Medusa - Alberto Vázquez Figueroa - E-Book

Beschreibung

Este audiolibro está narrado en castellano. Las máquinas deben estar al servicio de los hombres, no los hombres al servicio de unas máquinas que están al servicio de otros hombres. Durante los últimos treinta años, y gracias al monopolio de las nuevas tecnologías, menos de cien personas han conseguido acumular tanta riqueza como los 3.570 millones que forman la mitad más pobre del planeta. El cincuenta por ciento de cuanto existe está ahora en manos de apenas el uno por ciento de la población.-

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Alberto Vázquez Figueroa

Medusa

Estamos atrapados en una enorme red de redes

Saga

Medusa

 

Copyright © 2014, 2022 Alberto Vázquez-Figueroa and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726468298

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Las máquinas deben estar al servicio de los hombres, no los hombres al servicio de unas máquinas que están al servicio de otros hombres.

Durante los últimos treinta años, y gracias al monopolio de las nuevas tecnologías, menos de cien personas han conseguido acumular tanta riqueza como los 3570 millones que forman la mitad más pobre del planeta. El cincuenta por ciento de cuanto existe está ahora en manos de apenas el uno por ciento de la población.

Crítico y visionario como es habitual en él, Alberto Vázquez-Figueroa vuelve a demostrar su talento narrativo en este thriller apasionante y adictivo que contiene una aguda reflexión sobre cómo nos han convertido en esclavos de una enorme red, siempre conectados a una pantalla.

Capítulo Uno

Se presentó a traición, sin la menor advertencia, tan súbita e inesperadamente que incluso cogió desprevenido a quien había pasado gran parte de su vida vagabundeando por aquellos parajes y se preciaba de conocerlos bien.

Cabría imaginar que las negras nubes, densas, espesas, casi palpables y cargadas de electricidad, habían permanecido ocultas al otro lado de las montañas, aguardando la ocasión para tender su brutal emboscada. Era como si quisieran que el solitario senderista confiara plenamente en el límpido cielo de una hermosa tarde veraniega para sorprenderlo surgiendo de improviso sobre la cima de un picacho, antes de precipitarse pendiente abajo al tiempo que se transformaban en agua y relámpagos.

Ni siquiera el retumbar del trueno llegó a modo de apertura sinfónica a la apocalíptica orquesta; corría con segundos de retraso tras los primeros rayos que surcaron el cielo trazando garabatos para acabar estrellándose contra torres de acero que se doblaban al instante mientras gruesos cables eléctricos se comportaban como gigantescos látigos que desparramaran chispas a diestro y siniestro.

El sorprendido y casi aterrorizado caminante no tuvo oportunidad de correr desalentado en busca de un inexistente refugio, por lo que se limitó a dejarse caer cubriéndose la cabeza con las manos como el reo que aguarda a que le corten el cuello de un hachazo.

Nada se podía hacer frente al desmesurado ataque de ira de una naturaleza que, sin motivo aparente, se había despertado demasiado excitada, no en forma de tornado, terremoto o erupción volcánica, sino derrochando en cuestión de minutos tal cúmulo de energía que habría bastado para abastecer a un pequeño país a lo largo de una semana.

No llegó al grado de tempestad, más por cuestión de tiempo que de fuerza, debido a que apenas duró lo que se tardaría en describirlo, pero actuó con la furia de un mazazo tanto más destructivo cuanto más inesperado.

Cuando al fin el maltrecho senderista volvió en sí, millones de estrellas brillaban en un firmamento absolutamente despejado y el único vestigio de tan traicionero asalto se limitaba a una torre de alta tensión, antes desafiante, que ahora semejaba un retorcido paño de cocina del que se hubiera exprimido hasta la última gota.

Le sorprendió que le doliera todo el cuerpo porque a su entender lo lógico hubiera sido que careciera de cuerpo.

A la vista de lo ocurrido, su obligación era estar muerto.

Pero no lo estaba.

Contra todo pronóstico continuaba respirando y, como deseaba seguir haciéndolo, se limitó a permanecer inmóvil sabiendo que cualquier paso en falso acabaría enviándolo al fondo de un barranco.

