Sha - Alberto Vázquez Figueroa - E-Book

Beschreibung

Este audiolibro está narrado en castellano.Reza Pahlevi es ferozmente perseguido para ser liquidado, en unión de Farah diva. Se hace cargo de esta persecución el tristemente famoso guerrillero internacional "Carlos", el cual lleva a cabo algunos atentados en este sentido, que resultan fallidos. Pero ¿cuántos Reza Pahlevi y Farah Diva hay? ¿Quiénes son los verdaderos y quién es capaz de identificarlos?. Porque el Sha urde un plan audaz para librarse de sus despiadados perseguidores. El matrimonio imperial sufre una nueva crisis de identidad al tener que romper completamente con su pasado y verse separados de sus hijos. Detrás de toda la agitada e impresionante trama se halla Mustafá Omar, antiguo hombre de confianza del Sha, que tiene aspiraciones de poder y tira de los hilos de muchas cosas que suceden...-

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Alberto Vázquez Figueroa

Sha

 

Saga

Sha

 

Original title: Sha

 

Original language: Castilian Spanish

 

Copyright © 2019, 2022 Alberto Vázquez-Figueroa and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726468229

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Reza Pahlevi es ferozmente perseguido para ser liquidado, en unión de Farah diva.

Se hace cargo de esta persecución el tristemente famoso guerrillero internacional Carlos, el cual lleva a cabo algunos atentados en este sentido, que resultan fallidos.

Pero, ¿cuántos Reza Pahlevi y Farah Diva hay?, ¿Quiénes son los verdaderos y quién es capaz de identificarlos?.

Porque el Sha urde un plan audaz para librarse de sus despiadados perseguidores.

El matrimonio imperial sufre una nueva crisis de identidad al tener que romper completamente con su pasado y verse separados de sus hijos.

Detrás de toda la agitada e impresionante trama se halla Mustafá Omar, antiguo hombre de confianza del Sha, que tiene aspiraciones de poder y tira de los hilos de muchas cosas que suceden…

A Julio Jordán

«culpable» de que

escribiera esta novela.

A. V. F.

El bosque estaba en calma, aunque se escuchaban, muy lejos, risas humanas, voces, y algún grito de niños que se perseguían entre la espesura, pero que no llegaban a asustar al tímido conejo gris y blanco que ramoneaba entre las matas, ajeno a cuanto no fueran los tallos tiernos y las últimas briznas de hierbas jugosa.

Algunos pájaros revoloteaban, somnolientos por el calor del mediodía, y las hormigas, indiferentes a ese calor y a todo cuanto no fuera acaparar, incansables, se perseguían las unas a las otras, histéricas cuando perdían el paso o se desorientaban de su ruta habitual.

Cantaban las primeras chicharras precursoras de la canícula que se avecinaba, y todo permanecía en calma, invitando a la siesta, el sopor y la dejadez.

Pero súbitamente, el tímido conejo alzó la cabeza y olfateó el aire asustado, los polluelos en los nidos comenzaron a chillar de terror, una diminuta serpiente cruzó, veloz como un látigo enloquecido, y una bocanada de humo espeso y negro, caliente y electrizante se paseó por el bosque, predecesor del miedo y de la muerte que llegaron más tarde en forma de muro de altas llamas que avanzaba arrasándolo todo.

Las risas y las voces se convirtieron en llantos, llamadas, y alaridos de terror. La gente corrió de un lado a otro escapando del fuego, pero ese fuego parecía llegar de todas partes; del norte, del sur, del este y del oeste; de la colina y de la cañada; del valle y del barranco, pues no era un fuego propio de la sequedad del estío sino un incendio provocado por media docena de hombres de rostro cetrino que armados de teas y latas de gasolina, respondían con ciega obediencia órdenes muy concretas, recibidas de antemano.

Como un rebaño, hombres, mujeres y niños fueron conducidos por el fuego hacia el barranco, gritando, aullando de terror y desesperación, tosiendo y llorando, mientras una densa cortina de humo se elevaba hacia un cielo muy azul y muy limpio.

