El rey leproso - Alberto Vázquez Figueroa - E-Book

El rey leproso E-Book

Alberto Vázquez-Figueroa

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Beschreibung

Este audiolibro está narrado en castellano. Tras rendir homenaje a autores como Agatha Christie, Goethe o el propio Homero en otras de sus obras, Alberto Vázquez-Figueroa salda cuentas con Dumas en una historia que parte de un hecho real y lo utiliza para urdir una trama de ficción aventurera trepidante. En ella, seguiremos los pasos del rey Sebastián de Portugal tras su derrota en la batalla de Alcazarquivir. Herido, el monarca encuentra a un truhan llamado Anibal Anibaldi, que resulta ser idéntico físicamente a él. Tras entregarle su anillo real, la confusión de identidades propicia una historia de aventuras y revelaciones a la altura de Los tres mosqueteros o El conde de Montecristo.-

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Alberto Vázquez-Figueroa

El rey leproso

 

Saga

El rey leproso

 

Copyright © 2005, 2022 Alberto Vázquez-Figueroa and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726468311

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

El rey Sebastián de Portugal, sobrino de Felipe II, se embarca en la conquista de Marruecos. Con un nutrido grupo de portugueses y mercenarios se enfrenta a los bereberes en la batalla de Alcazarquivir, en la que sufre una contundente derrota. El monarca queda herido y lo encuentra Anibal Anibaldi, un truhán idéntico físicamente a Sebastián y a quien da su anillo real. Pero los bereberes encuentran al monarca moribundo, lo curan y lo esconden en un oasis. Sin duda, una de las obras más celebradas de su autor, el escritor español Alberto Vázquez-Figueroa, maestro de la novela de acción y aventuras que se adentra en el terreno de la novela histórica.

Prefacio

El rey leproso no pretende ser una novela histórica.

Lo único que pretende, salvando las abismales distancias, es convertirse en un relato al estilo de Los tres mosqueteros o El conde de Montecristo con los que la genialidad de Alejandro Dumas cautivaba a sus lectores aprovechando las lagunas de información que suelen rodear a ciertos hechos históricos, a base de dar vida a unos personajes a caballo entre la realidad y la ficción, y que en ocasiones acaban por ser tan de carne y hueso como aquellos que se han convertido en polvo siglos atrás.

D’Artagnan o Edmundo Dantés están más vivos hoy en día que la mayoría de los reyes y reinas de su tiempo.

Mi intención ha sido recrear libremente la casi increíble historia de un rey que fue amado por su pueblo como nunca ha sido amado ningún otro soberano.

 

Antaño los sabios aseguraban

con una presunción muy vana,

que los planetas giraban

en torno a una tierra plana.

 

Y a aquel que lo discutiera

por más razón que tuviera

le daban cien latigazos

o ardía presto en la hoguera.

 

Así fue que yo recuerde

desde el tiempo en que reinaba

un torcido faraón

que andaba siempre de lado

aguantando una bandeja,

a don Cristóbal Colón,

que fue un buen navegante

aunque bastante tunante

y que hizo redondo el mundo

sin cambiar nunca de rumbo.

 

Pero ésa es una historia añeja

que a nadie ya le interesa.

Este romance es, señores,

la historia de un caballero,

el valiente Pero Nuño,

un hombre de cuerpo entero

muy apegado al terruño,

apodado «El Peregrino»,

por lo mucho que viajó

y duro que fue su camino.

 

El que lo canta, que es ciego,

aunque rima con atino

nació en los pagos de Olmedo,

pero le bautizaron con vino

a las orillas del Duero.

 

Si le hacen merced, señores,

de dejar unas monedas

en el plato o la bandeja,

cantará de mil amores

la historia del Peregrino,

que es una vieja historia

pero no es una historia añeja.

Agosto de 1578

Una espesa nube de polvo oscurecía un rojo sol de fuego, sol de tórrido y agobiante mes de agosto africano en el que el bochorno no disminuía pese a que ese sol estuviese a punto de ocultarse tras una lejana colina.

El polvo había sido levantado por el fragor de una brutal batalla que duraba casi desde el amanecer, y en la que caballos, jinetes y tropas de a pie habían sufrido por igual en ambos bandos, sin que, a punto ya de oscurecer, ningún testigo neutral se sintiera capaz de asegurar sin temor a equivocarse cuál de los contendientes había llevado la peor parte.

Aquí y allá no se distinguían más que cadáveres, armas, fuego, sangre y destrucción.

La marca que el hombre acostumbraba a dejar en la naturaleza.

El inconfundible sello de su paso.

Nada se movía.

Ni tan siquiera una brizna de hierba, como si incluso el viento hubiese decidido huir muy lejos, incapaz de resistir la contemplación de tan terrorífico espectáculo.

El «Dios de la Guerra» brillaba una vez más con todo su esplendor.

Se encontraba en la gloria.

De improviso resonó un ahogado lamento.

Una llamada de socorro de la que nadie se hizo eco porque los muertos no suelen acudir en ayuda de quienes estaban a punto de imitarles.

Podría creerse que, en realidad, el corazón de la batalla había cesado de latir no muy lejos de allí, al otro lado de la colina, por lo que los despojos, que se desparramaban a orillas del riachuelo que serpenteaba entre tanto cadáver, no eran parte más que de un aledaño de la auténtica contienda.