Había comenzado a recorrer aquellos caminos de la mano de su padre y luego los había frecuentado infinidad de veces, de forma que conocía dónde se encontraban cada arbusto y cada piedra, pero una cosa era andar por la montaña a la luz del sol e incluso en la bruma de los atardeceres, y otra muy distinta hacerlo en la oscuridad y sobre un suelo embarrado y por lo tanto sumamente resbaladizo.

Luchó contra el deseo de romper a llorar, pero no era el dolor lo que le impulsaba a hacerlo, sino la indignación por el hecho de sentirse traicionado por una naturaleza a la que siempre había respetado.

Era como si Claudia hubiera intentado asesinarle en el momento en que más a gusto se sentían el uno con el otro, o incluso peor aún porque a Claudia tan solo la conocía desde hacía veinte años, mientras que aquellas montañas formaban parte de su vida casi desde que tenía uso de razón.

¿Por qué?

¿Por qué, si tantos la agredían, la naturaleza había decidido volverse contra quien más la amaba?

Le había golpeado, lacerado y abrasado de una forma inmisericorde, sin tener en cuenta los cientos de horas que había pasado sentado en una roca admirando la perfección de cada picacho y cada prado, la gracia con la que corrían los arroyos buscando el cauce del río, la cadencia con que el viento murmuraba a los árboles, o el olor a hierba fresca a principios de marzo.

Se le antojaba injusto, porque una mujer tenía derecho a cambiar de estado de ánimo de un minuto al siguiente, pero la montaña no; la montaña tenía la obligación de avisar con antelación a quien tanto la amaba.

Las estrellas paseaban sobre un suelo de tinta siguiendo el mismo camino milenio tras milenio y no pudo por menos que preguntarse cuántas generaciones de seres humanos las habrían observado a lo largo de la historia en el vano intento de encontrar en ellas respuestas a preguntas para las que nunca habían existido respuestas.

Al fin cerró los ojos y aguardó a que el sol avivara el dolor.

A primera hora de la mañana emprendió el regreso recorriendo a duras penas un camino que alguien parecía haberse entretenido en alargar de forma cruel e innecesaria, puesto que lo único que consiguió fue aumentar el sufrimiento sin reducir un ápice su voluntad de ponerse a salvo.

El vetusto caserón, cuidadosamente restaurado a base de infinitas horas de paciente trabajo, lo acogió con el mismo cariño con que recibió a su madre el día que lo trajo del hospital, como si sus gruesos muros supieran que aquel niño había sido concebido entre ellos una fría tarde en la que la lluvia golpeaba con fuerza las ventanas.

Aquel lejano día en la chimenea se abrasaban dos troncos y sobre la alfombra ardían dos cuerpos; los troncos se convirtieron en cenizas y los cuerpos también, pero medio siglo después.

Ahora el fruto de aquella apasionada tarde se dejaba caer agotado frente a la misma chimenea, y fue como si hubiera regresado al vientre de su madre, puesto que aquel era el sillón en que ella solía sentarse a leer durante horas.

Infinidad de veces acababa durmiendo en su regazo, y era entonces su padre el que acudía a alzarlo en brazos con el fin de llevarlo a la cama.

Permaneció unos minutos inmóvil y con la cabeza gacha, derrengado, intentando asimilar que aún seguía con vida e intentando comprender por qué razón se había producido un fenómeno natural tan inesperado, inusual y destructivo.

No recordaba que ni sus padres ni sus abuelos hubieran hecho nunca referencia a una tormenta de semejantes características, tal vez debido a que en su época aún no existían los tendidos de alta tensión, por lo que quiso suponer que quizás habían sido las torres y los cables quienes ejercieran tan destructivo efecto multiplicador.

Sea como fuere, pronto dejó de pensar en ello; en ese instante su prioridad era buscar en la cocina el viejo ungüento casero que siempre se había aplicado a las quemaduras —«el potingue»—, preparado a base de grasa de pato, miel de palma, extracto de eucalipto y sudor de ubre de vaca, que, según su abuela, tenía la extraña propiedad de impedir las infecciones.

