El último harén - Alberto Vázquez Figueroa - E-Book

El último harén E-Book

Alberto Vázquez-Figueroa

0,0

Beschreibung

Este audiolibro está narrado en castellano. De la mano de Alberto Vázquez-Figueroa evocamos lo que supuestamente podría ser uno de los últimos harenes del mundo árabe, un fastuoso escenario lleno de mujeres judías, europeas, africanas, asiáticas... visitaremos un emirato ficticio y conoceremos de primera mano las intrigas, envidias, excesos sexuales y traiciones dentro del harén del todopoderoso Almalarik. Una deliciosa trama al estilo de Las mil y una noches, seductora, atrapante e hipnótica desde el punto de vista de las concubinas de un jeque del petróleo.-

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 260

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Alberto Vázquez Figueroa

El último harén

 

Saga

El último harén

 

Copyright © 1979, 2022 Alberto Vázquez-Figueroa and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726468236

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

El príncipe Almalarik, nieto de un rey árabe que se dedica al petroleo, se ha enamorado de Laura, la modelo europea más cotizada.

 

Este amor le lleva a perseguirla a través de diversos países a base de barcos, lujosos hoteles y joyas que ella siempre rechaza.

INTRODUCCIÓN

Cuando aún no había concluido la mitad del manuscrito de El último harén, mi editor se apresuró a llamarme por teléfono:

—Tú siempre escribes novelas basadas en la realidad —me dijo—. ¿Por qué te lanzas ahora con algo tan fantástico? Yo creo que los harenes ya no existen.

—Perdona —respondí—. Los harenes continúan existiendo aunque no sean tan frecuentes como hace cincuenta años. Mohamed V de Marruecos tenía más de trescientas esposas en 1958, e hizo emparedar vivas a las que sospechaba que le engañaban. Saud de Arabia se casó y divorció tantas veces, que ni él mismo recordaba; casi siempre tuvo cuatro esposas legales y más de mil concubinas, y toda su vida ignoró el número exacto de sus hijos.

Docenas de otros reyes, jeques o simples millonarios disfrutan aún de un harén más o menos sofisticado, y aunque es cierto que la mayoría de los Gobiernos intentan por todos los medios acabar con una costumbre que autoriza su religión, no siempre lo consiguen.

El que lo ignoremos se debe, principalmente, al secular desprecio que hemos sentido siempre por la cultura islámica, ya que ningún escritor o sociólogo de importancia se ha preocupado por estudiar a fondo los problemas de los harenes, o los sentimientos y frustraciones de los millones de mujeres que han vivido y muerto en ellos.

Al comportarnos de este modo, judíos y cristianos hemos demostrado que, en el fondo, consideramos también a la mujer árabe como un ser inferior, sin capacidad de sufrir por su encierro y por las condiciones de vida a que se ve sometida.

En la recta final del siglo XX, cuando tanta tinta y tantas energías se desperdician en averiguar el porcentaje de nórdicas que prefieren la masturbación en solitario, o cuáles, de entre las meridionales, disfrutan más con el «amor bucal», ni siquiera la más acérrima investigadora feminista ha dedicado un pensamiento o una línea a esas miles de mujeres condenadas desde que nacen a la más humillante sumisión sexual.

¿Quién nos ha explicado algo, seriamente, sobre la vida en los harenes del siglo XX o del siglo XIV? ¿Cuándo nos hemos detenido a examinar los sentimientos de una muchacha con necesidad de amar y ser amada, que se ve mezclada con docenas de otras muchachas semejantes, conviviendo a la espera de que llegue el momento en que un hombre se decida a hacerla copartícipe de sus aberraciones…?

Durante mis muchos años de vida en los países del mundo árabe asistí, a veces muy de cerca, al trato, discriminado y cruel, que sufre la mujer y a la problemática que significa el choque de la poligamia —tan arraigada— con la vida actual y la cultura occidental.

