La Taberna de los Cuatro Vientos - Alberto Vázquez-Figueroa - E-Book

La Taberna de los Cuatro Vientos E-Book

Alberto Vázquez-Figueroa

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Beschreibung

Los mayores «descubridores» de América fueron personajes únicos que empezaron, en palabras del autor, como una «pandilla de andrajosos caballeros de capa raída que aspiraban dominar el Nuevo Mundo». Alberto Vázquez Figueroa había empezado a escribir su cuarta novela sobre la Conquista de América cuando, al estudiar las vidas de quienes habían participado en esa inigualable gesta, cayó en la cuenta de que la mayoría concordaron juntos en una fecha y un lugar concreto. Colón, Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Vasco Núñez de Balboa, Alonso de Ojeda y Juan Ponce de León coincidieron históricamente en 1509 en Santo Domingo y fueron parroquianos de la única taberna de la ciudad: La Taberna de los Cuatro Vientos.

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LA TABERNA DELOS CUATROVIENTOS

Alberto Vázquez-Figueroa

Categoría: Novelas | Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa

Título original: La taberna de los cuatro vientos - Alcazarquivir

Primera edición: 1998

Reedición actualizada y ampliada: 2024

@Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Portada: Silvia Vázquez-Figueroa

Maquetación: Mercedes Galán García

ISBN: 978-84-19495-94-5

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

LA TABERNA DELOS CUATROVIENTOS

ACTO PRIMERO

PRIMAVERA DE 1504

La famosa taberna de los Cuatro Vientos, en la esquina de la plaza de Armas de Santo Domingo, capital de la isla La Española. Es media mañana y tan solo Catalina, la guapetona mesonera, se encuentra en escena en esos momentos, atareada en limpiar los suelos y recoger las sillas que aparecen colocadas sobre las mesas mientras canturrea una tonadilla pegadiza.

Al poco la puerta se abre y en el umbral se recorta la figura de don Alonso de Ojeda, un hombre de unos treinta y cinco años, muy delgado y de corta estatura, que viste humildemente, aunque con dignidad, y cuyo porte es de increíble altivez y prestancia, de persona segura de sí misma y segura, sobre todo, del respeto que impone la larga espada que pende de su cintura.

OJEDA:

¡Buenos días, Catalina! ¿Puedo pasar?

CATALINA:

(sorprendida). ¡Desde luego, don Alonso! Siempre está abierto para los amigos, aunque pronto llega hoy su Excelencia.

OJEDA:

El calor, que me echa de casa en cuanto el sol aprieta. Y es que tu taberna es el único lugar fresco de la isla.

(La mesonera se aproxima a una mesa algo apartada, que se apresura a dejar reluciente, bajando las sillas y acomodando una para que su huésped tome asiento).

CATALINA:

Un indígena nos indicó cómo construirla para aprovechar la brisa que llega del mar… ¡Sentaos!… Cuando sea rica, pondré una placa aquí, en la pared: «Mesa reservada para su Excelencia don Alonso de Ojeda, gobernador de Coquibacoa»…

OJEDA:

(alzando la mano). Olvida el «Excelencia» y olvida el «gobernador». Para ti siempre seré Alonso a secas.

CATALINA:

Honor que me hace, pero sabéis bien que jamás podría tutearos… ¿Una jarrita de vino y un poco de pan y queso?

OJEDA:

¡No, gracias! Lo único que busco es un lugar fresco donde escribir.

(Ha sacado de su bolsa papel, una pluma de ave y un tintero portátil que coloca cuidadosamente ante él tras tomar asiento; La mesonera le observa con innegable afecto y admiración).

CATALINA:

Me gustaría aprender a leer, aunque tan solo fuera por saber qué es lo que habéis escrito durante tanto tiempo. ¿Cuándo terminaréis vuestro libro?

OJEDA:

(sonriendo). Nunca. Es la historia de mi vida, y todos aseguran que soy inmortal.

CATALINA:

(divertida). Quien ha sobrevivido a más de veinte batallas y docenas de duelos sin recibir ni siquiera un rasguño, tiene que serlo… ¿Cómo lo habéis conseguido?

