Tiempo de conquistadores - Alberto Vázquez-Figueroa - E-Book

Tiempo de conquistadores E-Book

Alberto Vázquez-Figueroa

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Una de las épocas más fascinantes de la historia es la del Nuevo Mundo, en pleno siglo XVII, cuando América era un lugar de aventura y descubrimiento. Este es el escenario de esta novela, escrita por el maestro del género, Alberto Vázquez-Figueroa, y en la que se describe la azarosa vida de Catalina Barrancos, que, junto a su marido, regentaba la legendaria Taberna de los Cuatro Vientos. Allí conocerán en primera línea a todos los grandes descubridores españoles de América. Sin embargo, no pueden permanecer como meros observadores de una realidad injusta y pronto se verán involucrados en su propia aventura de venganza y defensa de la libertad.

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TIEMPO DE CONQUISTADORES

ALBERTO VÁZQUEZ-FIGUEROA

Título original: Tiempo de conquistadores

Primera edición: marzo 2001

Reedición actualizada y ampliada: noviembre 2023

© 2023 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

ISBN: 978-84-19495-91-4

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

 

 

Catalina Barrancas había sido siempre una mujer de increíble memoria, un ácido y agudo sentido del humor y una reconocida fama de saber mantener un secreto, tal vez debido a que su propio origen constituía un oscuro secreto que tan solo salió sus labios el día en que, consciente de que apenas le quedaban unas semanas de vida, se lo reveló a su única hija, Manuela, quien en principio se limitó a dirigirle una severa mirada mezcla de incredulidad y reconvención.

–¿Es que ni siquiera piensas tomarte en serio tu propia muerte? –quiso saber en tono dolorido.

–La muerte siempre ha sido muy poco seria, querida, y la prueba está en que lleva meses rondando las esquinas de la cama de un viejo saco de huesos como yo.

–¡Ya está bien…! –fue la cansada respuesta–. Sabes que nadie me ha hecho reír tanto como tú, pero te juro que en estos momentos no estoy de humor para sandeces.

–¡Pero es que lo que te he contado es la pura verdad…!

–Por favor…

–¡Palabra de honor…!

–¿Realmente pretendes convencerme de que eres hija de un rey?

–Aunque te cueste creerlo.

–En ese caso yo sería nieta de un rey.

–No hay que ser un genio para llegar a una conclusión tan simple…

–¡Pero bueno! –no pudo evitar exclamar Manuela Barrancas lanzando un hondo suspiro que tanto podía ser de fastidio como de resignación. –¿Tú me has mirado bien?

–No he hecho otra cosa desde el día en que naciste.

–¿Y acaso tengo aspecto de llevar sangre real en las venas?

–Sinceramente, no, pero es que tu pobre abuelo apenas reinó poco más de un año… –le hizo notar la anciana con notable desparpajo.

–¿Y eso qué tiene que ver?

–Que no tuvo tiempo de aprender el oficio.

–¡Dios, qué cruz tengo contigo!

–¡Pero bueno…! ¿Te interesan o no tus auténticos orígenes?

Manuela Barrancas se puso en pie con el fin de entrecerrar la contraventana e impedir que el sol del atardecer molestara a la enferma, y mientras le acomodaba amorosamente las almohadas, replicó con una leve sonrisa:

–Claro que me interesan –admitió–. Pero es que, conociéndote como te conozco, me temo que al final me quedaré sin saber si lo que me has contado es la verdad, o se trata de una de tus pesadas bromas.

–¡Te recuerdo que tengo ochenta y dos años, y que según los médicos, de esta no escapo! –le recordó su madre.

–Y yo te recuerdo que tengo casi sesenta, y una larga experiencia sobre tu macabro sentido del humor –puntualizó su hija–. Cuando se engaña tantas veces a la gente no puedes esperar que te crean ni aun en el lecho de muerte. –Hizo un significativo gesto con la mano como desechando la idea, para añadir–: Si es que de verdad piensas morirte, cosa que aún está por ver.

–De que me muero, me muero –admitió sonriente la vieja–. Sin miedo y bien tranquila, por cierto, porque ya estoy cansada de tanto trasiego y en justicia debo reconocer que he vivido intensamente ya que he conocido a un gran número de los hombres más importantes de la historia.

–A algunos demasiado íntimamente, y eso me consta –puntualizó con manifiesta intención su interlocutora–. ¿Piensas confesarme también quién fue mi padre?

–¡Eso nunca! No quiero amargarte la vida o disparar la ambición de tus nietas. Confórmate con saber que tu abuelo fue rey, pero que tu padre le superó en grandeza.

–¡Triste consuelo para quien ha pasado parte de su vida detrás del mostrador de una taberna!

–Te di cuanto pude conseguir honradamente.

–Lo sé, te lo agradezco, y no me quejo. Has sido la mejor madre que nadie pudiera desear. Mentirosa y enredadora, eso es muy cierto, pero en verdad dulce y maravillosa. –Le tomó la mano que acarició con evidente afecto–. Reconozco que la vida a tu lado ha sido una continua fiesta, y que te voy a echar mucho de menos.

–Yo también, pero ahora lo que en verdad me preocupa es saber si el demonio tendrá o no sentido del humor. En el infierno me deben estar esperando un montón de amigos, pero si los diablos son tan aburridos y pomposos como se asegura, va a resultar una eternidad muy fastidiosa.