Pasó el tiempo, se repitió el lamento, se repitió el silencio como respuesta, hasta que al fin por la orilla izquierda hizo su aparición un hombre que empuñaba una ensangrentada espada y que de tanto en tanto se inclinaba a observar con especial atención a los difuntos, hasta que se detuvo ante el herido al que contempló con una mezcla de profundo respeto, amargura y conmiseración.

—¡Majestad! —no pudo por menos que exclamar con voz entrecortada—. Al ver huir a vuestro caballo supuse que estaríais por aquí. ¿Cómo os encontráis?

—Me muero, amigo mío —fue la resignada respuesta—. Y te suplico que me ahorres sufrimientos acabando conmigo de la forma más rápida posible.

El recién llegado se aproximó con el fin de cerciorarse de que las abiertas heridas presentaban un aspecto ciertamente aterrador por lo que pocas esperanzas quedaban de salvación, pero acabó por agitar la cabeza con gesto pesaroso.

—No puedo hacer eso, Mi Señor. No en mil vidas que viviera.

—Es una orden.

—¿Acaso buscáis mi eterna condenación?

—Te condenarás si no obedeces a tu rey.

—No obedecer a mi rey me enviaría a la horca —fue la serena respuesta—. Pero acabar con vuestra vida me enviaría directamente a los infiernos. Perdón Señor, pero no puedo hacerlo.

—¿Y vas a dejarme aquí, a merced de que los infieles me torturen?

—Esos «infieles» nos han masacrado, Mi Señor —le hizo notar el otro—. Invadimos sus tierras y, del más poderoso ejército que jamás cruzara los mares, nada queda. Confío en que su ira se haya calmado y se muestren más compasivos de lo que ha sido nuestro Dios con quienes le adoramos. Y nadie, infiel o no, se atrevería a torturar a un rey.

El herido se esforzó por contener un gesto de dolor, aguardó a que lo peor del violento espasmo pasase, y al fin musitó con amargura:

—Nunca antes habías osado desobedecer una orden mía.

—Es que ahora no se trata de aguantar a pie firme insoportables horas de cánticos gregorianos, o de cenar con vuestro tío procurando evitar que advirtiera la suplantación y me mandara apalear. Aquél era mi trabajo y lo aceptaba de buen grado; pero rematar a un rey caído al que se quiere como a un hermano, no es trabajo para nadie, Mi Señor.

—¡Razón tienes, y es algo que no puedo negar! —admitió a duras penas el herido—. Eras muy bueno en tu oficio y a fe mía que nunca me he reído tanto como cuando imitabas cada uno de mis gestos al otro lado de un cristal. Por Dios que creía estar mirándome en un espejo.

El otro aventuró una triste sonrisa al tiempo que aferraba la mano del herido llevándosela a los labios con sincero afecto.

—Creedme si os aseguro que nada me complacería más que hacerme pasar por vos en esta ocasión, pero me temo que la muerte no se dejara engañar con tanta facilidad como don Felipe.

—Ni yo lo consentiría —fue la firme respuesta—. Lo que me está ocurriendo me lo he ganado a pulso y entiendo que nadie más debe cargar con mis culpas.

—¡Fue mala suerte!

—¡No me mientas, Aníbal! ¡A mí no! —le reprochó el otro tras toser angustiosamente—. Ni siquiera la muerte es castigo que compense por mis muchos errores, pero no es éste el momento de discutirlo, que muy pronto estaré en presencia de quien tiene todo el derecho a pedirme cuentas.

—Estoy seguro de que será misericordioso.

—En ello confío. Y ándate con cuidado puesto que cuando te capturen lo pasarás muy mal si una vez más te confunden conmigo.

—Es que no pienso permitir que me capturen —fue la rápida respuesta del recién llegado al tiempo que señalaba el cadáver de un soldado marroquí que aparecía tumbado boca abajo a tan sólo unos pasos de distancia—. Con esas ropas seré uno más entre los moros, pues recordad que soy napolitano pero que mi madre era tunecina, lo cual me permite comportarme de igual modo que el más devoto de los creyentes de san Genaro, o como el más infiel de los infieles.

—Me consta que serías capaz de hacerte pasar por el mismísimo Santo Padre si te lo propusieras. —El herido extendió ahora la mano para acariciar levemente la ensangrentada barba de su amigo—. ¡Y ahora déjame solo! —pidió—. Es momento de ponerme a bien con Dios, y me temo que eso me puede llevar bastante más tiempo del que dispongo.

—¡Quedad con Él, que ya estamos todos en sus manos!

Se puso pesadamente en pie, dispuesto a marcharse, pero su soberano le detuvo con un gesto.

—¡Aguarda! —suplicó mientras se despojaba del pesado anillo que adornaba el dedo anular de su mano derecha—. Llévate el Sello Real.

—¡El Sello Real! —repitió el aludido asombrado por tan inesperada petición—. ¿Y qué pretendéis que haga con él?

—Lo ignoro. Pero mejor estará en tu poder que en el de los infieles. Y si algún día consigues devolvérselo a mi sucesor, pídele de mi parte que te recompense por lo buen vasallo que has sido.

—Que así sea.