Y de entre ese humo, como extraños seres de otro planeta, negros y tétricos, con el rostro cubierto de amenazantes caretas antigás, surgieron de improviso cuatro hombres que buscaron entre los que huían, empujando y pegando, corriendo y llamándose, hasta dar con lo que al parecer buscaban: una mujer casi inconsciente ya, a la que alzaron sacándola del infierno en que ellos mismos habían convertido el bosque.

Una hora después, ese bosque semejaba un decorado daliniano, con negros muñones de lo que fueran pinos alzándose en solitario, y una negra capa de ceniza cubriendo la tierra aún caliente.

En el fondo del barranco, una veintena de seres humanos se habían convertido en pedazos de carbón, retorcidos, hinchados e irreconocibles.

 

El desierto se extendía ante el vehículo, pedregoso, rojizo, infinito y monótono, igual siempre a sí mismo, creado por Dios en un día de hastío, soporífero y denso, insoportable para quien, como él, había nacido al pie del monte Avila, verde, altivo y siempre diferente según le diera la luz de la mañana entrando por el valle de Catia, del mediodía cuando la dudad se extendía a sus pies como una blanca alfombra dotada de vida y movimiento, o las rojizas tardes en que el sol iba a ocultarse allá por Maiquetía, envolviendo al Avila en una luz irreal y serena, pues los atardeceres de Caracas no tenían comparación con los de ninguna otra ciudad del mundo.

Caracas era verde y blanca, y Venezuela entera plena de contrastes, con montañas nevadas, selvas impenetrables, playas azules, llanos infinitos y ríos que se precipitaban en las más altas cataratas conocidas, y por eso odiaba aquel desierto pedregoso y sin vida, polvoriento y sin relieves, en el que había pasado los más duros años de su vida.

Nunca le tuvieron simpatía los locos fanáticos de «Septiembre Negro» y necesitó mucho valor y muchos sacrificios para convencerlos de que él, un joven revolucionario venezolano, podía llegar a ser tan fanático y loco como ellos sin necesidad de haber nacido en la desesperación del exilio y la lejanía de la tierra de origen.

Y ahora, tantos años después, volvía. Volvía precedido por su fama y acompañado por aquel respeto y aquel miedo que su solo nombre de guerra, Carlos, infundía ya en el ánimo de millones y millones de seres humanos.

Él era Carlos, al que los policías de cien países buscaban y que ahora recorría al volante de un jeep el inexistente camino del desierto que nueve años antes atravesó en compañía de otros cuatro aspirantes a convertirse un día en lo que únicamente él, Carlos, se había convertido: una leyenda.

Los demás habían muerto y a uno, Michel, tuvo que matarlo él mismo. Eran amigos y, sin embargo, tuvo que matarlo. Un amigo que traiciona debe morir, sin que valga la pena preguntarse el porqué de los motivos de su traición.

Al fin, allá al fondo, al otro lado de la quebrada desde la que una vez tendieron una emboscada a las tropas jordanas, hicieron su aparición las negras cúpulas de las tiendas nómadas, y pudo distinguir, a su derecha, los primeros vigías de avanzada que le dejaron el paso libre prevenidos de su llegada.

Se detuvo ante la mayor de las jaimas de pelo de camello, saltó a tierra, estiró las piernas, y penetró en la amplia tienda, en la que encontró, nueve años más viejo, pero sentado en idéntica posición y en el mismo sitio, al mismo Almalarik que nueve años antes les recibiera sentado en idéntica posición y en el mismo lugar.

—Aselam aleikum —le saludó—. Me alegra verte.

—Aselam aleikum —replicó el palestino—. También a mí me alegra. Te has hecho todo un hombre… y famoso.

Tomó asiento frente a él, de igual manera, con las piernas recogidas y el cuerpo levemente inclinado hacia delante, se despojó de las pesadas gafas oscuras, y contempló con detenimiento el rostro delgado y marcado por la vida y las penalidades del viejo luchador.