En el Sáhara, donde transcurrió gran parte de mi infancia, pude ver a menudo cómo los nómadas marchaban con sus hijos a lomos de los camellos, mientras sus mujeres e hijas les seguían a pie, en lo que constituía un curioso harén itinerante pero no por ello menos real. Años más tarde comprobé cómo otros muchos países del Islam se resistían a abandonar una costumbre heredada de sus antepasados, y advertí que eran los más pudientes los más reacios a prescindir del placer de disfrutar de varias mujeres.

—Si podemos pagarnos ese lujo, ¿por qué hemos de privarnos de él? —aducían—. La monogamia debe quedar para los pobres, e incluso entre las clases campesinas, disponer de varias mujeres puede ayudar a la hora de cultivar la tierra…

No deja de ser ésta otra una forma de utilización de la mujer: simple objeto sexual en la cama, a la que se le puede sacar un doble rendimiento en el campo.

Por fortuna, con el fin del colonialismo y el despertar de los pueblos del tercer mundo a la conciencia de su propia identidad —lo cual significa, en gran parte, la ruptura con todo su pasado— los harenes comienzan a considerarse «mal vistos» incluso entre los más reaccionarios al devenir de las nuevas formas de convivencia.

Pese a ello, aún existen reductos de la más pura tradición islámica en los que se aceptan, al igual que se acepta la esclavitud, pese a que nos empeñemos, egoístamente, en negarla.

En unas sesenta mil se calcula el número de muchachas europeas que cada año desaparecen de sus hogares para no regresar jamás, y la Policía sabe que un porcentaje muy alto de ellas acaban sus días —tras haber quemado su juventud— en harenes y casas de prostitución del mundo árabe.

Por todo ello, considero que los datos que manejo en este relato son muy aproximados a la realidad, y aunque los hechos que se refieren pueden no haber ocurrido jamás, también pueden estar ocurriendo en este mismo momento.

Recordemos que aún existen países árabes en los que, prácticamente, no se deja poner el pie a ningún europeo.

A. V-F.

Se detuvo ante las arcadas del patio que daban acceso al palacio, y Almalarik se volvió sonriente, tendiéndole la mano para conducirla a un mundo de lujo y fantasía que superaba la fantasía y el lujo a que la había acostumbrado en los últimos meses, pues ningún hotel, yate o castillo de Europa, podía compararse a los jardines, los salones y los largos pasillos de la fastuosa residencia.

Fuera quedaban un calor tórrido y un sol violento que obligaba a entornar los ojos; dentro, todo era penumbra, silencio y paz, sin más rumores que los de fuentes, cascadas y algún pájaro que revoloteaba, cantando, en el interior de gigantescas jaulas, que parecían formar parte de la arquitectura.

—¿Te gusta? —inquirió con aquella sonrisa un tanto burlona que la había cautivado desde el primer momento—. Será tu casa de ahora en adelante.

—Casi no puedo creerlo.

Le besó la palma de la mano, muy suavemente, con un gesto a la vez tierno y apasionado, e indicó con la cabeza a la vieja de rostro adusto y aire eficiente que había acudido a recibirles.

—Khaltoum te enseñará tus habitaciones.

—Pero…

Agitó la mano levemente, frenando su inicio de protesta:

—El viaje ha sido largo y debes descansar.

Dio media vuelta y desapareció con paso elástico y silencioso, sin volverse ni admitir réplica, pues Almalarik era, y lo había sido desde que lo conoció, una extraña mezcla de ternura y firmeza, fuerza y debilidad.

La vieja, silenciosa, casi agria aun tratando de mostrarse amable, la precedió por salones, escaleras, patios y pasillos, bordeando fuentes y evitando puertas macizas cerradas casi amenazadoramente, hacia un ala lejana del edificio, más allá del más hermoso jardín que Laura viera jamás; jardín de palmeras, naranjos, limoneros y cuantos árboles frutales alcanzaba a reconocer y que parecían cuajados de frutos sazonados, maduros y a punto de caer.

Se detuvo, incapaz de contenerse:

—¿Melocotones en esta época?

Khaltoum se volvió, la observó un instante, observó también los árboles y, por último, se aproximó a uno de ellos, arrancó el más vistoso de sus melocotones y mostró el pequeño alambre por el que había estado sujeto a la rama.

