El anillo verde - Alberto Vázquez Figueroa - E-Book

El anillo verde E-Book

Alberto Vázquez-Figueroa

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Este audiolibro está narrado en castellano. En El anillo verde, Alberto Vázquez-Figueroa se aleja de las coordenadas políticas a las que tiene acostumbrados a sus lectores para abordar una fábula con tintes ecologistas, sin renunciar a su calidad y a su componente aventurero y emocionante. Más cercana al género juvenil y fantástico, El anillo verde nos propone una gesta en pos de acabar con una plaga venida de tiempos pretéritos que amenaza con acabar con toda la humanidad.-

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Alberto Vázquez Figueroa

El anillo verde

 

Saga

El anillo verde

 

Copyright © 1992, 2022 Alberto Vázquez-Figueroa and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726468304

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

El anillo verde es una novela atípica en el contexto de la extensa obra del autor. Nacida de un sueño, puede ser considerada un cuento para adultos o una fantasía para jóvenes. Pero, en todo caso, su apasionante trama cautiva desde la primera página y nos transporta hasta un desenlace sorprendente en el que se desvela una audaz y lúcida propuesta para acabar con la más terrible plaga que ha amenazado al hombre desde los albores de la historia.

Capítulo 1

Monteoscuro era un lugar precioso.

Hubiera sido el más hermoso para vivir y crecer que pueda imaginarse, a no ser por el hecho de que la mayoría de sus habitantes se llevaban entre sí como perros y gatos.

Por qué se odiaban tanto las gentes de Monteoscuro es algo que jamás entendió nadie por más que lo intentara, aunque por lo que contaban los ancianos, los problemas se remontaban a tiempos muy lejanos, cuando un cerdo de la familia de los que más tarde se llamarían para siempre los Gorrinos devoró en una sola noche todo un campo de berzas de quienes acabarían recibiendo el apodo de los Berzotas.

Parecía una broma, pero desde el día de aquella vieja disputa, que dejó un saldo de cuatro muertos, los habitantes del pueblo se dividieron en Gorrinos y Berzotas, dependiendo de que pertenecieran a uno de los dos bandos en que se escindió a partir de aquel momento la maltratada comunidad.

Dentro de uno y otro de esos bandos, e indistintamente, Gorrinos y Berzotas se subdividieron a su vez en ricos y pobres, fascistas y comunistas, ateos y «meapilas» e incluso en hinchas del Monteoscuro Fútbol Club y forofos de la Unión Deportiva Monteoscuro.

Monteoscuro debía su nombre al hecho de que se alzaba en la cima de una colina rodeada por un extenso y frondoso bosque que fue famoso en su tiempo por la gran cantidad de águilas reales que anidaban en él, aunque hacía ya casi medio siglo que sobre las copas de sus árboles no cruzaba ni la sombra de un águila.

Tan sólo el viejo Arcadio recordaba esas águilas, ya que había vivido siempre en el bosque, al que adoraba, pues siendo como era el único hombre sensato que quedaba en el pueblo, entre todos los vecinos decidieron —en un sorprendente rapto de lucidez que aún no han logrado explicarse— elegirle como guardián de aquel prodigioso tesoro natural hasta el día en que los jueces decidieran poner punto final a los mil pleitos que habían conseguido que nadie pudiera disfrutar de las ingentes riquezas que el Creador había puesto al alcance de sus manos, y que se desperdiciaban tontamente año tras año.

La resina, los frutos y la madera de aquellos árboles valía una fortuna que en otro tiempo proporcionó prosperidad al pueblo, pero está ampliamente demostrado que, si bien el amor hace más llevadera la pobreza, el odio impide disfrutar de la abundancia, y ni aun todo el oro del mundo hubiera bastado para acallar los rencores que para desgracia de sus habitantes se habían adueñado de Monteoscuro como se adueñan los murciélagos del cielo en cuanto cae la noche.

Los ricos pretendían hacerse muchísimo más ricos, los pobres, menos pobres, los Gorrinos estaban dispuestos a sacrificar sus intereses con tal de arruinar a los Berzotas, y el resultado lógico era que todos perdían, y el antaño esplendoroso bosque, del que una pacífica comunidad podría haber vivido con una cierta holgura, languidecía a ojos vista.