–Tú irás al cielo.

–¡Dios me libre! –se escandalizó su madre–. Eso sí que debe estar lleno de muermos.

–¿A qué te refieres?

–A que no soporto la idea de volver a encontrarme cara a cara con fray Bartolomé de las Casas. ¡Qué tipo tan pesado! Aún recuerdo sus interminables sermones, él, que había sido el hijo de puta más juerguista, borrachín y pendenciero, que pisara nunca la taberna y que durante años persiguió a la pobre Leonor Banderas como un perro en celo, se empecino luego en redimirla intentando que cerrara el burdel, ¡de cielo nada! Yo abajo, calentita y rodeada de gente simpática…

–¿No cambiarás nunca?

–Demasiado tarde, ¿no crees?

–Genio y figura hasta la sepultura.

–¿A qué otra cosa puedes aspirar cuando se ha tenido una vida tan agitada como la mía? Dicen que nací en cuna de oro y que mi ventana daba a los jardines de la Alhambra, pero voy a morir en cama de bronce, y mi ventana se abre a la desembocadura del Ozama. ¡Largo camino, a fe mía!

–¿Realmente naciste en Granada? –Se sorprendió su hija–. Nunca me lo habías dicho.

–En boca cerrada no entran moscas.

–¿De verdad te interesa mi historia?

–¡Naturalmente!

–¿Y piensas creerme?

–Desde luego que no.

–Al menos eres sincera… –admitió la anciana extendiendo la mano para rozar la mejilla de su hija–. Siempre lo fuiste, y en eso no puedes haber salido a mí, sino a tu padre. –La miró directamente a los ojos para inquirir molesta–: ¿Y si no piensas creerme por qué demonios tengo que fatigarme contándote mi historia?

–Porque después de más de cincuenta años de aguantar mentiras me debes alguna verdad –le hizo notar Manuela Barrancas–. Y porque a lo mejor, con un poco de suerte, acabo por creerte.

–¡Bien…! –admitió su madre como si la explicación la hubiera convencido–. En ese caso sírveme un poco de aguardiente.

–¿Aguardiente? –se asombró su interlocutora–. ¿Es que te has vuelto loca? ¡El corazón está a punto de estallarte y quieres aguardiente!

–¿Y qué es lo que puede hacer? ¿Matarme? Si el aguardiente matara ya estaría bajo tierra hace años. –Catalina Barrancas hizo un gesto hacia la botella que descansaba sobre la cómoda para suplicar en tono casi infantil–: ¡Solo un dedito!

Su hija dudó agitando la cabeza como si pretendiera dejar constancia de que todo aquello se le antojaba absurdo, pero al fin pareció comprender que a semejantes alturas de la vida poca importancia tenía un poco más o menos de alcohol, por lo que alargó la mano, se apoderó de la botella, sirvió dos pequeños vasos y le tendió uno a la paciente que lo paladeó con los ojos entrecerrados.

–¡Manjar de dioses! –exclamó fascinada–. Da la impresión de estar bebiéndote el sudor de esta tierra bendita. Te calienta por dentro y te da fuerzas para crecer como la caña… –Se relamió como un gato mimoso–. ¡Vayamos a lo que importa! Ya te he dicho que nací en el palacio de la Alhambra, en Granada, ¿no es así?

–Así es.

–Mi madre, Beatriz Galíndez; recuerda bien ese nombre, pertenecía a la más rancia nobleza rondeña, pero fue secuestrada, muy joven, por Abú Abdalá Mohamed, más conocido por el Zagal, de quien al poco tiempo se convirtió en amante.

–¿El Zagal? Creo que he oído hablar de él, pero no tengo muy claro quién era.

–El hermano del rey de Granada, que por aquel entonces estaba muy enfermo, y que poco antes de nacer yo le cedió el trono.

–¿Y estás segura de que era tu padre?

–Mi madre juraba que sí, y ella era la única que podía saberlo. Lo malo fue que mi padre no tuvo tiempo ni de adaptar el culo a la silla, porque al poco su sobrino Boabdil, apoyado por Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, lo expulsaron de Granada.

–¡Sí que es mala suerte!

–¡Y tanta…! Huyó a Almería, y de ahí a Fez, donde el sultán, aliado por aquel tiempo de Boabdil, lo despojó de todos sus bienes y le quemó los ojos.

–¡Qué bestialidad!

–Así se las gastaba aquel hijo de la gran puta, por lo que mi madre llegó a la conclusión de que la favorita cristiana de un ex rey moro que vagaba ciego por los caminos corría serio peligro en Marruecos, de modo que se apresuró a vender sus joyas y sobornar a unos pescadores de Tánger para que nos cruzaran de noche a Cádiz.

–¿Y tú viviste todo eso de pequeña? –se asombró Manuela Barrancas.

–Eso parece, aunque la verdad es que ni siquiera me acuerdo. Los primeros recuerdos de los que tengo plena conciencia fueron de Cádiz, y más tarde de Sevilla, donde mi madre se hacía pasar por viuda de un capitán burgalés muerto durante la conquista de Granada, porque ya Isabel y Fernando se habían vuelto contra su antiguo socio.