Luego, sus ojos fueron, uno tras otro, a los tres hombres que acompañaban a Almalarik, dos de los cuales habían sido también sus maestros, y el tercero, Turky, compañero de lucha en cien correrías por el desierto a la caza de israelíes o jordanos.

No le agradaba Turky. Kabir y Mubarrak seguían siendo duros y difíciles, pero estaban ya gastados por la lucha y los años, y el tiempo había acabado por ablandar su férreo fanatismo. Pero Turky no, y lo sabía. Turky era el más salvaje entre todos los salvajes del terrorismo activo, y le incomodaba verlo allí, frente a él, a la derecha del gran Almalarik, con sus negros ojos inmóviles, observándole como el halcón mira a su presa.

Los saludó con un leve movimiento de cabeza y su atención se centró luego en el negro café y los pringosos dátiles.

—Mataste a Michel —comentó Almalarik con voz fría, como si se refiriese a la remota posibilidad de que lloviera dentro de un mes sobre el desierto—. Era sobrino de Kabir.

Sonrió muy levemente al beduino de la barba de chivo.

—Deberías seleccionar mejor a tus sobrinos… —le aconsejó.

—Michel está bien muerto —admitió Kabir—. Mi hermana fue la única en llorarle. No te culpo por ello…

Tomaron el café despacio, observándose, conscientes de que iban a discutir algo importante y no valía la pena precipitarse.

Por último, mientras servía la segunda taza, Almalarik inquirió:

—¿Imaginas para qué te mandé llamar…?

Carlos asintió con un leve gesto de cabeza.

—El Emperador —supongo.

—La Revolución le ha condenado a muerte.

—Algo he oído…

—Y nosotros nos hemos comprometido a hacer cumplir la sentencia…

—… Pero a tus hombres se les nota que van a matarle en cuanto ponen el pie en el aeropuerto… —Carlos terminó la frase de Almalarik—. Su apariencia los delata.

—Y el idioma —puntualizó Almalarik—. Ninguno habla español.

—Entiendo.

—¿Puedes hacerte cargo del trabajo…?

Carlos afirmó convencido de su propia capacidad.

—Desde luego.

—¿Cuánto?

Se podría decir que Carlos tenía su precio fijado de antemano, que iba sobre seguro, y así era en realidad. Desde que recibió en París la noticia de que Almalarik deseaba verle con urgencia, imaginó para qué le quería y calculó su precio.

—Un millón. La mitad ahora. La otra mitad al acabar el trabajo.

—¿De dólares? —se asombró Turky con un patente tono de indignación en la voz.

—Naturalmente —puntualizó Carlos—. Y no he venido aquí a vender camellos ni a regatear mi precio. Es tomarlo o dejarlo. Me juego la vida.

Turky abrió la boca con intención de protestar, pero Almalarik le interrumpió alzando la mano apaciguador.

—Está bien. De acuerdo. Al fin y al cabo el dinero no es nuestro —extendió la mano—. ¡Mubarrak!

El viejo Mubarrak abrió una arqueta de plata que descansaba a su lado, sacó cinco fajos de billetes muy nuevos y se los entregó a Almalarik que los depositó ante él y Carlos, junto a la taza de café y las bandejas de dátiles.

—¿Cuándo lo harás?

El terrorista negó con un casi imperceptible movimiento de cabeza.

—Cuando pueda hacerlo —apuntó—. Está bien protegido. Los hombres de la «Sawak» son fieles.

—¡Mercenarios! —Escupió Turky con desprecio.

—No —replicó convencido—. No son mercenarios. ¡Ojalá lo fueran! Son fanáticos. Juraron dar su vida por él, y lo cumplen. Y su jefe es listo… Muy listo… Por algo le llaman R’Orab…

—Cuando hayas acabado con el Emperador, yo acabaré con el Cuervo —prometió Turky.