Por lo que a Arcadio se refería, por familia le correspondió pertenecer al clan de los Berzotas y por situación económica a la facción de los más pobres, aunque en realidad se sentía profundamente feliz viviendo solo en su cabaña del bosque, sin recibir prácticamente más visitas que la de su hija Catalina y su nieto, Gacel.

Gacel era un niño extraño y sensible, que había heredado de su abuelo unos inmensos ojos negros, un profundo amor a la Naturaleza, y un nombre exótico, extraído de uno de aquellos viejos y sobados libros de aventuras africanas que Arcadio solía leer.

Además de todo ello, Gacel tenía un padre inmenso que siempre apestaba a vino, un amigo, Benito, que era la única persona con la que podía hablar de algo serio en este mundo, y una amiga, María Manuela, de pelo negro, ojos marrones y dientes muy blancos que cuando se reía olía a limón.

Y por último tenía una linda maestra, doña Alicia, a la que también le hacía partícipe de ciertos secretos.

Pero la vida de Gacel en Monteoscuro tan sólo comenzaba a ser realmente agradable a media tarde, cuando al salir de la escuela tomaba el camino que conducía a la cabaña de su abuelo, pues para el niño aquel paseo era como avanzar dejando caer una pesada carga, y cuando llegaba a la orilla del río y distinguía a Arcadio en el porche, los pulmones parecían llenársele de un aire fresco y limpio.

Arcadio nunca tuvo televisión, que de poco le hubiera servido dado que tampoco tuvo nunca luz eléctrica, pero la verdad es que jamás existió un solo programa que hiciera permanecer a Gacel tan atento a la pantalla como solía permanecer pendiente de la voz de su abuelo, sobre todo cuando contaba apasionantes historias de lejanos mares o del gigantesco oso que habitaba en lo más profundo del bosque.

Gacel estaba convencido de que su abuelo era tan sabio porque había leído todos los libros que se han escrito en este mundo, ya que setenta y cuatro años leyendo dan para mucho, y recordaba siempre que siendo aún muy pequeño un día le dijo:

—Los libros son la memoria de la Humanidad, y al igual que un hombre que careciese de memoria sería poco más que un borrego, una Humanidad que careciese de libros sería poco más que un rebaño de ovejas.

Arcadio cuidaba con sorprendente amor sus libros, amontonándolos en pilas y en hileras, y era capaz de decir dónde estaba cada uno; en qué rincón o en qué estante, e incluso era capaz de describir el color de las tapas, y pronunciar correctamente el nombre del autor aunque fuese extranjero.

Gacel aún no sabía mucho de libros, pero pese a ser tan joven tenía plena conciencia de que si su abuelo había llegado a ser el hombre que era gracias a la lectura, y su mayor deseo se centraba en ser como él, le constaba que los libros constituirían el único camino seguro para alcanzar la paz que él había conseguido cuando todo a su lado era odio, rencores y violencia.

La violencia siempre había sido algo que aterrorizara a Gacel, pues había visto tanta, que la simple idea de que la puerta al abrirse permitiera distinguir la silueta de su padre dispuesto a golpear a quien se le pusiera por delante, era algo que le enfermaba puesto que desde que tuvo uso de razón recordaba a su padre como un borracho agresivo que una vez, de un solo puñetazo, dejó a su madre inconsciente por más de dos horas.

Tal vez por ello, porque desde la misma cuna tan sólo había percibido gritos, agresividad y violencia a su alrededor, Gacel amaba tanto la paz del bosque y su impagable silencio.

Y una absurda violencia fue lo que Gacel volvió a encontrar cuando su madre le llevó por primera vez a la ciudad, pues apenas descendieron del autobús, dos gamberros pasaron con una moto, aferraron el bolso de Catalina con todo cuanto tenía de valor, y la arrastraron más de ocho metros visto que se resistía a soltarlo.

El niño recordaría siempre aquella escena como uno de los momentos más terribles de su vida; ya que poco faltó para que un enorme camión los aplastase, y lo que más le horrorizó fue el comprobar que los transeúntes siguieron su marcha como si el hecho de que en cuestión de segundos una pacífica mujer hubiese sido robada; maltratada y casi destrozada por un camión fuese algo que careciese de importancia.

Estaba allí, llorando de rabia y de impotencia en mitad de la calle y le costaba creer que nadie se aproximara a consolarle, a tenderle una mano, o a ofrecerle un pañuelo que viniera a impedir que se comiera los mocos.

