5,99 €
Era la mujer con casco más sexy que el arquitecto Cody Johnson había visto en toda su vida. Pero la ingeniero Abra Wilson tenía una voluntad tan fuerte como una viga de acero... y estaba dispuesta a enfrentarse a quien hiciera falta para conseguir lo que se proponía. Sin embargo, Cody tenía unos planes para Abra a los que ni siquiera aquella impetuosa belleza sería capaz de resistirse...
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 273
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1989 Nora Roberts
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Construyendo un amor, n.º 13 - junio 2017
Título original: Best Laid Plans
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises
Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-155-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Epílogo
Decididamente, aquella mujer se merecía que la mirara por segunda vez. Había más razones, mucho más básicas, que el hecho de que ella fuera una de las pocas mujeres que había en la obra. Era natural que los ojos de un hombre se vieran atraídos por las formas femeninas, especialmente cuando éstas se encontraban en lo que aún era un dominio predominantemente masculino. Era cierto que había muchas mujeres que se ponían un casco para trabajar en la construcción y, mientras supieran cómo clavar un clavo o colocar un ladrillo, a Cody no le importaba cómo se abotonaran las camisas. Sin embargo, había algo en aquella mujer que le atrapaba la mirada.
Estilo. Aunque iba vestida con ropa de trabajado y estaba de pie sobre un montón de escombros, se podía afirmar que tenía estilo. Mientras ella se balanceaba sobre los gastados tacones de sus botas, Cody llegó a la conclusión de que también tenía seguridad en sí misma, lo que lo atraía tanto, bueno, casi tanto, como el encaje negro o la seda blanca.
A pesar de todo, no tenía tiempo de permanecer sentado, especulando sobre el tema. Había realizado el viaje desde Florida a Arizona con un retraso de una semana para hacerse cargo de aquel proyecto y tenía que ponerse al día con muchos asuntos. La mañana había sido muy ajetreada, con muchas distracciones. El ruido de los hombres y de las máquinas, órdenes que se gritaban y se cumplían, grúas levantando pesadas vigas de metal para formar el esqueleto de un edificio donde antes sólo había piedras y tierra, el vivo color de aquellas rocas y tierra bajo los poderosos rayos del sol, incluso la creciente sed de Cody. No obstante, no le importaban las distracciones.
Se había pasado tiempo más que suficiente en las obras como para poder mirar más allá de los escombros, para vislumbrar lo que para los no iniciados podría parecer sólo confusión o incluso destrucción. En vez del sudor y del esfuerzo, él veía las posibilidades.
Sin embargo, en aquellos instantes, sólo podía observar a la mujer. Allí también había posibilidades.
Se dio cuenta de que era alta, aproximadamente de un metro sesenta y cinco de estatura con sus botas de trabajo, y delgada más que esbelta. Parecía tener unos hombros fuertes, que llevaba enfundados en una camiseta amarilla que estaba empapada de sudor por la espalda. Como arquitecto, Cody apreciaba las líneas limpias y frugales. Como hombre, le gustaba el modo en el que aquellos vaqueros raídos se le ceñían a las caderas. Bajo un casco tan llamativo como la camiseta, se adivinaba una trenza corta y gruesa del color de la madera de caoba pulida, la que, por cierto, era una de sus favoritas para trabajar por su belleza y rico color.
Se colocó las gafas de sol sobre el puente de la nariz sin dejar de observarla de la cabeza a los pies. Decididamente, se merecía que la mirara por segunda vez. Admiró el modo en el que se movía, sin desperdiciar gestos, mientras se inclinaba para mirar a través del taquímetro de un topógrafo. Tenía el bolsillo trasero del vaquero rozado en una delgada línea. Cody dedujo que aquello significaba que se metía la cartera en aquel bolsillo. Decidió que era una mujer práctica. Un bolso no haría más que estorbar en la obra.
No tenía la piel frágil y pálida de una pelirroja, sino un cálido y dorado bronceado que probablemente le habría provocado el tórrido sol de Arizona. Fuera de donde fuera, le gustaba, igual que le gustaban los rasgos angulosos de su rostro. La barbilla, de aspecto algo duro, se contrarrestaba con unos elegantes pómulos. Ambos se veían equilibrados por una boca suave y sin pintar.
