Los bisontes de Altamira - Alberto Vázquez-Figueroa - E-Book

Los bisontes de Altamira E-Book

Alberto Vázquez-Figueroa

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Beschreibung

La historia novelada de un antepasado muy remoto, aquí bautizado como Ansoc, el gran pintor que hace alrededor de 15.000 años convirtió una cueva en el más asombroso escenario de la vocación artística y el excepcional talento creativo del ser humano. Miles de años después, artistas de todos los estilos y procedencias siguen volviendo sus ojos con admiración a esa cueva y a ese creador, que inspiró las reveladoras palabras atribuidas a Pablo Picasso: "desde Altamira todo es decadencia".

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Los bisontes de altamira

AlbertoVázquez-Figueroa

Categoría: Novelas | Colección: Novela histórica

Título original: Los bisontes de Altamira

Primera edición: Abril 2019

© 2019 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Diseño de cubierta: Silvia Vázquez-Figueroa

Imágenes: @Shutterstock

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

ISBN: 978-84-17566-52-4

Impreso en España

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

Prólogo

No es fácil reflejar en palabras el privilegio que ha supuesto para mí seguir de cerca el proceso creativo de esta novela. Alberto Vázquez-Figueroa me ha brindado la más maravillosa de las experiencias al convertirme en testigo de excepción del nacimiento de Los bisontes de Altamira desde el mismo instante en que alumbró la idea en su imaginación.

He sido de los primeros afortunados en descubrir la historia novelada de un antepasado muy remoto, aquí bautizado como Ansoc, el gran pintor que hace alrededor de 15.000 años convirtió una cueva en el más asombroso escenario de la vocación artística y el excepcional talento creativo del ser humano.

Miles de años después, artistas de todos los estilos y procedencias siguen volviendo sus ojos con admiración a esa cueva y a ese creador, que inspiró las reveladoras palabras atribuidas a Pablo Picasso: «Desde Altamira todo es decadencia».

Me siento profundamente honrado y agradecido por el extraordinario regalo que ha supuesto para mí adentrarme desde el primer borrador en la historia, el entorno, las peripecias vitales y los sentimientos que pudieron forjar y dar forma a ese inolvidable pintor milenario.

Línea tras línea, página a página, he disfrutado del oficio y el arte que rezuma la pluma de Vázquez-Figueroa, quien vuelve a revelar en esta novela todo el ingenio que le ha consagrado como uno de los más prolíficos y reputados escritores de la España contemporánea.

Gracias Alberto por esta maravillosa criatura que ahora pones al alcance de todos. Estoy seguro de que tus lectores compartirán mi entusiasmo, y a buen seguro que despertarás en ellos el interés y la ilusión por conocer de primera mano el escenario que sirvió de inspiración a Ansoc y que hoy preserva orgulloso su legado. Os espero a todos siempre en Altamira, en Cantabria.

Miguel Ángel RevillaPresidente de Cantabria

Los bisontes de altamira

Nota del Autor:

Esta historia debió transcurrir hace unos quince mil años y por lo tanto cabe suponer que sus personajes poseían un limitado vocabulario.

No obstante, al novelarla he preferido imaginar que seres que poseyeron la sensibilidad suficiente como para pintar los bisontes de la Cueva de Altamira tenían la inteligencia suficiente como para expresarse igual o mejor que muchos de nuestros contemporáneos.

Capítulo I Nacer en una cueva

Sus primeras sensaciones fueron el olor y el contacto de la piel de su madre, así como el olor y el contacto de la piel de bisonte con que su abuela les había arropado en cuanto cortó el cordón umbilical.

Fuera hacía frío, pero allí, en el estrecho espacio que quedaba entre dos generosos pechos y el suave pelaje del animal, descansaba a salvo tras el enorme esfuerzo que había significado abrirse paso desde la oscuridad absoluta del tibio vientre materno a la suave penumbra de una cueva apenas iluminada por una hoguera cuyo humo olía a roble y castaño.