Jamás se sintió tan desgraciado, aunque tal vez no sea así exactamente, porque poco después se sintió aún más, y fue cuando al fin un guardia acertó a pasar por allí y los condujo a un hospital en el que de inmediato se llevaron a Catalina a los quirófanos, abandonando al niño en una sala que olía a dolor y miedo, puesto que en aquella fría estancia de paredes verdosas el miedo se palpaba como si fuera un objeto sólido.

Y Gacel era sin duda el más asustado de todos los presentes, al imaginar que su madre se estaba desangrando al otro lado de una roja puerta, y era tanta la angustia que le oprimía el pecho, que incluso le faltaba el aliento, como si aquel altísimo edificio en el que ni siquiera podían abrirse las ventanas se hubiese quedado de improviso sin aire.

Al poco el mundo pareció haberse vuelto loco, y fue en el momento en que llegaron cuatro ambulancias haciendo sonar las sirenas, puesto que de inmediato comenzaron a vomitar gente ensangrentada sobre la que se precipitó una nube de enfermeros que empujaban camillas dando alaridos pidiendo paso.

Por lo que el niño pudo averiguar, un coche-bomba acababa de hacer explosión en la esquina de una plaza cercana causando docenas de víctimas que necesitaban una atención urgente, por lo que a Catalina la arrinconaron en un pasillo olvidándose de ella como de un trasto inútil.

Gacel jamás conseguiría explicarle más tarde a su amigo Benito cómo fue aquello, ya que el mundo pasó a convertirse en un maremágnum de gritos, carreras, maldiciones, llantos, doctores, policías, fotógrafos y cámaras de televisión en el que todos se empujaban unos a otros, y a él le pisotearon sin que nadie se dignara responderle cuando pretendía averiguar dónde estaba su madre.

Era ya noche cerrada cuando al fin la encontró mal curada y medio atontada, pero con tanto herido no quedaba una sola cama disponible, por lo que la echaron del hospital, dolorida, muerta de hambre y sin dinero ni lugar donde dormir.

Se vieron obligados a acurrucarse en un portal, y al día siguiente tuvieron que pedir limosna.

Extender la mano y suplicar a los transeúntes unas tristes monedas, con las que poder comer y reunir para el viaje de regreso, se le antojó a Gacel la más triste y dolorosa experiencia por la que tuviera que atravesar un ser humano.

¡Y eran tantos!

En cada esquina crecía un pedigüeño, y era como si de improviso toda la Humanidad se hubiese puesto de acuerdo la hora de mendigar, por lo que tardaron casi tres días en conseguir el dinero necesario para volver a casa.

¡A casa!

A Catalina se le habían infectado las heridas, parecía haber envejecido quince años, llegaba sucia, hambrienta y agotada, pero aun así, su marido, que estaba como siempre borracho, le propinó una soberana paliza por haberse dejado robar el bolso y el dinero.

A Gacel le entraron ganas de matarle.

Le saltó encima, pero de un solo bofetón aquel gigantesco hombretón descontrolado le dejó semiinconsciente, y en cierto modo fue lo mejor que pudo ocurrir, pues de haber tenido fuerzas suficientes, entra dentro de lo posible que el niño hubiera empuñado un cuchillo de cocina para clavárselo a su padre en las tripas.

Capítulo 2

— Los hombres han convertido la tierra en un infierno, y todo el que la pisa acaba transformándose pronto o tarde en un demonio.

Aquella frase de su abuelo cuando al día siguiente le contó cuanto le había ocurrido en la ciudad; impresionó a Gacel como nada le había impresionado hasta ese instante, y es de suponer que serviría para hacerse una idea de las razones que tuvo para comportarse más tarde de la forma en que se comportó.

Un hombre con menos temple que Arcadio hubiera cargado su vieja escopeta para pegarle dos tiros a su yerno por haber maltratado tan salvajemente a Catalina, pero Arcadio sabía muy bien que la violencia no es una manera inteligente de responderle a la violencia, y poco beneficio proporcionaría a su nieto si acababa de una vez por todas con los únicos brazos que habían sido capaces de procurarle algún tipo de sustento.