Cody no podía verle los ojos a causa de la distancia y de la sombra que le proyectaba el casco sobre el rostro, pero su voz era firme y clara. Parecía mucho más apropiada para noches tranquilas y nebulosas que para calurosas tardes como aquélla.
Enganchó los dedos en los bolsillos de los vaqueros y sonrió. Sí, efectivamente las posibilidades eran ilimitadas.
Sin darse cuenta de que Cody la estaba observando, Abra frunció el ceño y se pasó un brazo por la húmeda frente. Aquel día, el sol era implacable. A las ocho de la mañana ya era abrasador. El sudor le caía por la espalda, se evaporaba y volvía a empaparla en un ciclo constante con el que ella ya había aprendido a vivir.
Una sólo se podía mover a una cierta velocidad con aquel calor. Sólo se podía levantar una cantidad limitada de metal y se podía picar un número reducido de piedras cuando la temperatura superaba con creces los treinta grados. A pesar de los barriles de agua y de las tabletas de sal, cada día representaba una dura batalla. Hasta el momento, estaban saliendo adelante, pero… No. Se recordó que no podía haber «peros». La construcción de aquel complejo turístico era el proyecto más importante que había realizado en su carrera y no iba a estropearlo. Era su trampolín.
A pesar de todo, podría haber asesinado a Tim Thornway por comprometer a Construcciones Thornway, y a ella misma, a unos plazos tan ajustados. Las cláusulas de penalización eran atroces y, como Tim solía hacer siempre, había delegado la responsabilidad para evitar dichas cláusulas directamente sobre los hombros de Abra.
Se irguió como si en realidad pudiera sentir el peso. Haría falta un milagro para finalizar el proyecto a tiempo y dentro del presupuesto pactado. Dado que ella no creía en milagros, aceptaba las largas horas de trabajo y las interminables jornadas que aún le quedaban. Se construiría aquel complejo turístico y se construiría a tiempo, aunque ella misma tuviera que ponerse a trabajar con martillos y sierras. Sin embargo, mientras observaba cómo una viga de metal se erguía majestuosamente en el aire, se prometió que aquélla sería la última vez. Cuando finalizara aquel proyecto, cortaría todos sus vínculos con Thornway y comenzaría una andadura en solitario.
Estaba en deuda con ellos por haberle dado una oportunidad, por haber tenido suficiente fe en ella como para permitirle llegar de ingeniero adjunto a ingeniero estructural. No lo olvidaría nunca, pero su lealtad había sido para Thomas Thornway. Dado que él ya no estaba, haría todo lo que estuviera en su mano para evitar que Tim arruinara el negocio, aunque no pensaba pasarse el resto de su carrera haciendo de niñera para él.
Tras pensar en una de las bebidas que había almacenadas en la nevera, se acercó para supervisar la colocación de las vigas.
Charlie Gray, el entusiasta ayudante que prácticamente le habían encasquetado a Cody, estuvo a punto de tirarle de la camisa.
–¿Quiere que le diga a la señorita Wilson que estás aquí? –le preguntó.
–En este momento está ocupada –respondió Cody. Se sacó su paquete de cigarrillos y rebuscó en un par de bolsillos hasta que encontró las cerillas.
–El señor Thornway quería que se conocieran.
–Ya tendremos tiempo de ello –repuso Cody. Encendió una cerilla y, automáticamente, curvó los dedos a su alrededor, a pesar de que no había ni una pizca de viento.
–No asistió a la reunión de ayer, por lo que…
–Sí…
El hecho de que no hubiera asistido a la reunión no haría que Cody perdiera el sueño. El diseño del complejo turístico era suyo, pero cuando surgieron sus problemas familiares su socio se había ocupado de gran parte de las tareas preliminares. Al mirar de nuevo a Abra, pensó que había sido una pena.
A pocos metros de allí estaba aparcado un tráiler. Cody se dirigió hacia él, con Charlie pisándole los talones. Sacó una cerveza de una nevera y, mientras entraba en el interior del tráiler, en el que los ventiladores portátiles luchaban contra el calor, tiró de la anilla. Afortunadamente, allí dentro parecía que la temperatura descendía unos grados.
–Quiero volver a ver los planos del edificio principal.