Durmió hasta que acudieron a visitarlos la práctica totalidad de los miembros de una comunidad que se sentía feliz y afortunada por el hecho de que una nueva vida viniera a demostrar con pequeños gestos y sonoros llantos que los ghámanas se estaban convirtiendo en un clan fuerte y prolífico, capaz de hacer frente a cualquier adversidad por terrible que fuera.

Tras acariciarlo y besuquearlo se reunieron en torno a la hoguera de la caverna central con el fin de celebrar tan feliz acontecimiento, rogarle a los dioses que concedieran larga vida al recién nacido así como buscarle un nombre, puesto que desde el momento en que llegó al mundo ya no pertenecía a sus padres; pertenecía a todos porque todos tendrían que esforzarse a la hora de conseguir que sobreviviera, y por lo tanto todos tenían derecho a decidir cómo debería llamarse.

Y una larga experiencia demostraba que no resultaba empresa fácil debido a que hasta los mocosos opinaban, lo cual les estaba permitido porque de igual modo la experiencia demostraba que los más pequeños tenían más imaginación a la hora elegir nombres.

Se desecharon incontables opciones y se discutieron sin acritud múltiples propuestas, hasta que una chicuela se quedó mirando al techo, alzó la mano como si pretendiera cazar una mosca y comentó:

–Debería llamarse Ansoc –Humo– porque el humo sube, se escapa entre los dedos y nadie puede atraparlo.

La propuesta fue aprobada por unanimidad debido a que provenía de la hermana mayor del neonato, quien estaba destinada a ser la que más tiempo pasara a su lado cuando su padre estuviera cazando y su madre engendrando hijos, recolectando frutos o curtiendo pieles.

La fiesta concluyó con el sacrificio de una cabra que se consumió acompañada de huevos de codorniz, arándanos y setas.

Cuando Nanud despertó y su marido le comunicó que su cuarto hijo se llamaría Ansoc asintió satisfecha aunque comentó con una cierta amargura que confiaba en que no se volatilizara demasiado pronto.

El temor a que sus hijos no alcanzaran una edad en que podrían valerse por sí mismos, momento en el que al parecer se encontraban a salvo de los demonios que disfrutaban devorando las entrañas de los niños, sobrevolaba sobre los ghámanas desde el amargo día –incontables generaciones atrás– en que una mujer abandonada a su suerte por ladrona, bruja y estéril, les lanzó una maldición poco antes de perderse de vista rumbo a las montañas.

En primavera encontraron su cadáver congelado pero pese a que lo quemaron junto a un jabalí putrefacto con el fin de romper el hechizo, los niños continuaron muriéndose cuando aún gateaban, por lo que sus padres vivían en una constante angustia.

Perder a un hijo no solo constituía una terrible tragedia; estaba considerado casi un deshonor.

La comunidad necesitaba brazos fuertes y vientres fecundos.

Cuando al fin una fría mañana Ansoc abrió los ojos, lo primero que vio fue el techo de la cueva y el rojizo color de la piel del bisonte.

Al poco sintió hambre y lloró hasta que pudo aferrarse al generoso pecho de su madre, quien se sintió feliz al comprender que le seguía dando vida tal como se la había dado mientras lo tenía en su interior. Amamantar la tranquilizaba puesto que jamás conseguía olvidar que dos de sus hijos habían muerto justo en el momento en que dejaron de depender de su leche.

Nadie conseguía explicar la razón, pero solía ocurrir que era en ese limitado espacio de tiempo –el que transcurría entre la total dependencia de su madre y la casi absoluta dependencia de sí mismos– cuando el odiado hechizo hacía acto de presencia, los rostros de los pequeños comenzaban a tornarse cerúleos, tosían día y noche, se les enrojecían los ojos y acababan lanzando un último lamento que quedaba acallado por los lamentos de cuantos asistían a su angustiosa agonía.

A la pérdida de un ser amado se unía el hecho de que la tribu volvía a debilitarse.

En ese caso la lucha regresaba a sus comienzos puesto que se veían obligados a esperar nueve meses hasta que naciera un nuevo miembro, «y si al fin conseguía ver el sol», aguardar un par de años hasta que cruzara aquel impreciso umbral que separaba la vida de la muerte.