–Esa parte de la historia sí que la conozco. Por aquellos días yo debía tener unos seis o siete años, y aún me parece ver a mi madre brindando por la derrota de Boabdil, al que aborrecía. Creo que, aunque nunca lo confesó abiertamente, estaba muy enamorada del Zagal.

–¿Qué fue de él?

–Un jeque beduino que había luchado a sus órdenes lo encontró pidiendo limosna, se compadeció y le dio acogida en el desierto donde cuentan que murió de pena. Había sido el más noble, valiente y generoso de los príncipes, pero acabó miserablemente.

–¿Como don Alonso de Ojeda?

–Más o menos… –Su madre le dirigió una extraña mirada de soslayo–. ¿Por qué lo has mencionado? –quiso saber.

–Porque por lo que me has contado también era noble, valiente y generoso, también le querías mucho, y también murió en la desgracia y el olvido.

–No siempre el destino de los más grandes es ser grande –admitió su madre–. Y sin embargo he conocido auténticos miserables, cobardes y mezquinos, que sin apenas méritos alcanzaron la cumbre. Mi padre es el mejor de los ejemplos, y mi madre, hermosa, de buena cuna, culta e inteligente, acabó de barragana de un hediondo tratante de ganado semianalfabeto…

–¿Por qué? –La anciana se limitó a encogerse de hombros admitiendo su ignorancia mientras observaba con profundo detenimiento el fondo de su vaso vacío, para acabar por extender la mano y suplicar:

–Un pelín más.

–¡No!

–¡Por favor!

–¡He dicho que no!

–¿Le vas a negar su última voluntad a una pobre moribunda?

–¡Escucha, «moribunda»! Te he visto echarte al coleto más aguardiente que cien contramaestres en toda su vida, o sea que no me vengas con cuentos. Luego te pones a desvariar, y lo que ahora quiero es que mantengas la mente clara para que me acabes de contar la historia sobre mis auténticos orígenes.

–¿Luego empiezas a creerme?

–Aún no estoy muy segura –reconoció su hija–. Aunque si quieres que te diga la verdad, no me hace ninguna gracia saber que tengo un cuarterón de sangre mora por muy rey que llegara a ser mi abuelo.

–¿Y eso te preocupa? –replicó Catalina Barrancas en tono despectivo–. No conozco a nadie que no tenga algo de sangre mora o judía por mucho que presuma de cristiano viejo. La mayoría de los que cruzaron el océano lo hicieron con la esperanza de que tanto mar aguase esa sangre, pero resultó inútil. Apestan a «marrano» a veinte leguas. Tu marido el primero.

–¡Mamá!

–¡Ni mamá ni cuernos! Da gracias a que tus nietas no han sacado la nariz de su abuelo, porque de lo contrario, con lo escurridas que están, no encontrarían marido ni en Panamá, donde dicen que hay más de doscientos hombres por cada mujer.

–¿Por qué eres siempre tan cruel con ellas?

–Porque se las dan de remilgadas, convencidas de que de puro pálidas y escuálidas van a conquistar a un rico plantador de caña, cuando en realidad a los hombres les gustan las mozas robustas y sabrosas que den buen juego en la mesa y en la cama.

–¡Ay, Señor! ¡Siempre la misma…! Y además pretende hacerme creer que es princesa.

–¡Y a mucha honra!

–¿En ese caso por qué te lo has tenido tan callado durante más de ochenta años?

–Porque vivimos en un mundo de cristianos cretinos, y si cualquiera de mis parroquianos hubiese enfermado, no lo habría achacado al hecho de beber o comer en exceso, o a que quizás la carne estuviera algo pasada, sino a que «la jodía mora» había intentado envenenarle, con lo que hubiera acabado haciendo de chistorra en una hoguera de la Santa Inquisición. –Le colocó el vaso en la mano al tiempo que añadía–: Este no es lugar, ni estos son tiempos en los que convenga hacer alarde de un origen tan confuso como el mío… Y ahora escancia más aguardiente, o te va a contar el resto de la historia fray Gaspar de Robledo, que suele darse mucha maña a la hora de inventar majaderías.

De mala gana su hija accedió una vez más a satisfacer el capricho de una enferma cuyo único consuelo parecía ser ya el fuerte licor que abrasaba las gargantas, y cuando lo hubo paladeado como si fuera en verdad el último placer del que pensaba disfrutar en este mundo, Catalina Barrancas carraspeó sonoramente, tosió un par de veces y, por último, señaló con voz cansada pero alta y clara:

–Como te decía, tu abuela, que en gloria esté, se lió con un traficante en mulas con las que se entendía mejor que con los humanos, puesto que probablemente pertenecían a la misma especie, y que en cuanto mi madre se iba al mercado intentaba sobarme porque ya por aquel entonces yo me estaba convirtiendo en un mujerón que atraía a los hombres como la miel a las moscas.

–Siempre te recuerdo así.

–¡Y gracias le doy al cielo por ello, que de otro modo dudo que hubiéramos salido adelante en los tiempos de penuria! Digan lo que digan tus nietas, un buen par de tetas ayudan sin necesidad de que te las toquen si no es ese tu gusto. –Bebió despacio, hizo una corta pausa, pareció que se hubiera distraído, pero al cabo de unos instantes inquirió–: ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! La bestia del mulero. Pronto llegué a la conclusión de que mi madre había hecho por mí todo cuanto cabía esperar de quien te ha parido en tan difíciles momentos, y que lo mejor que podía hacer era buscarme mi propia vida para evitar tener que propinarle una buena coz a aquel animal que olía a cuadra, y al que cada día se le alargaban más las manos. Fue por aquel tiempo cuando conocí a Justino Barrancas, que era el hombre más bueno y más gallardo que haya pisado nunca las calles de Triana.