Bernardo, que así se llamaba el padre de Gacel, era en verdad un sucio borracho agresivo, pero seguía siendo, también, el hombre que se rompía a diario el espinazo para intentar sacar de la miseria a su mujer y su hijo.

—Cuando se casó con tu madre era un buen chico —había comentado esa noche Arcadio—. Y quizá no tiene la culpa de que la vida y los odios de este maldito pueblo hayan acabado por hacer de él lo que es ahora.

Y si algún ansia de revancha le quedaba, se le olvidó al domingo siguiente, cuando al regresar de poner cepos a los conejos, Bernardo se tropezó de improviso con el viejo oso, que a poco más le arranca la cabeza, y que lo persiguió en tal forma que acabó expulsando todo el alcohol que llevaba en la sangre en una sola carrera.

Gacel le vio llegar despavorido y con los ojos casi fuera de las órbitas, sangrando por cien rasguños y lanzando boqueadas, para dejarse caer de bruces en la cama y comenzar a aullar como si aún mantuviera a la terrible fiera en los talones.

Más tarde estuvo toda una semana despertándose sobresaltado a medianoche, sudando frío y dando gritos, y cuentan que a partir de aquel espantoso día no sólo no volvió a poner el pie en el corazón del bosque, sino que incluso pareció haber perdido parte de su desmesurada afición a la bebida.

Algunos cazadores —Bernardo no, desde luego— tomaron sus perros y sus armas y se adentraron en la espesura con el fin de dar muerte a una bestia que después de unos años de calma parecía estar volviéndose cada vez más peligrosa, pero aunque le siguieron la pista durante cuatro días, acabaron perdiendo el rastro en los barrancos del Norte, allí donde un laberinto de cuevas y maleza conseguía que incluso los más feroces mastines se cagaran de miedo.

Catalina le suplicó a su padre que abandonara la cabaña y pasara al menos un par de meses con ellos en Monteoscuro, pero la respuesta que obtuvo fue contundente y no dejaba opción a esperanza de cambio:

—Prefiero una docena de osos por vecinos, que a una sola comadre de ese pueblo de mierda.

Razones le sobraban pues ningún colmillo de oso fue nunca tan afilado como las lenguas de las viejas comadres de Monteoscuro, ya que había incluso quien aseguraba que los libros que Arcadio leía no eran más que tratados de brujería, y que si vivía en el bosque era para poder llevar a cabo sin testigos sus horrendos aquelarres nocturnos.

Justificaban que no le tuviera miedo al oso con la afirmación de que ni siquiera una fiera tan temible se atrevería a atacar a un siervo del demonio, y aunque incluso el cura y la maestra alzaron sus voces en contra de quienes propalaban tan absurdos embustes, la cosa llegó a tal punto que a pesar de su aversión a la violencia Gacel se vio obligado a zurrarse muy en serio con un gordinflón que se atrevió a llamarle nieto de Satanás.

Al fin y al cabo, se suele decir que a los niños les gusta seguir el ejemplo de sus mayores, sobre todo si es malo.

Una ventosa tarde de marzo que Gacel recordaría hasta el fin de sus días, Arcadio no se movió cuando llegó a la orilla del río, por lo que comprendió que su abuelo había muerto tal como había vivido: con un libro en las manos y una infinita paz en el corazón y en la mirada.

Pasó la noche con la cabeza recostada en sus rodillas, tratando de hacerse a la idea de que ya jamás permanecería horas atento a sus palabras, ni darían largos paseos por el bosque, aunque no lloró demasiado ya que el río lloraba por él al pasar a su lado, y cada gota de agua era una l grima que al rozar las orillas sollozaba.

Y luego, de amanecida, lloró también el bosque, pues sin haber llovido y sin que bastara la humedad del rocío, cada hoja comenzó a destilar un agua amarga cuando los árboles comprendieron al fin que aquel que les había amado tanto, sin esperar que le dieran más que sombra, se había ido para siempre.

Tres días más tarde comenzaron las disputas por la herencia.

Herencia, ¡qué palabra tan triste!

La herencia del viejo Arcadio tan sólo eran libros; centenares de manoseados volúmenes comprados de segunda y aun de tercera mano, tan vetustos, que únicamente alguien que los mimara tanto como él sería capaz de leerlos sin que se le deshicieran entre las yemas de los dedos.