El hecho de que un niño viera por primera vez la luz del sol traía aparejado un complejo ritual al que convenía que asistiera toda la comunidad debido a que se trataba de una criatura nacida y criada en una caverna que siempre había sido su cuna, hogar y fortaleza, por lo que el hecho de salir al aire libre se equiparaba al hecho de volver a nacer.

A doce inviernos inusitadamente fríos les habían seguido casi sin transición veranos tórridos, y debido a ello se reducían al mínimo los anhelados y tan necesarios tiempos de recolección de frutos y sobre todo de caza, con lo que el hambre –y sobre todo el miedo al hambre– flotaba continuamente sobre las cabezas de los ghámanas.

Los ghámanas –que en su dialecto venía a significar «los montañeses»– constituían un grupo familiar de poco más de dos docenas de miembros, conocidos y respetados por su indiscutible habilidad para trepar por riscos y acantilados en los que conseguían defenderse y rechazar a sus atacantes.

Que un pequeño «naciera por segunda vez» tenía para ellos una especial transcendencia debido a lo cual la ceremonia se llevaba a cabo en un atardecer cálido y nublado con el fin de que la criatura no pasara de una forma traumática de la penumbra de una cueva iluminada por hogueras a la deslumbrante claridad de un día excesivamente luminoso.

Las ancianas y el chamán observaban con especial atención la reacción del niño ante la luz, casi del mismo modo que en el momento de venir al mundo habían comprobado que no le faltaba ningún miembro.

Ansoc superó con éxito la prueba ya que lo único que demostró fue sorpresa y al poco sonrió observando cuanto le rodeaba al tiempo que extendía la mano hacia el amado rostro de su madre.

Ya era un auténtico ghámana y ahora le tocaba demostrar que lo seguiría siendo durante los próximos treinta años.

Pedirle más sería exigirle demasiado puesto que eran pocos los que conseguían llegar a los cuarenta.

La vida en aquel clima y en aquellas circunstancias solía ser muy corta debido a que la caverna era el refugio en el que se protegían del frío, de la lluvia y de sus enemigos –incluidos las fieras u otros hombres–, pero también era el lugar en el que durante los largos inviernos pasaban demasiado tiempo respirando un aire que apenas se renovaba.

Sobrevivir a los tres primeros años era una auténtica hazaña; sobrevivir a los treinta, casi un milagro.

Ansoc consiguió sobrevivir a esos primeros años, y sus piernas empezaron a ser lo suficientemente fuertes como para que al fin le llevaran a ver el mar.

Durante los días más calurosos del año parte de los miembros de la comunidad, aquellos que no corrían peligro por ser demasiado jóvenes o demasiado viejos, se establecían en pequeñas cuevas de la costa con el fin de disfrutar de sus hermosas playas, un agua refrescante y una incontable diversidad de curiosos animales que cambiaban drásticamente su dieta.

Los ghámanas ignoraban por qué razón ocurría, pero sus antepasados les habían enseñado que durante los meses de calor intenso el mar proporcionaba mucho más alimento que durante el resto del año, del mismo modo que la tierra solía producir más frutos durante la primavera.

Y era cierto debido a que en la inmensidad de los océanos la gran masa de agua de las profundidades no se alteraba aunque las plataformas continentales disfrutaban anualmente de una prodigiosa transformación.

A lo largo del invierno las aguas de las capas superiores se habían ido enfriando, por lo que al ser más pesadas comenzaban a hundirse y al hacerlo desplazaban hacia lo alto las capas inferiores más calientes. Y con ellas ascendía la gran cantidad de sales minerales que se habían ido acumulando en el fondo por efecto de la sedimentación.

Al igual que las plantas terrestres necesitaban sales para su crecimiento, las algas las exigían, y con el aporte de esas sales despertaban de su letargo a una vida acuática que se desarrollaba con incontenible ímpetu.

La multiplicación llegaba a ser tan desproporcionada que en ocasiones inmensas extensiones se teñían de rojo, verde o pardo debido a la pigmentación de las algas que formaban el plancton, y podría decirse que el mar hervía de vida como una gigantesca máquina de creación y muerte.