Tomó el anillo, se lo guardó en el pecho, se cubrió con el ensangrentado jaique del marroquí y al poco desapareció entre las sombras de una noche que avanzaba con la intención de borrar con su negro y caritativo manto las huellas de tan inconcebible desastre.

Con la llegada de las tinieblas el herido cesó de lamentarse.

El «Dios de la Guerra» se paseó feliz contemplando su obra.

Una vez más la estupidez humana le había devuelto a la vida.

Al alba los buitres llegaron desde las lejanas cumbres del Atlas, y podría creerse que incluso desde mucho más allá; desde donde nacían las primeras arenas del desierto.

Nadie antes les había ofrecido un banquete semejante.

Nadie era nunca tan generoso con los de su especie como solían serlo los humanos, pero resultaba evidente que en esta ocasión tal generosidad resultaba hasta cierto punto excesiva, puesto que por muchos que fueran y mucha hambre que atesoraran, tal cantidad de carroña tan sólo podría acabar siendo pasto de los gusanos.

Luego, con el sol abrasando nuevamente la tierra y el hedor a putrefacción adueñándose de la reseca hierba, las hojas, e incluso de las cortezas de los árboles, surgieron de la espesura media docena de hombres llevando de la brida mulas y caballos, y que cargaban en enormes cestas, armas, yelmos, banderas y todo cuanto de valor encontraban a su paso.

Uno de ellos se detuvo frente al herido, palpó sus ricas ropas, le despojó del pesado medallón de oro y diamantes que colgaba de su pecho y comentó sin la menor emoción:

—Éste aún respira. Y parece personaje de importancia.

Sus compañeros en la macabra tarea acudieron a su lado, hicieron corro en torno a quien aún continuaba inconsciente pero boqueando como pez fuera del agua, y tras unos instantes de duda, el que parecía comandarlos aventuró:

—Tal vez paguen por él un buen rescate.

—¿Vivirá lo suficiente?

—Nadie vive ni un día más ni un día menos de lo que Alá quiera que viva —fue la respuesta—. Y si ha sido tan generoso como para proporcionarnos tan hermosa victoria, tal vez lo sea como para permitir que obtengamos una suma importante por quien parece ser un rico caballero.

—¡Pues carguemos con él y que Muley Ehssan decida, que para regalárselo a los buitres siempre estamos a tiempo!

 

Esa misma tarde, cuando el sol rozaba una vez más la línea del horizonte, Muley Ehssan, Señor de Marrakech, penetró en la enorme jaima de su viejo y querido amigo, Suleimán Mokdad, caudillo indiscutible de las tribus beduinas de las márgenes del desierto, para espetarle sin más preámbulos:

—Necesito que me hagas un favor.

—Sabes que puedes pedirme lo que quieras —respondió de inmediato el dueño de la gigantesca y lujosa tienda de campaña—. A ti debo estar aquí, y haber sido partícipe del día más glorioso que hayamos vivido nunca.

—Te mandé llamar porque sabía del valor de tus hombres, y porque te necesitábamos a la hora de conseguir tan aplastante victoria —señaló el Señor de Marrakech—. Nada me debes, que soy yo tu deudor, y por ello eres libre de negarme lo que voy a pedirte.

—Sea lo que sea, concedido está de antemano.

—Puede ser sumamente peligroso.

—¿Más que la caballería pesada a la que nos enfrentamos ayer? —quiso saber el nómada con una leve sonrisa irónica.

—Mucho más.

—La curiosidad siempre fue una mala compañera del guerrero —sentenció Suleimán Mokdad—. Pero en este caso admito que me zumba en los oídos y me incita a removerme en mi asiento. ¿De qué se trata?

—Quiero que te lleves a un prisionero, lo mantengas oculto en el más lejano e inaccesible de tus oasis, y guardes eterno silencio sobre quién es, y quién te lo confió.

—Dalo por hecho.

—¿Sin saber de quién se trata?

—Con que lo sepas tú me basta.

—Pero a mí no.

—En ese caso puedes decirme quién es, si eso te tranquiliza.

Muley Ehssan, Señor de Marrakech, guardó silencio largo rato, aceptó el vaso de té muy caliente y muy dulce que su acompañante le ofrecía, y tras beber sin prisas, hundido en sus oscuros pensamientos, musitó en voz muy baja:

—Se trata del rey.

Su viejo compañero de armas tardó en reaccionar evidentemente sorprendido por tan inesperada revelación, y por último, en el idéntico tono casi inaudible pese a que se encontraban solos, inquirió:

—¿El rey cristiano?

—El mismo.

—Tenía entendido que había muerto.

—También yo, pero mis hombres lo encontraron malherido, y mi médico personal admite que existe una remota posibilidad de que se salve.

—¿Y para qué quieres que se salve? —fue la a todas luces lógica pregunta—. Es nuestro enemigo, y ya se sabe que «muerto el perro se acabó la rabia».

—No en este caso.

—¡Explícate!

—Tú eres hombre de grandes espacios, Suleimán —le recordó el otro—. Invencible en la guerra, y caudillo indiscutible en el desierto. Sabes cómo enfrentarte a los ejércitos más poderosos y a la más inhóspita de las naturalezas. En eso eres el mejor, pero por desgracia la política nunca ha sido tu fuerte.

—Sabes muy bien que la aborrezco.