Viejos pero hermosos libros que Arcadio había advertido que deseaba donar a la escuela para que con ellos los niños de Monteoscuro aprendieran a convivir en paz, pero que Bernardo se negó a ceder, alegando que los libros de un Berzotas jamás irían a parar a las manos de los hijos de un Gorrino.

—Si los Gorrinos quieren libros que los compren —dijo.

No era cierto. ¡No pretendía que los Gorrinos compraran libros para sus hijos; lo único que pretendía era venderlos!

Catalina se opuso alegando que había algunos que el día de mañana le enseñarían muchas cosas a Gacel, pero su marido argumentó que si pese a tanto leer Arcadio no había llegado más que a guardabosque, más valía que el niño no volviera a abrir un solo libro en lo que le restaba de vida.

Bernardo no era hombre al que se le pudiera explicar que su suegro nunca leyó para ser más rico o más importante, sino tan sólo para ser algo mejor y algo más sabio.

El día en que un gordo maloliente cargó los libros en una camioneta y se alejó dejando a sus espaldas una nube de humo, Gacel tuvo la desagradable sensación de que su abuelo había muerto de nuevo y que en esta ocasión lo habían matado definitivamente.

Con el dinero de los libros su padre se fue a un burdel de la ciudad en el que se encerró tres días, y cuando de vuelta a casa Catalina le recriminó por su acción y porque no hubiera acudido al trabajo en ese tiempo, le propinó tal puñetazo que le aflojó dos dientes.

Fue esa noche cuando Gacel tomó la decisión de abandonarlo todo y subirse a los árboles:

¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Vivir como los adultos? ¿Odiar como ellos odiaban?

Con la primera claridad del día recogió sus escasas pertenencias, cruzó el río, trepó a la copa del gran roble que daba sombra a la tumba de su abuelo, y fue en ese instante cuando le ocurrió la primera cosa en verdad sorprendente, porque en aquel mismo momento comprendió que al fin había encontrado su destino.

Ya anteriormente se había subido a docenas de árboles, ¡qué niño no lo ha hecho!, pero cuando ascendió aquel día a las ramas más altas, abrigó la certeza de que jamás podría caerse, porque aquél ya no era un simple roble centenario, sino una inmensa mano que se extendía para acogerle como si acabara de regresar al hogar del que no debió salir nunca.

Aquel roble era su casa, y sus ramas sus calles y sus hojas su techo, y un viejo nido abandonado sería en adelante su cama, porque aquel árbol, y todos los infinitos árboles del bosque llevaban siglos aguardando que un niño como Gacel fuera a vivir en ellos.

No estaba loco ni estaba intentando justificar una conducta que los adultos considerarían disparatada, sino que en realidad era lo que advirtió desde el momento en que se acomodó justo sobre la tumba de Arcadio y tuvo la sensación de que éste le estaba mirando y sonreía.

Muy pronto se acostumbró a caminar por las ramas del roble con la misma naturalidad con que antaño lo hacía por el suelo, sin temor y sin vértigo, y le pareció todo tan lógico, sencillo y sin problemas, que de improviso descubrió que había cambiado de árbol pero aun así el efecto seguía siendo el mismo, pues no era únicamente el copudo roble, sino todos los componentes de aquel inmenso bosque los que le recibían con los brazos abiertos aceptando sin reservas la validez de sus motivos para no volver a pisar jamás la tierra.

Era en verdad una sensación maravillosa contemplar el mundo como acostumbran a verlo los pájaros o las ardillas, advirtiendo al propio tiempo que no les atemorizaba su presencia sino que desde el primer momento le aceptaban como un vecino más de las alturas; un amigo con el que compartir avellanas y nueces; alguien que tan sólo pretendía ser tan libre como ellos mismos.

Más tarde Gacel descubrió una gruesa rama que se inclinaba sobre la superficie de un remanso del río, de tal forma que podía bajar y bañarse sin necesidad de rozar siquiera las orillas, para trepar de nuevo al maravilloso país de las alturas, allí donde tenía la certeza de que jamás acabaría convirtiéndose en demonio.

Llegó la noche y el viejo nido fue su cama. Poco después un enorme búho acudió a hacerle compañía hasta que la luna llena barrió las sombras de sus primeros miedos, y al fin durmió como jamás lo había hecho anteriormente; sin frío y sin calor; sin pesadillas y sin sueños.