Carlos extendió la mano, tomó tranquilamente los fajos de billetes y se puso en pie.

—Tengo la impresión de que, para acabar con el Emperador, tendré que haber acabado antes con el Cuervo —sentenció—. Aselam aleikum.

—Aselam aleikum —replicó Almalarik.

Se encaminó a la salida, pero cuando el sol del desierto le daba de pleno en el rostro, se colocó de nuevo las gafas oscuras y se volvió señalando acusadoramente a Turky.

—¡Y tened algo muy presente! —advirtió—. No quiero fanáticos enloquecidos intentándolo por su cuenta y echando a perder mis planes. O trabajo solo, o doblo el precio.

No esperó respuesta. Subió al jeep y se alejó, sin prisas, llanura adelante por aquel desierto pedregoso y monótono que siempre había odiado.

 

El inmenso salón aparecía vacío.

Y en penumbras.

Los pesados cortinajes, los cuadros de grandes maestros, las gruesas alfombras, las lámparas y los costosos muebles de estilo; muebles firmados; muebles buscados por expertos anticuarios en los más nobles palacios y viejas iglesias, hablaban de buen gusto, dinero y clase en cada detalle de la estancia, iluminada ahora apenas por un tímido rayo de luz que penetraba como partiendo en dos la gran sala, permitiendo que minúsculas motas de polvo flotaran inmersas en él como dotándole de vida.

Una nube de humo azulado pareció invadir de improviso la blanca cuchilla que se filtraba por entre los cortinajes, obligando a reparar en la figura humana hundida en un sillón de cuero, que fumaba, absorta, contemplando las sombras y el haz de luz por el que trepaba caprichosamente el humo, retorciéndose como si necesitara aferrarse a sí mismo para ascender hacia el techo.

Era un hombre de unos sesenta años, cabello blanco, ojos vencidos por el cansancio y el insomnio, y un rostro delgado y macilento surcado de arrugas y marcado por profundísimas ojeras azuladas.

Todo era silencio y paz; un silencio en el que el hombre parecía sentirse relajado, en calma por primera vez, quizás, en mucho tiempo, agradeciendo la penumbra y aquel rayo de luz que le proporcionaba, sin embargo, la sensación de sentirse vivo.

Porque la muerte era, desde meses atrás, el único pensamiento que rondaba su mente, atormentándole, impidiéndole concentrarse en nada que no fuera esa muerte que le había dado ya una cita concreta; que le esperaba, implacable y horrenda, ataviada con el más espantoso y temible de sus atuendos.

No sería la muerte súbita y agradecida del infarto que le apuntillara cuando menos lo esperase, ni la muerte ensangrentada de un accidente fortuito. No sería tampoco la muerte tranquila y natural de la vejez, o el desesperado grito de protesta del suicidio. Sería la más aborrecida y dolorosa de las muertes, aquella que se llevó a su padre tras convertirlo de fuerte roble en esqueleto andante; la muerte innombrable en la familia, a la que había perseguido con saña inexplicable.

—Linfoma —había sido el veredicto inapelable de los médicos—. Un año. Dos tal vez, si se cuida y tenemos suerte.

¡Suerte! Qué amarga ironía pronunciar semejante palabra en la misma frase en que se mencionaba el cáncer. La suerte le había abandonado hacía ya tiempo, cuando el imperio que levantó con tanto esfuerzo comenzó a derrumbarse a su alrededor con un estrépito capaz de ensordecer en la tumba a su abuelo, creador de la estirpe, y cuando el mayor de sus hijos, que había de seguir sus pasos, desapareció sin dejar rastro en una selva estúpida.

Exhaló de nuevo un chorro de humo haciendo que bailara en torno a la luz, y alzó apenas el rostro cuando advirtió que golpeaban levemente a la pesada puerta de ébano.

—Adelante.

Un criado se recortó apenas contra el vano iluminado.

—Ha llegado la visita, señor —señaló.