—Y eso te honra, pero a partir de hoy, ganada la batalla y con los campos sembrados de cadáveres, el valor del guerrero tiene que dejar paso a la astucia del político para que no vuelva a darse el caso de que otro ejército, quizá más poderoso, vuelva a sentir la tentación de vengar a esos muertos.

—Sin su rey nunca lo intentarían.

—Los cristianos tienen un dicho que nos conviene aplicarnos puesto que a decir verdad también nos atañe: «A rey muerto, rey puesto».

—Entiendo su significado, pero no entiendo en qué nos afecta en este caso.

—Resulta muy sencillo —le hizo notar Muley Ehssan en un tono de voz que se esforzaba por evitar que su interlocutor se sintiera menospreciado—. Hemos vencido a un rey demasiado joven, demasiado alocado y demasiado pretencioso, que cometió un sinnúmero de errores de los que supimos sacar justo provecho. Prácticamente cavó con sus propias manos la tumba de su ejército, por lo que debemos agradecerle que nos sirviera en bandeja tantas cabezas de cándidos infieles. —Bebió de nuevo a cortos sorbos, como dando tiempo a que su interlocutor captara la intención de sus palabras, para añadir—: ¿Pero qué ocurrirá si al «rey muerto» sucede un «rey puesto» no tan joven, alocado, ni pretencioso, sino que más bien por el contrario posee la astucia, la experiencia y la fuerza de mil leones?

—¿Don Felipe?

—Tú lo has dicho.

—Mal enemigo es ése.

—El peor imaginable.

—¿Tiene alguna posibilidad de sentarse en el trono de Portugal?

—Muchas. Si don Sebastián muere, la corona pasara a su anciano y casi agonizante tío, don Enrique, pero en cuanto éste desaparezca, que será muy pronto puesto que así lo determina la naturaleza humana, esa corona se la disputarán entre Don Antonio, Prior de Crato, que escaso peso tiene y con poco respaldo cuenta puesto que es bastardo, y el ambicioso Don Felipe, del que con justicia se asegura que en sus dominios nunca se pone el sol. —El Señor de Marrakech abrió las manos con las palmas hacia arriba como si con tan sencillo gesto quedara todo aclarado al inquirir con marcada intención—: ¿Qué ocurriría si a tan vastos dominios se unieran los también vastos dominios del reino de Portugal?

—Que tendríamos a la vista, al otro lado del Estrecho y doblemente poderoso al mismísimo Saitán el Apedreado; el demonio en persona.

—Defensor de la fe cristiana, nieto de Los Católicos Isabel y Fernando, «Azote de herejes», y «Martillo de Dios».

—Evidente resulta que en cuanto se propusiera ejercer nuevamente de martillo, a nosotros nos tocaría hacer de yunque —puntualizó Suleimán Mokdad extendiendo la mano para apoderarse de un enorme dátil que comenzó a mordisquear sin apetito—. Uniendo sus fuerzas a las de un Portugal ansioso de venganza por la derrota de ayer, nos machacaría sin remedio.

—Veo que vas captando la idea pese a tu tradicional desinterés por la política —señaló su sonriente interlocutor—. Como soldado sabes muy bien que la primera máxima de conducta de un general se debe centrar en intentar dividir al enemigo para vencerle con mayor comodidad. En ese aspecto resulta obvio que políticamente nuestros esfuerzos deben ir encaminados en idéntica dirección: evitar a toda costa que el enemigo se una bajo ninguna circunstancia.

—¿Y es por eso por lo que quieres que me lleve al desierto a don Sebastián sin que nadie lo sepa?

Mulay Ehssan asintió convencido, se puso en pie, y se aproximó al enorme mapa de Marruecos que colgaba de uno de los postes laterales de la gran carpa, como si el simple hecho de golpear con el dedo la representación gráfica de los lugares en los que se suponía que tenían que acontecer los hechos contribuyera a dar más énfasis a sus palabras.

—Lo más lejos posible —replicó al fin—. A un lugar del que no pueda escapar, y en el que nadie sepa quién es, ni tan siquiera lo sospeche. Aquí, o en Tánger, Rabat o incluso Marrakech, no existe forma humana de mantener oculto a un prisionero de alto rango durante mucho tiempo. Españoles y portugueses tienen cientos de espías infiltrados entre nuestra gente, y pronto o tarde cualquier guardián acabaría confesando que en la más inaccesible de las mazmorras languidece un importante caballero del que nadie habla, por lo que los portugueses no tardarían en extraer sus propias conclusiones.

—¿Y eso no nos conviene? —fue la pregunta de Suleimán Mokdad, aunque en realidad podía tomarse como una afirmación.

—De ninguna manera. Oficialmente yo no puedo convertirme en dueño del destino de un rey, por más que fueran mis hombres quienes lo salvaran de una muerte segura, y mi médico quien esté intentando hacer que sobreviva. Ese destino pasaría a depender de un sinnúmero de voluntades, algunas de ellas de intereses contrapuestos, y más de una reconocida amante del oro de los cristianos. Ignoro por qué extraña razón el pueblo portugués adora a un presuntuoso imberbe que les ha llevado de cabeza al desastre, pero estoy convencido de que si averiguan que continúa con vida entregarán hasta su última moneda de sus maltrechas bolsas para pagar su rescate. Y cosa sabida es que cuanto más corre el oro más despacio avanza la justicia, por lo que quien tanto mal ha causado jamás rendiría cuentas por sus muchos errores.