A finales de verano el ritmo comenzaba a disminuir, los peces preferían regresar a las profundidades, y en otoño los océanos mostraban un fulgor fosforescente, frío y metálico, la poca vida que aún quedaba se sumergía y con el invierno todo parecía gris y muerto.

Pero al igual que en tierra los brotes aguardaban bajo la nieve, en las profundidades la vida esperaba y con la llegada del verano florecería nuevamente creando criaturas fascinantes.

Para Ansoc, que había pasado la mayor parte de su tiempo en una cueva en penumbra, el descenso a la costa constituyó una fabulosa aventura puesto que ahora todo era espacio, luz, color, estruendo del retumbar de olas, chillidos de gaviotas y olores limpios.

Descubrió que el océano, aquella fuerza bravía y rugiente que se perdía de vista en el horizonte, constituía la antítesis de las inamovibles paredes de roca entre las que había crecido, y que de sus entrañas nacían tantas criaturas pintorescas y asombrosas que cabría pensar que creaba una nueva forma de vida con cada nueva ola.

Y de entre todas ellas destacaba una que a la vez le atraía y repelía: los pulpos.

A su madre le encantaban; los atrapaba con facilidad, los golpeaba una y otra vez contra las piedras, los rasgaba a mordiscos y se relamía mientras devoraba hasta del último rejo.

Ansoc también se los comía, pero experimentaba la desagradable sensación de que los rejos se le retorcerían en las tripas del mismo modo que se habían retorcido mientras seguían con vida.

De igual modo le fascinaban los cangrejos, a los que perseguía sobre la arena o los charcos, sin comprender por qué razón corrían siempre hacia atrás, hasta la mañana en que su hermana Lía le explicó que lo hacían para ver siempre de frente a quienes los atacaban porque de ese modo se defendían con sus fuertes pinzas y conseguían escapar con mayor facilidad.

Fue durante aquel verano cuando Ansoc comenzó a tener plena conciencia de la asombrosa complejidad de la naturaleza, así como de hasta qué increíble punto los seres vivientes podían diferenciarse entre sí. Unos volaban, otros nadaban, otros corrían, otros se arrastraban, otros graznaban, otros mugían, otros aullaban y otros –los menos– incluso hablaban.

Resultaba ciertamente confuso.

A veces demasiado confuso.

Y cuando empezó a tener uso de razón le desconcertó ver como los hombres se esforzaban rompiendo piedras, sudando, resoplando, e incluso machacándose los dedos.

Se le antojó estúpido, hasta que comprendió que lo que en verdad hacían era convertir esas piedras de sílex en afiladas puntas que fijaban al extremo de largos palos con los que abatían ciervos, cabras, jabalíes y caballos.

Tiempo atrás también abatían bisontes, pero ya hacía muchos años que los bisontes se mostraban esquivos.

También fabricaban hachas y cuchillos con los que despellejar y descuartizar animales, así como raspadores con los que alisar sus pieles, por lo que con el paso del tiempo acabó por reconocer que de aquel monótono y aparentemente absurdo golpetear de piedra contra piedra dependía la supervivencia de la comunidad.

Pronto tuvo que aprender a buscar las piedras más idóneas, lo cual no era en absoluto empresa fácil ya que al igual que existían una gran diversidad de animales, plantas o árboles, también existían una gran diversidad de piedras, aunque la mayoría tan solo servía para alejar cabras o abatir tórtolas.

Su padre le enseñó a distinguirlas, por lo que a los siete años ya recolectaba miel, huevos, polluelos, castañas, arándanos y setas, pero sobre todo piedras.

Cuando regresaba con alguna realmente excepcional la marcaba con un tizón para que se supiera que –aunque perteneciera al clan– era él quien la había encontrado.

Fue por aquellas fechas cuando ocurrió un hecho que le marcó de forma muy notable, ya que de igual modo cambió también la forma de vida de la comunidad.