Extendió la mano, tiró de un cordón y permitió que el sol se precipitara sobre la estancia como sobre una presa largo tiempo anhelada.

—Que pase.

Transcurrieron unos segundos antes de que Mustafá Omar penetrara en la estancia y la puerta se cerrara de nuevo a sus espaldas.

Era un hombre alto que debió ser muy apuesto años atrás, y que aún conservaba parte de su atractivo gracias a un cuidado cabello blanco, blanca perilla, un traje impecable y unos gestos justos y comedidos; gestos de hombre acostumbrado a mandar, obedecer y ser obedecido.

—Bien venido… —saludó levantándose para tenderle una mano que ahora se le antojaba débil y sin nervio—. ¿Ha tenido buen viaje?

—Excelente —admitió el recién llegado—. Y me alegra encontrarle con tan magnífico aspecto.

Tomaron asiento el uno frente al otro en sillas gemelas, los mismos sillones en los que se sentaron cuando su hijo vino a pedirle que le permitiera tomar parte en una expedición arqueológica a las fuentes del Tuirá, y se observaron un instante. Adivinó simpatía y una velada compasión en los ojos de Mustafá Omar, y eso estuvo a punto de irritarle, pero el tono de voz del otro, respetuoso y grave, le calmó.

—Me alegra que tomara la decisión correcta, señor Mash —comenzó—. Puede estar seguro de que no se arrepentirá. No hay mejores doctores en el mundo que los que van a operarle.

—Lo imagino —admitió—. Lo que ustedes no puedan pagar, no puede pagarlo nadie.

—Desde luego. Por eso nuestra proposición es generosa. Pero tenemos prisa.

Zoltan Mash encendió un nuevo cigarrillo pese a la leve mirada de reconvención de su visitante, y echó de menos el solitario rayo de luz con el que hacer jugar el humo. Afirmó con un gesto.

—Lo comprendo. ¿Cuándo debe ser?

—Ya.

—Será muy doloroso para mi familia —señaló—. Se habían hecho a la idea de que aún podría vivir un par de años.

—En su estado —le hizo notar Mustafá Omar—, ese par de años significaría irse consumiendo ante sus ojos, y enfrentándose a la realidad de una situación económica que usted sabe irreversible. Ni su esposa ni sus hijos están capacitados para sacar adelante la hacienda.

—¡Pero dejar de verlos…! —protestó débilmente.

—¿Necesita verlos para quererlos? —Fue una intencionada pregunta—. ¿Los ve, aquí encerrado, huyendo de ellos como si temiera contagiarlos? —añadió—. Es una oportunidad única, señor Mash, y usted lo sabe. No lo piense más.

—No necesito pensarlo —admitió—. Estoy decidido, pero nunca imaginé que fuera a ocurrir tan pronto.

—Tiene que ser ahora o ya no podrá ser nunca. Todo está preparado.

Zoltan Mash contempló el cielo a través del ancho balcón, permaneció absorto, con la vista clavada en una nube que cambiaba caprichosamente de forma por segundos y musitó en voz muy queda sin mirar a su interlocutor.

—Cuesta trabajo admitir la propia muerte aunque pasemos la mitad de nuestra vida tratando de hacernos a la idea.

—Suele ser mucho más importante el «cómo» se muere que el «cuándo» se muere.

—Eso ya lo entiendo, pero no creo que mis hijos entiendan que su padre, al que admiraban, se suicidó como un cobarde.

—Todo el que tiene un cáncer como el suyo tiene derecho a suicidarse.

 

El coronel Alí Hassán, más conocido como Alí R’Orab, el Cuervo, era ante todo un hombre poderoso.

Todo en su persona emanaba poder, desde su rostro ancho y de cuadrada mandíbula, con ojos de loco astuto, a su cuerpo de gigante curtido por mil horas de ejercicios violentos, pasando por su voz sonora y firme, que no admitía réplica, y sus gestos ágiles y autoritarios, de animal de pelea.