—¿Dejarle morir se te antoja acaso demasiado castigo? —quiso saber el dueño de la jaima que aún no parecía tener muy claro adonde quería ir a parar su amigo.

—Dejar morir a un rey coronado y amado por su pueblo puede llegar a ser o no un castigo —replicó el otro sin perder en absoluto la calma—. Pero resulta evidente que se convierte es una soberana estupidez puesto que los reyes no abundan, y los amados por su pueblo, mucho menos. Poco provecho se obtiene de un cadáver por muy coronado que haya estado en vida, puesto que en cuanto hiede, mayor valor alcanza en el mercado el más escuálido de los esclavos.

—Eso es muy cierto.

—Ocultemos por tanto ese raro tesoro donde nadie más que nosotros sepa de su existencia y esperemos, porque es muy posible que el día de mañana tengamos que decidir si nos interesa más resucitar a un muerto que matar a un vivo.

El beduino tardó en responder, se sirvió un nuevo vaso de té, hizo un significativo gesto de ofrecimiento a su acompañante que negó en silencio, y tras concederse el tiempo que parecía necesitar para asimilar cuanto acababa de escuchar, acabó por inquirir:

—¿En qué circunstancias podría interesarnos resucitar a un muerto?

—En el caso, no del todo improbable, sino más bien bastante previsible a medio plazo, de que don Felipe se sentara en el trono de Portugal.

—¿Y en qué circunstancias nos interesaría más matar a un vivo?

—En el caso de que fuera un decrépito anciano o un fraile sin ningún tipo de ambiciones expansionistas, quien ocupara ese trono limitando al propio tiempo el poder de don Felipe.

—No cabe la menor duda de que eres un hombre astuto, del que siempre aprendo algo.

—Yo he aprendido mucho de ti en los campos de batalla, y tal vez por eso mismo siempre nos hemos complementado a la perfección. Si somos capaces de llevar este asunto con la debida cautela, tendremos en la mano la llave del futuro de nuestros pueblos, puesto que resultaría estúpido ignorar que tras la derrota de Lepanto el cristianismo se fortalece día tras día, mientras que el islamismo se debilita por las luchas internas, la corrupción y la intransigencia de quienes se niegan a aceptar que los tiempos cambian y tenemos la obligación de adaptar nuestras formas de comportamiento al ritmo de esos cambios.

—No me gustan los cambios.

—Tampoco a mí, pero tampoco me gustan las pulgas o las moscas, y demasiado a menudo me veo obligado a convivir con ellas.

—¿Pero qué pasará cuando se descubra que el cuerpo de don Sebastián no aparece?

—Pronto aparecerá.

—¿Y eso?

—Dentro de dos o tres días, cuando el cadáver del pobre soldado que ahora viste sus ropas y su armadura esté lo suficientemente desfigurado por los buitres como para que ni su propia madre sea capaz de reconocerlo, «alguien» lo encontrará.

—¿Dónde y cómo?

—Oculto entre unos arbustos a la orilla del río. No te preocupes; mis hombres ya se han ocupado de eso.

—Estás en todo.

—Quien en los momentos importantes no está en todo, no está en nada y no es digno de gobernar a otros.

—Siempre he pensado que serías un magnífico sultán de Marruecos.

—¡Que Alá no lo quiera, ni se esfuerce en tentarme! —fue la rápida y sincera respuesta—. La excesiva ambición y el ansia de poder acostumbran a cegar a quien pretende alargar la mano más allá de lo que alcanza su brazo.

—No es ése tu caso.

—No, no lo es, pero tampoco deseo que algún malhadado día lo sea. Marrakech es una hermosa ciudad en la que me siento muy a gusto, tranquilo, querido y respetado. No es más poderoso quien más súbditos tiene, sino quien más muestras de sincero afecto recibe de quienes le obedecen.

—Eso es muy cierto y tú constituyes el mejor ejemplo. Si muchos gobernantes te imitaran no tendríamos que asistir ahora a este macabro espectáculo que incluso a mí, hombre de guerra, me horroriza.

—¿Y a quién no? La guerra jamás tiene justificación y la experiencia me enseña que resulta fácil ser justo con algunos, pero resulta imposible ser justo con todos, puesto que con demasiada frecuencia sus intereses se contraponen. Con las armas en la mano rara vez se corrigen tales diferencias.

—¿Cuándo quieres que parta?

—Cuanto antes. Haz correr la voz de que regresas a casa porque uno de tus más amados capitanes se encuentra malherido y su deseo es morir junto a su esposa y sus hijos. De esa manera no levantarás sospechas.

—Se hará como ordenas.

—No es una orden y lo sabes muy bien —fue la firme respuesta—. Es únicamente un ruego.

—Para mí tus ruegos siempre fueron órdenes, y con mayor razón ahora que conozco los motivos que te impulsan a hacer lo que haces. Al amanecer me pondré en camino.

—Sé prudente y recuerda que lo que te entrego no es un maltrecho rey que tal vez perezca en el camino. Lo que te entrego es la llave de un reino.

—La cuidaré como si se tratara de la mismísima llave de las puertas del Paraíso.