–¿Mi padre?

La anciana meditó unos instantes y por último agitó los hombros en un gesto de duda:

–Tu padre, tu padre, exactamente… ¡No! ¿Para qué voy a engañarte? Murió tres años antes de que vinieras al mundo, y aunque era un hombre realmente extraordinario, ese tipo de milagros nunca supo hacerlos.

–¿Por qué llevo en ese caso su apellido?

–¿Y cuál quieres llevar?

–El auténtico.

–Ese jamás saldrá de mi boca, puedes jurarlo. Si no lo pronuncié el día que naciste, y vive Dios que hubiera deseado proclamarlo a gritos de tan orgullosa como me sentía, menos lo haré ahora que tanto han cambiado las cosas.

–¿Y qué te puede importar que yo lo sepa?

–Mucho, porque te conozco como si te hubiera parido y me consta que eres incapaz de guardar un secreto. En menos de una semana lo sabría toda la isla.

–Me ofendes.

–¡Oh, vamos, pequeña! Sé que hace falta mucho más para ofender a quien se ha pasado años sirviendo a borrachos Aparte de que soy tu madre, y en el fondo lo único que pretendo es protegerte. No revelar a nadie mi origen me ha permitido llegar a vieja sin problemas, y no revelarte el tuyo te ayudará de igual manera. Tienes un marido aceptable y una buena familia y una desahogada posición económica que aumentará considerablemente en el momento en que yo me vaya al fondo del hoyo. –Sonrió como si con ello pretendiera tranquilizarla–. ¡No pongas en peligro todo eso por rebuscar en el cubo de la basura del pasado! Lo que yo hiciera en su día, tan solo a mí me atañe.

–¡Pero yo soy el fruto!

–Y dulce, lo admito. Pero al igual que el mango o la manzana no se preguntan por qué son lo que son, tampoco tú debes hacerlo. Lo único que debes saber es que tu padre fue un hombre valiente, honrado y grande entre los grandes, Hay mucha gente que presume de nobleza cuando en realidad su auténtico progenitor pudo ser un caballerizo, pero tú nunca podrás presumir de nada, pese a que por tus venas corra la mejor sangre que nadie pudiera desear.

–¿Y no se te antoja triste?

–¿Es que acaso vives de lo que opinen los demás? –quiso saber la anciana–. Durante más de medio siglo he sido la mejor tabernera del Nuevo Mundo, y he tratado de tú a tú a los que más tarde lo conquistaron. He vivido momentos maravillosos, y he sido feliz a mi manera. ¿De qué me hubiera servido proclamar que era hija de un rey? ¿Quién me hubiera concedido una brizna más de su amistad por un hecho del cual, al fin y al cabo, yo no era en absoluto responsable?

–Por mucho que te conozca, siempre me sorprende tu forma de ver las cosas –le hizo notar su hija–. Tu filosofía de la vida aún continúa desconcertándome.

–No es más que fruto de la experiencia, querida. El resultado de miles de horas de escuchar a hombres solitarios que acudían a contarme sus sueños o sus penas. La mayoría quedaron en el olvido y murieron en la desgracia, pero otros, a menudo los que yo menos imaginaba, llegaron a la cima, conquistaron imperios y realizaron hazañas que perdurarán eternamente. Colón, Cortés, Pizarro, Balboa, Cabeza de Vaca, Orellana y cientos más, acudían a menudo a contarme sus cuitas, y tú lo sabes. ¿Crees que no aprendí nada de ellos? ¿Me supones tan estúpida como para no haber hecho otra cosa que bailar, emborracharme, o irme a la cama con quien me apetecía?

–No. Naturalmente que no –admitió Manuela Barrancas segura de lo que decía

–Te conozco y me consta que el estúpido lo tienes muy lejos. Has sido mi guía y mi ejemplo, eso lo sabes muy bien, pero cuando tuve uso de razón tú eras ya una mujer muy experimentada, por lo que tal vez sin darme cuenta me hice a la idea de que siempre habías sido así.

–Nadie nace sabiendo, pequeña. Se nace bueno o malo, listo o tonto, pero el resto se aprende, y yo aprendí de los mejores. Recuerda que Alonso de Ojeda escribió sus memorias en la mesa que está bajo la escalera, y sin duda ha sido uno de los hombres más inteligentes, bondadosos, honrados y valientes que han existido a lo largo de la historia. No haber aprovechado sus enseñanzas me hubiera convertido en una acémila.

–Siempre ha sido tu predilecto, ¿no es cierto?

–Era el mejor.

–¿Fuiste su amante?

–Lo respetaba demasiado.

–Se puede respetar a un amante.

–¡Muy cierto! Pero en realidad lo que en verdad ocurría era que yo le admiraba tanto como ser humano, que quizás tuve miedo a que me decepcionara en la cama… –Chasqueó la lengua al tiempo que negaba una y otra vez, con la cabeza–. Aparte de que amaba sinceramente a su mujer.

–La india Isabel nunca fue su mujer. Solamente su amante.

