Viracocha - Alberto Vázquez-Figueroa - E-Book

Viracocha E-Book

Alberto Vázquez-Figueroa

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Beschreibung

Esta novela relata las vivencias que pudo tener Alonso de Molina, oriundo que Úbeda, personaje histórico español que participó en el segundo viaje de Francisco Pizarro en pos del Imperio incaico, y que formó parta de "los Trece de la Fama", es decir, uno de los trece soldados españoles que no quisieron abandonar a su jefe en la isla del Gallo. Por orden de Pizarro, Alonso De Molina desembarcó en Tumbes acompañado de un esclavo negro. Y a partir de aquí Alberto ficciona la extraordinaria historia que pudo vivir este aventurero un poco loco, revolucionario e intelectual en los fastuosos Andes peruanos y sus impresionantes y misteriosas ciudades de piedra, en el marco de una de las más fabulosas civilizaciones que han existido, con el brutal choque que debió significar el encuentro entre dos culturas, la española y la incaica, tan dispares.

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Categoría: Novela histórica

Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa

Título original: Viracocha

Primera edición: 1987

Reedición revisada: Abril 2022

© 2022 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Portada: Silvia Vázquez-Figueroa

ISBN: 978-84-18811-76-0

Producción del ePub: booqlab

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

A Carlos Ares, de profesión gallego.

«Por allí se va a Panamá, para vivir para siempre en la miseria y la deshonra... Por aquí, a lo desconocido y sufrir penalidades o a conquistar nuevas tierras y conseguir la gloria y la riqueza. Que cada cual escoja, como buen castellano, lo que mejor le plazca...».

Le vino a la mente una vez más la tragicómica imagen del anciano esquelético y mugriento cuyo enfebrecido rostro, oculto tras una enmarañada barba grisácea, reflejaba la desesperación a que le habían conducido años de hambre, enfermedades y miserias, pero cuyos penetrantes ojos demostraban, más que un millón de palabras, que pese a la infinidad de contratiempos, traiciones y malquerencias que había tenido que soportar desde niño, continuaba siendo –ya casi en el ocaso de su vida– el más osado y testarudo de los capitanes extremeños.

Acababa de trazar una raya en la arena con la roma punta de su maltrecha espada y, al observar cómo le bailaba la herrumbrosa armadura en torno al descarnado pecho que semejaba un desvencijado cesto de mimbres ya resecos, experimentó una dulce piedad hacia lo poco que quedaba de su pasada hidalguía, y sacudió la cabeza alejando el triste pensamiento de que había llegado la hora de que alguien encerrara por loco a aquel viejo y cansado luchador.

Pero allí estaba, solo al otro lado de la profunda raya, desafiándolos una vez más con sus ojos de fuego, firme como una roca sobre sus flacas patas de cigüeña, con la espalda levemente cargada por el peso de la edad y el sufrimiento, y tres blancos mechones de ralos cabellos asomando impertinentes por los bordes de un abollado yelmo que más parecía cacerola de cocina miserable que casco protector.

Hasta allí habían llegado; aquel era sin duda el fin de la más estúpida aventura de la última centuria y, sin embargo, una piltrafa humana con más hambre que aliento aún insistía ciegamente en que en el desconocido Sur aguardaba la gloria y la riqueza, mientras que el regreso al hogar tan solo acarrearía la vuelta a las desgracias.

Un murmullo de hastío y descontento se extendió como una ola sobre los cansados hombres que observaban la escena.

Alonso de Molina miró a su capitán, que lo miró a su vez como si pretendiera hipnotizarlo, y tuvo que apartar el rostro a sabiendas de que sería capaz de convencerlo sin pronunciar ni una nueva palabra.

Luego el anciano se volvió a Bartolomé Ruiz como si se tratara en verdad de su última esperanza, y tras unos instantes de duda, el arriesgado piloto andaluz dio tres largas zancadas y atravesó la ridícula raya.

Le siguieron varios hombres cuyo nombre había olvidado, y al fin el propio Alonso de Molina, sin que ni siquiera él mismo llegara a saber jamás qué le impulsó a dar semejante paso y si lo hizo en quinto o sexto lugar, porque había pasado más de un año, los detalles carecían de importancia y nadie debía acordarse ya de lo que ocurrió en la desolada isla del Gallo y cuántos fueron los ilusos que una vez más confiaron en las locas fantasías del viejo Pizarro.

Todos habían regresado ya definitivamente al Norte; a la miseria y a la paz de sus hogares de Panamá, Santo Domingo, España o Nicaragua, y él era probablemente el único en cuyos oídos continuaban resonando las palabras del maltrecho capitán, que sin más ayuda que una docena de lunáticos hambrientos aún soñó con intentar la conquista de un gigantesco imperio.

Si hubiera imaginado aquella triste mañana todo cuanto ahora comenzaba a intuir sobre el tamaño y poderío del imperio que Pizarro se empecinaba en invadir con sus menguadas huestes, la patética escena se le hubiera antojado aún más ridícula, y en lugar de sentir piedad y admiración por el postrer gesto de audacia de su indomable líder, hubiera acabado por reírse en sus largas narices, escupiéndole a la cara por su idiota arrogancia.

«Cortés lo hizo».

Mil veces había escuchado aquel vano argumento y otras mil lo esgrimió tratando de convencerse o convencer a los incrédulos, pero ya lo encontraba gastado por socorrido y necio, y tanto más inconsistente se le antojaba cuanto más se adentraba en aquel mítico reino del que nadie supo contar jamás más que sandeces.

Eran otros los tiempos y otras las gentes que acompañaron a Cortés en su aventura por tierras mexicanas, y sobre todo debió ser otro bien distinto el pueblo al que tuvo que enfrentarse, pues no cabía en mente humana que con tan escasa tropa hubiera conseguido inquietar en lo más mínimo a una organización como la incaica.

Recorrió con la vista los gruesos muros de la amplia estancia en que había pasado la noche, admiró una vez más la exquisita técnica con que estaba labrada cada piedra para que encajara con matemática precisión en las vecinas, y se autoconvenció de que ni los más afamados canteros italianos habrían conseguido un trabajo semejante.

Recordó luego la magnificencia de la ciudad de Túmbez; la colosal obra de ingeniería de los regadíos de los valles costeros, o la delicada belleza de su cerámica, sus tejidos y sus joyas, y llegó nuevamente a la conclusión de que ni Cortés, ni Alvarado, ni Balboa, ni ningún otro de los grandes capitanes de su tiempo, hubiera osado intentar siquiera la conquista de un imperio semejante.

Y, sin embargo, estaba convencido de que el testarudo Francisco Pizarro volvería.

A estrellarse contra su negro destino una vez más sin duda alguna, pero tan decidido como siempre a alcanzar la gran victoria que los cielos le negaban a porfía, porque podría creerse que por sus venas no corría la roja sangre del cristiano bien nacido, sino el negro veneno de quien no está dispuesto a irse a la tumba sin haber dejado su nombre marcado a sangre y fuego en la memoria de los hombres.

A su edad, los ancianos allá en Úbeda no aspiraban más que a un rayo de sol en las mañanas, un vaso de buen vino a media tarde y un banco en la puerta de las casas desde el que ver pasar las mozas y los últimos flecos de la vida, pero aquel indestructible extremeño sarmentoso aún aspiraba a vencer en mil batallas, levantar cien ciudades y ganar para su rey un millón de súbditos sumisos.

Sí; Pizarro era muy capaz de plantarle cara a la muerte y derrotarla si de ello dependía la huella que dejara de su paso por la tierra.

Alonso de Molina, nacido en el seno de una familia feliz y habiendo pasado su juventud rodeado por el aliento de los suyos hasta el punto de que a pesar de haberse sacrificado para pagarle los estudios en Sevilla, Toledo y Roma supieron aceptar que prefiriese abandonar los libros para lanzarse a la aventura de las armas, comprendía sin embargo mejor que muchos que aquel pobre porquerizo analfabeto, hijo bastardo de un gentilhombre de dudosa alcurnia, necesitase más que nadie destacar por encima del resto de sus contemporáneos. Para Pizarro, conquistar un imperio constituía ya la única esperanza de justificar una vida de la que tan solo había recibido golpes y vejaciones, sin ofrecerle como alternativa de futuro más opción que la victoria total o la más negra derrota.