–Sí, señor. Los tengo aquí mismo –dijo Charlie mientras tomaba el tubo en el que se encontraban los planos–. En la reunión… –añadió, tras aclararse la garganta– la señorita Wilson señaló algunos cambios que quiere realizar, desde el punto de vista de un ingeniero, por supuesto.
–¿De verdad?
Sin mostrar preocupación alguna, Cody se apoyó sobre los estrechos cojines de un sofá cama. Afortunadamente, el sol había deslucido la llamativa tapicería verde anaranjada hasta darle una tonalidad más inofensiva. Miró a su alrededor para buscar un cenicero y, al final, se conformó con una taza vacía. A continuación, desenrolló los planos.
Le gustaba aquel proyecto. El edificio tendría forma de cúpula, coronado por unas vidrieras en el vértice superior. Las plantas de oficinas rodearían el atrio central, lo que daría una sensación de amplitud. Sitio para respirar. ¿De qué servía ir al oeste si uno no tenía sitio para respirar? Cada despacho contaría con un cristal tintado muy grueso para combatir la luminosidad del sol al tiempo que permitía una visión sin restricción alguna del complejo turístico y de las montañas.
En la planta baja, el vestíbulo se curvaría en un semicírculo para que resultara más accesible desde la entrada, desde el bar de dos niveles y desde la cafetería acristalada.
Los clientes podrían tomar los ascensores de cristal o la escalera para subir una planta y poder comer en uno de los tres restaurantes o podrían subir un poco más y explorar las salas.
Cody dio un largo trago a su cerveza mientras inspeccionaba el proyecto. Lo veía como una especie de matrimonio entre lo moderno y lo antiguo. No veía nada que pudiera cambiarse en el diseño básico, como tampoco nada que él permitiera que se cambiara.
Abra Wilson iba a tener que aguantarse.
Cuando oyó que la puerta del tráiler se abría, levantó la mirada. Al ver que era Abra la que entraba, Cody decidió que era mucho mejor viéndola de cerca. Estaba algo sudada, algo cubierta de polvo y, por lo que parecía, muy enfadada.
Cody estaba en lo cierto en esto último. Abra se había cansado de tener que ir a buscar a los trabajadores que se tomaban descansos no programados.
–¿Qué diablos estás haciendo aquí? –le preguntó mientras Cody volvía a llevarse la lata a los labios–. Ahí fuera necesitamos a todo el mundo –añadió. Le arrebató la cerveza antes de que él pudiera beber–. Thornway no te paga para que te pases el día sentado. Además, nadie de este proyecto bebe durante el horario de trabajo.
Dejó la cerveza sobre la mesa antes de que pudiera sentir la tentación de aliviar su reseca garganta con ella.
–Señorita Wilson…
–¿Qué? –le espetó a Charlie. Tenía la paciencia hecha trizas–. Usted es el señor Gray, ¿verdad? Un momento, por favor –añadió. Se secó la húmeda mejilla con la manga de la camiseta–. Mira, compañero –le dijo a Cody–, a menos que quieras que te demos los papeles de la liquidación, es mejor que te levantes y te presentes a tu capataz.
Él le sonrió con insolencia. Abra sintió que unas palabras muy poco profesionales le acudían a los labios. Las reprimió con el poco control que aún le quedaba, igual que hacía con la necesidad de golpearle aquella arrogante mejilla con el puño.
Tenía que admitir que era un tipo muy atractivo. Los hombres con esa clase de aspecto siempre pensaban que podían quitarse los problemas de encima con una sonrisa… y normalmente era así. No con Abra. Sin embargo, ella era consciente de que no le serviría de nada amenazar a un empleado.
–Tú no debes estar aquí –añadió. Con un gesto de frustración, le arrebató los planos–, como tampoco tienes derecho alguno a mirar estos planos.
–Señorita Wilson… –volvió a decir Charlie, aquella vez con cierta desesperación.
–¿Qué, maldita sea? ¿Ha conseguido ya que ese ilustre arquitecto suyo salga de bañera, Gray? A Thornway le interesa ver cómo su proyecto avanza según los plazos previstos.
–Sí, verá…
–Un momento –lo interrumpió ella. Una vez más, se volvió a Cody–. Mira, te he dicho que te muevas. Hablas mi idioma, ¿verdad?
–Sí, señorita.