Y en aquella tarde de lluvia en la que los viejos árboles y las viejas cornisas del viejo caserón en ruinas aún rezumaban agua del chaparrón caído, y el desolado jardín empantanado parecía incapaz de aceptar una gota más sin convertirse en lodo y desaparecer en lo más hondo del profundo pozo, el coronel R’Orab se mostraba más cruel aún que de costumbre mientras contemplaba, a través del lente de una cámara, los rostros desencajados de terror de sus víctimas.

—¡Vamos! ¡Vamos! —ordenó en su francés más escogido—. Animen esa cara o no van a quedar favorecidos… Una sonrisa… Una sonrisa, Monique, por favor… Que no se diga que las francesas no saben ponerle al mal tiempo buena cara.

—¿Por qué hace esto? —sollozó la mujer al borde de la histeria—. ¿Qué pretende de nosotros? Yo no tengo dinero, ni parientes, ni amigos que paguen por mí ningún rescate… ¿A quién piensa enviarle esas fotos…? Se lo repito, nadie pagará por mí un solo franco.

El coronel Hassán bajó la cámara y sus ojos de hielo se clavaron irónicos en los de la mujer.

—Eso es precisamente lo que la hace tan valiosa, señora —le hizo notar—. Ni usted, ni éste, que no entiende una palabra de cuanto se le dice, tienen un solo céntimo, sirven para nada, han hecho un solo amigo en su vida, o han dejado la más insignificante huella de su paso por el mundo. No se merecen ni el aire que respiran, ni el agua que gastan, ni el pan que se comen… No se merecen ni siquiera un entierro decente.

Avanzó dos metros, alzó con una sola mano la silla a la que estaba atado el hombre, y lo dejó caer al pozo. Se escuchó un alarido de agonía que concluyó secamente con un golpe.

Monique Didion comenzó a gritar histéricamente pidiendo auxilio, pataleó en el aire cuando el coronel R’Orab la elevó de idéntica manera, y su grito murió también, con ella misma, cuando su cuerpo se estrelló contra el agua treinta metros más abajo.

 

Estaba viendo su propia imagen que caía entre gritos, risas y polvo, decapitada en un principio, derribada luego del caballo, y derribado también por último el caballo de bronce; bronce fundido de viejos cañones ganados en batallas ya olvidadas, orgullosa estatua que se alzó durante veinte años frente a las ventanas de su palacio como supremo homenaje a su persona.

Aquella estatua se había convertido casi en el símbolo de su Gobierno, de su reinado, de su dinastía, que algunos habían querido remontar a dos mil años atrás, y que él mismo se había empeñado en entroncar con las más viejas glorias de la patria, aunque otros muchos, sus detractores, aseguraban que era falsa, que nunca había existido y que era fruto de una mentira y un engaño en el que su pueblo había vivido durante tres generaciones.

Pero lo cierto era que —durante esas tres generaciones— nadie se había atrevido a discutir la falsedad de su dinastía, y estatuas semejantes que le mostraban altivo, duro, fuerte, y al parecer eterno, se alzaban en cada plaza y cada pueblo desde las más lejanas montañas al desierto, los valles o los puertos.

 

Ahora caían sin embargo, una tras otra, y se diría que los camarógrafos de la televisión se complacían especialmente en enfocarlas y en captar cada detalle de sus fotografías ardiendo o desgarrándose bajo la furia del populacho; aquel mismo populacho que durante treinta años le había adorado, al igual que habían adorado a su padre o hubieran adorado más tarde a su hijo, si todo un cúmulo de circunstancias adversas, errores propios y arteras trampas, no se hubieran confabulado contra él para acabar enviándolo al destierro.

Apareció luego el odiado rostro del viejo fanático que se había propuesto destruir toda su obra y devolver al país a los tiempos de la edad media y el oscurantismo más retrógrado, y cambiaron luego las imágenes de la pantalla pasando sin transición de los incidentes del Oriente Medio a la guerra civil de Nicaragua, en la que un mísero avión bombardeaba, con escaso éxito, a un puñado de muchachuelos armados de viejas escopetas.