Una soleada mañana llegaron dos hombres de tierras tan lejanas que no se entendía lo que decían pero que indicaron con inequívocos gestos que pretendían quedarse con las puntas de lanza de mayor calidad. A cambio tan solo ofrecían unos largos, muy duros y muy afilados pinchos de hueso.

La respuesta fue rotundamente negativa, pero al poco los forasteros extrajeron de una bolsa un delgado cordel trenzado con los tendones de un caballo y lo introdujeron por el pequeño orificio taladrado en el extremo del pincho de hueso. A continuación clavaron este en una piel extrayéndolo por el otro lado de tal forma que arrastraba tras de sí el pedazo de cordel.

Casi sin transición lo acoplaron a otra piel, demostrando que con aquel sencillo artilugio podían unir dos trozos de piel por muy diferentes que fueran sus tamaños, grosores o procedencias.

Hombres y niños quedaron boquiabiertos.

Y las mujeres fascinadas, puesto que por primera vez tenían en las manos algo que estaría y seguiría estando en las manos de millones de mujeres hasta el fin de los siglos: una primitiva y rústica, pero muy eficaz, aguja de coser.

Los astutos forasteros hicieron un gran negocio pero nunca volvieron, por lo que los ghámanas, tanto hombres como mujeres, se aplicaron a la tarea de descubrir a qué tipo de animales pertenecían aquellos resistentes huesos y cómo debían ingeniárselas para que no se quebraran en el momento de atravesar una piel mal curtida o demasiado resistente.

A Ansoc, sinceramente impresionado por la inventiva y el valor de unos desconocidos que habían sido capaces de atravesar una cadena de altísimas montañas en las que proliferaban los lobos, osos, leones y toda clase de fieras sanguinarias, le sorprendió que pese a su innegable inteligencia no hubieran sido capaces de pronunciar ni una sola palabra inteligible.

Fue el anciano más sabio de la tribu quien le señaló:

–Las palabras son como las aves, que en primavera y otoño cruzan muy alto y nunca sabemos dónde anidarán. Quienes lo saben se aprovechan de ellas pero nosotros no.

Ni el anciano ni Ansoc podían imaginar que a lo largo de miles de años los seres humanos crearían millones y millones de palabras comprensibles, pero que con el paso del tiempo estas se perderían del mismo modo que las aves migratorias se perdían de vista en el horizonte.

Tan solo muchísimos siglos más tarde, otros hombres tan inteligentes o más que los que inventaron las agujas fueron capaces de diseñar signos que representaban letras o palabras, y al grabarlos en piedras, pieles, barro o papiro transmitieron sus conocimientos a aquellos que fueran capaces de reconocerlos.

Ese aún muy lejano día las palabras dejaron de ser solo sonidos para pasar a convertirse en escritura.

Capítulo II La montaña viviente

El hecho de conseguir que dos pieles se unieran permitió a las mujeres confeccionar prendas de abrigo, gorros, guantes y zapatos capaces de proteger a sus maridos y a sus hijos cuando cazaban en mitad del más riguroso invierno.

Las pieles habían sido tratadas con procedimientos complejos que comprendían raspado, ahumado y suavizado con un tratamiento a base de distintas grasas, por lo que ya no era necesario ajustárselas al cuerpo atándolas de cualquier manera; a partir de ahora las prendas podían adaptarse a cada constitución, lo cual no solo significaba más protección y calor, sino mayor libertad de movimientos.

Tal era el agradecimiento de las mujeres a las agujas que cuando se rompían conservaban los pedazos en un diminuto altar ante el que a menudo se inclinaban como si se tratara de reliquias.

Cuando el chamán les echaba en cara lo que consideraba una ofensa a los dioses, las mujeres no dudaban en responder que ningún dios había hecho nunca por ellas nada remotamente comparable a lo que hacían las agujas.

Los viejos se indignaron ante lo que se les antojaba una blasfemia, pero los jóvenes, que poco entendían de dioses pero mucho de frío, se mostraban de acuerdo, puesto que ahora sus abuelas, sus madres y sus hermanas les facilitaban la ardua tarea de seguir durante horas el rastro de un rebeco sobre la nieve sin miedo a congelarse.