Junio de 1594

Cabría suponer que la enorme y severa estancia se encontraba vacía, pero no era así, ya que en el ángulo más apartado podía distinguirse, casi confundida con la penumbra, la pequeña y casi esquelética figura de fray Miguel de los Santos, un hombre de gesto adusto y fruncido ceño que vestía un ajado y casi mugriento hábito de agustino, y que se encontraba arrodillado ante un pequeño reclinatorio.

Se escuchó fuera el metálico repiqueteo de un cencerro seguido por el triste mugido de una vaca.

Durante largo rato nada volvió a turbar el silencio de la estancia hasta que resonaron a lo lejos cascos de caballos y el rodar de un carruaje sobre un camino de grava.

Al poco cuatro espaciados golpes de una pesada aldaba parecieron responder a una señal convenida de antemano.

Fray Miguel giró apenas la cabeza, dejó a un lado el misal, y muy lentamente se puso en pie aproximándose a la puerta para inquirir quedamente:

—¿Quién va?

—Portugal —le respondió desde el exterior una voz profunda y grave.

—¿A quién buscáis? —insistió el clérigo.

—Al que tiene que llegar —replicó en tono impaciente la misma voz.

Satisfecho al parecer por tan sorprendente respuesta, fray Miguel de los Santos abrió la puerta para dar paso a dos caballeros embozados, que no se decidieron a mostrar el rostro hasta haberse cerciorado de la auténtica personalidad de quien les recibía, momento en que se inclinaron a besarle la mano al tiempo que se descubrían permitiendo que el religioso les reconociese.

—Fray Miguel…

—¡Coimbra y Ferreira! —no pudo por menos que exclamar el aludido sonriendo abiertamente—. Portugal ha elegido bien a sus representantes: su querido preceptor y su mejor amigo.

—¿Dónde está? —inquirió impaciente el primero de ellos.

—Cerca —fue la escueta respuesta.

—¿Cuándo podremos verle?

—Muy pronto.

—Nos devora la impaciencia.

—Mala consejera es ésa en el negocio que tratamos —musitó el eclesiástico en un tono que se advertía abiertamente paternal—. Si habéis sido capaces de esperar tanto, no os viene de esperar un poco más.

—Será porque antes no teníamos la seguridad que tenemos ahora —le hizo notar el llamado Ferreira al tiempo que le observaba con marcada atención—. Porque supongo que vos también estáis seguro —añadió—. ¿No es cierto…?

—Yo estoy completamente seguro —replicó el otro con sorprendente calma—. «Él» es el único que duda.

El de mayor edad de los recién llegados, João Coimbra, un hombre de espesa barba blanca y aspecto grave pareció desagradablemente sorprendido por semejantes palabras y no pudo por menos de inquirir:

—¡«Él»! ¿Cómo es posible?

Fray Miguel se limitó a encogerse de hombros como si aquél fuera un tema que había dejado de preocuparle o se negara a discutir.

—Cuando lo conozcáis podréis entenderlo —dijo—. A mí, hasta el presente, no me ha resultado posible hacerle confesar; ni en un sentido ni en otro.

—¿Entonces? ¿A qué viene todo esto?

El interrogado, que había avanzado sin prisas hasta el centro de la estancia, indicó con un gesto que tomaran asiento al tiempo que recogía su libro de rezos del reclinatorio, y comentaba sin mirarles:

—Me conocéis lo suficiente como para comprender que no os hubiera obligado a emprender tan arriesgado viaje a través de Castilla si no me moviera una razón de auténtica importancia.

—¿Y es…?

—Que no debemos regirnos por lo que él acepte o deje de aceptar, sino por la verdad tangible y evidente.

Los caballeros portugueses intercambiaron confusas miradas e incluso y se diría que escudriñaban a su alrededor como si temieran que alguien pudiera estar escuchando cuanto allí se decía.

Por último, el de más edad, Coimbra, inquirió en un tono muy bajo haciendo un evidente esfuerzo:

—¿Y según vos, esa verdad tangible y evidente aclara sin lugar a dudas que se trata de El Deseado?

—Sin la más mínima duda.

—¡Dios bendito! —estalló en júbilo Luis Ferreira—. Al fin los cielos se han apiadado de nosotros premiando nuestra fe. Nadie creyó jamás que hubiera muerto. ¿Dónde ha estado todos estos años?

—Ésa es una larga historia que prefiero que la escuchéis de sus propios labios, pero a mi modo de ver la mayor parte del tiempo lo ha pasado rezando y pidiendo perdón por el desastre que causó —fue la desconcertante respuesta—. El pasado le atormenta.

—¡Pero ese pasado está olvidado! —le hizo notar Coimbra con un ardor impropio de su edad—. Le necesitamos.

—Por eso os he hecho venir —replicó el fraile que con desconcertante naturalidad desarmaba a sus interlocutores—. Tenéis que reconocerle, acatarle y llevar a Portugal la buena nueva de su regreso.

—Ese día no habrá un solo hombre, ni una mujer, ni un niño, que no alce su brazo para expulsar de nuestra patria a los españoles.

Fray Miguel pareció alterarse por primera vez desde que se iniciara la conversación, y alzó la mano como si tratara de frenar a un invisible enemigo que estuviera a punto de arrojarse sobre él.