Volvería para vencer o morir, pero él, que había aprendido a apreciar a aquel viejo gruñón y cabezota, no deseaba convertirse una vez más en testigo de su indudable fracaso.

Escuchó un rumor de voces en la estancia vecina, luego unos seguros pasos que se aproximaban a la gruesa cortina, y tomó asiento en la estera en el momento en que hacía su aparición un hombre de corta estatura pero semblante enérgico y altivo que vestía una rica túnica multicolor, calzaba sandalias de fino cuero y se adornaba el pecho con el distintivo de los curacas.

Se observaron unos instantes en silencio y se diría que al recién llegado le impresionaba la presencia de aquel altísimo ser de ojos claros y barba espesa, pese a que se encontrase sin duda prevenido ante lo inusitado de su aspecto.

–Soy Chabcha… –dijo al fin yendo a tomar asiento sobre un banco de piedra con la espalda apoyada contra el muro–. Chabcha Pusí, curaca de Acomayo, y me envían a buscarte.

–¿Para llevarme adónde?

El otro tardó en responder como si necesitase tomarse un tiempo para aceptar el hecho de que aquel extraño individuo hablara su propia lengua y lo hiciera con un vozarrón que retumbaba en la amplia estancia de oscura piedra pulimentada.

–Para llevarte al Cuzco –se decidió a replicar–. El Inca quiere verte.

–¿Huáscar?

–¿Acaso existe otro?

–He oído decir que su hermano también aspira al trono.

–Atahualpa tan solo es su hermanastro; un bastardo sin derechos sucesorios. Únicamente la condescendencia de Huáscar ha impedido que el castigo de los dioses caiga sobre su impía cabeza, pero la paciencia de mi señor se está acabando.

–Pues por lo que tengo visto tu señor debiera andarse con ojo porque el poderío de su hermanastro se acrecienta.

–No creo que sea asunto de tu incumbencia. ¿Cuál es tu nombre?

–Molina… Capitán Alonso de Molina, natural de Úbeda.

El indígena se tomó de nuevo un tiempo para asimilar el desconcertante nombre que acababa de escuchar y, cuando pareció haberlo memorizado a la perfección, señaló con su sequedad habitual:

–Escúchame bien, capitán Alonso de Molina, natural de Úbeda… No soy quien para decidir si eres un dios o un simple mortal llegado de tierras muy lejanas, pero hay algo que debes tener presente si pretendes vivir en paz entre nosotros: la suprema autoridad del Inca no admite discusión, y quien la pone en entredicho es reo de muerte.

–Escúchame tú también a mí, Chabcha Pusí, curaca de Acomayo… Desembarqué en tu país dispuesto a aceptar la autoridad de su soberano, quienquiera que fuese, pero desde el día en que puse el pie en Túmbez, unos me hablan de Huáscar y otros de Atahualpa; unos quieren que los acompañe al Cuzco y otros a Quito; unos pretenden adorarme como a un dios, y otros apedrearme como a un perro… ¿Qué actitud quieres que adopte si os negáis a ofrecerme una pauta?

–¿Por qué lo hiciste?

–¿Qué?

–Desembarcar en Túmbez cuando tus acompañantes volvieron al mar.

El español le observó largamente mientras se entretenía en rascarse con fruición el enmarañado bigote, hecho que había descubierto que desconcertaba a los barbilampiños indígenas, y al fin optó por encogerse de hombros y negar con un gesto:

–Esa es sin duda una buena pregunta que me repito a menudo… –señaló–. ¿Por qué diantres se me ocurrió la idea de quedarme en un país desconocido cuando todo lo que amo está tan lejos? –Se encogió de hombros con sincera indiferencia–. Aún no conozco la respuesta exacta, pero confío en encontrarla.

–¿Cómo aprendiste nuestro idioma?

–Por unos prisioneros tumbecinos que Bartolomé Ruiz encontró en una balsa que andaba a la deriva y trajo a la isla del Gallo. Los idiomas siempre fueron mi fuerte. De niño aprendí latín y griego; de muchacho, portugués e italiano, y de soldado ya, alemán y flamenco… –Rio divertido–. Pero supongo que todo eso a ti te suena a chino…

El curaca hizo un gesto a sus espaldas; hacia el punto en que se suponía que quedaba el océano.

–¿Existen muchos países más allá del mar de donde vienes?

–Muchos –admitió Alonso de Molina–. Demasiados, quizás, a juzgar por los líos que arman... ¿Acaso vosotros no tenéis vecinos que hablen otros idiomas?

–Los tenemos –admitió el inca–. Pero no son más que aucas, salvajes sin ley, orden, ni dios, que incluso se devoran entre sí... –Permaneció unos instantes ensimismado, como si su pensamiento se encontrase muy lejos, se alisó levemente el borde de la túnica con un gesto instintivo que repetía con frecuencia, y súbitamente pareció tomar una decisión poniéndose en pie casi de un salto–. Es hora de marcharse –dijo–. El camino es largo.

Fuera hacía frío.

Dos docenas de hieráticos soldados y algunos pacientes porteadores aguardaban sin embargo al borde del camino, y aunque sus impasibles rostros de nariz aguileña y rasgados ojos oscuros raramente mostraban sus emociones, resultó evidente que al aparecer el español algunos se agitaron, pues la monstruosa presencia del gigante barbudo que vestía de metal reluciente y se armaba con una larga espada y un «Tubo de Truenos» superaba con mucho cuanto pudieran imaginar que verían nunca.

Alonso de Molina sostuvo su mirada con firmeza y por último se volvió a su acompañante:

–¿Dónde están «El Orejón»,«Cara de Flauta» y sus hombres? –quiso saber.

–Volvieron a Túmbez –fue la agria respuesta–. Y ese «Orejón», «Cara de Flauta», como le llamas, es Chili Rimac, pariente directo de mi señor, el Inca... Te aconsejo que muestres más respeto hacia cuantos tienen sangre real.

–Poca sangre tenía ese –replicó Molina en tono abiertamente despectivo–. Y más miedo que siete viejas... Veía enemigos por todas partes y a Ginesillo ni siquiera le permitía que se le aproximara porque es negro...

–¿Negro? –repitió incrédulo el curaca–. ¿Un hombre negro, «negro»?

–Como el carbón. Ginesillo es más negro que las piedras del muro.

–¿Y con qué se pinta?

El andaluz lanzó una sonora carcajada que inquietó a los soldados y espantó a los porteadores:

–No se pinta –replicó– ¡Qué más quisiera que tener que pintarse! Nació así.

–No es posible –negó el indígena agitando convencido la cabeza–. Nunca se ha oído hablar de un hombre negro.

–Pues si quieres convencerte no tienes más que bajar a Túmbez y le encontrarás revolcándose con todas las muchachas que lo acosan. El maldito «Orejón» no quiso que viniera y aún no entiendo por qué. Hace años que vamos juntos a todas partes...

El otro pareció profundamente preocupado.

–Nada me comentó de un hombre negro –musitó casi para sus adentros–. Ni en el Cuzco nadie conoce tampoco su presencia. Los mensajeros hablaron de un hombre alto, blanco y barbudo. Señor del Trueno y de la Muerte, pero ni una sola palabra se dijo acerca de un... «negro». ¿Seguro que no sueñas?

–¡Oh, vamos! –protestó Alonso de Molina– Conseguirás decepcionarme. ¿Tan difícil resulta imaginar que exista una persona cuya piel sea del color de tu cabello...? –Aproximó su antebrazo al del inca–. Yo soy blanco, tú cobrizo, ¿qué tiene de extraño que otros hayan nacido más oscuros?

Chabcha Pusí, curaca de Acomayo, necesitó reorganizar su mente ante la enorme cantidad de novedades que se veía obligado a asimilar en tan corto espacio de tiempo, y tras alisarse una vez más el borde de la túnica, sacudió la cabeza y se encaminó hacia el más cercano de sus hombres, al que musitó algo en voz baja.

