Delfines - Alberto Vázquez Figueroa - E-Book

Delfines E-Book

Alberto Vázquez-Figueroa

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Beschreibung

Este audiolibro está narrado en castellano.Esta es una de las novelas más apasionantes de Vázquez-Figueroa. Ambientada en el mundo submarino, narra una historia sorprendente que, como han demostrado los acontecimientos, adquiere súbita vigencia hoy en día y se convierte en un nuevo vaticinio acertado de un autor que, como pocos, ha sabido prever el futuro en muchos de sus libros. En este caso se trata del turbio mundo de los traficantes de droga, quienes, acosados por las autoridades, se procuran medios cada vez más insólitos como la utilización de submarinos. Naturalmente, estos siniestros mercaderes de la muerte no tienen en cuenta las terribles consecuencias que ello depara en el comportamiento de los Delfines...-

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Alberto Vázquez Figueroa

Delfines

 

Saga

Delfines

 

Copyright © 2019, 2022 Alberto Vázquez-Figueroa and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726468342

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Delfines es, sin duda, la novela más apasionante de su autor.

Situada en un mundo, el submarino, al que dedicó gran parte de su vida como profesor de buceo, Alberto Vázquez-Figueroa no puede ocultar el profundo amor que siente por los seres que lo habitan, y a través de una trama argumental que sorprende en cada página hasta llegar a un final absolutamente inesperado, nos va desvelando no sólo los misterios de una desconcertante intriga «policial», sino, sobre todo, los muchos y fascinantes misterios que se ocultan bajo la superficie de los océanos.

Curiosamente, y como ha ocurrido ya con varias de sus obras, cuando Vázquez-Figueroa acababa de terminar Delfines, éstos decidieron saltar al primer plano de la actualidad a causa de la terrible plaga que los está destruyendo, y que si bien nada tiene que ver con el argumento de la novela, éste puede considerarse, en cierto modo, precursor de lo que inevitablemente estaba condenado a suceder.

El mar agoniza, y el ser humano es su único asesino.

Grandes burbujas color plata que semejaban temblorosas bolas de mercurio ascendían mansamente para ir a estallar en la quieta superficie de un tranquilo mar que refulgía bajo el inclemente sol, sin que nada, excepto el casi imperceptible murmullo del agua al rozar el casco de la lancha, viniera a turbar la paz de unas horas en las que podría creerse que el mundo se había detenido a descansar un tanto de su agobiante y continuo ajetreo.

Al fondo, como a una milla de la embarcación, se alzaba una costa de grises rocas cortadas en forma de inmenso anfiteatro, cuyo escenario no era más que una inmóvil explanada de agua muy azul y profunda, sobre la que dormitaban media docena de apáticas gaviotas, mientras que hacia el Sur se abría un mar sin horizontes que a un supuesto pintor no hubiese ofrecido más esfuerzo que trazar una casi imperceptible línea que separase el agua del cielo.

La motora, de apenas ocho metros de eslora, blanca, moderna y de agresivas líneas, imitaba a las gaviotas en su tranquilo sueño, esclavizada al fondo por un largo cabo y un ancla firmemente enganchada entre dos rocas, no lejos de las cuales un buceador permanecía a la espera de que un oscuro mero de ojos saltones se decidiese a abandonar su estrecha cueva, permitiendo que le fotografiaran en toda su belleza.

Había otros muchos peces, entre los que destacaban verdosos abadejos, negruzcas corvinas, relucientes doradas e incluso sargos del tamaño de una bandeja, que circulaban sin miedo por las proximidades, ya que a aquella profundidad no recibían la temida visita de los pescadores submarinos, pero al buceador de la cámara fotográfica se le diría únicamente interesado en el desconfiado mero, que se complacía en coquetear con él como una esquiva damisela coquetearía con su más sumiso galanteador.

Poco después la atención del hombre se desvió de la entrada de la cueva, y fue debido a que a no más de cinco metros sobre su cabeza cruzó la hermosa figura de su compañera de inmersión, quien, sin más vestimenta que los arneses que le sujetaban a la espalda dos grandes botellas de aire comprimido, ofrecía un maravilloso espectáculo con su prodigiosa desnudez recortándose contra el plateado espejo de la lejana superficie.

Todo era armonía bajo el agua, al igual que todo era paz en el exterior, y el buceador extendió la mano haciendo un inequívoco gesto a la muchacha para que fuera a reunirse con él sobre una mancha de blanca arena que se distinguía a unos cinco metros de las rocas.