Una noche, una astuta adolescente a la que se le agarrotaban los dedos de tanto esforzarse intentando que la aguja no se partiera, tuvo la feliz ocurrencia de quemar previamente la piel con la punta de una brasa de carbón.

Había comprobado que cuando practicaba un corte que sirviera de ojal, la piel acababa rajándose, pero el nuevo sistema de la diminuta quemadura resultaba altamente fiable.

Aunque bien visto era una idea estúpidamente simple, fue necesario que una imaginativa muchacha se decidiera a ponerla en práctica para que el resto de sus compañeras la imitase.

Es algo que ha acontecido con muchas soluciones debido a que parecen estúpidamente simples una vez que han sido resueltas.

Los grandes inventos provienen de mentes brillantes, pero las pequeñas soluciones suelen provenir de mentes normales que se ven obligadas a enfrentarse a diario con pequeños problemas.

Fue gracias a esa capacidad de superar sencillos obstáculos que las generaciones posteriores ni siquiera tuvieron necesidad de plantearse, que los seres humanos supieron abrirse camino en un mundo hostil y plagado de enemigos.

De todos esos enemigos, los más temidos, los más odiados, los que habían sido odiados y temidos desde el inicio de los tiempos, y los que seguirían siendo odiados y temidos hasta el final de los tiempos, eran los lobos, debido a que eran los únicos capaces de competir en cuanto a ferocidad y astucia.

–Los osos son mas fuertes, pero sueles ser solitarios y tan solo atacan cuando tienen mucha hambre… –explicaban los ancianos cuando se reunían en torno a la hoguera–. Sin embargo los lobos no buscan comida para ellos sino para toda la manada y preparan por anticipado complejas estrategias, por lo que cuando se juntan resultan casi invencibles.

–¿Por qué invencibles?

–Porque soportan el frío, son rápidos, astutos y resistentes y se comunican con aullidos que llegan muchísimo más lejos que nuestros gritos, lo cual les proporciona una enorme ventaja a la hora de atacar en manada.

–Pero nosotros tenemos armas…

–Su velocidad y sus colmillos resultan más eficaces.

–También tenemos a los dioses.

–Los dioses jamás intervienen cuando se trata de los lobos, tal vez porque los temen, o tal vez porque prefieren divertirse con otras cosas.

–¿Como qué?

–Enviar «aguas muertas» o lluvias torrenciales, hacer que la tierra tiemble, o abrir una montaña de la que surgen ríos de fuego que al poco se convierten en piedras tan negras como tizones.

–¿Esas piedras sirven para hacer cuchillos y puntas de lanza?

–No, porque al parecer son los excrementos del demonio que vive en las montañas.

–¿Tú has visto esos excrementos?

–No, pero los vio el padre del padre de mi padre, que tuvo que huir porque el aire se volvía tan ardiente que los pájaros caían abrasados y los animales morían en cuanto abrían la boca. Apestaban a pescado podrido y se asustó tanto que estuvo vagando durante años a través de desiertos y montañas.

–¿Qué es un desierto?

El anciano observó casi despectivamente al muchacho que había hecho la pregunta; fue a decir algo que demostrara la profundidad de sus conocimientos, pero acabó por agitar la cabeza admitiendo su ignorancia.

–No lo sé. Mi padre contaba que su padre contaba que su padre contaba que era como una inmensa playa en la que no había agua, ni almejas, ni cangrejos, ni aves, ni cualquier otro tipo de animales debido a que habían muerto a causa del calor y la sed.

–Yo siempre he creído que el padre del padre de tu padre mentía más que hablaba, y eso que nunca paraba de hablar –intervino la mujer con la que el anciano había compartido su vida–. A mí esos demonios que cagan ríos de fuego que luego se transforman en piedra y esas playas en las que la arena es tan alta como las montañas se me antojan fantasías de viejo chiflado.

El anciano ni tan siquiera se molestó en responder, no tanto por el hecho de no llevarle la contraria a quien temía, sino porque en realidad a él también le costaba aceptar que tales historias pudieran ser ciertas.