–¡Nunca digas india Isabel! –lo reconvino Catalina Barrancas, visiblemente molesta–. El que fuera o no una nativa, no viene al caso, ni tampoco lo es que estuvieran o no casados por la Iglesia. Para él siempre fue la madre de sus hijos y su esposa ante Dios, y eso es lo único que cuenta.

–¿Tú llegaste a casarte por la Iglesia?

–¿Con Justino Barrancas? ¡Desde luego! Él se empeñó, aunque si quieres que te diga la verdad, a mí me tenía sin cuidado.

–¿Dónde lo conociste?

–En el río.

–¿Qué río?

–¡Pero niña…! En Sevilla el río es el Río. ¡El Guadalquivir naturalmente!

–¡Perdona por la ofensa! –rio su hija de buena gana–. Ahora va a resultar que me has salido andaluza.

–Es que «soy andaluza», y quien vive en Sevilla nunca lo olvida –le hizo notar la anciana–. Aparte de que fue allí donde me hice mujer y donde amé a un hombre por primera vez… –Hizo un gesto hacia la oscura cómoda–. ¡Alcánzame un tabaco!

Manuela obedeció sin rechistar, extrajo del primer cajón dos enormes cigarros que encendió parsimoniosamente, los agitó varias veces en el aire y al fin entregó uno a la enferma mientras volvía a tomar a tomar asiento y expulsaba hacia el techo una densa columna de humo.

–¿Qué pasó en el río? –inquirió por último.

El río bajaba crecido esa mañana.

Había llovido mucho en Córdoba y el Guadalquivir jugaba a ser importante, arrastrando cañas y ramas secas, lamiendo los cimientos de las casas más próximas y obligando a los remeros a emplearse a fondo a la hora de avanzar contracorriente.

La lluvia se había ido, pero el agua quedaba.

Las nubes habían dejado paso a un sol limpio y radiante que calentaba el cauce y obligaba a las mujeres que lavaban la ropa a cubrirse la cabeza con un ancho sombrero.

Algunas cantaban. Otras reían.

Los mozos, desde la orilla, acechaban entre los cañaverales atentos a un blanco pecho que se inclinaba sobre el agua, a un oscuro pezón que destacaba bajo la blusa empapada, o a una cómplice sonrisa de alguna muchacha necesitada de afecto.

La joven Catalina, la hermosa y esquiva Catalina por la que medio barrio de Santa Cruz suspiraba, enjuagaba con mimo su vestido nuevo, verde y blanco, con volantes en el escote, una falda muy amplia y cintura entallada que le hacía parecer mucho más alta y más mujer de lo que era.

Adoraba aquel vestido.

En cierto modo era como una ventana abierta a un mundo nuevo; a un tiempo en el que ya no tendría que estar pendiente de las órdenes de su madre, de las acechanzas del mulero, o de la llegada de la noche en la que tenía que regresar indefectiblemente a la casa antes de que la oscuridad se apoderara de unas callejuelas repletas de peligros. Sevilla se había convertido en los últimos años en uno de los lugares más activos, cosmopolitas, agitados y peligrosos del planeta, puesto que desde sus muelles partían, y a sus muelles llegaban, todas las naves implicadas de una u otra forma con el descubrimiento y la conquista de las Indias occidentales.

Una altiva mozarrona bien plantada, de firmes pechos, enormes ojos negros y larga melena de color azabache que le caía libremente hasta media espalda, constituía sin duda un bocado en exceso apetitoso para la enorme cantidad de soldados de fortuna, aventureros y facinerosos que pululaban por aquellos aventure días por mercados, plazas y tinglados del puerto a la espera de una oportunidad para salir de la miseria.

Beatriz Galíndez, consciente del atractivo que su hija ejercía sobre los hombres, tenía por costumbre encerrarla a cal y canto en cuanto caía la noche, e incluso empezaba a sospechar que la más férrea vigilancias tendría que efectuarla de puertas adentro, pues no le pasaban inadvertidas las furtivas miradas que el mulero dirigía de tanto en tanto a los pechos o las caderas de la muchacha.

Beatriz Galíndez no aspiraba ya a mucho en esta vida.

Consciente de que su familia no aceptaría de buen grado el regreso de la gorda y ya ajada ex amante de un moro, por muy rey que hubiera sido, sus mejores expectativas de futuro se centraban en mantener el mayor tiempo posible la relación que le unía a un rico y zafio tratante de ganado que no parecía demasiado difícil de manejar siempre que la excitante fragancia de Catalina no flotase por las proximidades.

Ahora se arrepentía de haberle confeccionado aquel vestido verde y blanco.

A toda madre le agrada ver hermosa a su hija, siempre que dicha hermosura no ponga en peligro su propia seguridad.

Y es que con aquel vestido «la niña» se convertía en un auténtico peligro.

Catalina lo cuidaba con el mimo de quien sabe que se trata de la llave que acabará por abrirle todas las puertas, y por ello aquella mañana lo enjuagaba acariciándolo apenas como si temiera que al frotarlo pudiera perder su atractivo color o su textura.

En ese momento se escucharon gritos de espanto. Se volvió alarmada. Tres mozalbetes, que sin duda la espiaban desde detrás de una vieja valla, se habían apoyado sobre ella hasta el punto de provocar que se viniera abajo lanzándolos directamente el agua.