–Entonces, muévete.
Él lo hizo, pero no tal y como Abra había esperado. Perezosamente, como un gato que se estira antes de saltar desde el alféizar de una ventana, desplegó su cuerpo. Tenía unas piernas muy largas. No parecía un hombre temeroso de perder su trabajo. Tomó la cerveza que Abra había dejado en la mesa y le dio un trago. Entonces se levantó, se apoyó contra la nevera y sonrió.
–Eres muy alta, ¿verdad, pelirroja?
Abra tuvo que hacer un esfuerzo para no quedarse boquiabierta. Tal vez el negocio de la construcción fuera cosa de hombres, pero ninguno de los obreros con los que Abra trabajaba había tenido hasta entonces el descaro de mostrarse condescendiente con ella, al menos no delante de sus narices. Aquel hombre estaba despedido. Con o sin retraso, fuera o no del sindicato, iba a redactarle los papeles del despido personalmente.
–Recoge tus cosas, métete en tu coche y lárgate de aquí, imbécil –le espetó. Volvió a arrebatarle la cerveza y aquella vez le vertió el contenido de la lata en la cabeza. Afortunadamente para Cody, ya no estaba muy llena–. Díselo a tu representante del sindicato.
–Señorita Wilson… –susurró Charlie. Se había quedado muy pálido y le temblaba la voz–. No lo comprende…
–Vete de aquí, Charlie –dijo Cody con voz suave mientras se pasaba los dedos por el húmedo cabello.
–Pero…
–Vete.
–Sí, señor –dijo Charlie.
Se marchó rápidamente. Por eso y porque había llamado «señor» a aquel atractivo vaquero, Abra empezó a sospechar que había cometido un error. Automáticamente, tensó los hombros.
–Creo que no nos han presentando –dijo Cody. Se quitó las gafas de sol que había llevado puestas hasta entonces. Ella vio que él tenía los ojos marrones, de un suave marrón dorado. No estaban teñidos de ira o vergüenza. Más bien, la observaban con cierta neutralidad–. Soy Cody Johnson. El arquitecto.
Podría haber tratado de balbucir algo. Podría haberse disculpado. Podría haberse echado a reír por el incidente y haberle ofrecido otra cerveza. Se le ocurrieron las tres opciones, pero, por el modo tranquilo y firme con el que él la miraba, las rechazó todas.
–Ha sido muy amable de su parte haber pasado por aquí –susurró.
Cody decidió que era una mujer muy dura, a pesar de los ojos color avellana y de la atractiva boca. Ya se había encontrado con mujeres duras antes.
–Si hubiera sabido la cálida recepción que me encontraría, habría venido antes.
–Lo siento, tuvimos que dejar que se fuera la orquesta.
Como quería salvar su orgullo, trató de rodearlo y dejarlo atrás, pero descubrió rápidamente que, si quería llegar a la puerta, al sofá o a cualquier otro sitio, tendría que pasar justo por su lado. No cuestionó por qué aquella perspectiva no le apetecía. Él era un obstáculo y los obstáculos eran para derribarlos. Levantó la barbilla muy ligeramente, justo lo suficiente como para poder mirarlo a los ojos.
–¿Alguna pregunta?
–Sí, unas cuantas –respondió Cody–. ¿Siempre vierte cerveza por encima de la cabeza de sus hombres?
–Depende del hombre.
Una vez más, Abra trató de avanzar, pero se encontró aprisionada entre él y el frigorífico. Él sólo había tenido que girarse para conseguirlo. Cody se tomó un momento en mirarla a los ojos. En ellos no vio miedo ni incomodidad, sino tan sólo una furia que le hizo querer volver a esbozar una sonrisa.
–Tenemos muy poco espacio, señorita Wilson.
Tal vez ella fuera un ingeniero, una profesional que había luchado mucho para llegar a la posición en la que se encontraba y que conocía todos los resortes, pero seguía siendo una mujer y era muy consciente de la presión que el cuerpo de Cody ejercía contra el de ella. Fuera cual fuera la que podría haber sido su reacción, el gesto de diversión que vio en los ojos de él lo anuló por completo.
–¿Son suyos todos esos dientes? –le preguntó, muy tranquilamente.
–Desde la última vez que lo comprobé, sí –respondió él, sin comprender.