Más bien debían ser falsas porque en ninguna mente sensata cabía la idea de que una montaña escupiera malolientes piedras de fuego cuando era cosa sabida que las piedras no olían y no ardían ni aunque se pasaran la noche sobre las brasas.

No obstante el pequeño Ansoc quedó muy impresionado por el apasionante relato, pues hasta aquel momento jamás había oído decir que pudieran existir mundos que se diferenciaran del suyo de un modo tan absoluto.

Imaginar montañas rugientes y silenciosos desiertos exigía un gran esfuerzo mental.

Esa noche lo intentó y de improviso tuvo la impresión de que las grietas del techo se abrían y de cada una de ellas surgía una lengua de fuego que le abrasaba los ojos.

Le asaltó una sensación de espanto similar a la que experimentaba cuando en el amanecer escuchaba el aullido de los lobos, pero con una notable diferencia: su padre le había enseñado a defenderse de los lobos, pero jamás había mencionado las rocas incandescentes o los desiertos sin vida.

Tampoco su hermana Lía, que a su parecer era el miembro más inteligente de la familia y quien más cosas le enseñaba, se refirió nunca a la existencia de mundos tan complejos como los que contaba el padre del padre del padre del anciano.

Lía lo protegía y cuidaba más que su madre, ya que esta se pasaba la mayor parte tiempo embarazada, apareándose con su padre o atendiendo a los más pequeños.

Lía no; Lía era muy joven y jamás se había apareado, por lo tanto jamás había estado embarazada y siempre había sentido por él mucho más cariño que por ningún otro de sus hermanos.

Dormían juntos, jugaban juntos, buscaban piedras o comida juntos y habían llorado juntos cuando alguno de los pequeños comenzaba a toser, su rostro cambiaba de color y acababa muriendo.

Y fue Lía quien una mañana le descubrió acuclillado sobre una laja de piedra, trazando con ayuda de un tizón la silueta de un cabritillo que pastaba a unos metros de distancia.

Se limitó a permanecer inmóvil, observando la pequeña mano que asemejaba un gorrión que transportara un carboncillo en el pico y que se movía sin la menor vacilación, sin un respiro, como si supiera por anticipado qué gesto tenía que hacer o qué fuerza debía imprimir al trazo para que el resultado fuera una copia exacta de un animal que permanecía muy quieto, como si fuera consciente de que servía de modelo a quien pretendía inmortalizarle.

–¿Cómo lo haces?

–¿Qué?

–Eso… Pintarlo igual.

La única respuesta fue un encogimiento de hombros y su hermana lo entendió puesto que había permanecido a su lado desde que nació y por lo tanto le constaba que nadie le había enseñado a manejar con tanta habilidad un simple pedazo de carbón.

A menudo había visto como hombres, mujeres o niños pintarrajeaban las paredes de la cueva, pero por lo general tan solo eran toscos signos, pese a que algunos parecieran haber sido hechos con la intención de representar a un animal.

Lo que ahora tenía ante los ojos era distinto; era «un ser casi vivo» que transmitía la impresión de estar dispuesto a echar a correr en cualquier momento.

Y al fin el modelo lo hizo; se alejó en busca de los suyos aunque una parte de él permaneció sobre la laja de piedra hasta que la lluvia lo convirtió en una mancha.

Lía se entristeció, pero su hermano le devolvió la sonrisa al dibujar un ciervo saltando, y días más tarde la obsequió con tres cabezas de caballo que parecían estar luchando por ser los primeros en alcanzar a una yegua en celo.

Fue aquella misma mañana cuando llegó corriendo un hombre que hacía grandes aspavientos mientras gritaba que en la costa había hecho su aparición un monstruo.

Todo el que tuvo fuerzas corrió a verlo, y era en efecto un monstruo; una montaña viviente que había quedado varada con medio cuerpo en el mar y medio en tierra.

Su gigantesca cola golpeaba el agua mientras se agitaba en un inútil esfuerzo por escapar de la implacable trampa en la que había caído, al tiempo que sus inmensos ojos negros mostraban a las claras el terror que experimentaba.