El español aprovechó la ocasión para orinar sobre un matojo, ajeno al desconcierto que su acción provocaba entre quienes cuchicheaban tratando de ponerse de acuerdo sobre si se trataba de un dios o un simple mortal, al tiempo que extendía la mirada sobre el sucio desierto que se perdía de vista a la orilla de un mar gris y plomizo, pues desde que dejaran atrás las últimas manchas de verdor que rodeaban Túmbez, el paisaje se había convertido en una monótona llanura seca y estéril, cubierta eternamente por un cielo turbio y polvoriento que filtraba la luz desdibujando los contornos de las cosas.

Aquel era sin duda el lugar más desolado y triste que hubiera contemplado a lo largo de sus treinta y tantos años de existencia, ya que la seca calima nada tenía que ver con las brumas de las altas montañas ni aun con las densas nieblas de los amaneceres en las profundas selvas, y más bien se trataba de un aire pastoso y viejo, como sin vida, que transmitía a los objetos, las bestias y a los hombres el deprimente aspecto de encontrarse arrinconados en el desván del universo.

Salvo el tambo, o fortín en que acababa de pasar la noche y que se alzaba negro y altivo, desafiante y poderoso, al borde del camino dominando estratégicamente una pequeña garganta que daba paso a un largo valle que se elevaba hacia la serranía, el resto de las edificaciones que se desparramaban por las proximidades se hallaban construidas a base de un adobe reseco y tan poco consistente que unas gotas de agua hubieran bastado para descomponerlo como un terrón de azúcar.

–¿Cuándo fue la última vez que llovió aquí?

El curaca, que se había aproximado nuevamente mientras dos de sus hombres emprendían a toda prisa el camino que conducía de regreso a Túmbez, lanzó una sorprendida mirada a su alrededor, como si la pregunta le tomara por sorpresa y por último negó con un ligerísimo ademán de cabeza:

–Desde que Viracocha creó los mares y las tierras jamás ha caído una gota de agua a este lado de las montañas. Fue un castigo por la maldad de sus habitantes que trataron de matarlo apedreándole. Los maldijo para siempre, privándolos de la visión del azul del cielo y de la bendición de la lluvia.

Observando a los escasos lugareños que encontraron más tarde a su paso, Alonso de Molina llegó a la conclusión de que el castigo del dios debió ser sobradamente merecido, puesto que aquellas gentes se le antojaron los seres más sucios, polvorientos, toscos y malencarados con que hubiera tropezado en sus múltiples correrías por todos los confines del planeta, e incluso los soldados y porteadores de Chabcha Pusí los rehuían como si los temieran o se tratara en verdad de seres apestados.

El inca tampoco parecía encontrarse a gusto en sus proximidades, y en cuanto se adentraba en alguno de sus mugrientos y malolientes villorrios chascaba secamente la lengua para que los que le transportaban a hombros iniciaran una corta carrera.

El español había rechazado desde el primer instante el ofrecimiento de realizar parte del viaje en otra litera, no tanto por el hecho de que le desagradara obligar a nadie a que lo cargara, como porque le asaltaba la instintiva sensación de que en semejante circunstancia se encontraría indefenso frente a cualquier imprevisto.

Los años de luchas y emboscadas le habían acostumbrado a vivir eternamente alerta, y tanto en Panamá como en Nueva Granada había escapado de la muerte en más de una ocasión gracias a la rapidez de sus reflejos y al hecho indiscutible de que una especie de sexto sentido parecía avisarlo con décimas de segundo de anticipación de que algo desagradable estaba a punto de ocurrir.

Ahora lo aguardaba un larguísimo viaje a través de un país que ningún europeo había pisado siquiera anteriormente, ignorando qué clase de peligros acechaban a cada vuelta del camino, y no se encontraba por tanto dispuesto a consentir que la molicie de un viaje en litera quebrase sus defensas porque sabía cómo hacer frente a sus enemigos con los pies sobre la tierra, pero jamás lo había intentado a metro y medio del suelo.

Por ello, cuando cruzaba junto a los terrosos campesinos de aviesa mirada que inclinaban sumisamente la cabeza ante el cortejo pero seguían luego sus pasos con el rabillo del ojo al tiempo que ocultaban las manos bajo sus anchos ropajes, lo hacía siempre con el gesto altivo, el arcabuz firmemente aferrado y el plomo de la espada tintineando apenas contra el peto de la refulgente coraza.

Alonso de Molina había aprendido que su altura –casi dos cuartas superior a la del más corpulento de los soldados indígenas–, sus armas, sus ropas, y sobre todo su oscura y poblada barba aterrorizaba a los nativos casi tanto como atraía a sus mujeres, y tenía clara conciencia de que aunque en apariencia aquel era un pueblo pacífico, tampoco estaba de más dejar desde un principio bien sentado que a la hora de la verdad podía convertirse en un terrible enemigo.

–¡Gente mala! –masculló con desprecio Chabcha Pusí escupiendo ostensiblemente cuando hubieron dejado atrás uno de aquellos puñados de casuchas que ni tan siquiera podían considerarse comunidad humana–. Mala, traidora y holgazana. Cuando mi señor Huayna Capac vivía, les impuso la obligación de presentar cada luna llena un canuto de pulgas para obligarlos al menos a esforzarse en buscárselas. Serían capaces de permitir que les comieran vivos con tal de no molestarse en aplastarlas. Cuando las cosas vuelvan a la normalidad, aconsejaré a mi señor Huáscar que reimplante ese impuesto.

–¿Conoces bien a Huáscar?

–Nadie se atreve a intentar conocer al Inca –fue la sorprendente respuesta pronunciada en voz muy baja, como si en verdad temiera que alguien más pudiera oírle–. Desciende del dios Sol, y sabido es que quien osa mirar directamente al sol se queda ciego.

–No en esta tierra... –le hizo notar el andaluz señalando con la barbilla el descolorido disco que apenas se entreveía a través de la espesa atmósfera gris y polvorienta–. No en esta tierra, ya que jamás vi tanto ciego y tuerto juntos... ¿A qué se debe?

El otro se detuvo, lo miró fijamente como tratando de leer en sus ojos, aunque resultaba evidente que su color azul le producía un rechazo instintivo, y por último bajó de nuevo la mano para alisarse el borde de la túnica mientras musitaba de modo casi inaudible:

–Eres muy observador. Peligrosamente observador, diría yo. Nuestros sabios tardaron años en advertir que este es un pueblo al que los dioses infligen reiteradamente el supremo castigo de la ceguera, y sin embargo tú lo has notado tan solo de atravesarlo... ¿Por qué?

Alonso de Molina sonrió mostrando abiertamente su ancha dentadura:

–Tal vez se deba a que mi abuelo, al que adoraba, quedó ciego siendo yo un niño y esa fue una impresión que me marcó para siempre... En Almería, cerca de donde yo nací, es tradición que también sus gentes sufren mucho de la vista. ¿Acaso resulta peligroso para la seguridad del Imperio que me fije en esas cosas?

–Los espías acostumbran a fijarse siempre en todo.

–Pero se libran de comentarlo... –Rio el español–. Les va en ello la vida...

Fue a añadir algo, pero le interrumpió una brusca agitación entre los soldados que los precedían, se escuchó un confuso murmullo y la columna se detuvo al tiempo que se abría un espacio y el oficial que iba en cabeza se aproximaba con aire compungido.

–Una culebra verde ha cruzado el camino de Norte a Sur –señaló seriamente–. Lucía dos manchas blancas cerca de la cabeza.

Chabcha Pusí, curaca de Acomayo, pareció vivamente impresionado e inquirió en el mismo tono, grave y profundo:

–¿Qué tamaño tenía?

El oficial dudó unos instantes y al fin abrió las manos hasta casi todo lo que le daban de sí los brazos, lo que hizo que el ceño del inca se frunciera aún más, y por último ordenara con sequedad:

–Nos detendremos hasta que el sol alcance su cénit e inicie su descenso. –Tomó asiento sobre la litera que los porteadores habían dejado en el suelo, dispuesto a esperar pacientemente la hora señalada, y Alonso de Molina se le aproximó acuclillándose frente a él desconcertado:

–¿De verdad piensas detenerte por una tontería semejante?