OJEDA:

Siendo pequeño y ágil. Alguien dijo una vez que intentar herirme era como tratar de ensartar un abejorro en vuelo. Siempre pinchan en el aire.

CATALINA:

(curiosa). ¿Y contaréis todas vuestras aventuras y pendencias?

OJEDA:

Solo las que valieron la pena.

(La mesonera hace un significativo gesto hacia afuera, hacia la plaza, como si los dos supieran, sin necesidad de especificarlo, a qué se está refiriendo).

CATALINA:

¿Hablaréis de Anacaona?

OJEDA:

Es lo que estoy haciendo ahora.

CATALINA:

¿Es cierto que una noche se presentó en vuestra casa cubierta de joyas que arrojasteis al mar para demostrarle que la amabais por ella misma y no por sus riquezas?

OJEDA:

(incómodo). ¡Oh, vamos!… ¿Por qué sois las mujeres tan aficionadas a los chismes?

CATALINA:

(riendo). Porque si no fuera así, no seríamos mujeres. Decidme… ¿es cierto o no?

OJEDA:

(guiñando un ojo). Tendrás que aprender a leer para saberlo, aunque lo que quiero contar sobre la princesa Anacaona no son anécdotas pueriles, sino dejar constancia de que al ahorcarla se cometió el más horrendo crimen de la Historia.

CATALINA:

Eso puede enfrentaros con el gobernador.

OJEDA:

Decir verdades, batirme en duelo y tener problemas ha sido siempre mi sino. ¿Qué otra cosa puedo hacer frente a las iniquidades de Ovando? ¿Callar y otorgar?

(La mesonera vuelve al mostrador y se afana en la tarea de secar vasos mientras agita la cabeza, pesimista).

CATALINA:

¡Ay, don Alonso, don Alonso…! Esa manía de enmendar entuertos y enfrentaros al mundo será vuestra ruina. Con otro carácter hace ya tiempo que os habrían nombrado gobernador de Santo Domingo y no de ese fantástico reino de Coquibacoa que ni San Cristóbal sabe dónde se encuentra… A veces creo, y perdonadme, que no habéis crecido más por lo mucho que os pesa la cabeza, a fuer de testarudo…

(Ojeda se limita a sonreír para enfrascarse a continuación en la escritura concentrándose en lo que hace, mientras Catalina llena una jarra de vino y se lo sirve).

CATALINA:

¡Cortesía de la casa!

(Vuelve a su puesto y continúan los dos en silencio, cada uno dedicado a lo suyo, hasta que hace su aparición Gertrudis Avendaño, una mujer de unos cuarenta años y ojos penetrantes, como de alucinada, que tras parpadear unos instantes para acostumbrarse a la penumbra, inquiere:)

GERTRUDIS:

¡Buenos días! ¿Seríais tan amable de servirme una limonada?

CATALINA:

(dudando). Aún no es hora de abrir, pero pasad. Lo que está cayendo ahí fuera es fuego.

(Sirve de una jarra un vaso de limonada y va a colocarlo sobre una mesa de la que retira también las sillas. La recién llegada toma asiento, se seca el sudor con un pañuelo y bebe con ansia).

GERTRUDIS:

¡Gracias! ¡Muchas gracias! Me habían advertido sobre el clima de esta isla, pero creí que exageraban. ¡Ni Sevilla en agosto…! Y lo peor es la humedad. Me hace sudar a chorros.

(Deja una pesada moneda de oro sobre la mesa y Catalina la toma observándola con evidente admiración).

CATALINA:

¡Diantre! No se ven muchas de estas por aquí. Tendré que buscar cambio. ¿Os importa esperar?

GERTRUDIS:

¡En absoluto! Aquí se está muy a gusto.

(Catalina desaparece por la puerta que se encuentra tras el mostrador y Gertrudis Avendaño se concentra en beber despacio su limonada mientras observa todo a su alrededor; y por último fija la mirada en OJEDA, que permanece ausente escribiendo o entrecerrando los ojos como si tratase de recordar algo. Al poco, la otra inquiere:)

GERTRUDIS:

Perdonad que os interrumpa, caballero. ¿Por casualidad estáis escribiendo vuestras memorias?