—¡No! —exclamó con sequedad—. Eso es precisamente lo que él quiere evitar. No desea más guerras ni más muertes, puesto que en su opinión ya provocó demasiadas.

—Sin lucha no será posible la libertad —argumentó Coimbra seguro de lo que decía—. Don Felipe está muy bien asentado en el trono y tan sólo la fuerza puede obligarle a abandonarlo.

—¿Fuerza? —replicó con cierta agresividad el agustino—. ¿A qué fuerza os referís don João? Hoy por hoy don Felipe es el monarca más poderoso del planeta, y si nos alzáramos contra él nos aniquilaría. Tengamos paciencia —aconsejó aquilatando el tono de su voz—. Francia, Inglaterra, Venecia y el Papado nos brindan su ayuda porque les consta que con el regreso de don Sebastián el omnipresente poder de España se debilitaría, pero estoy convencido de que no moverán un dedo hasta estar seguros del éxito de este empeño.

—¡Pero don Felipe no puede negarse, bajo ningún concepto, a devolver el trono a su legítimo dueño!

Fray Miguel de los Santos le observó de reojo y ni siquiera se esforzó por intentar disimular una leve sonrisa despectiva en el momento de replicar ásperamente:

—¿Creéis en verdad que alguien que, según cuentan, mandó envenenar a su propio hijo, y ha hecho asesinar a su hermanastro, devolverá sin oposición un trono a un fantasma que surge de su tumba? —inquirió.

—Esas acusaciones no son, a mi modo de ver, más que habladurías sin fundamento —protestó Ferreira que pese a ser el más impulsivo de los recién llegados se mostraba ahora mucho más comedido—. Y lo que me extraña es que alguien como vos les preste oídos.

—Preferiría no tener que hacerlo —sentenció su interlocutor claramente irritado—. Pero también hay quien asegura que durante la batalla de Alcazarquivir esbirros al servicio de España intentaron asesinar a don Sebastián con el fin de convertir a don Felipe en heredero de la Corona de Portugal…

—¿Luego convenís que al enfrentarse a semejante hombre no queda más camino que la guerra?

—O la astucia y la paciencia, os lo repito. Don Felipe se pudre en vida, sifilítico y gotoso, en ese inmenso mausoleo que se ha hecho construir en El Escorial, y cada día que pasa pierde fuerza y amigos, a la par que nosotros vamos creciendo con la ayuda de Dios y de otras potencias.

—¿Paciencia? —repitió el fatigado Coimbra—. Ya soy demasiado viejo para continuar esperando, sobre todo sabiendo como sé que la muerte no espera. ¿Cuánta paciencia más vamos a necesitar?

—La que sea necesaria, puesto que al tomar conciencia de la magnitud de la catástrofe que había provocado, don Sebastián juró que como penitencia guardaría silencio sobre su auténtica personalidad durante veinte años. —El agustino colocó el misal sobre la mesa dejando la mano encima como si con ello pretendiera sellar una especie de simbólico juramento al puntualizar—: Cuando se cumpla ese plazo habrá llegado el momento de actuar.

—¡Cuatro años aún! —no pudo por menos que exclamar un a todas luces decepcionado Ferreira—. ¿Es que os habéis vuelto loco? ¡El pueblo está cansado de esperar y no lo soportaría!

—Es lo que don Sebastián juró —fue la seca respuesta—. Y los juramentos de los reyes son sagrados.

—Pero las ansias de libertad de una nación también lo son, y debemos esforzarnos por conseguir que cambie de opinión.

Fray Miguel se limitó a atravesar lentamente la estancia para tirar repetidamente de un cordón que de inmediato provocó que una campanilla resonara en el interior de la casa. Con la mano aún sobre el cordón, señaló:

—Nada le hará cambiar de opinión respecto a su juramento. Nadie sabrá con exactitud si se trata o no de don Sebastián hasta dentro de cuatro años, pero si sois capaces de convencerle, tal vez acepte ocupar el trono de inmediato.

—¿Arriesgándonos a que se trate de un impostor?

—Toda gran empresa implica algún tipo de riesgo.

—Excesivo cuando lo que está en juego es una corona.

—En ese caso aún estáis a tiempo —señaló el religioso, que se mostraba ahora imperturbable y se podría asegurar que en cierto modo desinteresado—. Hasta que esa puerta no se abra y don Sebastián no haga su aparición, nadie podrá acusaros de traición, puesto que de momento todo se ha limitado a una simple charla sin la menor trascendencia. —Alzó el dedo en ademán de advertencia—. Sin embargo, a partir del instante en que mantengáis una entrevista cara a cara con él, por pequeña que sea, estaréis tomando parte en el nacimiento de una conjura, y os consta que bajo el reinado de don Felipe, la conjura, la traición, e incluso la más mínima muestra de desacato o desafección a su persona, se castiga con la muerte.

—¿Intentáis asustarnos? —quiso saber con notable malestar el siempre severo y circunspecto Coimbra.

—En la situación actual prefiero gente asustada, lo cual suele inclinar a la prudencia, que gente envalentonada, que por lo general no acostumbra a medir ni sus palabras, ni sus actos. Habéis asegurado que lo que está en juego es una corona, pero no es cierto; lo que está en juego son nuestras propias vidas, que al fin y a la postre son más importantes para cada uno de nosotros que cualquier corona, incluso la de nuestro propio país.

