Cumbre Vieja - Alberto Vázquez-Figueroa - E-Book

Cumbre Vieja E-Book

Alberto Vázquez-Figueroa

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Un acontecimiento como la reciente y estremecedora erupción del volcán Cumbre Vieja de la isla de la Palma moviliza todos los recursos del genial escritor canario, que en esta sorprendente novela expone el extraordinario carácter de los habitantes de este enclave singular. Para ello aprovecha la inteligente mirada de un perro callejero que con lógica aplastante no deja de asombrarse de los surrealistas comportamientos del ser humano. Alberto Vázquez-Figueroa, como tantas otras veces, denuncia la injusticia de la mala gestión de recursos vitales como el agua y los abusos de poder, reflexiona sobre la fuerza colosal de la naturaleza, de la que a menudo nos olvidamos, y reivindica valores como la familia y la generosidad del ser humano, siempre más evidentes en situaciones extremas.

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Categoría: Novela de aventuras

Colección: Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa

Título original: Cumbre Vieja

Primera edición: Mayo 2022

© 2022 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Portada: Composición original de Silvia Vázquez-Figueroa con fotografía de Dreamstime

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

ISBN: 978-84-18811-82-1

Producción del ePub: booqlab

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

CAPÍTULO I

«El 24 de agosto del año setenta y nueve, alrededor de la una de la tarde, mi madre nos llamó la atención sobre una nube que tenía un tamaño y una forma inusuales. Mi tío acababa de tomar el sol y, tras haberse bañado y haber almorzado, se había retirado a su estudio, pero al ver la nube se dirigió a un montículo desde donde tendría una mejor visión de un fenómeno tan poco común. La nube procedente de la montaña parecía un gigantesco pino mediterráneo que se iba acortando hasta adoptar la forma de un hongo muy alto. Estaría ocasionada bien por alguna corriente de aire que la impulsaba hacia arriba, pero cuya fuerza decreciera con la altura, o bien porque la propia nube se presionaba a sí misma debido al peso. Parecía ora clara y brillante, ora oscura y moteada, según estuviera más o menos impregnada de tierra y ceniza. Este fenómeno le pareció extraordinario a un hombre de la cultura de mi tío, por lo que decidió acercarse para poder examinarlo mejor y le costó la vida».

PLINIO EL JOVEN(Relato de la erupción del Vesubio y la muerte de su tío, Plinio el Viejo)

Un hermoso pez saltó en el aire, por lo que el pescador dejó escapar una exclamación de alegría, mantuvo con fuerza la caña y pidió a su compañero que redujera la marcha.

Al poco el pez volvió a saltar, con lo que consiguió liberarse y la inicial excitación pasó a convertirse en decepción, pero la pequeña lancha continuó su marcha con las cañas siempre dispuestas.

Desde lo alto de los acantilados y varada en una tranquila cala se distinguía una patera que contenía dos cadáveres, mientras en el agua flotaba el de un niño balanceado por diminutas olas.

La lancha hizo su aparición doblando un agreste cabo, pero los pescadores permanecían más atentos a las cañas que a la costa, hasta que uno llamó la atención de su compañero, se aproximaron y observaron la macabra escena sin decidirse a desembarcar.

Los difuntos eran tanto blancos como negros y en la arena se percibían huellas que se alejaban.

Los impresionados pescadores se pusieron en contacto por radio con miembros de la Cruz Roja, comunicándoles la magnitud de su macabro hallazgo, al tiempo que un hombretón de aspecto subsahariano llegaba a la cima del acantilado.

Justo en aquel momento, y no lejos de allí, un perro callejero rebuscaba entre la basura cuando de repente se detuvo, alzó las orejas, olfateó el aire y casi de inmediato comenzó a ladrar en dirección a una montaña.

Era tanta su insistencia que los vecinos le gritaron, pero como continuaba escandalizando acabaron por tirarle piedras, latas, y lo que parecía un viejo plato que estalló en mil pedazos.

El chucho huyó, pero en la siguiente calle se detuvo y volvió a ladrarle a la montaña hasta que le llegaron voces, risas y las notas de una pequeña orquesta, por lo que encaminó sus pasos en aquella dirección sabiendo por experiencia que en aquel enorme caserón de altas verjas solían desechar mucha comida.

Pertenecía a doña Adela Castaño, que en su adolescencia había estado perdidamente enamorada de su apuesto vecino, Mario Cabrera, pero por desgracia Mario había preferido casarse con su hermana menor Julia, con la que ahora vivía en una modesta casucha no lejos de una finca de plátanos en la que trabajaban desde el amanecer hasta que oscurecía.

Tras pasar cuatro años estudiando intensamente en Madrid, la culta pero aún despechada Adela había acabado por aceptar el desmesurado anillo de diamantes con el que don Melquíades Castro, uno de los hombres más ricos de la isla, le había pedido la mano.

Lógicamente la relación entre ambas hermanas se había enfriado, tanto por la diferencia de clases como por los sentimientos que aún perduraban en una Adela que no conseguía sentirse a gusto con un rijoso marido que únicamente pensaba en el dinero que solía prestar con intereses abusivos.

A las frecuentes fiestas de doña Adela no solían acudir ni la hermana ni su cuñado, a los que rara vez invitaba, y ni tan siquiera su padre, que desde que enviudó prefería vivir en su viejo barco.

Durante la ruidosa reunión en el jardín, con la mayor parte de los invitados bastante bebidos y don Melquíades manoseando por debajo de la mesa a una rubia que no hablaba una palabra de español, se escuchó un tintineo de copas, al que le siguió un pequeño movimiento y al poco la tierra tembló a causa de la violenta explosión de un viejo volcán que se alzaba a unos ocho kilómetros de distancia.

Trozos de roca y cenizas cubrieron los manteles rompiendo algunas copas.

Se alzó una enorme columna de humo y lava, cundió el pánico y los aterrorizados invitados corrieron hacia unos coches que en su desaforada huida chocaron los unos contra los otros antes de perderse de vista carretera abajo.

Los rezagados escaparon a pie y la rubia no dudó en levantarse la falda por encima de la cintura pese a no llevar bragas, con lo cual resultó evidente que no era rubia.

Adela había sido de las primeras en desaparecer, pero don Melquíades se esforzó por mantener la calma, entró en la casa, retiró el cuadro que ocultaba una caja fuerte e intentó abrirla, aunque los continuos terremotos le dificultaban acertar con la combinación.

Al fin lo consiguió y comenzó a recoger documentos, pero el volcán rugió con más fuerza y la estancia se estremeció amenazando con venirse abajo, por lo que optó por huir.

Ya en el jardín observó como la lava empezaba a deslizarse hacia su jardín, pero cuando hizo ademán de regresar dos policías se lo impidieron. El riesgo parecía excesivo, y en efecto lo era, puesto que docenas de edificaciones comenzaban a ser devoradas por ríos de lava que avanzaban como rugientes monstruos.

Toda su vida, y toda la vida de miles de palmeros, estaban quedando destruidas, por lo que a los llantos y los lamentos seguían la ira y la impotencia debido a que nada se podía hacer frente a tan desatadas fuerzas de la naturaleza.

A los más ancianos les acudió de inmediato a la mente el recuerdo de la maldición de Endechas a la muerte de Guillén Peraza, el primer poema escrito en las islas Canarias, que narraba la maldición que le echaron a La Palma las plañideras que lloraban durante el velatorio de un capitán español que intentó conquistar la isla. Los nativos lo mataron en el momento de desembarcar y, cinco siglos después, la maldición aún los perseguía.

Llorad, las damas, sí Dios os vala.

Guillén Peraza quedó en La Palma

la flor marchita de la su cara.

No eres palma, eres retama,

eres ciprés de triste rama,

eres desdicha, desdicha mala.

Tus campos rompan tristes volcanes,

no veas placeres, sino pesares,

cubran tus flores los arenales.

Guillén Peraza, Guillén Peraza,

¿dó está tu escudo?, ¿dó está tu lanza?

Todo lo acaba la malandanza.

* * *

La capilla se encontraba repleta de fieles que rezaban sin conseguir acallar el estruendo de las explosiones, en el momento en que de la sacristía surgió un cura, que observó la escena con gesto de desagrado y clamó, mientras señalaba dos hermosas tallas de Cristo y una de la Virgen de las Nieves:

–¿Qué demonios hacéis aquí? No es momento de rezar sino de salvar todo esto. ¡Andando, andando! Ya tendréis tiempo de rezar por la noche.

Los sorprendidos fieles comprendieron que tenía razón y comenzaron a descolgar las imágenes, sacándolas a una plaza en la que dos locutoras de televisión explicaban cuanto ocurría en medio de un caos de gente que huía cargando neveras, lavadoras, televisores o colchones.

Una de las locutoras comentaba:

«El doloroso espectáculo al que estamos asistiendo resulta lógico porque fin y al cabo estas islas, con su tierra fértil, sus hermosos paisajes y su excelente clima, son hijas de los volcanes, y no es de extrañar que de tanto en tanto sus habitantes tengan que pagar un costoso peaje.

A los pocos instantes, muy cerca de ellas cruzó Julia, que desde hacía horas vagaba en busca de su hermana, a la que acabó encontrando sentada en el bordillo de una acera ausente, hundida, anonadada e incapaz de aceptar que algo así pudiera estar ocurriendo.

Le costó un enorme esfuerzo hacerla reaccionar con el fin de alejarla del peligro, porque en esos momentos la torre de una iglesia se derrumbaba entre nubes de polvo, y tal vez no lo hubiera logrado de no ser por un gigantesco subsahariano que acudió de inmediato en su ayuda, cargó con Adela como si se tratara de una niña y se la llevó de allí mientras el cielo se cubría de rojo por la violencia de una nueva explosión.

Poco después la habían tendido en una cama, presa de un ataque de nervios, por lo que Julia le proporcionó un calmante y en cuanto la vio más tranquila acudió a reunirse en la cocina con el subsahariano, que observaba como hipnotizado el enorme chorizo que colgaba de un gancho.

–No sé cómo darte las gracias –le dijo.

–No tiene por qué –fue la sincera respuesta–. Cualquiera hubiera hecho lo mismo.

–¿Cómo te llamas?

–Suílem.

–Curioso nombre.

–Es camerunés.

Intentó darle dinero, pero el subsahariano lo rechazó mientras hacía un significativo gesto hacia el chorizo.

–No he comido en dos días.

Cinco minutos después se encontraba sentado en el banco de una plaza devorando con ansia un enorme bocadillo que acompañaba con una cerveza.

Al rato hizo su aparición un perro, que se sentó frente a él y le miró con la misma expresión con la que él había mirado el chorizo.

Le ofreció un pedazo y el chucho agitó la cola en un claro gesto de agradecimiento.

Acabaron por compartir lo que quedaba y cuando el camerunés se puso en marcha advirtió que el animal lo seguía, por lo que se volvió mientras le comentaba:

–Lo que necesito no es un perro, sino un contrato de trabajo y un permiso de residencia… ¿Entiendes? ¡Papeles! Lo que necesito son papeles.

Siguió su marcha y el animal se rascó la cabeza con la pata, hasta que se dirigió a un contenedor de basura, se apoderó de un viejo periódico y corrió a entregárselo.

El otro le echó un vistazo y se lo devolvió malhumorado.

–Sí, ya veo que el Madrid ha ganado, pero yo soy del Atleti.

* * *

Mario se esforzaba limpiando el tejado mientras Julia barría la ceniza que surgía a borbotones por la boca de un volcán que iba ganando fuerza e intensidad, al tiempo que nuevos ríos de lava se abrían camino llevándose por delante cuanto encontraban.

Cuando Adela surgió en la puerta de la casa aparecía tan pálida y demacrada como si hubiese envejecido diez años.

Se apoderó de una escoba, pero Julia le señaló que se encontraba demasiado débil para un trabajo tan pesado y que lo que debería hacer era buscar a su marido e intentar salvar su casa.

Su hermana le respondió con manifiesta sinceridad que no tenía el menor interés ni en la casa ni en un marido que parecía más preocupado por su dinero que por su esposa.

–Lo que está ocurriendo me ha hecho comprender la magnitud del error que cometí al casarme, por lo que creo que ha llegado el momento de que este matrimonio estalle como si se tratara de otro volcán.

–No es buen momento para divorciarse.

–Los momentos para divorciarse no son buenos ni malos, cielo; lo bueno o malo es de quién te divorcias. Nuestro problema es que soñamos con casarnos con un héroe histórico y acabamos casándonos con un cretino histérico. Me avergüenza admitir que he estado soportando a ese ceporro por miedo a quedarme sola, cuando en realidad hace años que llegué a la conclusión de que cuando mejor me siento es sola.

–Yo no podría soportarlo.

–¿Cómo lo sabes si nunca te has sentido sola?

–En eso tienes razón; Mario y los niños se bastan para llenar cada minuto de mi vida. Fregar suelos y limpiar culos lleva su tiempo.

–¿Y nunca necesitas un poco de ese tiempo para ti?

–Nunca he sido yo; primeros fuimos dos y ahora somos cuatro.

–Cierto. Y yo siempre he sabido que yo soy la más rica pero tú la más afortunada.

–Pues si quieres seguir siendo rica ándate con cuidado, porque como ese buitre sospeche que pretendes divorciarte te comerá hasta el tuétano.

–¿Acaso imaginas que no lo sé? ¿Y que no he aprendido nada sobre buitres? Tengo una casa de la que Melquíades no sabe nada; tengo una caja fuerte en un banco de Tenerife de la que Melquíades tampoco sabe nada, y tengo una serie de documentos que demuestran que es el titular de tres empresas registradas en paraísos fiscales de las que Hacienda no sabe nada. O sea que en cuanto el buitre abra el pico se queda sin plumas.

–¡Vaya con mi hermana! –se admiró Julia–. Y yo que creía que tan solo eras una cornuda consentida.

–No soy una «cornuda consentida», cielo. Soy una cornuda con sentido –especificó un poco más Adela al puntualizar–: Sentido para los negocios. Y ahora he decidido montar una empresa con el fin de exportar agua de la Fuente Santa.

–Nunca he sabido gran cosa sobre ella.

–Era un manantial que surgía en la punta sur de la isla y que fue sepultado por la erupción del San Antonio.

–¿Aquel que se ve a lo lejos?

–El otro que apenas se distingue a la derecha. La fuente se encontraba al pie de un acantilado donde se formaba una playa de piedras con dos charcas de un agua que curaba la sífilis, la lepra, el reumatismo, la artrosis y cualquier enfermedad de la piel, aparte de cicatrizar las heridas.

–Cualquiera diría que se trataba del bálsamo de Fierabrás.

–Te lo puedes tomar a broma, pero aquí se curaron Pedro de Mendoza, fundador de Buenos Aires, o Alvar Núñez Cabeza de Vaca, el primer cristiano que recorrió Norteamérica de costa a costa y que más tarde conquistó Uruguay, Paraguay y Argentina, sin contar con que descubrió las cataratas de Iguazú.

–¡Caray con Alvarito!

–¡Y tanto! El que ahora ha entrado en erupción, «Cumbre Vieja», se llama en realidad «Cabeza de Vaca».

–Eso sí que tampoco lo sabía –admitió Julia.

–En el siglo dieciséis la riqueza que generaba la fuente consiguió que la renta per cápita de la isla fuese la más alta de Canarias, pero la erupción del San Antonio sepultó las charcas, con lo que se perdió el «agua milagrosa».

–También es mala suerte.

–Supuso la brusca desaparición de una ingente cantidad de ingresos, por lo que se produjo una confrontación entre los partidarios de rescatarla y los partidarios de «dejarla sepultada, puesto que Dios así lo ha querido». Llegaron a enfrentarse con tanta violencia que tuvo que intervenir la Santa Inquisición enviando al oficial mayor del Santo Oficio, que realizó un detallado informe al que incluso adjuntó un cuadro con el volcán en erupción.

–¿Y qué tenía que ver la Santa Inquisición con todo esto?

–Por aquel tiempo la Inquisición era la guindilla de todos los guisos, y es de suponer que les apetecía aprovechar el fuego de los volcanes para quemar brujas sin gastar leña.

–Hablemos en serio.

–Esto es muy serio. Durante siglos se buscó la fuente y hubo tantos intentos como generaciones. Salvo el primero, realizado por lugareños que recordaban la ubicación del manantial, los restantes perforaban pozos, pero les resultaba imposible excavar en un material suelto que se derrumbaba a medida que se profundizaba en él. En vez de lograr un cilindro, la inestabilidad de las paredes conseguía que la boca se fuera convirtiendo en un embudo que hacía peligrar las laderas.

–Si me lo contaras en chino mandarín lo entendería mejor –le hizo notar Damián.

–Mi chino mandarín está bastante oxidado.

–Pues en coreano.

–Vendría a ser lo mismo. ¿Por qué crees que se tardó siglos en encontrarla? El agua brotaba al pie de un risco casi inaccesible, tan cerca del mar que la pleamar la cubría, y brotaba tan caliente que desconchaba las lapas. La búsqueda de la fuente ha marcado la vida de los palmeros hasta que un ingeniero al que conozco, Carlos Soler, la encontró gracias a que las nuevas tecnologías le permitieron perforar galerías en lugar de pozos. Al analizar el agua comprobaron que era la joya de las aguas balnearias. En Europa solo hay dos con esta composición: Nauheim en Fráncfort, y Vichy en Francia.

–¿Y piensas hacerte muy rica exportando agua de La Palma?

–Tal como lo hacen los franceses y los alemanes. ¿Quién no ha bebido alguna vez «Agua de Vichy»?

–Yo.

–Tú eres un caso digno de estudio, hermana: «Mujer, pobre, casi harapienta y agobiada por el trabajo, pero feliz».

En esos momentos una avioneta con el logotipo de una emisora de televisión cruzaba volando en dirección a una de las columnas de fuego del volcán, por lo que Julia comentó:

–Como siga a esa altura va a tener problemas.

–No comprendo cómo ninguna se ha estrellado –admitió Adela–. Se juegan el tipo porque hay muchas corrientes de aire y a veces caen piedras como puños.

–Pero no cabe duda de que obtienen imágenes espectaculares. Tienes la impresión de que estás dentro de la mismísima boca del volcán.

–Eso lo consiguen con drones porque si se queman no importa.

–Pues esa no es un dron, y en cuanto se descuide se achicharra.

En efecto, el aparato se encontraba tan cerca del peligro que el piloto advirtió que era hora de volver, pero el camarógrafo le suplicó que esperase debido a que una bandada de gaviotas sobrevolaba el volcán en lo que constituía un espectáculo grandioso.

Quien estaba a los mandos aceptó a regañadientes, pero como advirtió que al poco el marcador del combustible descendía de forma visible se apresuró a solicitar a la torre de control que le concediera prioridad a la hora de aterrizar.

La respuesta fue que el aeropuerto se encontraba cubierto de cenizas, por lo que le recomendaban que se dirigiera al de La Gomera.

El piloto comentó que era tan peligroso que nunca se había atrevido a aterrizar en él, pero visto que no le quedaba otro remedio se apresuró a cambiar el rumbo pese a que tuviera que recorrer casi ochenta kilómetros suplementarios.

Siguieron unos minutos de angustia en los que el piloto intentaba comunicarle a la torre de control de La Gomera que intentaría rodear la isla porque que sabía que la pista se alzaba al otro lado y necesitaba las coordenadas exactas.

Tan solo respondieron molestos ruidos indescifrables y una especie de pedorretas.

* * *

El perro observaba como Suílem estaba ayudando a una angustiada familia a subir una enorme nevera a una vieja camioneta.

Cuando la camioneta se alejó, el subsahariano se acomodó en una de las sillas que habían quedado en la acera y al poco el animal entró en la casa y volvió a salir con una lata de cerveza en la boca.

El camerunés le riñó sin el menor miramiento:

–Podrías haberla traído fría.

El chucho regresó al interior de la casa, palpó con el morro entre las que habían quedado desperdigadas por el suelo y regresó con una que su amigo de solo dos patas comenzó a beber con evidente satisfacción y al finalizar le dio a probar un poco en el cuenco de la mano.

–Toma, pero no te acostumbres. No me gustan los perros borrachos.

Apenas habían pasado unos minutos cuando hizo su aparición Adela, que al parecer le estaba buscando para darle la gracias.

El subsahariano la invitó a que se sentase a compartir las cervezas y pese a que sobre sus cabezas rugía el volcán, caía ceniza y el aire apestaba, se enfrascaron en una animada charla sobre las habilidades de un perro que demostraba ser más listo que muchas personas, aunque la conversación acabó derivando en algo más personal cuando Adela se interesó por el hecho de que el camerunés hablaba un español casi perfecto.

–Nací casi en la frontera de lo que en un día fue la «Guinea española», y muchas familias acudíamos a trabajar allí porque con el cambio de moneda se ganaba más. Mi madre consideró que era bueno que aprendiera el idioma, ya que probablemente a nuestra tribu la obligarían a emigrar. Era una mujer con una gran visión de un futuro que veía muy negro; y que conste que no me estoy refiriendo al color de la piel.

–¿Y por qué tendrían que obligarlos a emigrar?

–Porque estábamos considerados fieles seguidores de Thomas Sankara, y el aumento del fanatismo islamista provocó que sus simpatizantes fuéramos condenados a muerte.

–¿Y quién era ese?

–Una especie de «Che Guevara» africano. Cuando apenas contaba treinta años se hizo con el poder de lo que por aquel entonces se llamaba Alto Volta, e inmediatamente inició un ambicioso programa de cambio social concediendo prioridad a la educación y la alfabetización. De igual modo promovió la salud pública con una campaña de vacunación global contra la meningitis, la fiebre amarilla y el sarampión.

–Pues parece un personaje muy inteligente –admitió Adela.

–Lo era; hizo plantar diez millones de árboles para poner fin a la desertificación y prohibió la mutilación genital de las mujeres, los matrimonios forzados de niñas y la poligamia. Lógicamente tales medidas molestaron a los franceses y a los islamistas radicales, por lo que lo derrocaron, asesinaron y descuartizaron.

–¡Vaya con los islamistas y los franceses!

–Son tal para cual; por eso se destrozan mutuamente.

CAPÍTULO II

Un pastor de cabras se introdujo los dedos en la boca y emitió un largo silbido lleno de curiosas modulaciones.

Al otro lado de un profundo barranco, un campesino asintió con la cabeza, dio media vuelta e imitó el silbido con idénticas modulaciones.

Un obrero que trabajaba en una cantera prestó atención y repitió la escena punto por punto.

El controlador de vuelos de La Gomera se encontraba hojeando una revista en el momento en que uno de sus ayudantes subió a comunicarle que «el viejo lenguaje de la isla» aseguraba que una avioneta había amerizado de emergencia junto a la costa, pero sus ocupantes estaban a salvo.

El controlador comentó, con un claro acento catalán:

–La madre que me parió. Aquí funcionan mejor los silbidos que la radio.

* * *

Escuchó un ladrido y prestó atención, puesto que más que un ladrido parecía una llamada de auxilio.

Decidió seguir su camino apremiado por el hecho de que un nuevo río de lava se aproximaba, pero un segundo ladrido se unió al primero, y sonaba igualmente desesperado.

Aguzó el oído y le dio la impresión de que debían ser galgos.

O tal vez podencos.

No estaba seguro, pero sonaba a perros de los que perseguían conejos y no paraban hasta que los agarraban por el cuello y los depositaban a los pies de sus amos.

Esa clase de perros siempre tenían amos que les daban de comer, pero también practicaban la abominable costumbre de ahorcarlos cuando ya no corrían lo suficiente.

A su modo de ver ese era uno de los inconvenientes de tener amo; a la larga la comida se pagaba excesivamente cara.

Él no tenía que preocuparse por los amos, sino por los sádicos laceros que pretendían que siguiera el mismo camino, aunque sin haberle dado de comer.

Por fortuna los detectaba a treinta metros porque apestaban a miedo, pero no a miedo de lacero, sino al miedo de los perros que ya habían sido atrapados.

Decidió por tanto que no valía la pena prestar atención a los lamentos de unos indignos lacayos de cazadores y continuó su camino.

No obstante, a los pocos metros llegó a la conclusión de que siempre podían ser parientes lejanos y sería una canallada dejarles morir achicharrados.

Volvió sobre sus pasos y los encontró intentando superar la valla en que les mantenían encerrados, pero se les advertía tan agotados que ya apenas saltaban. La lava seguía avanzando, por lo que los indefensos animales debían sentir ya no era miedo; era terror.

¡Pobres bichos!

¿Pero qué podía hacer él?

Tan solo era un perro.

Y un perro desconcertado, porque se le estaba aproximando a poca altura uno de aquellos inquietantes pájaros sin cabeza que jamás había visto y que ascendían hasta la mismísima boca del volcán sin calcular el riesgo, e incluso se inmolaban precipitándose en su interior.