OJEDA:

(sorprendido). Así es, en efecto. ¿Cómo lo habéis notado?

GERTRUDIS:

El movimiento de vuestra mano no es el de alguien que escribe una carta de amor o de negocios, sino el de quien cuenta cosas que surgen de lo más recóndito de su mente.

OJEDA:

No cabe duda de que sois una excelente observadora. ¡Os felicito!

GERTRUDIS:

(con naturalidad). Es mi oficio. Permitid que me presente: me llamo Gertrudis Avendaño y acabo de llegar a Santo Domingo.

OJEDA:

(incrédulo). ¡Gertrudis Avendaño! ¿La famosa Gertrudis Avendaño, de Ávila? (Ella asiente con una sonrisa). ¿Y cómo así, tan lejos de Castilla?

GERTRUDIS:

En busca de nuevos horizontes. Soñé que cruzaba el mar y me establecía en un lugar en el que sería testigo de cómo el futuro se convertía en presente, y aquí estoy.

OJEDA:

Extraña explicación para tan largo viaje.

GERTRUDIS:

Lo verdaderamente extraño nunca tiene explicación, pero cuando alguien como yo tiene un sueño semejante, debe hacerlo realidad. ¿Me permitiríais leer en vuestras manos?

OJEDA:

Lo haría con mucho gusto, pero no tengo un mal maravedí con que pagaros, ni por desgracia creo que vaya a tenerlo en mucho tiempo.

GERTRUDIS:

No he cruzado el océano para hacer fortuna, que por suerte mi fortuna ya está hecha y mi sueño es de otra clase. ¿Me permitís?

(Se pone en pie para ir a tomar asiento frente al desconcertado Alonso de Ojeda, que tras unos instantes de duda acaba por encogerse de hombros para extender las manos con las palmas hacia arriba. La mujer las observa y podría decirse que de improviso se aísla del mundo que le rodea y no existe nada más que aquellas manos que estudia con profundo detenimiento. En ese momento entra Catalina, que trae unas monedas y, al observar la escena, permanece tras el mostrador visiblemente desconcertada. Ojeda alza los ojos hacia ella e intercambia una mirada de complicidad).

OJEDA:

¿Y bien? ¿Qué habéis visto?

GERTRUDIS:

Sangre. Demasiada sangre derramada sin rencor, odio ni ambición. Habéis matado a muchos hombres sin motivo.

OJEDA:

La mayoría imaginaban que matándome se harían famosos, pero eso es cosa del pasado y no viene al caso. ¿Qué más habéis visto?

GERTRUDIS:

Muchas cosas. ¿Queréis la verdad? ¿La verdad sin tapujos?

OJEDA:

Supongo que no habéis cruzado el océano para contar mentiras. Y yo no tengo tiempo ni humor para escucharlas.

(Gertrudis observa a Catalina, que no pierde detalle, e inquiere con intención:)

GERTRUDIS:

¿Os importa…? Lo que tengo que decir solo puede oírlo el interesado.

(La otra está a punto de responder de mala manera, pero al fin lanza un resoplido que denota su malhumor y se aleja hacia el extremo del mostrador; donde se dedica a cortar rodajas de pan que va echando en un cesto. Cuando se cerciora de que no puede oírles, Gertrudis añade:)

GERTRUDIS:

Vuestras manos son como un libro con palabras tan claras que incluso a mí, que tantas manos he visto, me sorprenden. Y está escrito que vendrá un hombre con el que emprenderéis un largo viaje, aunque por desgracia él no llegará a su destino.

OJEDA:

¡Juan de la Cosa! Hace tiempo que espero su regreso. Pero ¿por qué no llegará a su destino?

GERTRUDIS:

Lo ignoro. Estoy leyendo vuestras manos, no las suyas. Vos llegaréis, pero ese lugar se convertirá en un infierno y será alguien a quien aborrecéis quien se beneficiará de vuestro esfuerzo, al tiempo que a vos os acosan todas las desgracias.

OJEDA:

No suena halagüeño.

GERTRUDIS:

Os advertí que la verdad suele ser amarga. Allá en la corte venían a verme gentes que no querían conocer su destino, sino que les confirmara que sería el que pretendían que fuese. Por eso vine a buscar hombres que no temieran la verdad. ¡Habéis sido el primero!