—¡No es ése mi caso!

—¡Ni el mío!

—¡Mejor que mejor! Decidid por tanto y hacedlo aprisa: ¿hago o no hago sonar por segunda vez esta campanilla?

Los caballeros portugueses se observaron y resultó evidente que estaban librando la batalla más importante a que se hubieran enfrentado nunca. Por fin, el de más edad, y en apariencia autoridad moral, hizo un leve gesto de asentimiento:

—¡Que el Señor nos ilumine! —musitó—. Haced sonar de una vez esa maldita campanilla.

El agustino sonrió con aire de triunfo, tiró repetidamente del cordón y al poco la puerta se abrió para que hiciera su entrada Gabriel de Espinosa, un hombre que rondaba los cuarenta años, aunque tal vez su cabello entrecano le hiciera parecer algo mayor, y cuyos gestos eran especialmente elegantes y de particular nobleza.

En realidad muy pronto resultó evidente que se trataba de un ser harto extraño y contradictorio, puesto que si bien en él parecían normas naturales el orgullo, la soberbia e incluso una particular arrogancia que evidenciaba que estaba acostumbrado a ser obedecido, a menudo descendía de improviso a las más bajas escalas de lo rufianesco, cambiando súbitamente de actitud para convertirse en una auténtica escoria humana que reía y gesticulaba groseramente, lo que tenía la virtud de provocar un instintivo rechazo a cuantos le escuchaban.

Sin embargo, en el momento de penetrar en la estancia su continente resultaba más altivo que nunca, puesto que avanzó con paso firme hasta detenerse frente a los recién llegados y observarlos con una confusa mezcla de gravedad y simpatía.

—¡João Coimbra y Luis Ferreira! —exclamó—. ¡Dios sea loado! ¡Qué terrible huella ha dejado el tiempo en vuestros rostros! ¡Cuán distintos parecéis de aquellos que galopaban alegremente junto al Tajo y se bañaban desnudos en los remansos del río! ¿Habéis aprendido a nadar, don Luis?

Los caballeros portugueses, que habían quedado petrificados por el asombro, contemplaron al recién llegado como si en verdad se tratara de un fantasma salido de la tumba, a sus ojos asomaron gruesas lágrimas, y al fin se arrojaron al unísono a sus pies tratando de besarle fervorosamente la mano.

—¡Bendito! ¡Bendito mil veces sea el día en que los cielos nos devuelven a nuestro rey! —exclamó de inmediato un arrobado Coimbra fuera de sí.

Ferreira ni siquiera parecía capaz de hablar, limitándose a esconder el rostro entre las piernas de Espinosa, llorando como un niño que hubiese encontrado de pronto la perdida protección de su padre. Éste le acarició con dulzura la cabeza mientras fray Miguel de los Santos observaba la escena con un extraño brillo de triunfo en los ojos.

Al fin, tras unos momentos de mal contenida emoción, Espinosa se inclinó para obligarles a erguirse.

—¡Alzaos! —suplicó—. Alzaos, Coimbra, mi maestro, que no es éste momento de vasallaje, sino de abrazos. Son muchos los años de separación y mucho el amor que siempre os tuve. ¡Cómo recuerdo ahora, al veros, a todos aquellos amigos, tantos y tan queridos, que quedaron tendidos para siempre frente a los muros de Alcazarquivir!

—¡No os atormentéis, Majestad! —se apresuró a señalar Coimbra—. Cuantos allí cayeron se sintieron orgullosos de morir por vos y por su patria. ¡Todos sabemos que Dios los acogió en su seno!

—Ésa es la gran esperanza que me ha mantenido con vida todos estos años —fue la suave respuesta—. Tanto he rogado por ellos, que difícilmente el Señor podrá haber desoído mis plegarias.

—Escuchad ahora las de vuestro pueblo, Mi Señor —intervino Ferreira—. Portugal clama por el regreso del más querido de cuantos monarcas existieron. ¡Volved de inmediato! ¡Os necesitamos!

El recién llegado guardó un corto silencio, meditando al parecer sobre lo que el otro acababa de decir, se apartó unos metros y de improviso se volvió bruscamente, y se diría que estaba hablando consigo mismo.

—¿Portugal necesita a don Sebastián? —inquirió—. ¿Por qué? ¿Para qué? Únicamente fue un jovenzuelo caprichoso e insensato que jugó con los ejércitos haciendo que la juventud, las banderas y el honor de Portugal se arrastraran por un charco de vergüenza y sangre. —Agitó la cabeza en gesto de suprema incredulidad al preguntar—: ¿Cómo puede su pueblo amarle aún?

La respuesta de Coimbra sorprendió por lo escueta y por su inquietante serenidad:

—Es su rey.

—Pero muerto don Sebastián, otro mejor le ha sucedido. ¿De qué se queja Portugal, si no puede existir un rey más poderoso, justo y prudente que don Felipe?

—¡Pero don Sebastián no ha muerto! ¡Sois vos!

El otro hizo un gesto negativo mientras avanzaba hacia la mesa y se apoyaba en ella con el fin de observarles fijamente, como si estuviera intentando estudiar sus reacciones.

Su tono resultaba más firme, más amargo y más apremiante que nunca en el momento de señalar: