

El terrateniente que tenía a las mujeres a sus pies, recordó Samantha de pronto, y el enojo oscureció su mirada.

–¿Por qué no me lo ha dicho?

–Acabo de decírselo –señaló él.

–Ah –ella se echó hacia atrás la densa cabellera–. Sabe perfectamente lo que quiero decir. Pensaba que era uno de los hombres de Dan.

–Sí, señora –asintió él.

–Deje de llamarme señora –le ordenó ella–. ¡Qué truco tan mezquino! Sólo tenía que abrir la boca y decir quién era. Yo misma me habría ocupado del caballo de Dan.

–No tiene importancia –su expresión se volvió enojosamente simpática–. No ha sido molestia, y usted ha dado una cabezadita.

–Bueno, señor Tanner, ya se ha reído bastante de mí. Espero que se lo haya pasado bien –dijo ella con frialdad.

–Sí, señora –su sonrisa se hizo más amplia sin que pareciera moverse un ápice–. Me lo he pasado bien.

–Le he dicho que deje de… –se detuvo y se mordió el labio inferior, exasperada–. Oh, olvídelo –meneó la cabeza, dio unos pasos hacia la casa y luego se volvió hacia él–. He notado que su acento ha cambiado un poco, señor Tanner.

Él no contestó; siguió allí parado tranquilamente, con las manos metidas en los bolsillos y la cara oscurecida por las sombras del anochecer. Samantha dio media vuelta y echó a andar hacia la casa con paso decidido.