OJEDA:

(agrio). Dudoso honor si tan negro me lo pintáis. ¿Qué me decís sobre mi muerte?

GERTRUDIS:

Las líneas de las manos son distintas en todas las personas, pero la muerte es siempre la misma, y algo tan íntimo, que ni siquiera yo debo intervenir. Lo que sí puedo deciros es que vuestra fama perdurará durante siglos, y habrá quien asegure que fuisteis el más valiente y el mejor, aunque os persiguiera la desgracia.

OJEDA:

¡Triste consuelo!

(Gertrudis Avendaño se interrumpe un instante porque en la balaustrada del piso alto, a la que se abren las puertas de varias habitaciones, acaba de hacer su aparición un hombre delgado hasta parecer ascético, de casi treinta años y gesto amargado, que se limita a acodarse en la baranda y observarles con innegable curiosidad. Cuando vuelve a mirar a Ojeda la quiromántica inquiere:)

GERTRUDIS:

Sois Alonso de Ojeda, ¿verdad? ¿El primero en entrar en Granada y el que capturó al feroz cacique Canoabó?

OJEDA:

Creí que lo sabíais.

GERTRUDIS:

No podía saberlo. En Sevilla se decía que estabais conquistando un reino del que los reyes os han hecho gobernador. Tenía razón mi sueño; apenas llegar tropiezo con vos. (Le muestra las palmas de sus manos). ¡Mirad! Aquí dice que viviré cien años y conoceré a todos los grandes que harán Historia.

OJEDA:

(con humor). Pues de momento habéis conocido al más pequeño… (repara en el hombre que ha descendido por la escalera). ¡Buenos días, Francisco! Ven para que te presente a Gertrudis Avendaño, la gran quiromántica que podrá aclararte si llegarás a ser alguien en la vida. Este es mi buen amigo Pizarro.

GERTRUDIS:

(interesada). ¿Uno de vuestros capitanes?

PIZARRO:

(agrio). Aún no soy soldado. Pero algún día don Alonso me enseñará a manejar una espada y me llevará con él a conquistar imperios, (ha recogido un Paño del mostrador y se dedica a sacarle brillo a las mesas de las que va quitando las sillas). Supongo que no os interesará leerle las manos a un mozo de taberna, ¿me equivoco?

GERTRUDIS:

(decepcionada). ¡Tal vez otro día! Ahora tengo que regresar al barco y terminar de recoger mis libros y mi equipaje. ¿Dónde podría encontrar una habitación amplia y fresca? Pago bien.

CATALINA:

(rápida). ¡Aquí mismo! Jamás acepto huéspedes, pero es que nunca se había presentado alguien como vos. Tengo una estancia, arriba, en la esquina, con balcón al mar, limpia y acogedora. ¿Os gustaría verla? Es muy bonita.

(Gertrudis duda un instante, pero al fin asiente poniéndose en pie:)

GERTRUDIS:

¿Por qué no…?

(Catalina la precede escaleras arriba, a todas luces feliz ante la idea de contar con tan ilustre huésped, y Ojeda y Pizarro las observan hasta que desaparecen por la última de las puertas).

PIZARRO:

Está visto que un mozo de taberna no interesa a nadie.

OJEDA:

No lo serás eternamente. ¡Ten paciencia! Algún día conseguiré los medios de emprender la conquista de Coquibacoa, te llevaré conmigo y haremos grandes cosas juntos, pero de momento tienes que ganarte la vida y este es un trabajo honrado.

PIZARRO:

Indigno de alguien que se embarcó con Colón soñando con llevar a cabo fantásticas hazañas y al que tuvieron que abandonar aquí porque tenía diarrea. ¡Un héroe con diarrea…! ¡Bonito futuro me espera!

OJEDA:

Lo indigno no son los trabajos, sino los hombres que los desempeñan. ¡Fíjate en Ovando! Todo un gobernador y no comete más que atrocidades. Ha ahorcado a Anacaona y ahora pretende esclavizar a los indios pese a que los reyes insisten en que sean libres.

PIZARRO:

(con intención).