Ella accedió indudablemente divertida, aferrándose a una piedra mientras él se acomodaba, y a los pocos instantes hacían el amor muy dulcemente, con gestos tan medidos y pausados, sin agitar la arena ni aumentar siquiera el ritmo de sus aspiraciones, con tal cadencia y compenetración en los detalles, que resultaba evidente que estaban habituados a tales ejercicios y que tal vez disfrutaban con más plenitud allí, a cuarenta metros de profundidad, que en tierra firme.

En tales circunstancias no le resultó difícil al hombre aguardar a que su compañera se sintiese plenamente satisfecha en primer lugar, y tan sólo cuando pareció comprender que ella había alcanzado un largo y callado orgasmo, se dejó ir a su vez, para cachetearle afectuosamente las nalgas y regresar sin prisas junto a un mero que había observado indiferente la insólita escena.

La muchacha optó por aferrarse al cabo del ancla y ascender muy despacio, consultando el reloj y el profundímetro, y a los pocos instantes hacía su aparición junto a la lancha para despojarse hábilmente de los arneses, subir a bordo y tumbarse sobre la colchoneta de proa, a permitir que el violento sol del mediodía calentase su cuerpo y oscureciese aún más su ya bronceada piel de veinteañera.

A los cinco minutos dormía evocando tal vez su largo y maravilloso orgasmo submarino, y cuando por fin abrió de nuevo los ojos, le sorprendió descubrir que caía la tarde y el alto farallón de roca extendía ya sus primeras sombras sobre un agua mucho más oscura e inquietante.

Se alzó de un salto, alarmada, buscó a su alrededor, y no pudo evitar un sollozo de angustia o un trágico lamento de animal malherido, al descubrir que, a menos de cien metros de distancia, flotaba el cuerpo del hombre al que había amado.

El chaleco salvavidas le había elevado hasta la superficie, pero aparecía con la cabeza sumergida y la boquilla a un lado, los brazos separados y las piernas colgando, como un muñeco roto o un viejo espantapájaros que alguien se hubiese entretenido en lanzar desde la cima del alto acantilado.

La muchacha lanzó al agua el cabo del ancla, puso el motor en marcha y se acercó lentamente.

Ni siquiera gritaba.

Las manos le temblaban y las piernas se negaban a mantenerla erguida, pero no pronunció una sola palabra, consciente como estaba de que todo era inútil, pues la muerte siempre fue sorda y jamás se apiadó de quien le hablaba.

¡Cuánto dolor se siente al extraer del agua el flácido cadáver de un hermoso muchacho de poco más de veinte años!

¡Cuánto pesa su muerte!

¡Cuánto cuesta aceptar que su eterna sonrisa se ha congelado para siempre en las azules profundidades!

Con el propio cuchillo del difunto le cortó los arneses, permitió que las botellas se hundieran, y buscó todas las fuerzas que nunca creyó tener para alzar a bordo aquel objeto inerte que apenas tres horas antes le había demostrado estar lleno de vida, entusiasmo y energía. Rodaron juntos por el fondo de la lancha y se avergonzó de sí misma al descubrir que le horrorizaba sentir sobre su piel desnuda la helada piel que tantas veces había acariciado, y que el simple roce de aquel colgajo que antaño tanto placer le diera, le producía escalofríos.

Lloró mansamente durante la larga hora de travesía, y cuando con las primeras sombras de la noche atracó en el diminuto puerto en que un grupo de pescadores preparaban sus redes, apenas tuvo fuerzas para extender el brazo y suplicar:

¡Ayúdenme, por favor! Mi novio se ha ahogado.

 

—En realidad no puede decirse que se haya «ahogado»… —El tono de voz del sudoroso forense mostraba una cierta inquietud, o tal vez desconcierto, como si las dudas le atormentasen mucho más de lo que desearía reconocer—. Es cierto que tenía agua en los pulmones pero sospecho que la auténtica causa de su muerte puede haber sido otra.

César Brujas observó con desagrado al empapado hombrecillo que hablaba del difunto como si se tratara de una «cosa» que no ofrecía otro interés que el de averiguar las razones de su fallecimiento, y esforzándose por vencer la impotente agresividad que se había apoderado de él desde el momento mismo en que le comunicaron la terrible desgracia, inquirió roncamente:

—¿Qué pudo ser entonces…? ¿Un ataque al corazón? ¿Una embolia? ¿Una súbita descompresión?

—Aún es pronto para saberlo —replicó el otro ladinamente—. Necesito algunos análisis más, y comprobaciones… ¡Muchas comprobaciones!

—¿Qué clase de comprobaciones? —quiso saber.

—Todas las que hagan falta.

—¿Quiere decir con eso que aún no puedo reclamar el cadáver?

—Desgraciadamente así es… —El forense se secó una vez más las manos en una desteñida toalla que mantenía siempre cerca, y se despojó de las gafas como si el hecho de limpiarlas le ayudara a encontrar unas palabras que normalmente le faltaban—. Comprendo lo que siente, pero creo que por el bien de todos sería mucho mejor averiguar qué es lo que en realidad le ocurrió a su hermano.

—Yo creo más bien que lo único que mi hermano necesita es que le permitan descansar en paz.

—Ya descansa en paz —fue la contundente respuesta del doctor—. Descansa desde que estaba allá abajo, pero ninguno de nosotros conseguirá hacerlo si no averiguamos por qué extraña razón un hombre joven y fuerte deja súbitamente de respirar a cuarenta metros de profundidad, cuando le sobra aire comprimido a cien atmósferas de presión.

Un silencioso individuo, que había permanecido indolentemente apoyado en el quicio de la puerta, chupando y rechupando un manoseado cigarrillo de plástico, y al que al parecer no le importaba ni poco ni mucho lo que pudiera haber ocurrido a cuarenta metros de profundidad, ya que sin duda eso quedaba fuera de su jurisdicción, pareció hacer un inaudito esfuerzo por demostrar un interés que no sentía, y señalar:

—Tal vez el miedo le bloqueó.

—¿Miedo a qué? —Quiso saber César Brujas evidentemente molesto—. Mi hermano buceaba desde los catorce años y jamás tuvo miedo.

—Pudo ver algo…

—¿Como qué? En esas aguas no hay más que meros, abadejos, morenas y algún pulpo. Las conozco bien.

—¿Tiburones?

—Ninguno que se recuerde… Y tampoco les temía a los tiburones. Pescó ocho el año pasado en el Caribe.

—¡Bien…! —El forense pareció querer mediar para que la inútil charla no siguiese adelante, y sin dirigirse directamente a nadie, como procurando no ofender, añadió—: Estoy convencido de que tampoco fue el miedo lo que provocó este desgraciado accidente, y por ello creo que lo mejor que pueden hacer es dejarme trabajar y permitir que saque mis propias conclusiones. Por desgracia, lo que yo no consiga descubrir sobre este caso nadie más lo va a averiguar.

Ya en la calle, y cuando César Brujas se disponía a introducirse en el taxi que había dejado esperándole a la puerta del «Depósito», el individuo mordisqueó una vez más el destrozado pedazo de plástico, y, sujetándole suavemente por el brazo, señaló en tono conciliador:

—Siento haberle molestado, pero es que ese ambiente y ese hombre me irritan… —Chasqueó la lengua con gesto pesaroso—. Entiendo lo que debe sentir en estos momentos, y me gustaría ayudarle, pero, por desgracia, ante una tragedia semejante poco se puede hacer.

—Nada, créame —fue la dolida respuesta—. Cuando se pierde a un hermano de veintitrés años, no se puede hacer nada. Quizás únicamente blasfemar.

—¿Tiene más hermanos?

—No.

—¿Lo saben ya sus padres?

—Murieron.

—¡¡Dios…!!

—¿Dios? ¿Qué Dios, inspector? —El tono de voz de César Brujas era francamente agresivo—. Si en verdad existiese un Dios, jamás permitiría que una de las criaturas más maravillosas que consiguió crear acabase de este modo, cuando hay tanto hijo de puta suelto por ahí… ¡No me hable de Dios en un momento como éste, por favor!

Subió al taxi, cerró la puerta y ni siquiera dedicó una última mirada al desconcertado policía que había quedado inmóvil como una estatua de piedra bajo el tórrido calor del mediodía.

No volvió a pensar en él durante el largo trayecto hasta el pequeño apartamento de su hermano. No pudo pensar en nada que no fuese el hecho de que su vida había quedado totalmente vacía de sentido, pues aquel que la llenaba, y por quien tanto había luchado durante tantos años, yacía ahora sobre una fría mesa de mármol, impotente ante cuanto quisiera hacer con él un repugnante hombrecillo sudoroso para el que los seres humanos no eran ya más que pedazos de carne o vísceras que tirar en un cubo.

A través del espejo, el chofer le observaba llorar sin un lamento.

Ni siquiera se molestó en disimular o secarse las lágrimas.

Ningún alivio sentía, ni disminuía en un ápice el dolor que le abrasaba las entrañas, pero al menos las lágrimas ahogaban la ira y la impotencia que se habían apoderado de su alma, e incluso aquel confuso sentimiento de culpabilidad que pugnaba por aflorar, aun a sabiendas de que ninguna responsabilidad tenía en lo ocurrido.

Cierto que era él quien le había iniciado en el hermoso deporte del buceo, y era él quien le había enseñado a amar la indescriptible sensación de volar sobre un fondo de corales observando la vida de los peces, pero cierto era también que le había enseñado cuanto sabía —que era mucho— y le había inculcado el hábito de ser siempre prudente, consciente de que el mar puede llegar a ser al propio tiempo el mejor aliado del hombre y el más despiadado de todos sus enemigos.

—Recuerda —le decía siempre— que cuando creas tenerlo todo bajo control, puede ocurrir lo más inesperado. Tú sabes —añadió en una ocasión— que las grandes «mantas-diablo» son totalmente inofensivas, puesto que pese a su gigantesco tamaño y su inmensa boca, tan sólo se alimentan de peces diminutos. Sin embargo, un día me mostraron una película, tomada por un buzo clásico que estaba reparando un barco. De pronto una gran sombra cruzó sobre su cabeza, y cuando la enfocó descubrió que se trataba de una de esas «mantas-diablo» que inadvertidamente se enredaba con la manguera y los cabos. La bestia luchó por desasirse, se enfureció y acabó por abalanzarse sobre el pobre hombre que tiró a un lado la cámara que, al caer, filmó cómo la monstruosa boca de la bestia se lo tragaba con escafandra y todo. Tan sólo se recuperó un zapato de plomo.

Aún tenía muy vivas en la mente aquellas escenas, última lección con la que un prudente profesor había querido rematar el curso de buceo con escafandra autónoma, haciendo notar a sus alumnos que nada había bajo el mar, o sobre su superficie, que pudiese considerarse en todo momento absolutamente inofensivo.

Un mar en calma podía encresparse en cuestión de minutos; un hermoso pez de cola en forma de flor podía inyectar un terrible veneno; un rojo coral que atraía como un imán quemaba como el fuego; una «manta-diablo» devoraba de improviso a un hombre y su casco de acero…

Él le había enseñado todo eso a Rafael.

Y le había enseñado a mostrarse especialmente riguroso con las normas de descompresión, la profundidad límite, y el visceral rechazo a penetrar en cualquier tipo de cueva submarina.

Le había hecho partícipe de todas y cada una de sus muchas experiencias, y no le había dejado «volar» sólo por los hermosos fondos marinos hasta que tuvo el absoluto convencimiento de que era un buceador sereno y prudente que jamás olvidaría el hecho incuestionable de que el ser humano es siempre un extraño bajo el mar, y éste tan sólo le admite cuando respeta rigurosamente sus normas.

Pero ahora estaba muerto.

¿Por qué?

¿Por qué, si se había comprobado que en las botellas quedaba aún casi la mitad del aire comprimido, y el regulador funcionaba a la perfección?

¿Qué fue lo que le hizo activar el dispositivo de seguridad?

¿Por qué quiso buscar tan aprisa la superficie, y cómo era que llegó a ella ya cadáver?

¿Si no había agua en sus pulmones, qué fue lo que le produjo un final tan instantáneo?

No era la primera vez que César Brujas se enfrentaba a la terrible realidad de un accidente mortal bajo las aguas, pero siempre, ¡siempre!, dicho accidente había respondido a unas causas muy concretas, la mayor parte de las veces innegablemente achacable a la imprudencia de la víctima.

Pero ahora todo se le aparecía confuso e inexplicable.

Cuando, media hora después, penetró en el dormitorio en el que la muchacha aún permanecía como atontada bajo los efectos de los tranquilizantes, consideró que había llegado el momento de obligarle a reaccionar y hacer frente de una vez por todas a una situación que comenzaba a hacerse insostenible.

—¿Qué fue lo que pasó? —insistió una vez más aun a sabiendas de que, conscientemente, la muchacha nunca conseguiría aclararle gran cosa—. ¿Cuánto tiempo transcurrió desde que le dejaste hasta que descubriste el cadáver?

—No lo sé, ya te lo he dicho. —La hermosa chiquilla parecía haber envejecido diez años en dos días—. Me quedé dormida, pero no pudieron ser más de dos horas.

—¿Cuánto tiempo llevaba abajo cuando tú ascendiste?

—Tal vez quince minutos.

—¿A cuarenta metros?

—Más o menos.

—¿Habíais llenado a tope?