Mustafá Omar apagó el televisor y permaneció muy quieto a la espera de que su amo y señor, que había sido durante casi cuatro décadas amo y señor también de millones de personas, se dignara mirarle y dirigirle la palabra.

Al fin, cansinamente, el Emperador alzó hasta él los ojos e inquirió:

—¿Qué hora es?

Mustafá Omar conocía bien el significado de una pregunta aparentemente vana. El Emperador tenía el reloj a la vista, y aunque no hubiera sido así, nada le importaba en realidad la hora que era o el día en que vivía.

—Demasiado pronto aún, Majestad —replicó—. Debéis cuidar vuestra salud.

—Poco importa ya mi salud —fue la respuesta—. Ha sido un día difícil. Prepárame una… pequeña.

Mustafá Ornar aún estuvo a punto de protestar y oponerse; tal vez quiso negar, pero observó el rostro del Emperador, cambió de idea, se encogió de hombros con gesto fatalista y se encaminó a un rincón de la estancia, donde abrió un lujoso canterano de ébano y nácar.

Con la cabeza apoyada en el respaldo del sillón y los ojos entornados, el Emperador contempló la espesa arboleda más allá de la ancha ventana, y, sin volverse a mirarle, siguiendo su costumbre de hablar al aire, consciente de que todos permanecían atentos a sus palabras, inquirió:

—¿Al fin es hoy?

Atareado como estaba, Mustafá tuvo, sin embargo, que volverse porque no podía permitirse el lujo de hablar dando la espalda a su señor.

—Esta tarde, Majestad… Continuar aquí significa un riesgo inútil.

—Entiendo… ¿Qué dice la Emperatriz?

—Es una mujer valiente.

—Eso ya lo sé. Pero ¿qué dice de todo esto?

—Mentiría si asegurase que lo aprueba —señaló Mustafá Omar convencido—. Pero lo acepta.

Ahora, por primera vez, el Emperador ladeó la cabeza para mirarle.

—Y tú… ¿Lo apruebas?

Esta vez Mustafá tardó en replicar. Se aproximó trayendo en la mano una jeringuilla hipodérmica, y se mantuvo a la expectativa mientras el Emperador alzaba la manga de su azul camisa veraniega, y dejaba al descubierto un brazo delgado y nervudo, que aparecía amoratado y cubierto de infinidad de marcas de pinchazos. Ajustó una goma al bíceps, buscó con sumo cuidado la maltratada vena, y cuando estuvo seguro, clavó con suavidad la aguja.

Sólo entonces comentó:

—Yo no soy quién para aprobar o no una decisión que Vos habéis tomado, Majestad —dijo—. Ni siquiera íntimamente me permito juzgarla.

El rostro del Emperador se había contraído con una mueca de dolor, pero casi de inmediato se distendió en un gesto de supremo descanso a medida que el líquido incoloro iba penetrando lentamente en su vena. Cerró los ojos y permaneció muy quieto, disfrutando del bienestar que recibía.

—¿Y si yo te pidiera que la juzgases? —insistió con voz muy queda.

—¿Cómo puedo juzgar algo encaminado a proteger vuestra vida, que es para mí lo más precioso? —protestó—. Mi padre sirvió a vuestro padre, murió por él, pero antes de morir me mostró el camino a seguir.

Retiró la aguja y regresó al armarito de ébano y nácar donde guardó la jeringuilla. El Emperador se bajó muy despacio la manga de la camisa, y hablando otra vez al aire señaló:

—Es mi único camino también. Yo soñaba con convertir el país en una gran potencia, pero no me merecen, Mustafá. He llegado a la conclusión de que mi pueblo no me ha comprendido y, por lo tanto, no me merece. —Cerró de nuevo los ojos fatigado—. Podría haberme limitado a disfrutar de mi poder y mi riqueza como un rey decorativo ignorando y despreciando a mis súbditos, pero me esforcé por sacarles de su atraso milenario, con sus costumbres ridículas y su ignorancia inconcebible para quien posea el más mínimo grado de sensibilidad y educación. Si no fuera por mí, aún andarían cortándose las manos unos a otros, pero, aun así, ahora se complacen en destruir mi recuerdo…

 

Guardó silencio y un sopor invencible pareció apoderarse de él, balbució algo ininteligible, y quedó luego muy quieto, respirando acompasadamente.

Mustafá Omar lo observó largo rato y abandonó la sala cerrando a sus espaldas sin un ruido. Fuera se encontró con los fríos ojos del coronel Hassán clavados en su nuca, y experimentó la desagradable impresión de temor que siempre le producía la presencia del jefe supremo de la «Sawak».

—¿Cómo está el Emperador?

—Descansa.

—¿Sabe ya que tiene que ser hoy?

—Lo sabe. Dentro de una hora podrá emprender la marcha.

—Avisaré a la Emperatriz.

Mustafá le detuvo con un gesto.

—Yo lo haré —dijo.

Continuó luego por los largos corredores y los patios de la mansión colonial y recoleta, blanca y rosa, plena de luz y sombras, de silencios y trinos de mil pájaros; ascendió por una curvada escalera de pasamano tallado en una sola pieza de roble centenario, y golpeó muy suavemente una puerta que parecía hacer juego con el pasamanos.

—Adelante.

Una vez más le sorprendió la serenidad y la belleza del rostro de la Emperatriz, a quien los sufrimientos de los últimos meses parecían haber dotado de una nueva y más profunda personalidad que no había sabido surgir al exterior hasta ese instante.

—Buenos días, Majestad.

—Buenos días, Mustafá. ¿Ha llegado el momento?

—Me temo que sí, Majestad. ¿Estáis preparada?

Ella le miró y en sus ojos adivinó una profunda tristeza.

—¿Lo estarías tú…? ¿Lo estaría alguien en mi situación? —señaló una butaca junto a la ventana que dominaba el jardín y el bosque y desde la que podía distinguir la silueta del Emperador, sentado allá enfrente, al otro lado del edificio, sumido aún en su sopor—. ¿Cómo se encuentra?

—Ahora descansa.

—¿Descansa? «Eso» no le hace descansar. Eso lo va matando poco a poco y acaba con su ánimo y su espíritu de lucha.

—Ya no hay por qué luchar.

La Emperatriz estaba introduciendo documentos, cartas y fotografías, probablemente sus más íntimos recuerdos, en un maletín de mano y se interrumpió alzando el rostro, sorprendida.

—¿Cómo que no hay por qué luchar? ¿Y lo dices tú? ¿Tú que fuiste el primero en negarte a que abandonara el poder?

—Hasta ese momento valía la pena… —dijo—. Había que defender el trono hasta la muerte, pero una vez perdido, quizá lo mejor sea sumirse en esa inconsciencia…

—¿Tú lo harías?

—Yo no soy él… —señaló—. No puedo ponerme en su lugar. No puedo saber qué es lo que siente quien ha sido durante treinta y ocho años el hombre más poderoso de la Tierra para pasar de pronto a convertirse en un paria sin patria y sin amigos.

—Yo puedo decírtelo… —puntualizó la Emperatriz—. Porque he sido, durante muchos de esos años, quizá también la mujer más poderosa de la Tierra. Se siente que no se está viviendo la realidad sino una absurda pesadilla de la que vamos a despertar en cualquier momento. La pesadilla que nos ha estado persiguiendo siempre, ésa es la verdad… El miedo… —Hizo una pausa, se aproximó al balcón y contempló a su vez la imagen de su marido, allá al fondo—. La diferencia entre él y yo, estriba en que yo pretendo tomar conciencia de que ya no es un sueño, mientras él trata de abotagarse y convertir en realidad ese sueño de que nada ha cambiado y continúa siendo el rey entre los reyes.

—Acabará por volverse loco.