–¿Tontería? –repitió el curaca, sorprendido–. Nada hay de peor agüero que una serpiente cruzando de Norte a Sur cuando vas hacia el Cuzco... Loco estaría si no me detuviera...

–¡Diantre! –exclamó el andaluz, estupefacto–. En Úbeda las viejas y los tontos se asustan si cruza un gato negro, e incluso muchos hombres lanzan conjuros y maldiciones cuando ven una «bicha», pero de eso a retrasar un viaje en mitad del desierto media un abismo.

–El tiempo puede recuperarse, pero nadie recupera el favor perdido de los dioses. Tienen sus normas y debemos respetarlas.

Resultaba evidente que no parecía dispuesto a continuar discutiendo sobre el tema. El español lo entendió así, y se limitó por tanto a recostarse contra una roca dedicándose a contemplar el árido y repelente paisaje, y a un distante grupo de lugareños que se afanaban sin convicción revolviendo la reseca tierra con ayuda de toscas herramientas de madera.

Cansado de observar su estéril esfuerzo, y a la vista de los escasos rendimientos que debía proporcionarles semejante pedregal, comentó en voz alta:

–¿Qué hacen? ¿Por qué no se largan de este lugar infecto? Al Norte la tierra es abundante y fértil y allá arriba, en las montañas, deben existir lugares menos inhóspitos. ¿Por qué se empeñan en morirse de asco en este infierno?

El inca se volvió y se diría que necesitaba tomarse un tiempo para asimilar lo que estaba diciendo. Por último, señaló con naturalidad:

–Esta es la tierra destinada a su tribu, y nadie está autorizado a abandonarla sin permiso. ¿Quién podría gobernar un país en el que sus gentes fueran adonde quisieran y se establecieran en las tierras de otros? ¿Quién les impondría sus deberes, recaudaría sus impuestos o les entregaría los alimentos a que tienen derecho?

–¿Nadie es libre aquí entonces? –se asombró el español, negándose a dar crédito a lo que oía.

–¿Libre? –repitió el curaca–. Las aves del cielo y las fieras de la selva son dueñas de ir adonde quieran, pero como castigo se ven privadas del sumo bien de contar con la presencia del Hijo del Sol. Las tribus aucas del otro lado de las fronteras vagan a su antojo por las selvas, pero las sometemos porque nuestra fuerza se basa en el hecho de aceptar siempre las órdenes del Inca. «Él» nos hace libres, y fuera de su ley no existen más que el caos, la derrota y la esclavitud. Todo pueblo que pretenda gobernar tiene que aprender ante todo a ser gobernado.

–En ese caso... –señaló Alonso de Molina, más para sí que para que lo escuchara el otro–, no creo que nuestro dominio sobre las tierras que hemos conquistado en este Nuevo Mundo dure mucho, porque si existe un pueblo al que no le agrada que le gobierne nadie, ese es el mío.

Ala caída de la tarde divisaron en la cima de un lejano montículo un nuevo tambo de piedra y se vieron obligados a acelerar la marcha para llegar a él antes de que fuera ya noche cerrada, porque aquellas pequeñas fortalezas parecían haber sido alzadas calculando la distancia que un caminante podía recorrer en una jornada cómoda, y el tiempo que aguardaron a que se deshiciese el maleficio de la serpiente había trastocado el ritmo del viaje.

Cuando llegaron, sus guardianes habían encendido ya un buen fuego y preparaban el único condumio de la jornada consistente en espesas gachas de maíz, un poco de carne seca y unos extraños tubérculos de áspera piel y corazón harinoso que colocaban directamente sobre las brasas de la hoguera.

–¡Pues sí que estamos buenos... ! –protestó Alonso de Molina arrugando con desagrado la nariz ante una de aquellas gruesas bolas de corteza chamuscada–. Nunca he comido carbón, y la verdad es que el cuerpo me pide algo más consistente después de semejante caminata... –Señaló hacia las altas cimas de la cordillera que se distinguían ya muy cerca–. ¿No existe otro camino para llegar al Cuzco? –añadió–. Yo soy de tierra llana y eso de trepar riscos es cosa de cabras.

Chabcha Pusí, curaca de Acomayo, que tomaba asiento a su lado en esos momentos, sonrió levemente, cosa notable en él, por lo común serio y arisco, y replicó:

–No. No existe porque fue fundado por el Inca Manco Capac a las puertas del Cielo, donde habita su padre. Muchas montañas tendremos que coronar para llegar al Cuzco.

Mordisqueando sin demasiada convicción una de aquellas bolas calientes y olorosas, Molina añadió casi temiendo la respuesta:

–¿Cuánto tardaremos?

–Eso dependerá de tus piernas y de que las lluvias desborden o no los ríos arrastrando los puentes... Probablemente con la siguiente luna llena estaremos allí. Nada hay más hermoso que llegar al Cuzco con luna llena y contemplar la ciudad brillando bajo su luz...

–¡Un mes! –se horrorizó el andaluz–. ¿Pretendes hacerme caminar por esas montañas durante todo un mes? ¡Tú estás loco!

–No –respondió el otro muy serio–. No estoy loco. Y si no quieres caminar, mis porteadores te llevarán a hombros.

–¡A hombros! ¿A quién se le ocurre? ¡Si por lo menos tuviera un caballo...!

–¿Un qué?

–Un caballo...

–¿Qué es eso?

–Un animal. Un animal de cuatro patas, como las llamas o las vicuñas, pero más grande. Te montas en él y te lleva...

El nativo lo observó de reojo, tomó una de las negras bolas, y mientras comenzaba a pelarla, señaló:

–No existe ningún animal lo suficientemente grande como para cargar con un hombre.

–¿Cómo que no? ¡Y con dos... ! Y con cinco... Una vez pasaron por Úbeda unos gitanos llevando un elefante tan alto como ese muro. Podía con media docena de hombres sin esfuerzo.

Chabcha Pusí masticó despacio, y sin alzar la voz ni darle inflexión especial alguna, musitó:

–Eso es mentira.

Alonso de Molina echó mano instintivamente a la empuñadura de su espada, lo que provocó que los soldados que se acuclillaban en torno al fuego se abalanzaran de inmediato sobre sus propias armas, pero su jefe hizo un leve gesto conciliador, y señaló calmosamente:

–Disculpa si te he ofendido, pero es que tú estás tratando de ofenderme pretendiendo que me crea una historia semejante. ¡Un animal tan alto como ese muro y que carga seis personas...! ¿Dónde se ha visto?

El español, que había hecho un notable esfuerzo por calmarse y tomaba plena conciencia del peligro que había corrido, permaneció unos instantes pensativo, lanzó una larga mirada a los soldados que no cesaban de observarlo un solo instante, y por último señaló, con sorprendente seriedad:

–¡Escúchame bien, Chabcha Pusí, curaca de Acomayo... ! Vamos a tener que pasar mucho tiempo juntos, a mí me interesan las costumbres de tu país y a ti las del mío. Por lo tanto, lo mejor que podemos hacer es llegar a un acuerdo: cuando no queramos responder a una pregunta no lo hagamos, pero si respondemos, que sea tan solo con la verdad.

–De acuerdo.

–¿Estás seguro?

–Totalmente... ¿Eres o no eres el dios Viracocha?

–Esa es una de las preguntas a las que, de momento, prefiero no responder.

–Estás en tu derecho... –El inca señaló el arcabuz que permanecía apoyado en la pared–. ¿Es cierto que ese «Tubo de Truenos» puede matar a un hombre a cien pasos de distancia?

–Es cierto.

–¿Cómo pretendes negar entonces que eres Viracocha, si dominas el Trueno y la Muerte...?

–Yo no he negado nada; tan solo me he reservado la respuesta.

–De acuerdo... ¿Insistes en que en tu país existen animales tan grandes como dices...?

–Insisto... Los caballos sirven para ir de un lado a otro o para tirar de un carro.

–¿Un qué?

–Un carro. No sé cómo se dice en tu idioma. Un palanquín con ruedas.

Tras unos segundos de duda, el inca inquirió:

–¿Qué es una rueda...?

–¡Pues una rueda...! Una cosa redonda con un agujero en medio por el que se le pasa un eje y gira...

Se interrumpió porque de pronto había caído en la cuenta de que durante su larga estancia en Túmbez no se había tropezado con un solo medio de transporte que utilizara la rueda. Una vaga sospecha cruzó por su mente, pero la desechó por estúpida.

–¡No es posible! –exclamó lanzando una especie de manotazo al aire.

–¿Qué es lo que no es posible?

–Que una civilización tan avanzada desconozca el uso de la rueda.

–¿Una cosa redonda con un agujero en medio por el que pasa un eje para que gire...? No me parece que sea gran cosa... –comentó el curaca, visiblemente molesto–. ¿Para qué sirve?

–Para transportar bultos. Con su ayuda un hombre puede mover un peso diez veces superior al que trasladaría normalmente.

–No es verdad.

–¿Empezamos de nuevo?

–¡Perdona, pero pretendes que me crea cada cosa...!

–Las normales... Tú hace un rato pretendías que me creyera que esta especie de boñigas de burro chamuscadas servían para comer, y ya ves... ¡Sirven! A la tercera te acostumbras y descubres que están buenas... ¿Cómo dices que se llaman?

–Patatas. Es nuestro principal alimento en la sierra y cuando se congelan al viento helado se conservan durante años.

–Bueno... ¡Pues tus patatas pueden causar tanta impresión allí de donde vengo como en tu país los caballos y las ruedas...!

El otro le miró largamente, como si pretendiera calar en lo más profundo de su espíritu, frunció el ceño, se alisó por enésima vez el borde de la túnica y por último, moviendo la cabeza de un lado a otro como reconociendo la inmensidad de su ignorancia, comentó:

–Eres un ser extraño. Extraño y desconcertante. Mitad hombre y mitad dios, como si Viracocha, durante su largo viaje al confín de los mares, hubiese engendrado un hijo en una mujer mortal. Cuando se fue prometió que regresaría o que enviaría a sus descendientes, pero nunca dijo nada sobre que estos fueran únicamente semidioses.

Molina sonrió golpeándose con gesto entre condescendiente y afectuoso la rodilla:

–¡Está bien! –señaló–. Háblame de tu dios Viracocha. Quiero que me lo cuentes todo sobre él. De dónde vino, qué es lo que hizo y por qué se fue.

Se diría que Chabcha Pusí aún recelaba de las auténticas intenciones del español, o que temía que estuviera tratando de burlarse, pero al fin, tras dudar unos instantes, replicó:

–Viracocha es el Sumo Hacedor, Creador del Universo. Él dio vida a las plantas, los animales y los hombres a los que dejó en herencia su obra pidiéndoles que se amasen entre sí. Pero pronto surgieron las disputas y los odios, y en castigo les envió las grandes lluvias que inundaron el mundo durante noventa días y noventa noches y de las que tan solo se salvaron los tres más justos. Luego Viracocha volvió, pero los habitantes de Cachá no lo reconocieron y trataron de matarlo, apedreándolo. Por eso los maldijo y en el lago Titicaca creó también al Sol y a sus hijos, los incas. Por último embarcó de nuevo en una nave muy grande y se marchó por el mar, por donde había venido, prometiendo regresar. Por eso, su nombre, Viracocha, significa «Espuma de Mar».

–Conozco una historia semejante –admitió Alonso de Molina–. Sé de otro pueblo al que también el Creador castigó con un diluvio del que se salvaron muy pocos, y luego les envió a su hijo, al que apedrearon, matándolo. Pero prometió volver y muchos aún lo esperan.

–¿También le llaman Viracocha?

–¿Qué importancia tiene un nombre? El concepto es el mismo y la historia se repite. –Alzó el rostro y le miró de frente–. ¿Por qué tu gente asegura que soy Viracocha?

–Porque llegaste por mar en una nave de blancas velas; también tienes largas barbas, eres muy alto, y vistes ropas de metal.

–¡Curioso! –musitó el español para sí–. Muy curioso, y me gustaría saber qué habría opinado el almirante Colón al conocer esta historia... ¡Bien! –añadió, al tiempo que se ponía en pie–. Voy a salir a respirar un poco y a hacer algunas cosas que incluso los hijos de Viracocha necesitan efectuar a solas. – Señaló con un gesto el montón de patatas que aún quedaban–. Ha sido una cena magnífica, apetitosa e instructiva...

Agradeció el fresco aire de la noche tras el cargado ambiente que se respiraba en el interior del tambo, alejándose unos metros de la gran hoguera que los centinelas habían encendido ante la puerta. Se despojó del peto y el jubón dejando a un lado la espada y el arcabuz y se disponía a acuclillarse, cuando una informe sombra que se agazapaba en las tinieblas comenzó a moverse lentamente, lo que le obligó a dar un salto echando mano a sus armas.

–¡Diantre! –exclamó–. Ni evacuar en paz le dejan a uno... ¿Quién vive?

A la sombra, que había iniciado su avance, se unieron media docena más, y no cabía duda ya de que se trataba de seres humanos, pese a que constituyeran una aparición casi fantasmagórica por lo silenciosas, grisáceas e imprecisas.

Desenvainó el acero y lo esgrimió amenazante, permitiendo que brillara a la tenue luz de la hoguera.

–¡Alto ahí! –gritó–. Un paso más y no respondo. Al que se acerque lo atravieso...

El pánico, o el desconcierto, cundió por unos instantes entre los intrusos, que se detuvieron como clavados en la noche, pero al poco se dejó sentir un cuchicheo y de nuevo avanzaron penetrando en el campo de luz de la hoguera.

Asombrado, Alonso de Molina descubrió que se trataba de mujeres; media docena de sucias y desgreñadas nativas de aspecto repelente, que a medida que se aproximaban alzaban más y más sus mugrientos vestidos mostrando provocativamente sus vergüenzas. Algunas incluso chistaban o emitían extraños sonidos agitando rápidamente la lengua, y por unos segundos el desconcierto del español fue tan profundo que no acertó a reaccionar dudando entre liarse a mandoblazos o echar mano a sus ropas y correr con el culo al aire en busca del seguro refugio del fortín.

Le salvó sin embargo la presencia de Chabcha, que comenzó a arrojar piedras a las intrusas tachándolas de «Puercas Hijas de Sopay» y amenazando con ordenar a los soldados que les aplastasen la cabeza con sus mazas si no desaparecían de su vista de inmediato.

Cuando, ya satisfechas sus necesidades, el andaluz penetró de nuevo en el salón central del tambo tuvo que soportar malhumorado las burlonas miradas de todos los presentes mientras el curaca comentaba, mordaz, aunque sin aparente ánimo de herirlo:

–Probablemente creyeron que todo en tu cuerpo está en proporción a tu estatura y te siguieron...

–Pues a punto estuvieron de darme un susto.

–Peor hubiera sido que llegaran a atraparte. Casi todos los miembros de esta tribu transmiten el «Mal».

–¿El «Mal»? ¿Qué «Mal»?

–El «Mal» de las mujeres. La marca que Sopay, el espíritu demoníaco, imprime a sus discípulas. Esconde su fuego en lo más íntimo de su cuerpo y tras haber tenido trato con ellas a los hombres se les comienza a llagar el sexo. Luego el «Mal» se extiende cubriéndolos de pústulas apestosas, el cabello se cae a puñados, muchos se quedan ciegos y acaban muriendo entre horribles dolores.

–¡Santo cielo! –exclamó el español, impresionado–. Eso aplaca los ímpetus amorosos con mucha más eficacia que el infierno con que amenazan los curas. ¿Y no existe remedio contra ese mal?

–Algunos curanderos consiguen combatirlo a base de hongos y conjuros, pero lo cierto es que, en la mayor parte de los casos, el que fornica con una elegida de Sopay acaba muriendo de esa forma. Antes de tocar a una mujer asegúrate de que es limpia, no se acuesta con demasiados hombres, no presenta pústulas, ni se le cae el cabello y que sus dientes se mantienen firmes en las encías.

–Parecerá que estoy tratando de comprarle un burro a un gitano... –se lamentó Molina–. En Túmbez tuve tratos con seis o siete mujeres... ¿Cómo puedo saber si eran o no discípulas de Sopay?

–En Túmbez el «Mal» no abunda. Solo algunas prostitutas lo padecen, pero las prostitutas están obligadas a vivir lejos de la ciudad y no suelen acostarse más que con chasquis y soldados...

Esa noche, tendido en una estera de la más protegida de las estancias del fortín, Alonso de Molina pasó recuento al agitado día y a cuanto había visto o escuchado, y una vez más llegó a la conclusión de que merecía la pena haber tomado la decisión de pedirle a Pizarro que le permitiese quedarse para siempre en el reino que acababan de descubrir, y que algún día el impulsivo extremeño pretendería conquistar.

Al igual que era cosa sabida que el anciano analfabeto jamás se cansaría de luchar o alimentar el insaciable fuego de su ambición, él, Alonso de Molina, natural de Úbeda, capitán y bachiller, intérprete y avanzadilla de cuantas expediciones armadas tomó parte a lo largo de su más que azarosa existencia, aborrecía la idea de seguir matando, y no ambicionaba más riquezas ni más tierras que las que le aguardaban si algún lejano día decidía regresar a su casa.

Así como en un tiempo su espíritu se alimentó del estudio de los libros y las lenguas, ahora su más íntima satisfacción se centraba en aquel vagar por países ignorados, consciente de que se convertía en el primer europeo al que se le brindaba la oportunidad de desvelar libremente los secretos del Nuevo Mundo. Conquistar y destruir tal como hicieran Cortés o tantos otros capitanes españoles, a muchos de los cuales incluso secundara en un tiempo, ya no le apetecía, al igual que tampoco le hubiera apetecido volver a poseer por la fuerza a una mujer.

Luchar en una docena de batallas y haber atravesado a un centenar de indígenas nada positivo le había aportado nunca; al menos nada que pudiese compararse a la sensación de saber que era la primera vez que un hombre de su raza ascendía por aquel empinado sendero rumbo a la más alta cordillera de la Tierra, en cuyo centro se alzaba una ciudad sagrada que nadie conocía. «Manco Capac la construyó a las puertas del cielo donde habita su padre». Las palabras del severo curaca aún resonaban en sus oídos junto a los relatos de quienes en Túmbez aseguraban que el palacio del Inca refulgía de oro del techo a los cimientos, pero aunque aquel no fuera un oro que despertase en absoluto su avaricia, sí era en verdad un oro que avivaba el fuego de la curiosidad. «Esa incansable curiosidad será tu perdición...», solía decirle su abuelo cuando al fin se cansaba de responder a sus preguntas, pero aunque hubieran transcurrido treinta años desde entonces, el vicio seguía siendo el mismo y el ansia de aventuras, más que de gloria o de riquezas, lo había impulsado a atravesar la Mar Océana y a seguir a Pizarro hasta la malhadada isla del Gallo.

Se durmió imaginando los mil prodigios de los que sería testigo a partir del momento en que comenzaran a ascender hacia la fastuosa cordillera que se alzaba a las puertas del tambo, y abrió los ojos cuando la primera claridad del alba pretendía hacer su aparición sobre las más altas cumbres.

Dos centinelas dormitaban arrebujados contra el muro, junto a los rescoldos de la hoguera, y las nieves perpetuas de los inmensos picachos destacaban en la distancia reflejando los primeros rayos de un sol que parecía tener allí más prisa por nacer que en ninguna otra parte del planeta.

Le fascinaba la rapidez con que surgía o se ocultaba el sol en aquel continente, acostumbrado como estaba a contemplar de niño los lentos atardeceres en compañía de su abuelo, y le asombraba también la rigurosa puntualidad con que la jornada se dividía en dos partes iguales sin que le afectaran los cambios de estación, evocando los larguísimos días de verano allá en los campos de Úbeda y las inacabables noches de invierno de sus años de Flandes.

Todo era diferente y amaba aquella eterna sorpresa que espoleaba de continuo sus sentidos, puesto que incluso el olfato descubría a cada paso nuevos aromas embriagantes y el oído captaba sonoridades a menudo tan distintas como la de la melancólica flauta que comenzaba a resonar en la distancia.

Venía de arriba, de muy lejos, cabalgando sobre la suave brisa que descendía de las cumbres, y era como un canto de saludo al día que llegaba; una bienvenida a la vez esperanzada y triste; un despertar a la vida y el trabajo diarios, o un réquiem por la larga y oscura noche que había muerto.

Respiró hondamente y le pareció descubrir que aquel aire húmedo, cristalino y perfumado, era el que había estado buscando desde que tenía uso de razón. «Este es mi mundo –musitó para sí–. Aquel por el que quise abandonar mi casa».

Iniciaron el ascenso con frío aún en los huesos, pero pronto el sudor comenzó a chorrearle por la espalda y al poco le asombró la agilidad de aquellos hombrecillos incansables que trepaban por el serpenteante y empinadísimo sendero con la misma facilidad con que recorrían los llanos, mientras que a él cada vez le costaba más trabajo respirar un aire que parecía empobrecerse a medida que se iba haciendo más limpio.

La costa había quedado atrás definitivamente y cuando se detenía a descansar y se volvía a mirar desde el borde del camino, se maravillaba al advertir la perfecta exactitud con que el desierto se encontraba encajonado entre el gris océano y el pie de las montañas como una sucia franja de detritus que la Naturaleza se hubiera encaprichado en colocar para diferenciar dos universos absolutamente dispares.

Al doblar un recodo le divirtió descubrir que la totalidad de sus acompañantes se habían adelantado, permitiendo que el helado chorro de agua de un manantial que surgía de las rocas los empapara por completo mientras se frotaban con fruición los cuerpos y las ropas.

–¡Ven tú también! –le señaló el curaca haciendo grandes aspavientos–. No es bueno que ni una gota de polvo de esa tierra maldita, guarida de Sopay, nos acompañe arriba.

Lavaron incluso las sandalias aquellos que las tenían, y como si fuera el punto exacto que marcaba la frontera entre costa y montaña, cruzaron una estrecha garganta, y el desierto y el mar se perdieron para siempre a sus espaldas.

Se detuvo un instante alzando el rostro hacia la cumbre de un picacho que parecía acariciar el cielo con sus nieves y le asaltó la angustiosa pero reconfortante sensación de que acababa de dejar definitivamente atrás toda su vida y su pasado y ya jamás volvería a ser «El Capitán» Alonso de Molina.

Cuando un chasqui se aproximaba a la carrera con sus características cintas multicolores al viento, los viajeros se apartaban respetuosamente dejando libre el paso, pues severísimas penas aguardaban a quien cometiese el grave delito de interponerse en su camino, retrasarlo o dirigirle tan siquiera la palabra.

Los chasquis habitaban en minúsculas chozas al borde de las principales rutas del imperio, a veces casi a la vista unas de otras, y su única misión consistía en aguardar pacientemente durante días y semanas a que un compañero hiciese su aparición transmitiéndole un mensaje palabra por palabra, para reemprender de inmediato la carrera memorizando una y otra vez el texto sin cambiar una letra.

De ese modo, las noticias y las órdenes podían recorrer largas distancias en muy corto espacio de tiempo, y desde su palacio del Cuzco el Inca permanecía siempre informado de cuanto ocurría en la inmensidad de sus vastos dominios.

Pero en aquella ocasión, a la caída de la tarde, y mientras ascendían por una escalinata de piedra tallada en la roca con más que infinita paciencia, el corredor que llegaba de Túmbez no los sobrepasó, sino que preguntó directamente por Chabcha Pusí, lo apartó unos metros y recitó de carrerilla el mensaje que le habían transmitido y que repetía por última vez con la obligación de olvidar de inmediato.

El rostro del curaca, ya de por sí inexpresivo, pareció transformarse súbitamente en una máscara de piedra, y tras despedir al chasqui con un leve gesto de la mano, permaneció largo rato meditabundo antes de aproximarse con marcada lentitud al español y comentar con voz ronca:

–Tengo malas noticias para ti. Muy malas... Chili Rimac, ha mandado matar a tu amigo negro y lo ha convertido en runantinya.

Alonso de Molina experimentó un vahído, un hierro al rojo vivo pareció atravesarle las entrañas, y tuvo que tomar asiento pesadamente en un peldaño para evitarse rodar escaleras abajo.

–¡Cristo misericordioso...! –sollozó–. ¡No es posible! ¡No es posible...! Ese pobre negro jamás le había hecho daño a nadie.

Ocultó el rostro entre las manos, y tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para evitar que le vieran llorar porque había compartido con Ginesillo años de correrías y aventuras; borracheras y batallas; hambres; frío y mujeres, y era tan grande la amistad que los unía que el negro no había dudado un instante a la hora de seguirlo en aquella loca idea de quedarse en un país extraño para siempre. Más que amigo o compañero de armas le consideraba casi un hermano, y era ya el único vínculo de unión que lo ligaba a España y a todo cuanto había constituido su pasado.

Chabcha Pusí, curaca de Acomayo, tomó asiento en un escalón superior y permaneció en silencio, respetuoso y circunspecto, consciente al parecer de la profundidad del dolor que aquel extraño ser, mitad dios mitad hombre, parecía estar experimentando. Cuando él alzó el rostro para inquirir simplemente «¿por qué?», se encogió de hombros y extendió las manos con las palmas hacia arriba como queriendo demostrar la intensidad de su ignorancia.

–Tal vez le daba miedo su piel negra; tal vez le mandó matar por pura superstición, o tal vez deseaba una runantinya que nadie más tuviera en este mundo... Tiene sangre real y por lo tanto tan solo al Inca debe darle explicaciones de sus actos.

–¿Qué es una runantinya?

El otro pareció dudar, pero al fin, con notable esfuerzo y desagrado, replicó:

–Una especie de tambor que se fabrica con la piel de los enemigos que han sido importantes... El trofeo más preciado de un guerrero.

–¡Hijo de la gran puta! –exclamó el andaluz, poniéndose en pie de un salto y lanzándose decidido escaleras abajo–. Me haré un tambor con su piel, como Molina que me llamo... Se enterará ese hijo de perra de lo que vale la vida de un cristiano.

El curaca, que había corrido precipitadamente tras él, le aferró con fuerza por el brazo.

–¡Espera! –suplicó–. Espera, no te precipites. ¡No puedes volver a Túmbez! Tengo órdenes de conducirte al Cuzco.

–¡Métete tus órdenes en el culo! –fue la tajante respuesta–. Yo me voy a cortarle los cojones a ese maldito «Orejón», y no se te ocurra impedírmelo.

–¡Lo siento! –insistió el indígena tercamente–. Mis órdenes son conducirte al Cuzco, vivo o muerto.

El español le dirigió una larga mirada de desprecio y de un seco manotazo le apartó el brazo y lo empujó con violencia arrojándole contra las escaleras.

–¡Déjame en paz, indio de mierda! –gritó–. No sois más que una pandilla de salvajes, y el capitán Pizarro tenía razón: no entendéis más que a patadas...

Reemprendió la marcha a grandes zancadas, y cuando unos minutos después advirtió que la totalidad de los soldados lo seguían con aire amenazante, se detuvo, preparó el arcabuz, y apuntando cuidadosamente al que marchaba al frente, disparó.

El estampido pareció multiplicarse por mil al rebotar contra las paredes de las montañas, fue y volvió de una a otra como si se tratara de una pelota de goma en un frontón, descendió hasta lo más profundo de la estrecha garganta y se unió al desesperado aullido de agonía que lanzó el soldado al caer golpeándose contra las rocas para estrellarse al pie del alto acantilado.

La tropa se detuvo horrorizada y Alonso de Molina aprovechó para cargar de nuevo el arma, pero a la vista de que nadie osaba dar siquiera un nuevo paso, giró sobre sí mismo y continuó apresuradamente su camino hacia Túmbez.

Marchó todo lo aprisa que le permitían sus piernas hasta que dos horas más tarde el aire enrarecido de una altura a la que no estaba acostumbrado amenazó con hacer que le estallara el pecho, y aun contra su voluntad tuvo que hacer un alto en el camino y tomar asiento en una roca porque la cabeza comenzaba a darle vueltas y sentía una incontenible necesidad de vomitar. El oxígeno parecía no llegar con facilidad a sus pulmones y los brazos le pesaban como si en lugar de un arcabuz cargara un cañón.

Pocos minutos después Chabcha Pusí hizo su aparición en el recodo del camino, pero se detuvo en cuanto advirtió que le apuntaba con el «Tubo de Truenos».

–¡No voy armado! –gritó, alzando los brazos–. ¡No voy armado! Soy hombre de paz y tan solo deseo hablar contigo.

–No tengo nada que hablar hasta que acabe con ese hijo de puta, y si no quieres salir mal parado mantente al margen de este asunto.

–¡No puedo! –se lamentó el otro–. Comprendo que tienes razón, pero no puedo. Si no te llevo al Cuzco me costará la vida. La mía y la de mi familia. Así es la ley aquí.

–Pues yo no la hice. Aguántate con ella, ya que lo aceptas.

–¡Escucha... ! –suplicó el indígena–. Antes de que hayas recorrido la mitad del camino, Chili Rimac sabrá que vas en su busca y escapará de Túmbez. El país es grande, jamás lo encontrarás, y lo único que conseguirás es que sus soldados te maten... Pero si vienes conmigo al Cuzco y le pides justicia a Huáscar haciéndole ver que uno de sus parientes puso en peligro la seguridad del imperio y provocó las iras de los dioses asesinando sin razón a un amigo de Viracocha, yo te garantizo..., ¡te garantizo por mi honor!, que mi señor hará que despellejen vivo a Chili Rimac y puedas beber chicha en el interior de su cabeza.

Alonso de Molina le observó largamente, meditó a fondo sobre cuanto acababa de decirle, y al fin bajó el arma apoyándola en la roca.

–Eres un zorro astuto... –masculló–. Un sucio enredador condenadamente listo, aunque en este caso creo que tienes razón, maldita sea. Pero te garantizo que si tu amo no me entrega la piel de ese cerdo, le arrancaré la suya a cachos... Y ahora déjame en paz porque estoy agotado. Caminar por estas putas montañas mata a cualquiera.

El indígena no obedeció sino que continuó aproximándose, al tiempo que de una bolsa de piel que llevaba colgando del cinturón extraía un puñado de pequeñas hojas verdes y una piedrecita de cal.

–¡Toma! –dijo–. Te quitará el cansancio.

–¿Es que intentas envenenarme?

Por toda respuesta el otro se echó las hojas a la boca y comenzó a masticarlas con fruición al tiempo que replicaba:

–La coca es el regalo que nos hizo Viracocha para combatir el hambre, la sed, el frío y la fatiga. Crece al otro lado de la cordillera, y sin su ayuda tal vez nuestros ejércitos no hubieran conseguido vencer en tantas batallas... –Le ofreció de nuevo–. ¡Toma! –suplicó–. No rechaces el alimento de los dioses, o me obligarás a creer que nada en común tienes con ellos.

El sabor era amargo y provocaba por tanto escupir de inmediato, pero el andaluz se esforzó, dado el interés que el indígena mostraba, y al poco advirtió que una confusa sensación de euforia y alivio lo invadían, respiraba a pleno pulmón, y el cansancio parecía escapar de sus músculos como si una suave brisa lo arrastrara muy lejos.

Se dejó resbalar por la roca hasta quedar sentado, y experimentó unos incontenibles deseos de echarse a reír pese a que no se encontrase de humor para bromas.

–¡Rayos! –exclamó–. ¡Qué cosa tan curiosa...! Me siento alegre, lo veo todo con mayor claridad, los colores parecen más vivos, y se me ha pasado el agotamiento. ¡Es como un milagro...! ¿Cómo dices que se llama?

–Coca.

–¡Coca...! –repitió meditabundo–. ¿Y qué es: un árbol, una yerba, un matojo...?