—Creo que sí…

—Rafael consumía poco… —Se diría que César Brujas estaba haciendo trabajar rápidamente a su cerebro calculando el posible gasto de aire—. Le enseñé a respirar sólo lo justo, lo cual quiere decir que a esa profundidad pudo permanecer aún casi veinte minutos…

—No tanto… —Resultaba evidente que a Miriam Collengwood le costaba un enorme esfuerzo admitir lo que iba a decir—. Habíamos hecho el amor en el fondo, y eso acelera el gasto.

—¿Hicisteis el amor en el fondo? —se asombró el otro—. ¿A cuarenta metros?

—No era la primera vez… Tú lo sabes.

—Sí, lo sé… —admitió de mala gana—. Me lo había contado, pero siempre creí que lo hacíais a diez o doce metros. No a cuarenta.

—A cuarenta es más excitante.

—Lo imagino… —César hizo una larga pausa, se asomó a la ventana y observó el tranquilo mar del que se diría que no cabía esperar amenaza alguna—. Puede que sea más excitante, pero también más peligroso… ¿Cómo estaba Rafael cuando le dejaste?

—Normal… Como siempre. —Se encogió de hombros—. Se rió señalando cómo los peces venían a comerse lo que flotaba y luego se volvió a fotografiar a un mero encuevado.

—¿Muy grande?

—Seis o siete kilos… Tal vez más.

—Me gustaría ver esas fotos… —indicó él—. ¿Dónde está la cámara?

La muchacha meditó unos instantes, hizo memoria y por último admitió su ignorancia:

—No tengo ni la menor idea. Creo que no he vuelto a verla.

—¿Pudo quedarse en el fondo?

—Quizás.

—Iremos a buscarla.

—No quiero volver allí… —protestó Miriam Collengwood abandonando por primera vez la cama para ir a reunirse con él frente al amplio ventanal y observar de igual modo la quieta superficie del mar—. Lo único que quiero es regresar a Londres y no volver a sumergirme nunca más.

—No tendrás que hacerlo. Bastará con que me indiques el punto exacto donde os encontrabais.

—¿Y si te ocurre algo?

—¿Qué diablos quieres que ocurra? —Se impacientó—. Fue un accidente; un estúpido accidente de los que tan sólo se dan uno entre millones, aunque será mejor que no le cuentes a nadie que hicisteis el amor allá abajo…

Ella regresó a sentarse de nuevo en la cama para servirse un gran vaso de agua, bebérselo con sorprendente ansia, y permanecer luego con él en la mano para comentar al fin en voz muy baja:

—Creo que pasaré el resto de mi vida sintiéndome culpable.

—¿Por el hecho de haber hecho el amor? Fue una imprudencia; no un delito.

—Pero me quedé dormida, cuando lo primero que me enseñasteis era que había que estar siempre atenta al compañero.

César Brujas acudió a tomar asiento a su lado, acariciándole la mejilla con afecto.

—Nadie podía imaginar que algo así pudiese suceder con un mar tan tranquilo. —Le tomó de la barbilla obligándole a que le mirara a los ojos—. Y no quiero que te vayas —añadió—. No ahora que me voy a sentir muy solo.

—¿Qué hago ya aquí? Toda mi familia está en Inglaterra.

—Servirme de consuelo… —Sonrió con amargura—. Servirnos de consuelo el uno al otro —puntualizó—. Únicamente tú y yo sabemos qué clase de persona era, y cómo lo vamos a echar de menos… —Se diría que las lágrimas estaban a punto de aflorar de nuevo a sus ojos—. ¡Dios Bendito! —sollozó—. ¿Cómo será la vida sin él? ¡Era todo lo que tenía!

Ella apoyó la cabeza en su pecho y permitió que la emoción le venciera, dejando que las lágrimas manaran libremente de sus inmensos ojos increíblemente azules.

La motora se encontraba aparejada, lista para zarpar y con las botellas de aire comprimido a punto de alcanzar las doscientas atmósferas de presión, cuando un cochambroso automóvil se detuvo a la entrada del espigón del muelle deportivo del Port d’Andratx, y el zanquilargo inspector Adrián Fonseca se aproximó con su cansino paso de hombre de vuelta de todo, pese a que en esta ocasión mordisqueara un cigarrillo de plástico prácticamente nuevo.

—Buenos días… —Saludó haciendo un vago gesto con la mano, aunque sin apartar la vista del compresor que parecía reclamar poderosamente su atención—. ¿Aún les quedan ganas de sumergirse?

—Quiero ver si encuentro la cámara fotográfica de mi hermano —fue la áspera respuesta—. Tal vez su contenido aclare algo.

—¿Como qué?

—No lo sé.

—Procure no obsesionarse con algo que ya no tiene remedio —fue el sincero consejo del policía—. Por desgracia, nadie va a devolverle la vida a su hermano, y debería saber que cuando se tira al agua con ese trasto a la espalda, siempre está expuesto a un accidente. —Observó aún más de cerca el compresor, como si le costara trabajo aceptar su existencia—. Si Dios hubiese querido que fuéramos peces, nos habría proporcionado agallas y no necesitaríamos tantos archiperres.

—Aun así pienso bajar. —El tono de voz de César era casi agresivo—. ¿Algún inconveniente?

—¿Inconveniente? —se sorprendió el otro—. ¡En absoluto! Cada cual es libre de hacer lo que quiera con su pellejo. —Sonrió levemente—. ¿Les importaría que les acompañase?

Tanto Miriam Collengwood como César Brujas le observaron con una cierta extrañeza, puesto que parecía haber cambiado notablemente de actitud con respecto al nefasto día en que le conocieron.

—¿Y eso? —inquirió el primero—. ¿A qué viene tanto interés? Creí que aborrecía el mar.

—Alguien que nace en una isla, no puede aborrecer el mar. Es como el amor y el odio: nos une y nos separa del resto del mundo. —Su tono de voz cambió de improviso, ganando en trascendencia—. Un bañista ha aparecido muerto.

—¿Dónde?

—Aquí cerca; en Santa Ponsa. Y nadie se explica la razón. Era un magnífico nadador.

—¿Le han hecho la autopsia?

—Están en ello… —El esquelético policía, que tal vez en un tiempo aún no muy lejano debió pesar veinte kilos más, ya que la holgadísima ropa le caía por todas partes, tomó asiento en uno de los «noráis» a que permanecía amarrada la motora, y añadió convencido—: Aunque nos encontraremos con las mismas respuestas que en el caso de su hermano. Es decir: no hay respuestas.

—¿Por qué aborrece tanto a ese forense?

—Suda demasiado. —Carraspeó para lanzar luego un escupitajo al agua—. Y adora su oficio. —Se volvió interrogante a la muchacha, que permanecía atenta al compresor de aire—. ¿Cómo puede existir alguien a quien le divierta escudriñar en las tripas de los muertos? —Pareció comprender que había cometido una indiscreción y se disculpó de inmediato—. ¡Lo siento! —musitó enrojeciendo ligeramente—. No he pretendido molestar.

No obtuvo respuesta, pues tanto Miriam como César habían dado por concluido el proceso de rellenado de las botellas, disponiéndose a zarpar y por unos instantes el inspector Fonseca dudó entre lanzarse a una aventura que no le apetecía en absoluto, o quedarse allí, observando cómo una pareja que no parecía tener ningún interés en que les acompañara se hacía a la mar, pero tras palparse los bolsillos como si buscara un encendedor que de poco iba a servirle, optó por ponerse en pie y saltar pesadamente a la embarcación.

—¡Qué diablos…! —masculló resignado—. Espero no marearme.

Fue lo único que dijo mientras pasaban entre las innumerables embarcaciones que abarrotaban el recogido puerto, y tan sólo cuando hubieron dejado atrás el muelle grande y cruzaban bajo los impresionantes farallones de La Mola, comentó visiblemente malhumorado:

—Hace treinta años me ofrecieron aquella casa de la cima, pero me decidí por un coche. Mi primer coche. Ahora pertenece a un pintor catalán, y no podría comprarla ni con el sueldo de otros treinta años… ¡Estúpido de mí!

Volvió a quedar en silencio, observándose los pies, sentado en popa y de espaldas al mar, tan lejano a la belleza del paisaje como si se encontrara en su diminuto despacho oficial, sumido en sus recuerdos, o en confusos pensamientos que sin duda le obsesionaban.

Miriam Collengwood y César Brujas le ignoraban, o tal vez se encontraban de igual modo tan inmersos en sus propios asuntos que no alcanzaban a reparar en su presencia, y únicamente cuando al fin doblaron el extremo sur de la oscura isla de La Dragonera cruzando bajo el faro y descubriendo a proa las abiertas aguas de poniente, la muchacha pareció volver a la realidad para comentar señalando un punto ante ella:

—¡Es curioso! Ese barco también estaba fondeado ahí mismo el otro día. Zarpó al poco de llegar nosotros.

Los dos hombres observaron con curiosidad la lujosa embarcación de cuarenta metros de eslora y modernas líneas aerodinámicas, y al fin fue el inspector el que comentó sin concederle excesiva importancia:

—Estaría pescando.

—Ahí no hay pesca —fue la seca respuesta de César—. Al menos nada que pueda interesar a un barco de ese porte.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—Porque he pasado la mitad de mi vida sumergiéndome en estas aguas —replicó el otro con acritud—. Conozco todos los «caladeros» de la isla, y ahí no hay más que arena y algas.

—Tal vez no lo sepan. O tal vez sólo pretenden darse un baño. —Adrián Fonseca señaló con un ademán de la cabeza el alto acantilado cortado a cuchillo que se alzaba justo sobre el yate—. Lo que está claro es que no pretenden desembarcar contrabando.

—¡No, desde luego! Eso resulta evidente.

La inglesa había hecho girar el timón a estribor, aproximándose a la ancha ensenada en forma de anfiteatro en que había tenido lugar el accidente, para ir a detener la embarcación justo en el punto en que habían permanecido fondeados dos días antes, señalando decidida una serpenteante forma blanca que apenas se distinguía entre dos aguas.

—Ahí ésta el cabo del ancla —dijo—. Podemos amarrarnos a él.

—¿Seguro que no quieres bajar?

Negó con firmeza:

—No me necesitas. —Hizo una corta pausa para añadir de mala gana—: La cueva del mero está entre dos rocas, a unos cinco metros del ancla, aguas afuera, luego encontrarás una laja inmensa, y más allá una pequeña extensión de arena. El resto son algas.

—De acuerdo…

César se lanzó de inmediato al agua, ya en ella se calzó hábilmente las aletas, descendiendo a pulmón libre unos metros para atrapar el extremo del blanco cabo, y sólo cuando Miriam lo hubo afirmado hizo un gesto al policía para que le alcanzara el equipo.

—¡Está loco! —Masculló éste mientras obedecía inclinándose con sumo cuidado sobre la borda—. ¡Ni por todo el oro del mundo metería la cabeza bajo el agua!

En cualquier otra circunstancia, César Brujas no hubiera dudado en echarse a reír ante el sincero pánico del otro, pero en aquellos momentos se limitó a ajustarse el corto chaleco salvavidas al que se encontraban sujetas las botellas, y tras cerciorarse de que el «reductor» le ofrecía todo el aire que pudiera necesitar, hizo un leve gesto de despedida con la mano y se dobló sobre sí mismo sumergiéndose verticalmente.

Se encontraba a unos quince metros de profundidad cuando comenzó a percibir el ronroneo de un motor cuyo sonido se transmitía por el agua con mucha mayor nitidez que por la superficie, le llegó luego el chirriar de un ancla al ser izada, y al poco el altivo yate cruzó a unos trescientos metros de distancia para alejarse rápidamente mar adentro.

En la lancha, el inspector Fonseca rebuscó en sus inmensos bolsillos hasta conseguir un amarillo bloc de notas y un cochambroso lápiz con el que apuntó cuidadosamente un nombre: Guaicaipuro. Panamá.

—¿Qué diablos querrá decir Guaicaipuro…? —inquirió seguro de no obtener respuesta, pues la delicada rubia de asustados ojos parecía ensimismada siguiendo con la vista las burbujas que estallaban en la superficie, y que le iban marcando el punto exacto en que se encontraba el buceador en todo momento.

Éste tardó muy poco en descubrir que el mero había desaparecido de su cueva, al igual que los abadejos y corvinas, pero que bajo la gran laja de piedra revoloteaban infinidad de rayados sargos juguetones.

Cuando el rumor de motores se perdió definitivamente hacia poniente, y el vacío silencio de las profundidades le rodeó de nuevo, César Brujas abrigó de improviso la desagradable sensación de que algo extraño sucedía, y no parecía ser ya el pacífico paisaje submarino en el que tantas veces había buceado anteriormente.

La diminuta isla de La Dragonera, y en realidad la práctica totalidad de los fondos de las agrestes costas del archipiélago Balear, habían constituido durante años una especie de feudo personal del que se sentía especialmente orgulloso, abrigando el convencimiento de que no existía una sola roca, una cueva o un grupo de corales que no hubiese visitado una y cien veces, hasta el punto de que en sus alrededores había llegado a localizar media docena de pecios de innegable valor arqueológico.

Una nave romana repleta de ánforas que aún conservaban restos de trigo, parte del armazón de una galera, y tres cañones de un navío del siglo xvi , aguardaban ocultos bajo arena y algas a que dispusiera de medios para recuperarlos, y eso le había impulsado a creer que había desentrañado todos los secretos de unas costas llenas de recovecos, por lo que le constaba que en aquel punto concreto no había secreto alguno que desvelar, pero pese a ello, y tal vez impresionado por el trágico fin que había tenido la persona que más quería en este mundo, le invadía de pronto una inexplicable angustia, impropia de un buceador de su experiencia.

Era como cuando por primera vez decidió sumergirse de noche, y el foco de su linterna escudriñó tembloroso las tinieblas, pues aun sabiendo que se encontraban en una quieta ensenada sin más señal de vida que inofensivos salmonetes, no podía por menos que imaginar que de la temblorosa oscuridad estaban a punto de nacer monstruos apocalípticos en forma de tiburones blancos, congrios gigantes, viscosos pulpos, calamares de ojos incandescentes o terribles «mantas-diablo» dispuestos a devorarle.

Y ahora, en aguas transparentes, y a plena luz del día, experimentaba idénticos temores.

—¿Por qué?

—«¡Desconfía del mar!». «¡Desconfía siempre!». «Cuando menos lo esperes te dará una sorpresa…».

Aquéllas eran las palabras que repitió siempre a su hermano; palabras aprendidas de aquel viejo canario sangre-de-horchata que las había aprendido a su vez de labios del mítico Cousteau a bordo del Calipso; palabras que todo buen submarinista debía machacar obsesivamente a sus alumnos, puesto que ni aun insistiendo hasta la saciedad se conseguía evitar que un alegre muchacho de veintitrés años dejara de existir sin razón válida alguna.

Giró sobre sí mismo.

Fue una vuelta en redondo, como si presintiera que alguien le espiaba desde más allá del límite de su propia visión, pero no descubrió más que un agua muy limpia que se iba diluyendo en un azul intenso en la distancia.

Le tranquilizó la visión del cabo del ancla y la silueta de la lancha que era como la huella de un gigantesco zapato sobre una lámina de plata, descubriendo al mirar hacia lo alto que Miriam le observaba desde la superficie con ayuda de un rústico mirafondos de pescador, por lo que tras hacerle un gesto con la mano, se concentró e intentó localizar lo que venía buscando.

Tardó apenas diez minutos en distinguir la amarilla cámara encajada entre dos rocas a menos de veinte metros de profundidad al pie del acantilado, y se preguntó qué demonios podría haber ido a fotografiar su hermano allí, si no se distinguían más que moradas «tutas» y minúsculas «cabrillas» sobre un pelado fondo salpicado de erizos.

Volvió por tanto a bordo, y mientras se frotaba vigorosamente el cuerpo con una áspera toalla, señaló convencido:

—Ese fondo resulta más inofensivo que la bañera de mi casa.

—Sin embargo parecías muy agitado —le hizo notar la muchacha—. ¿Tenías miedo?

—En cierto modo —admitió sin reservas—. Tenía la impresión de que alguien me observaba desde más allá de la línea azul, y cuando una sensación así se apodera de ti allá abajo, resulta muy difícil controlarla.

No volvieron a pronunciar palabra, como si durante el lento regreso a puerto la sombra del muchacho, que había muerto en aquellas mismas aguas, planeara mansamente sobre ellos como una negra gaviota, pero las cosas cambiaron radicalmente desde antes incluso de haber lanzado amarras, puesto que un aburrido policía, que llevaba sin duda largo rato esperando, anunció a voz en grito:

—Ha aparecido un nuevo cadáver.

—¡Mierda…! —Se lamentó Fonseca—. ¿Dónde?

—En Cala Figuera. Uno que hacía windsurfing. —Extendió la mano para ayudarle a saltar, y añadió—: Y lo más curioso es que llevaba chaleco salvavidas y no se encontraba a más de doscientos metros de la costa.

—Esto empieza a convertirse en una epidemia —masculló el otro, molesto—. ¿Había algún barco cerca?

—Ninguno… He ordenado que envíen el cadáver con los otros.

Estaba efectivamente «con los otros», y aunque en apariencia el sudoroso forense continuaba mostrándose desconcertado, al menos en esta ocasión tenía una respuesta al porqué del deceso, aunque no la tuviera en absoluto de cómo podía haber sucedido.

—Le partieron la columna —señaló seguro de sí mismo—. Y debió ser un golpe terrible ya que incluso a través del salvavidas le mató instantáneamente.

—Tal vez le arrolló otro windsurfista —aventuró el inspector—. Van como locos.

—Al parecer sólo había uno, que se encontraba muy lejos. Eran amigos, le vio caer y nadar, junto a la tabla, pero cuando poco después volvió a mirar, ya estaba muerto.