Dos de ellos nadaron sin esfuerzo hasta la orilla, pero el tercero aullaba y alzaba los brazos pidiendo auxilio.

Siguieron momentos de confusión, carreras, llamadas y desconcierto, pero al fin entre los dos rapaces consiguieron rescatar a su amigo que quedó tendido boca abajo sobre el barro tosiendo y lloriqueando.

Cuando todo hubo pasado, Catalina Barrancas descubrió, horrorizada, que ahora era su amado vestido el que se alejaba arrastrado mansamente por la corriente.

Se lanzó a correr orilla abajo todo lo aprisa que le permitía el fango, alzó los brazos reclamando la atención de una barca que ascendía muy despacio, y en el último momento, cuando ya el blanco y el verde se mezclaban con el marrón de las aguas hasta casi desaparecer, el hombre que se encontraba al timón de la chalupa advirtió lo que ocurría, se apoderó de un cabo a cuyo extremo se encontraba aferrado un garfio y lo lanzó con rara habilidad hacia el punto en que el vestido se hundía.

Haló de él, lo recuperó suavemente, y con una victoriosa sonrisa en los labios hizo un gesto a los remeros para que se aproximaran al punto en que la muchacha esperaba ansiosamente.

Saltó a tierra, se inclinó con la gracia de un cortesano, y desprendiendo la prenda del garfio se lo alargó a su propietaria.

–¡Señorita…! –dijo–. Ha sido un placer…

Catalina Barrancas observó la falda y el corpiño desgarrados de arriba abajo por culpa del afilado garfio, advirtió que las lágrimas estaban a punto de asomarle a los ojos, y dando media vuelta se alejó del lugar sin pronunciar palabra.

El hombre se mostró en principio sorprendido, luego advirtió el desastre que había provocado, y agitando pesarosamente la cabeza se limitó a gritar:

–¡Lo siento!

Sin volverse, la muchacha hizo un significativo gesto mandándolo al diablo y se perdió de vista rumbo a su casa.

La vieja expulsó una gruesa bocanada de humo, observó cómo revoloteaba sobre el haz de luz que penetraba por la entreabierta ventana y sonrió a sus propios recuerdos.

–Me pasé tres días sin salir de casa… musitó al fin. –Estaba triste, amargada, furiosa con aquel tipejo, furiosa con los tres imbéciles que habían sido los causantes del desastre, pero furiosa sobre todo conmigo misma por haber permitido que el vestido se me escapara de las manos.

–Era lógico si el muchacho se estaba ahogando… –le hizo notar su hija.

–Yo no podía salvarlo –fue la respuesta–. Por aquel entonces sabía nadar lo justo para no hundirme, pero no lo suficiente como para ayudar a alguien.

–¿Qué pasó luego?

–A la semana llamaron a la puerta, y cuando abrí fue para encontrarme cara a cara con el fulano de la barca.

–¿Justino Barrancas?

–¿Cómo lo sabes?

–Era de suponer.

–Traía un paquete, lo abrió, y allí estaba, un vestido blanco y verde, idéntico punto por punto al mío, pero nuevo y reluciente. «Espero que te sirva», me dijo; «espero que lo lleves puesto el día en que nos casemos».

–¿Así sin más?

La anciana asintió convencida.

–¡Así sin más!

–¿Y tú qué le respondiste?

–¿Qué querías que le respondiera? Era alto, moreno, de enormes ojos pardos, dientes blancos como el marfil y un desparpajo que te desarmaba tan solo de mirarle.

–¡Caray! ¿Y estás segura de que no era mi padre? –Ante la muda negativa Manuela Barrancas agitó la cabeza pesarosa–. ¡Lástima!

–Era una joya de hombre… –admitió su madre–. Guapo, galante, simpático, inteligente, valiente y rico.

–¿Rico?

–Lo suficiente, puesto que era, uno de los miembros de la expedición de Pedro Alonso Niño, que acababa de desembarcar en Palos de Moguer.

–¿Y quién era ese? Nunca he oído hablar de él.

–¿Que nunca has oído hablar de Pedro Alonso Niño? –se asombró Catalina Barrancas al tiempo que depositaba la ceniza de su cigarro en el interior del vaso–. ¡Pues sí que estás tú buena! Pertenecía a la famosa familia de los Niño, los pilotos que acompañaron a Colón durante su primer viaje, y estaba considerado el mejor marino de su tiempo.

–¿Mejor que el propio Almirante?

–Tan bueno como él, aunque más modesto.

–¡Pues no tenía ni idea!

–Hay demasiadas cosas que ignoras sobre aquellos maravillosos años –fue la respuesta–. Aunque no me extraña, puesto que casi todo el mundo las ignora. Yo las viví día por día, y las tengo tan frescas en la memoria como si hubiesen ocurrido hace apenas un año. Y por aquel tiempo la mayor parte de la gente estaba convencida de que las tan cacareadas Indias Occidentales, que el Almirante había descubierto viajando hacia poniente, no eran más que un puñado de islillas habitadas por salvajes desnudos, calurosas, insalubres, y sobre todo, rematadamente miserables.

–¡No es posible! –se asombró Manuela Barrancas.