Le despertó la angustiada voz de Catalina, que gritaba su nombre.

—¡Estoy aquí, mamá! —le respondió al instante—. No tengas miedo.

La buena mujer alzó la cabeza, le vio y se cayó de espaldas.

Fue cómico en verdad, porque al mirar hacia lo alto perdió el equilibrio precipitándose hacia atrás, y como no le quedaron fuerzas ni para levantarse preguntó desde el suelo qué demonios estaba haciendo en semejantes alturas.

Gacel le explicó sus razones, y se las explicó con mucha calma, haciendo especial hincapié en las enseñanzas de su abuelo, por lo que durante un par de minutos la pobre Catalina permaneció en silencio aunque con la boca abierta, con la misma expresión que solía quedársele a Ramoncín El Gurriato cuando aparecía una chica desnuda en la pantalla de la televisión.

Luego ordenó a su hijo que bajara, absolutamente convencida de que lo haría, puesto que hasta aquella mañana el niño jamás había desobedecido ni le había proporcionado el más mínimo disgusto.

Pero Gacel se había cansado; había perdido para siempre confianza en los adultos y acababa de descubrir que se sentía muy feliz a veinte metros de altura, por lo que le respondió que ni el mismísimo Presidente del Gobierno conseguiría que volviera a poner un pie en el infierno que quedaba allá abajo por nada de este mundo.

Catalina se alejó llorando a mares y volvió con Bernardo.

Pero también resultó inútil.

Les dio tortícolis de tanto mirar hacia lo alto, y se quedaron roncos de llamar, pero no consiguieron distinguir a su hijo allí donde se encontraba; en la mismísima copa del gran roble, admirando cómo un sol de fuego se ocultaba tras los últimos árboles.

¡Qué a gusto se sentía! Qué sensación de triunfo experimentaba el niño al advertir que sin pretenderlo había descubierto que existía otra galaxia; un universo prodigioso en el que incluso las viejas leyes de la gravedad parecían haber perdido sus propiedades, puesto que cada hoja era como una mano que se alzara para sujetarle, y cada rama una plataforma que le invitaba a que asentara los pies.

El bosque, todo el bosque, era su amigo y él lo sabía.

Capítulo 3

Dos días después vino a verle Benito.

Lo enviaba Catalina con dos panes, un queso, un salchichón y una tarta de arándanos, tal vez imaginando que de ese modo podría tentarle obligándole a regresar al recordar las cosas buenas que jamás encontraría en el bosque.

Las devoraron en buena armonía cómodamente sentados en una rama baja.

En un principio a Benito pareció divertirle aquella extraña aventura y quiso subir al nido, pero en cuanto miró hacia abajo le dio un vahído, se precipitó al vacío y milagro fue que la punta de una rama le enganchara por el fondillo de los pantalones, quedando así, braceando y dando gritos de espanto, hasta que Gacel pudo atraparle por un pie y ayudarle a ponerse a salvo.

El pobre muchacho se llevó un susto de muerte, y lo que no entendía era el hecho de que su amigo circulara por las alturas con las manos libres y sin caerse, cuando él, ni aun aferrándose con uñas y dientes conseguía mantener el equilibrio.

—Debe ser cosa de la fe —replicó Gacel no demasiado convencido—. Sé que no voy a caerme y no me caigo.

—¿Pero por qué lo haces? —inquirió el otro, confuso.

—Porque he decidido regresar a los orígenes —fue la respuesta.

El otro le miró sorprendido e inquirió:

—¿Qué quieres decir con eso?

—¿Recuerdas que la maestra aseguraba que los hombres descienden de los monos? —quiso saber Gacel.

—Sí, claro que lo recuerdo.

—¿Y los monos de dónde descienden?

Benito dudó unos instantes y al final negó convencido.

—No tengo ni idea —admitió.

—Pues los monos descienden de los árboles, tonto —le aclaró Gacel, riendo—. Por eso yo me he saltado un eslabón y he decidido regresar directamente a los árboles. Y aquí soy feliz.

El regordete Benito tardó en replicar, pues nunca era capaz de discernir cuándo su amigo le hablaba en serio y cuándo en broma, y por último señaló:

—Aunque ahora seas tan feliz como aseguras, no seguirás siéndolo por mucho tiempo, porque nadie puede vivir para siempre en la copa de un árbol.

Benito suponía