–Si quiere que siga siendo así, apártese de mí.
A Cody le habría gustado besarla en aquel momento, tanto por la admiración que sentía por el coraje que ella había mostrado como por su gusto. Aunque era un hombre impulsivo, sabía también cómo cambiar de táctica y tomar el camino más largo.
–Sí, señorita.
Cuando se apartó, Abra lo rodeó y pasó a su lado. Habría preferido dirigirse directamente hacia la puerta sin detenerse, pero se sentó en el sofá y volvió a extender los planos.
–Supongo que Gray ya lo habrá informado de la reunión que se perdió.
–Sí –dijo Cody. Tomó asiento y notó que, por segunda vez, estaban muy cerca el uno del otro. Sus muslos se tocaban, vaquero contra vaquero, músculo contra músculo–. Me ha dicho que usted quería cambiar algunas cosas.
–He tenido problemas con el diseño básico desde el principio, señor Johnson. No lo he ocultado.
–He visto la correspondencia. Usted desea un diseño arquitectónico típico del desierto.
–No recuerdo haber utilizado la palabra «típico», pero hay buenas razones para el estilo arquitectónico de esta región.
–También hay buenas razones para probar algo nuevo, ¿no le parece? –dijo él, mientras se encendía otro cigarrillo–. Barlow y Barlow desean un diseño a la última. Un complejo que contenga todo lo necesario y que sea lo suficientemente exclusivo como para atraer a la clientela más selecta. Querían algo diferente de lo que se puede encontrar en los complejos turísticos que hay por todo Phoenix. Y eso es precisamente lo que yo voy a darles.
–Con unas modificaciones…
–No habrá cambios, señorita Wilson.
Abra estuvo a punto de apretar los dientes. Aquel hombre no sólo se estaba comportando de un modo arrogante, sino que, además, la enfurecía el modo en el que pronunciaba la palabra «señorita».
–Por alguna razón –replicó ella, tranquilamente–, hemos tenido la mala suerte de haber sido elegidos para trabajar juntos en este proyecto.
–Debe de haber sido el destino –murmuró él.
–Voy a ser muy sincera con usted, señor Johnson. Desde el punto de vista de un ingeniero, su proyecto apesta.
Cody le dio una calada a su cigarrillo y dejó escapar el humo muy lentamente. Notó que ella tenía unos reflejos de color ámbar en los ojos. Parecía que aquellos ojos no parecían decidir si querían ser grises o verdes. Ojos taciturnos. Sonrió.
–Ése es su problema. Si no es usted lo suficientemente buena, Thornway le podrá asignar el proyecto a otra persona.
Abra apretó los puños. La idea de hacerle tragar los planos tenía un cierto atractivo para ella, pero se recordó que estaba comprometida con aquel proyecto.
–Soy lo suficientemente buena, señor Johnson.
–En ese caso, no deberíamos tener ningún problema. ¿Por qué no me informa de los progresos que se han hecho?
Abra estuvo a punto de decirle que ése no era su trabajo, pero estaba vinculada por un contrato, un contrato que no le dejaba mucho margen de error. Pagaría la deuda que tenía con Thornway, aunque aquello significara trabajar codo con codo con aquel arquitecto arrogante de la costa este.
–Como probablemente ya haya visto, las explosiones controladas se produjeron tal y como estaba previsto Afortunadamente, pudimos reducirlas al mínimo para preservar la integridad del paisaje.
–Ésa era la idea.
–¿Sí? –repuso ella. Miró los planos y a continuación a Cody–. En cualquier caso, habremos finalizado la estructura del edificio principal para finales de semana. Si no se realizan cambios…
–No los habrá.
–Si no se realizan cambios –repitió Abra, apretando los dientes–, cumpliremos los plazos del primer contrato. El trabajo en las cabañas individuales no comenzará hasta que el edificio principal y el balneario estén bajo techado. El campo de golf y las pistas de tenis no son parte de mi trabajo, por lo que tendrá que hablar con Kendall sobre ellos, al igual que sobre la jardinería y la decoración de exteriores.
–Muy bien. ¿Sabe si se han encargado ya los azulejos del vestíbulo?
–Soy ingeniero, no proveedor. Marie López se encarga de ese tema.
–Lo tendré en cuenta.