–¡Lo es! –insistió la anciana–. Los dos primeros viajes de Colón habían costado una auténtica fortuna, y por todo botín no había traído más que papagayos, un puñado de adornos de oro de pésima, calidad, y unos cuantos indígenas asustados que ni para esclavos servían. Tanto era así, que para su tercer viaje se tuvo que nutrir de presidiarios a los que se les ofreció el perdón a cambio de ir a colonizar unas tierras de las que se aseguraba que no producían más que mosquitos, enfermedades y frutos incomestibles.

–¿Y las especias?

–¿Especias? ¿Qué especias? Algo de pimienta y cuatro ramas de canela… ¡Eso era todo! –Alzó el cigarro a medio consumir–. Esto, tabaco, fue casi lo único digno de ser tenido en cuenta de cuanto llegó a Sevilla en los primeros tiempos. El resto no pagaba ni los gastos de la tripulación, y por lo tanto la mayor parte de la gente opinaba que a las nuevas tierras de allende los mares se podían ir los moros y los judíos que no querían pasar a Marruecos.

–¡Cuesta creerlo!

–Te cuesta a ti, que naciste aquí y que cuando empezaste a tener uso de razón ya Hernán Cortés había conquistado México y regresaba cargado de tesoros –le hizo notar la anciana–. Pero hasta el día en que Pedro Alonso Niño desembarcó en Moguer con sacos y sacos de perlas, nadie quería ni oír hablar de las Indias.

–¿Y Justino Barrancas iba con él?

–De timonel. ¿Te imaginas? Yo que no tenía por aquel entonces más que diecisiete años, me encaré de pronto con un mozarrón apuesto y valiente que me regaló un vestido nuevo y unos pendientes con dos perlas como garbanzos, y me contaba, sentados a los pies de la Torre del Oro, cómo se había hecho rico luchando contra caníbales salvajes.

–¿Apuesto a que se te mojaron los muslos?

–Hasta las pantorrillas.

–A mí me hubiera pasado lo mismo.

–¡Y hasta a la Madre Purificación, no te fastidia…! Aún lo recuerdo como si fuera ayer… –La anciana lanzó un hondo suspiro al añadir evocando aquellos inolvidables momentos–: Caía la tarde, aún hacía calor, pero la brisa llegaba ya cargada de olor a jazmines. El cielo estaba rojo y el río bajaba tranquilo. Justino tenía una voz grave y profunda, serena y dulce, y cuando hablaba, lo hacía con naturalidad, sin exagerar nunca los riesgos, como si el hecho de enfrentarse a las tormentas o las flechas envenenadas fuera cosa corriente y sin mérito alguno…

–Yo confiaba plenamente en Pedro Alonso Niño, que siempre se había comportado conmigo como un padre pero su socio, el armador Cristóbal Guerra, era una especie de mala bestia, enorme, sucia y peluda, que al parecer había hecho fortuna junto a su hermano Luis comerciando en las ferias de los pueblos. Aún no entiendo qué fue lo que le empujó a financiar una empresa que a primera vista no ofrecía grandes expectativas de beneficios, puesto que cuantos regresaban de las Indias solo hablaban de luchas, emboscadas, naufragios, enfermedades, calor y calamidades sin cuento. A cambio no se obtenía nada que valiese la pena.

–¿Y en ese caso por qué te enrolaste?

–¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Continuar saliendo a faenar día tras día a cambio de un jornal de hambre? Pedro Alonso Niño se sentaba a menudo en el porche de su casa y nos contaba las cosas maravillosas que había visto al otro lado del mar, ya que estaba convencido de que aunque no existieran las ciudades de oro que les había prometido el Almirante, aquellas islas, en apariencia salvajes, ocultaban un encanto especial que valía la pena conocer.

–¿Y valía le pena?

–¡No puedes darte idea de hasta qué punto! –replicó el de Moguer–. El viaje fue incómodo, puesto que éramos más de treinta hombres apretujados en una minúscula carabela medio podrida y que se caía a pedazos, pero los vientos fueron propicios, por lo que muy pronto nos encontramos frente a una isla cubierta de una vegetación tan espesa como jamás se me hubiera ocurrido imaginar. Lanzamos anclas en una hermosa bahía de aguas limpias y nos disponíamos a desembarcar cuando hicieron su aparición una veintena de enormes piraguas cargadas de docenas de salvajes desnudos que lanzaban alaridos arrojándonos lanzas y flechas.

–¡Dios bendito! –se horrorizó la muchacha–. ¿Caníbales? –El de Moguer asintió muy seriamente.

–Caribes comegente, que al parecer pretendían darse un banquete a costa nuestra.

–¿Y qué hicisteis?

–Disparar los arcabuces y bombardas.

–¿Y…?

–Se lanzaron al agua para escapar nadando como alma que lleva el diablo, puesto que aunque ni siquiera habíamos intentado herirlos les invadió tal pánico al escuchar los estampidos que perdieron el culo y no pararon hasta perderse de vista en la maleza abandonando las embarcaciones y las armas.

–Debió de ser divertido.

–El mejor espectáculo que he contemplado nunca –admitió Justino Barrancas~ sonriendo a sus propios recuerdos–. Con tres puñados de pólvora nos hicimos dueños de la situación sin derramar una gota de sangre, porque en el ánimo de todos estaba que no habíamos atravesado el océano para causar daño, sino con el único fin de comerciar en paz.