—Los traen, por avión, de California —respondió—. Las naranjas vienen de España, las manzanas, de Francia; el jardinero los cuelga cada mañana.

No se le ocurrió respuesta que mostrara la intensidad de su asombro, y se limitó a seguir a la anciana que había arrojado a un rincón el fruto y se limpiaba displicente una mano contra otra.

Penetraron, más allá de tupidos parterres de rosas, en un largo pasillo de esbeltas columnas que sostenían arcos de arquitectura típicamente árabe, calados de filigranas talladas a cincel sobre rosado mármol, pisando baldosas multicolores que formaban un mosaico anárquico al primer golpe de vista, pero que, observado desde la perspectiva de la distancia, desde los pisos altos, conformaban un todo armónico que abarcaba el conjunto del fastuoso patio y el increíble jardín natural.

Luego, de nuevo en el interior, desembocaron en una estancia gigantesca, quizá la más amplia y lujosa que Laura recordase, con cascadas, fuentes, piscinas, alfombras y almohadones repartidos de uno a otro rincón en distintos niveles, con más de una veintena de muchachas sentadas sobre una inmensa alfombra persa, que se agrupaban en tomo a una mesa baja y alargada, cargada de manjares, presidida por una dama de negro que fue, al parecer, la primera en reparar en su presencia.

En silencio se volvieron a observarla, y experimentó la desagradable sensación de saberse desnudada de pies a cabeza y estudiada con ojo crítico y experto.

Durante unos minutos, el silencio fue tenso y frío; cesaron los rumores de conversación e incluso los cuchicheos, y Laura se agitó, incómoda y desconcertada, sin saber a qué atribuir la actitud de las comensales.

Fue la vieja que la había acompañado quien rompió el silencio, y su voz sonó levemente burlona cuando señaló, refiriéndose a la dama de negro que presidia la mesa:

—Aisha, primera esposa de nuestro señor Almalarik…

Luego se volvió a una rubia espléndida, de aire nórdico y gesto ausente que se recostaba, displicente, sobre unos almohadones, y que la miró, como si no la viera, por entre largas pestañas que ocultaban unos ojos muy azules, desvaídos e imprecisos.

—Gretha… segunda esposa… Anansa, tercera…

Anansa era una negra alta, de cuerpo y piel oscuros, pero rasgos europeos, ojos duros y fríos y una extraña agresividad en los gestos y la forma de mirar y moverse.

Pero Laura no lo advirtió al primer golpe de vista. En realidad no advertía nada de cuanto ocurría a su alrededor, porque de improviso el mundo había comenzado a girar y tuvo la sensación de vivir un sueño; una extraña pesadilla de la que otra persona fuera protagonista.

Se vio a sí misma, de pie allí, en el centro del inmenso salón, observando y siendo observada por el grupo de mujeres más hermosas que nadie hubiera reunido jamás, escuchando, de labios de una mujer burlona y cruel, que todos sus sueños de felicidad acababan de derrumbarse y que era sólo la esposa número…

—Cuatro… —Oyó, entre sueños, que añadía—. Eres la cuarta esposa legal de nuestro señor Almalarik. —Hizo una pausa, y su tono sonó ahora claramente despectivo—. Las demás son concubinas y esclavas. Ya las irás conociendo.

Dio media vuelta y regresó, sola, por donde había venido, dejándola en manos de la llamada Aisha, quien se puso en pie y se aproximó, esbozando una sonrisa.

—Veo que te sorprendes… —señaló en un inglés perfecto—. ¿Almalarik no te había hablado de nosotras…?

Comprendió que las lágrimas estaban a punto de saltársele, pero se esforzó por contenerse y no dar muestras de debilidad ante quienes, probablemente, deseaban descubrir esa debilidad. Negó con un gesto:

—Nunca pude imaginar que venía a un…

Dudó, y Aisha concluyó la frase:

—Un harén. Dilo sin miedo. —Sonrió con cierta amargura—. Éste es el harén del príncipe Almalarik ben Mubarrak ben Sa’d, sobrino predilecto de nuestro rey y ministro de Fomento.

—Pero yo siempre creí que los harenes… —protestó débilmente.

—¿Habían desaparecido…? —La sonrisa, dura, se transformó en amarga—. No en nuestro país. No para nuestro «señor» Almalarik. Ven. Te enseñaré tus habitaciones.

La siguió como una autómata, volviéndose aún a contemplar a las que, a su vez, la observaban, como si le costara trabajo admitir que era cierto, que había allí más de veinte mujeres, la mayoría muy jóvenes y muy hermosas, que compartirían con ella al hombre que amaba.

Al final de la estancia se abrían tres arcadas que conducían a largos pasillos, patios interiores, nuevos jardines y nuevas fuentes y a través de ellos alcanzaron un blanco pabellón, en el que todo, absolutamente todo, del suelo a las paredes, de los muebles a las alfombras, de la lencería a las toallas, todo era blanco.

Aisha se volvió e indicó con un gesto a su alrededor:

—Almalarik quiere que su cuarta esposa vista siempre de blanco. Yo, la primera, he de vestir de negro; Gretha, de azul; Anansa, de amarillo; la cuarta, de blanco. —Hizo una pausa—. Las concubinas se reparten los demás colores. —Continuó hablando como si repitiera una lección que le cansara ya por su monotonía—. Puedes encargar la ropa que quieras… cualquier modista y cualquier modelo. Pero siempre de tu color, no lo olvides. Siempre blanco.

—¡Es absurdo…!

—Es un capricho. Todo aquí es un capricho. Este palacio, estos jardines, esos frutales. Y, en especial, nosotras… Almalarik es uno de los hombres más ricos del mundo y puede permitírselo.

—Pero yo no estoy dispuesta…

La «primera esposa» rió sin alegría y con manifiesta burla ante el intento de protesta:

—Lo estarás, querida. Lo estarás… Ni siquiera yo, su prima, también princesa y también sobrina del emir, primera esposa legítima y a quien juró, por lo más sagrado, que jamás se casaría con ninguna otra, pude hacer nada por impedirlo. Lo que nuestro amo manda es ley, y, tras la suya, la mía es la única voz que se escucha en este palacio… Ten eso presente: si él no está, mando yo, y a nadie más tienes que obedecer. Gretha, cuando no esta drogada, duerme, y Anansa no es más que una negra salvaje. Las otras son putas o esclavas, y están aquí para servimos y para procurar a Almalarik placeres tortuosos que nosotras, por nuestra dignidad de esposas, no debemos proporcionarle… ¿Está claro…?

Negó convencida:

—No. No está claro. Vine aquí engañada y no pienso quedarme.

Aisha tomó asiento en el borde de la cama, la cogió de las manos y la atrajo hacia sí para que se acomodara a su lado. Por primera vez se mostró ligeramente humana, como si un atisbo de piedad la hubiera asaltado de improviso, atravesando su coraza de frialdad.

—Escucha bien, pequeña, porque tengo la impresión de que no has comprendido lo que ocurre. —Le acarició la cara levemente—. Nadie abandona jamás esta casa sin consentimiento de Almalarik.

—¿Quiere hacerme creer que estoy secuestrada…?

Negó con una leve sonrisa irónica.

—«Secuestro» sería contra tu voluntad, querida —indicó—. Y al casarte, firmaste un contrato por el que te comprometías a vivir en el domicilio oficial de tu esposo… —señaló con un amplio gesto a su alrededor—… «Esto» es su domicilio.

Dos sirvientas llegaron trayendo las enormes maletas blancas, repletas de blancos vestidos, de Laura, y Aisha aprovechó la ocasión para ponerse en pie y desaparecer, hierática y majestuosa, sin volver ni una vez el rostro, como si aquél fuera un problema resuelto del que no valiera la pena ocuparse por más tiempo.

Laura quedó allí, contemplando, idiotizada, las maletas que se amontonaban a su alrededor, desesperadamente sola en el silencio de una habitación y un palacio que se dirían muertos, pues ni un rumor rompía la quietud de un lugar que más recordaba un caprichoso panteón, que una estancia para ser habitada.

Nunca llegaría a saber cuánto tiempo tardó en reaccionar; en hacerse a la idea de que no estaba viviendo una de aquellas alucinaciones a que a veces la conducía Almalarik con sus cigarrillos de marihuana o su «hachís recién importado de Marruecos», y de las que despertaba con dolor de cabeza y la extraña sensación de haber perdido unas horas preciosas de su vida que ya nadie le permitiría recuperar.

Oscurecía fuera, y un muecín cantaba muy lejos la llamada de los fieles a la oración de la tarde, cuando agitó la cabeza en un último esfuerzo por alejar las nieblas de su mente y recuperar la lucidez de espíritu que siempre la había hecho sentirse orgullosa de sí misma.

Decidida, rebuscó en su pequeño maletín de viaje y luego, impaciente, lo volcó, junto con el contenido de su bolso, sobre la inmaculada colcha que cubría la cama hasta fundirse con la nívea alfombra.

Mil objetos, familiares desde siempre, se desparramaron a su alrededor con la naturalidad de un hecho cotidiano que en aquel ambiente resultaba, no obstante, casi agresivo, y aunque billetes de Banco de distintos tamaños, pañuelos, lápices y frascos dieron de improviso una nueva vida a la aridez monocolor de la habitación, no halló, pese a que lo buscó con nerviosa insistencia, el pasaporte que llevaba consigo aquella misma mañana.

Entonces cayó en la cuenta de que habían desaparecido también sus restantes documentos, desde el permiso de conducir, a las tarjetas de crédito, y el no encontrar por parte alguna su propio nombre impreso en un pedazo de papel, llevó a su inconsciente el miedo, pues experimentó la angustiosa sensación de que le habían arrebatado su personalidad de ciudadana de un mundo civilizado; su nombre, su apellido y nacionalidad, para transformarla de improviso, en un abrir y cerrar de ojos de magia de feria, en un ser anónimo y sin derechos, un ente abstracto, una «cuarta» esposa sin voluntad propia.

Advirtió que las manos le temblaban, buscó un cigarrillo, lo encendió, fumó con avidez, cerró los ojos y trató de serenarse poniendo en ello todo su empeño.

«Debo tranquilizarme —se repitió una y otra vez, aunque advertía que su corazón bombeaba en el pecho como si quisiera acallar sus pensamientos—. Debo tranquilizarme, porque no soy una árabe resignada, ni una rubia estúpida y drogada, ni una negra analfabeta… Soy una de las modelos mejor pagadas del mundo y no llegué a serlo tan sólo por mi linda cara. Soy Laura, y si este moro de mierda se cree que me la ha jugado, se equivoca».

Tiró el cigarrillo al suelo y dejó, sin inmutarse, que quemara la hasta aquel momento inmaculada alfombra, que crepitó unos instantes, para apagarse al fin, lanzando una diminuta voluta de humo. Luego arrojó en el bolso sus perfumes, sus lápices y cepillos, todo su dinero, incluidas las monedas de más ínfimo valor, y, con gesto decidido, se encaminó a la puerta.

Dudó una décima de segundo y se echó a andar en dirección opuesta a la que había traído, alejándose por largos corredores silenciosos y en penumbra, atravesando arcadas, patios y diminutos jardines, subiendo y bajando retorcidas escaleras en lo que parecía un laberinto inacabable, huyendo siempre de las voces y los rumores que llegaban de tanto en tanto de un vano iluminado o una puerta entornada, como una blanca sombra de fantasma sin rumbo.

Le sorprendió descubrir que cruzaba por tercera vez el mismo patio de naranjos floridos. Se detuvo un instante, desconcertada, y una voz le llegó de las sombras, del rincón más oscuro:

—Es inútil. No hay salida.

Aguzó la vista, entornando los ojos hacia el banco de piedra. Descubrió el vuelo de una falda que se le antojó violeta, y una mano muy blanca se agitó levemente, indicándole que se aproximara.

—Ven. Siéntate y descansa —añadió la voz, suave y amistosa—. Nada sacarás con pasarte la noche dando vueltas como una sonámbula. Lo sé por experiencia.

Se aproximó. Su tez era tan pálida como sus manos, y sus ojos, grandes y oscuros, estaban muy maquillados, como para disimular, quizá, la marca de grandes ojeras.

Recogió los pies que había extendido a lo largo del banco y le sonrió amigable, sin sombra de burla.

—Soy Violeta —se presentó—. Tenía otro nombre pero a nadie le importa, puesto que Almalarik siempre me llama por el color de mi vestido.

—Yo soy Laura.

—Las esposas legítimas tenéis derecho a un nombre. —El tono sonó ligeramente amargo—. Nosotras, no. Nosotras somos Violeta, o Verde… la Turca, la Indochina…

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

La respuesta tardó unos instantes.

—Cinco años. Seis quizás… He perdido la cuenta.

—¿De dónde eres?

—Griega. Mis padres tenían una pescadería en Salónica. —Hizo una pausa—. Quizás aún la tengan. A veces me parece como si hubieran pasado mil años desde que llegué y que no existiera el mundo exterior. Es como si todo se hubiera diluido en la nada. Incluso mis propios padres.

—¿No has tratado de escapar? —inquirió, sorprendida.

—Sí, naturalmente. Lo he intentado las dos veces. Ya no puedo repetirlo.

Laura meditó la respuesta tratando de encontrarle un significado que no alcanzaba a captar. Al fin insistió:

—¿Qué quieres decir con «las dos veces»?

En la oscuridad brillaron, blancos y perfectos, los dientes de la muchacha, que había ensayado una irónica sonrisa:

—Es una especie de regla. Un «pacto», tal vez. La primera huida acarrea una reprimenda. La segunda, veinte azotes y un mes aislada a pan y agua. El tercer intento no se perdona.

Laura aguardó una aclaración que no llegó, y, por último, inquirió interesada:

—¿No se perdona? ¿Qué ocurre tras el tercer intento?

Advirtió cómo Violeta se encogía de hombros en un claro ademán de ignorancia.

—Nadie lo sabe. —Hizo una pausa—. Se las llevan y puedes estar segura de que no las envían de regreso a casa… —Guardó silencio de nuevo, y al rato, añadió muy lentamente—: Aisha es la única que puede saber algo.

—¿Nadie logró escapar nunca?

—Desde que yo estoy aquí, sólo una… —Su voz sonó distinta, con una especie de extraña mezcla de admiración y rencor, que intrigó a Laura—. Sólo ella consiguió burlar a todos y emprender el vuelo. ¡Dios bendito! Creo que nadie más sería capaz de una cosa así.

—«Ella»… ¿Quién?

Violeta se inclinó hacia delante, aproximó su rostro y bajó el tono de su voz, como si temiera que pudieran oírla.

—Ella es «ella»… —susurró—. Y más te vale no conocer su nombre. Aisha la odia de tal modo, que nos hace azotar cuando la mencionamos.

Durante unos instantes guardaron silencio; un silencio opresivo encerradas allí, en aquel patio de naranjos, rodeado de altos muros, que sólo permitían distinguir unas estrellas lejanas y muy brillantes.

La griega se había hundido en sus recuerdos, mientras Laura trataba de ordenar sus pensamientos. Por fin, señaló con firmeza:

—Si otra lo ha conseguido, yo también…

La muchacha se volvió a mirarla, como si la viera por primera vez, o como si hubiera olvidado por completo su presencia.

—Si quieres un consejo —señaló al fin—, no lo intentes hasta que lo tengas perfectamente planeado. —Extendió la mano y tomó su brazo apretándoselo con fuerza, como intentando inculcarle ánimo y convencimiento—. No desperdicies tus oportunidades. No pareces una estúpida ignorante como yo, o como tantas otras que llegamos aquí sin saber nada de nada. Si tienes cabeza, aguarda tu momento y no le des a ese hijo de perra la ocasión de atraparte de nuevo.

Laura contempló largamente a su interlocutora y le sorprendió el rencor que traslucían sus palabras. Cayó en la cuenta de que se estaba refiriendo a Almalarik, su esposo; el hombre al que amaba o, al menos, había amado hasta aquella misma mañana, porque, en el fondo, aún no había tenido tiempo de analizar cuáles eran sus sentimientos desde que descubriera la vida a que la tenía destinada.

—Le odias, ¿no es cierto? —inquirió.

Violeta aceptó convencida, segura de sí misma.

—¡Tanto como le quise…! —Alzó la mano, tomó una naranja, tiró lejos el alambre que la mantenía unida a la rama y comenzó a mondarla con ayuda de sus largas y cuidadas uñas, arrojando las cortezas al suelo—. Aquí se aprende a odiar a fondo —añadió—. Sobra tiempo. —Señaló el patio a su alrededor—. Paso noches enteras en este banco, viendo pasar las estrellas. Me sé de memoria por dónde salen y por dónde se marchan; qué rama va a ocultarlas y a qué hora, y en mi insomnio no tengo nada en que pensar más que en mi odio, y en cómo me vengaré algún día de la vida y la juventud que me han quitado.

Se sumergió de nuevo en su mutismo, con el rostro alzado hacia el rectángulo de estrellas, llevándose de tanto en tanto un gajo de naranja a la boca y masticando muy lentamente, ausente y lejana; en otro mundo, ajena de nuevo a la presencia de Laura, que se sentía incómoda, maravillada de la perfección de sus facciones, que resaltaban ahora a la luz de una tímida Luna en cuarto creciente que había hecho su aparición, inundando el pequeño patio de una claridad extraña.

Concluida su naranja, Violeta cerró los ojos, aún alzados, y poco después se pudo sentir su respiración, lenta y acompasada, dormida con la nuca apoyada en la pared y las manos cruzadas sobre el regazo, como una extraña e irreal estatua dotada de un leve hálito de vida.

Laura la observó unos instantes y luego, quedamente, se puso en pie y se alejó hacia el interior del palacio, perdiéndose de nuevo en el dédalo de pasillos, salones y escaleras, ahora ya completamente en silencio y en tinieblas, sin que en su largo peregrinar en busca de su habitación distinguiera más que un leve lamento que surgía de una puerta entornada: el inconfundible gemido de una persona que va a llegar al momento cumbre de un largo orgasmo.

Las maletas habían desparecido, y encontró su ropa distribuida en armarios y cajones, con la cama abierta, el blanco camisón preparado junto a la blanca almohada, y sus cremas y tarros alineados bajo el espejo del tocador.

Durante unos instantes lo observó todo en silencio y luego, sin desvestirse, se tumbó sobre la colcha y se quedó dormida.

La despertó el tintinear de los adornos de oro que aprisionaban los tobillos y las muñecas de la esclava negra que traía el desayuno empujando ante sí una blanca mesita cubierta de todo cuanto pudiera apetecer como primera colación del día.

El sol penetraba a raudales por las altas ventanas enrejadas, y por el entrechocar de platos y cubiertos comprendió que por el pasillo rodaban más mesas rumbo a otras habitaciones.

La esclava dijo algo en árabe que le sonó a salutación, sonrió mostrando una ancha fila de dientes de caníbal y se retiró andando de espaldas, respetuosamente, para desaparecer por donde había llegado, cerrando tras sí la puerta.

Se alzó apoyándose en el codo, y contempló los huevos fritos, el café caliente y las montañas de frutas, pasteles, quesos y mermelada.

Por un momento tuvo la idea de declararse en huelga de hambre y negarse a probar bocado hasta que la devolvieran a su país y a su casa, pero casi al instante la desechó, convencida de que semejante acción no le conduciría a ninguna parte.

«Estos bestias son capaces de dejarme morir, o rellenarme con un embudo, como a una oca —se dijo—. Si las cosas son como parecen, creo que más me vale seguir la corriente hasta que empiece a ver las cosas claras…».

Se alegró de haber tomado esa decisión casi inconscientemente. Al desconcierto de los primeros momentos había seguido una especie de ira cargada de impotencia, al advertir la inutilidad de sus esfuerzos; pero ahora, a la luz de aquel sol que parecía haberse adueñado por completo de la estancia, aparecía de nuevo la presencia de ánimo y la sangre fría que le habían permitido salir con bien de los más difíciles trances.

Tomó una tostada aún caliente y comenzó a untarla de mantequilla danesa, fresca y recién importada.

«Bien —admitió—. Me metí en esto sin contar con nadie y sin prever a lo que me exponía, y debo salir por mis propios medios… Tenía razón la chica de anoche: nada voy a ganar con histerismos o acciones alocadas, y más vale que aprenda las reglas del juego antes de jugarlo. —Mordió la tostada y sorbió un largo trago de café fuerte, aromático, perfecto—. Almalarik, querido mío… —continuó para sus adentros—. Me has tomado el pelo como nadie lo había hecho hasta ahora. Lograste convencerme de que me había enamorado de ti y no de tus excentricidades y tu manera de derrochar el dinero, y me has traído hasta aquí deslumbrada por tu estilo. Pero esto es todo. En adelante voy a ocuparme de mí como hasta ahora».

Aunque no quisiera admitirlo y se esforzara por mantener su ecuanimidad, Laura se sentía más furiosa consigo misma que con el propio Almalarik, que la había llevado hasta su país, su palacio y su harén, mintiéndole descaradamente. Desde que tenía uso de razón, o mejor aún, desde que tomó conciencia de la perfección de su belleza y el impacto que causaban su cuerpo y su cara, había empezado a comprender que tenía en sus manos un brillante futuro, siempre que supiese administrar los bienes que la Naturaleza le había concedido generosamente.

A medida que se fue introduciendo en el difícil mundo de la moda, la publicidad y los estudios fotográficos, advirtió, cada vez con más claridad, lo vulnerables que resultaban sus compañeras de trabajo a las mil trampas que, tanto hombres como mujeres, ponían diariamente en su camino. La gente mantenía el convencimiento de que por el mero hecho de desfilar en traje de baño por una pasarela o dejarse fotografiar anunciando una marca de ropa interior, una muchacha estaba al alcance de la mano. En realidad, la mayoría lo estaban, y Laura había asistido al final de carreras que se auguraban brillantes porque un chulo inescrupuloso o un millonario encaprichado había sabido idiotizar aún más a quien ya era en principio idiota de por sí.

Victoria acabó puteando por Pigalle para pagar la heroína del sucio fotógrafo que le clavó la primera aguja. Sandra, que tenía entreabiertas las puertas del cine americano, lo dejó todo por un «hijo de papá» que la mataba a palizas, y Moira se había convertido en estrella del «porno» por la más despreciable de todas las lesbianas…

Pero ella no. Ella fue siempre distinta; supo cuidar de sí misma y no permitió que nada ni nadie le hiciera daño, la sacara de sus límites, le llegara tan dentro, que pudiera desviarla del rumbo que se había impuesto.

Y ahora, ya en la cumbre, cuando en el trimestre anterior había conseguido copar las portadas de catorce de las más importantes revistas del mundo y no había hombre o mujer que no se detuviera ante la perfección de aquel rostro que se asomaba a los quioscos de todas las capitales, llegaba un príncipe árabe mejor vestido que el mejor maniquí que hubiera desfilado nunca a su lado, abandonaba sobre el tapete de la ruleta de Cannes treinta mil francos por invitarla a tomar un «Martini», y la convencía, en quince días, de que debía olvidar lo que tanto esfuerzo le había costado, y seguirlo a un diminuto país del que jamás había oído hablar, para convertirse en «dueña y señora» de su palacio de Las mil y una noches.

Tomó el cuchillo de cortar pan, que estaba sobre la mesa, lo colocó sobre su dedo índice izquierdo y luego, muy despacio, casi complaciéndose en el daño, se hizo un profundo corte entre las dos falanges:

«¡Por idiota! —masculló con rabia, mordiendo las palabras—. ¡Por mil veces idiota…!».

Se llevó el dedo a la boca, chupando la sangre que manaba vivamente, sin conseguir evitar que unas gotas fueran a ensuciar la colcha, y luego, con un pañuelo, se vendó la herida.