En vez de asentir con la cabeza, Abra se levantó y abrió la nevera. Estaba bien surtida de refrescos, zumos y agua embotellada. Tras tomarse su tiempo para decidirse, se decantó por el agua. Se dijo que tenía sed. Aquel gesto no tuvo nada que ver con el hecho de querer poner distancia entre ellos. Sólo fue un beneficio colateral. Aunque sabía que no era muy cortés por su parte, retiró el tapón de la botella y bebió sin ofrecerle a él.
–¿Qué? –le preguntó, al darse cuenta de la intensidad con la que él lo observaba.
–¿Es porque soy hombre, arquitecto o vengo del este?
Abra tomó otro largo sorbo del agua. Sólo hacía falta pasarse un día al sol para darse cuenta del paraíso que podía encontrarse en una botella de agua.
–Tendrá que explicarse.
–¿Desea escupirme a la cara porque soy hombre, arquitecto o vengo del este? –repitió Cody.
Abra no se habría sentido molesta por la pregunta si él no hubiera sonreído mientras se la formulaba. Hacía menos de una hora que lo conocía, pero ya lo había maldecido media docena de veces por aquella sonrisa. Se apoyó sobre la mesa y lo miró fijamente.
–No me importa su sexo.
Él siguió sonriendo, pero algo rápido y peligroso se le reflejó en los ojos.
–Veo que le gusta mostrarle trapos rojos a un toro, Wilson.
–Sí –replicó ella. Aquella vez fue su turno para sonreír–, pero, para terminar mi respuesta, los arquitectos son a menudo artistas pomposos y temperamentales que ponen sus egos sobre el papel y que esperan que los ingenieros y los constructores los mantengan para la posteridad. Eso puedo entenderlo, e incluso respetarlo, cuando el arquitecto se fija en el medio ambiente y crea para éste en vez de para sí mismo. En cuando al hecho de que usted sea del este, ése podría ser el mayor de los problemas. Usted no comprende el desierto, las montañas ni esta tierra. A mí no me gusta que usted decida lo que la gente de por aquí tiene que tener en su tierra bajo un naranjo a más de dos mil kilómetros de aquí.
Como Cody estaba más interesado en ella que en defenderse a sí mismo, no mencionó el hecho de que había viajado en tres ocasiones al lugar donde se iban a desarrollar las obras. Había realizado gran parte del diseño justo casi en el mismo lugar en el que se encontraba sentado en aquellos instantes en vez de en su despacho.
–Si no quiere usted construir, ¿por qué se dedica a ello?
–Yo no he dicho que no quiera construir –respondió ella–, pero nunca he creído que fuera necesario destruir para poder hacerlo.
–Cada vez que mete una pala en la tierra, retira un poco de tierra. Eso es vida.
–Cada vez que se mete una pala en la tierra para retirar un poco de tierra se debería pensar en lo que uno va a devolver. Es cuestión de moralidad.
–Ingeniera y filósofa… –dijo él. Observó cómo un airado rubor empezó a reflejarse en las mejillas de Abra–. Antes de que me vierta eso sobre la cabeza, digamos que estoy de acuerdo con usted hasta cierto punto, pero aquí no vamos a poner plástico y neón. Tanto si está de acuerdo con mi diseño como si no, es mi diseño. Su trabajo es hacerlo realidad.
–Sé cuál es mi trabajo.
–En ese caso –observó Cody, mientras empezaba a enrollar los planos–, ¿qué le parece si vamos a cenar?
–¿Cómo ha dicho?
–Cenar –repitió él. Cuando terminó de enrollar los planos, los metió en el cilindro y se levantó–. Me gustaría cenar con usted.
–No, gracias –repuso Abra. Aquélla le parecía la invitación más ridícula que había escuchado nunca.
–¿Está casada?
–No.
–¿Tiene pareja?
–Eso no es asunto suyo.
–Salta muy rápidamente, pelirroja –comentó Cody–. Eso me gusta.
–Y usted es muy descarado, Johnson. Eso no me gusta –replicó. Se acercó a la puerta y puso una mano sobre el pomo–. Si tiene alguna pregunta que tenga que ver con la construcción, estaré por aquí.
Cody no tuvo que hacer un gran esfuerzo para colocarle la mano en el hombro.