–Pero si no había nada con lo que comerciar…

–¡Lo había! –fue la segura respuesta–. ¡Ya lo creo que lo había! Continuamos casi en el mismo rumbo y a las pocas singladuras avistamos una gran isla con una amplia ensenada abierta al norte, en la que los nativos nos recibieron con cánticos y bailes pese a que jamás habían visto anteriormente a un cristiano. Y no habíamos hecho más que desembarcar cuando descubrimos que entre ellos las perlas eran tan abundantes como entre nosotros las aceitunas.

–¡No es posible!

–¡Como te lo cuento! A cubos las traían, y eran tan grandes y hermosas que Pedro Alonso Niño bautizó el lugar como isla Margarita.

–¿Y por qué ese nombre? ¿Qué tiene que ver esa tal Margarita con las perlas?

–Por lo visto todo lo que se refiere a las perlas se llama margaritilogía porque, según me contó Alonso Niño, las mejores perlas se encuentran siempre en unas ostras a las que los antiguos llamaban Margarifera, o algo por el estilo.

–¡Vaya, por Dios! Cada día se aprende algo nuevo.

–¡Y que lo digas! Lo cierto es que cuando a los nativos les ofrecíamos telas, cuentas de colores, cacerolas y espejos nos contemplaban como si nos hubiéramos vuelto locos por pagarles por algo que ellos despreciaban, puesto que lo que en verdad les gustaba eran las ostras, y las perlas las consideraban una molestia y las escupían como nosotros escupimos el hueso de las aceitunas.

–¡Te burlas de mí! –protestó entre ofendida y mimosa la muchacha.

El mozo acarició con dos dedos uno de los pendientes que le había regalado.

–¿Acaso es esto una burla? –inquirió–. Si aparecieses así en Margarita los nativos se reirían de ti, al igual que tú te reirías si vieras a alguien con dos huesos de aceituna colgando de las orejas. Allí aprendí que el valor que les damos a las cosas materiales es muy relativo, puesto que algunos son capaces de matar por lo que otros desprecian. Una muchacha se volvió tan loca por mi cinturón de cuero que tuve que pasarme el resto del viaje con los pantalones amarrados con un cordel, mientras que ella, que iba completamente desnuda, no se lo quitaba de encima por nada del mundo.

–¿Desnuda? ¿También las mujeres van desnudas?

–Tal como Dios las trajo al mundo.

–¡Qué vergüenza!

–¿Por qué?

–¿Cómo que por qué? –se sorprendió ella–. ¿Te parece normal?

–Allí sí. Hace calor, llueve con frecuencia, se bañan en el mar a cada rato, y nadie se preocupa lo más mínimo por la apariencia de los demás… –Justino Barrancas se encogió de hombros–. Los primeros días se nos antojaba raro, pero a la semana ya estábamos todos igual.

–¿Te desnudaste en público? –se escandalizó la muchacha.

–¡Me sentía ridículo con aquellas pesadas botas, aquel jubón maloliente y aquellas calzas siempre empapadas!

–Pero eso incita al pecado –aventuró ella con cierta timidez.

–¿Pecado? –se asombró el mozo– ¿de qué clase de pecado hablas?

–¿Pues de qué clase de pecado voy a hablar? Del pecado al que siempre se refieren los curas…, el Pecado Original.

–Allí no existe ese tipo de pecado. Al menos no tal como a nosotros nos lo han enseñado.

–Lo justo o lo injusto, lo correcto o lo incorrecto, la virtud y el pecado son siempre iguales aunque te encuentres al otro lado del mar.

–¡Te equivocas! –le hizo notar Justino Barrancas–. En las Indias una muchacha es libre de elegir al hombre que le gusta para llevárselo a un rincón de la playa y disfrutar de él tal como podría disfrutar del baile, el canto o la comida… Y nadie lo consideraría, ni por lo más remoto un «pecado».

–¿Te imaginas lo que significó para mí, con diecisiete años y una rígida educación católica, que alguien viniera a asegurarme que se podía disfrutar de un hombre como si se tratara de un baile o una comida?

–Trato de hacerme una idea y quiero suponer que te relamerías como el gato que tiene al ratón entre las zarpas… –admitió con marcada intención su hija–. Y empiezo a sospechar que esa debió ser la auténtica razón por la que te decidiste a cruzar el océano.

–Cree el ladrón que todos son de su condición –le replicó con manifiesto mal humor la anciana–. Yo aún seguía chapada a la antigua, y por aquellos tiempos no tenía ojos más que para Justino, pero lo que sí resultó evidente es el hecho de que de pronto, sentada allí, a los pies de la Torre del Oro, mi concepto de la vida empezó a cambiar. El Nuevo Mundo ya no se me antojaba un lugar salvaje y miserable del que nada cabía esperar, sino un auténtico paraíso en el que la gente vivía feliz haciendo el amor en la playa y jugando con perlas como los niños juegan con canicas.

–¿Y eso te «encandilaba»?

–¿Y a quién no? La Sevilla de aquellos días era una ciudad siempre aterrorizada por los desmanes de la recién nacida «Santa Inquisición», que quemaba judíos, brujas y moriscos casi como quien celebra las fiestas patronales, y todos, y en especial alguien con mi sangre en las venas, teníamos que estar siempre atentos a no buscarnos la enemistad de un desgraciado al que se le antojara acusarte ante los tribunales.

–Sé lo que es eso.