–Un arbusto de los valles calientes... Se da espontáneamente aunque también puede cultivarse en grandes plantaciones, pero únicamente con un permiso especial del Inca.

–Veo que el Inca lo controla todo. No me extraña; si en España se conociera la coca seguro que el emperador tendría la exclusiva. ¡Virgen santa! No quiero ni imaginar la fortuna que amasaría plantando todo Jaén de patatas y coca... –Lanzó un hondo suspiro de satisfacción y sonrió abiertamente–. ¡Dios, qué bien me siento!

–Me alegra –replicó Chabcha Pusí intencionadamente–. Me alegra que te sientas a gusto y descansado porque tengo que decirte algo importante: la muerte de tu amigo no fue la única noticia que trajo el chasqui.

Alonso de Molina se encogió de hombros.

–Me tiene sin cuidado –señaló–. Después de lo Ginesillo todo lo que me puedas decir carece de importancia. Yo quería a ese jodido negro –se lamentó–. Le quería como he querido a poca gente en este mundo, y aún no comprendo cómo permití que ese maldito «Orejón» «Cara de Flauta» me convenciera para que lo dejara en Túmbez. Está claro que pensaba asesinarlo en cuanto me alejara con el «Tubo de Truenos», que es lo que en verdad le asusta.

–¿Pero por qué ese interés en matarlo? –quiso saber el otro, visiblemente desconcertado.

–No tengo ni idea. Ginesillo era incapaz de hacer daño a nadie. Lo único que le interesaba era el vino, los naipes y las mujeres.

–¿Se acostó con alguna de las de Chili Rimac?

–¿Quién puede saberlo? Desde que desembarcamos aquello era un desfile y ese negro, que me consta que estaba especialmente bien dotado, debió beneficiarse treinta o cuarenta mozas. Si además no hablaba vuestro idioma, ¿cómo podía saber si alguna de ellas pertenecía al «Orejón»?

El curaca rumió meditabundo su bola de coca, y tras escupir a un lado el líquido verde y espeso que producía pareció darse por vencido.

–¡Está bien! –admitió–. Esa es una cuestión que únicamente mi señor podrá averiguar en su momento. Ahora lo que importa es la otra noticia...: Atahualpa ha ordenado a su gente que te capture.

–¿Por qué?

–Porque, lo seas o no, todos aseguran que eres Viracocha o uno de sus hijos, y Atahualpa debe creer que si estás a su lado sus posibilidades de derrocar a Huáscar son mayores que si te tiene enfrente. Cuando el imperio atraviesa por un trance tan delicado, contar con la ayuda de un dios... –Hizo un significativo gesto hacia el arcabuz–, y su «Tubo de Truenos» podría romper definitivamente el equilibrio.

–¿Pretendes insinuar que puedo convertirme en un elemento desestabilizador?

–En estos momentos, sí... –admitió el curaca–. Por primera vez en nuestra historia alguien se atreve a poner en entredicho la autoridad del Inca, y eso lo cambia todo. Con Huayna Capac no hubieras sido más que un huésped, pero ahora significas un peligro, teniendo en cuenta que nos encontramos muchísimo más cerca de Quito, donde gobierna Atahualpa, que del Cuzco, donde reside Huáscar.

–¿Cuánto de cerca?

–Tres veces más cerca. Forzando la marcha se podría llegar a Quito en poco más de una semana, y eso hace que en estos momentos atravesemos territorios supuestamente bajo influencia de Atahualpa.

–¿Supuestamente...? –repitió el español con ironía–. ¡Vamos, no trates de engañarme! Cuéntame la verdad.

–¿La verdad? –repitió el inca lanzando un corto resoplido–. La verdad es que en estos momentos te andan buscando los soldados de Atahualpa, y como le conozco, imagino que sus órdenes habrán sido tajantes: o te llevan vivo, o le llevan tu cabeza.

–Aproximadamente lo mismo que te ordenó su hermano, ¿no es cierto? ¡Menuda familia… ! ¿Por qué diablos la han tomado conmigo?

–Porque eres la piedra que inclina la balanza. Atahualpa es bastardo pero ambicioso, y tiene a su lado a los príncipes de la familia de su madre, gente tradicionalmente rebelde y belicosa. Huáscar es el primogénito, controla un territorio mayor, y la ley está de su parte, pero es amigo de la paz y sus generales se han vuelto decadentes y cómodos... Por eso Rumiñahui está de parte de Atahualpa.

–¿Quién es Rumiñahui?

–«Ojo de Piedra», un general tuerto, pero tan arriesgado e inteligente que ante su solo nombre cunde el pánico. Si Atahualpa ocupara el trono, iniciaría un largo período de guerras de expansión. Con Huáscar la paz y la consolidación de lo que ya se ha obtenido quedarían aseguradas.

–¿Y tú te inclinas por la paz?

–Yo acepto lo que el Inca ordene, pero personalmente prefiero la paz.

–Empiezo a entender: con Rumiñahui y conmigo Atahualpa caería sobre su hermano, le arrebataría el trono se lanzaría a la conquista de las tribus vecinas. Dime ¿qué piensa hacer Huáscar cuando lleguemos al Cuzco?

–Enfrentarte a su tío Yana Puma, el sumo sacerdote, para que decida si eres o no Viracocha.

–¿Y con respecto a Atahualpa?

–Confirmarle como gobernador de Quito, aunque obligándolo a que licencie a sus ejércitos y le jure fidelidad.

–¿Sin castigarle por su actual desobediencia?

–Lo quiera o no, sigue siendo sangre de hijo de Huayna Capac, y descendiente por tanto del Sol… El único castigo que Atahualpa aceptaría sin sufrir humillación sería la muerte, pero nadie osaría nunca matar a un «Hijo del Sol».

–Entiendo... Y entiendo también que se escude en tal inmunidad.

–La situación como ves es delicada, y mi deber por tanto conducirte sano y salvo ante el sumo sacerdote... –Hizo una significativa pausa–. O impedir que te pases al bando de Atahualpa.

–No me dejas mucho donde elegir –admitió el español–. ¿Y qué ocurrirá si el sumo sacerdote opina que no tengo nada que ver con Viracocha?

–No lo sé

–¿Seguro que no lo sabes? ¿Seguro que no harán un tambor con mi piel como acaban de hacer con Ginesillo?

–Un extranjero ilustre, aunque no sea necesariamente un dios, puede vivir en paz en el «Incario» sin necesidad de que nadie lo convierta en runantinya. No todos somos tan salvajes como Chili Rimac.

–Supongo que ese es un riesgo que tendré que correr –admitió el español resignadamente–. Al fin y al cabo, ya el capitán Pizarro me advirtió de que nos jugábamos el pellejo al quedarnos en Túmbez, aunque nunca pude imaginar que su predicción fuera a cumplirse tan al pie de la letra.

Se puso en pie, recogió su arcabuz y ensayó una animosa sonrisa.

–¡En marcha! –añadió–. Cuzco espera...

El río, frío, oscuro e impetuoso, se abría paso por entre los riscos que causaban vértigo, golpeando rocas, arrastrando piedras, desgajando ramas y provocando un estruendo ensordecedor que se percibía desde que se coronaba la montaña, y que iba ganando intensidad a medida que el empinado y serpenteante sendero descendía hacia su cauce, tan perfectamente empedrado de pulidas lajas que hubiera constituido una magnífica vía de circulación de no haber sido porque de tanto en tanto media docena de escalones salvaban bruscamente pequeñas diferencias de altura.

Tras cuatro agotadores días de marcha trepando riscos, bordeando gargantas o cruzando enfangados páramos, Alonso de Molina comenzaba a entender las razones por las que aquella civilización desconocía –o al menos jamás había prestado la más mínima atención– el uso de la rueda, ya que por semejantes caminos de continuos desniveles cualquier vehículo rodante se convertiría a los pocos minutos en un engorroso estorbo.

Desde que el mar había quedado definitivamente a sus espaldas, el paisaje se había convertido en un universo de roca y nieve a la vez dantesco y fascinante; un mundo tan insólito, que incluso el andaluz, que creía haberlo visto ya todo en este mundo, se sentía profundamente impresionado.