–Yo también –le recordó–. Ya cenaremos juntos en otra ocasión. Me parece que me debe usted una cerveza.
Tras mirarlo fijamente durante unos segundos, Abra abrió la puerta y se marchó.
Cody Johnson no era lo que ella había esperado. Era muy atractivo, algo a lo que podía enfrentarse. Cuando una mujer se introducía en un territorio tan masculino, lo más probable era que se encontrara con un hombre atractivo de vez en cuando. Sin embargo, Johnson parecía uno más de la cuadrilla en vez de ser socio de uno de los estudios de arquitectura más importantes del país. Su cabello rubio oscuro, con las puntas más claras, era demasiado largo. Su fuerte constitución, con fuertes músculos y piel bronceada, sus anchas y callosas manos… Todo era más propio de uno de los obreros. Había sentido la fuerza de aquellas manos. Además, estaba la voz, lenta y cálida.
Se ajustó mejor el casco cuando se acercó a la estructura metálica del edificio. Algunas mujeres habrían encontrado muy atractiva aquella voz. Ella no tenía tiempo para dejar que la sedujera la suave cadencia de aquel acento sureño o una arrogante sonrisa. En realidad, no tenía mucho tiempo para pensar en sí misma como mujer.
Él la había hecho sentirse como tal.
Frunció los ojos para protegérselos del sol y observó cómo las vigas iban colocándose en su lugar. No la preocupaba que Cody Johnson la hubiera hecho sentirse femenina. Demasiado a menudo, «femenina» significaba «indefensa» y «dependiente». Abra no tenía intención de ser ninguna de las dos cosas. Había trabajado demasiado durante demasiado tiempo para alcanzar la autosuficiencia. Decidió que un par de palpitaciones… sí, eso habían sido, palpitaciones… no iban a afectarla en absoluto.
Deseó que la lata de cerveza hubiera estado llena.
Con una triste sonrisa observó cómo colocaban la siguiente viga. Había algo muy hermoso en ver cómo crecía un edificio. Pieza a pieza, nivel a nivel. Siempre la había fascinado ver cómo algo fuerte y útil tomaba forma… de igual modo que la había molestado ver la tierra destruida por el progreso. Nunca había sido capaz de resolver aquel conflicto de sentimientos y por eso había elegido una profesión que le permitía tener parte en el desarrollo y procurar que el progreso se realizaba con integridad.
Sin embargo, aquel edificio… Sacudió la cabeza. Aquel proyecto le parecía la fantasía de un intruso. La cúpula, las curvas, las espirales… Abra se había pasado noches en vela sobre su mesa de diseño con regla y calculadora, tratando de encontrar un sistema de apoyo satisfactorio. Los arquitectos no se preocupaban por temas tan mundanos, sino tan sólo de la estética. Todo era ego. Construiría aquel maldito edificio y lo haría bien, pero no por eso tenía que gustarle.
Con el sol abrasándole la espalda, se inclinó sobre el taquímetro. Habían tenido que encontrar soluciones para la montaña y para un lecho muy inestable de piedra y arena, pero las medidas y el emplazamiento estaban muy bien calculados. Sintió un gran orgullo cuando comprobó ángulos y grados. Apropiada o no, aquella estructura iba a contar con un trabajo de ingeniería impecable.
Lo importante era precisamente eso, la perfección. Durante la mayor parte de su vida había tenido que conformarse con segundos platos. Su preparación profesional, sus conocimientos y su habilidad estaban muy por encima de eso. No tenía intención de volver a conformarse con segundos platos. Ni para ella ni para su trabajo.
Notó el aroma de él y sintió un hormigueo en la nunca. Jabón y sudor. Todo el mundo en la obra olía a jabón y a sudor. Entonces, ¿por qué estaba tan segura de que Cody Johnson estaba a sus espaldas?
–¿Algún problema? –preguntó, sin apartarse del tránsito.
–No lo sabré hasta que mire. ¿Le importa?
–Por supuesto que no.
Abra se apartó del taquímetro y, cuando él se inclinó sobre el aparato, enganchó los dedos en los bolsillos traseros de los pantalones. Esperó. No encontraría discrepancia alguna, aunque supiera cómo reconocerla. Cuando oyó un grito, se dio la vuelta y vio a dos miembros de la cuadrilla discutiendo. Sabía que el calor tenía un modo muy desagradable de caldear el mal genio. Dejó que Cody siguiera inspeccionando la obra y se acercó a los hombres.
–Es un poco temprano para eso –dijo tranquilamente, cuando vio que uno de los hombres agarraba al otro por la pechera de la camisa.
–Este malnacido estuvo a punto de arrancarme los dedos con esa viga.
–Si este idiota no sabe cuándo tiene que apartarse, se merece perder unos cuantos dedos.
–Basta ya –les ordenó Abra.
–Yo no tengo por qué aguantarme con lo que éste…
–Tal vez no –lo interrumpió Abra–, pero sí tendrás que aguantarte con lo que te diga yo. Ahora, tranquilízate o ve a darte un paseo. Si los dos queréis sacudiros fuera de vuestra jornada de trabajo, por mí podéis hacerlo, pero no voy a consentir que lo hagáis cuando estéis trabajando. Si lo hacéis, quedaréis despedidos. Tú –añadió, señalando al hombre que le pareció más volátil de los dos–, ¿cómo te llamas?
El hombre dudó durante un instante. A continuación contestó.
–Rodríguez.
–Bueno, Rodríguez, ve a tomarte un descanso o échate un poco de agua fría sobre la cabeza –dijo. Se dio la vuelta, como si no le quedaran dudas de que el hombre iba a obedecer inmediatamente–. ¿Y tú?
–Swaggart.
–Muy bien, Swaggart, regresa a tu trabajo. Y yo tendría un poco más de respeto por las manos de mi compañero si estuviera en tu lugar, a menos que quieras contarte tú los dedos y ver que te faltan.
Rodríguez lanzó un bufido al escuchar aquellas palabras, pero obedeció a Abra y se dirigió al lugar en el que se encontraban los barriles de agua. Satisfecha, Abra le hizo un gesto al capataz y le indicó que mantuviera a los dos hombres separados durante unos pocos días.
Cuando regresó al lado del taquímetro, casi se había olvidado de Cody. Él aún se encontraba allí, al lado del aparato, pero no estaba mirando a través de él. Tenía las piernas separadas y las manos apoyadas sobre las caderas mientras la observaba.
–¿Siempre se mete en una pelea?
–Cuando es necesario.
Se bajó las gafas para estudiarla antes de volver a colocárselas rápidamente.
–¿Nadie ha conseguido que se le olviden nunca ese tipo de costumbres?
Abra no habría sabido contestar por qué tuvo que reprimir una sonrisa, pero consiguió hacerlo.
–Todavía no.
–Bien. Tal vez yo seré el primero.
–Puede intentarlo, pero haría mucho mejor en concentrarse en este proyecto. Es más productivo.
Cody sonrió muy lentamente.
–Puedo concentrarme en más de una cosa a la vez. ¿Y usted?
En vez de responder, Abra sacó un pañuelo y se limpió la nuca.
–¿Sabe una cosa, Johnson? Su socio me pareció un hombre sensato.
–Nathan es efectivamente muy sensato –respondió Cody. Antes de que ella pudiera impedírselo, le arrebató el pañuelo de las manos y le secó las sienes–. La vio a usted como una perfeccionista.
–¿Y qué es usted? –replicó. Tuvo que resistir el impulso de quitarle el pañuelo. Había algo relajante, demasiado relajante, en aquella caricia.
–Eso tendrá que juzgarlo por sí misma –dijo. Se volvió para mirar el edificio. Los cimientos eran fuertes, los ángulos perfectos, pero aquello sólo era el comienzo–. Vamos a trabajar juntos durante bastante tiempo.
–Yo puedo soportarlo si usted también puede –repuso ella. En aquel momento sí que le arrebató el pañuelo. Volvió a metérselo en el bolsillo.
–Abra… –dijo, pronunciando el nombre como si estuviera experimentando con un sabor–. Estoy deseando hacerlo –añadió. Ella se sobresaltó cuando él le rozó una mejilla con el dedo pulgar. Cody se quedó muy satisfecho con aquella reacción y sonrió–. Hasta muy pronto.
«Imbécil», pensó Abra, mientras avanzaba por los escombros tratando de ignorar el cosquilleo que sentía en la piel.