El remedio resultaba desagradable tanto al olfato como a la vista, pero aliviaba el escozor, por lo que se tumbó en la cama dejando pasar las horas mientras contemplaba las gruesas vigas de roble por las que años atrás le habían ofrecido casi tanto dinero como por toda la casa.

No las vendió porque aquel era su hogar y el lugar en el que había transcurrido la mayor parte de su vida, pero aunque aún seguía siéndolo, en aquellos momentos se sentía como en otro punto del planeta, aturdido y desorientado, incapaz de asumir lo ocurrido o tal vez presintiendo que a partir de ese momento su vida iba a sufrir una desconcertante transformación.

Las heridas cicatrizarían, probablemente las quemaduras le dejarían pequeñas marcas que servirían para recordarle el incidente, pero le invadía la amarga sensación de haber cambiado, como si al perder la confianza en la naturaleza hubiera perdido también parte de la confianza en sí mismo.

Al caer la noche descubrió sin excesiva sorpresa que no había corriente eléctrica, y al recordar cómo habían quedado la torre y los cables de alta tensión se resignó a la idea de tener que soportar las consecuencias de una prolongada avería.

Encendió varias velas que siempre estaban a mano, cenó algo de la nevera, que comenzaba a descongelarse, y regresó a la cama diciéndose a sí mismo que no era cuestión de maldecir su suerte, sino de darle las gracias por haberle permitido volver a nacer.

Mientras aguardaba la llegada del sueño pensó en Claudia y en que al saber lo que le había ocurrido comentaría que le estaba bien empleado por negarse a pasar los veranos en la playa.

Claudia había nacido a orillas de un mar al que adoraba, y en cuanto llegaba el buen tiempo empezaba a rezongar asegurando que a aquellas horas podrían estar nadando, buceando o navegando en su pequeño balandro. En cambio a él el mar le amedrentaba, por lo que jamás pudo entender qué placer producía sumergirse en sus profundidades o pasarse horas contemplándolo tumbado en una pegajosa arena repleta de bichos.

Pese a ello, el eterno dilema vacacional, montaña o mar, que tantos conflictos familiares solía generar, no constituía para ellos un grave problema, sino que reforzaba su relación tras un corto período de separación.

Claudia amaba las playas abarrotadas, las noches ruidosas, el alcohol, el baile y el gentío, mientras que él prefería la soledad, la quietud y un silencio en el que las únicas palabras que utilizaba tan solo servían para comunicarse casi telegráficamente con la hercúlea Vicenta, una lugareña muy generosa a la hora de trabajar, pero increíblemente avara a la hora de hablar.

Al abrir los ojos la descubrió observándolo desde el quicio de la puerta.

—Está usted hecho un Cristo. ¿Qué le ha pasado?

—La tormenta me pilló en el monte.

—¡Ya…!

—Nunca había visto cosa igual.

—¡Ni usted ni nadie…! ¿Voy a buscar al médico?

—Con «el potingue» me basta.

—¿Qué le preparo de comer?

—Lo que corra más peligro de estropearse en la nevera.

—¡Lógico…!

Visto que al parecer había agotado su diario cupo de palabras, dio media vuelta y se marchó a preparar el almuerzo, limpiar la casa y cuidar de los animales, tareas que llevaba a cabo con encomiable entusiasmo y eficacia.

Por su parte, su patrón dedicó parte de la mañana a curarse las heridas y asearse a trozos aprovechando lo mejor posible el agua que la esforzada mujer le traía del pozo, y acabó tomando asiento en el banco del porche, visto que mientras continuara sin corriente eléctrica la televisión no funcionaría y no se encontraba con ánimos para ponerse a trabajar.

Mientras se afanaba por encender el horno de leña, puesto que la cocina eléctrica tampoco servía de nada, Vicenta comentó en voz alta:

—Estamos como en el tiempo de los abuelos y estos trastos eléctricos me recuerdan al señor alcalde; muy elegante y aparente por fuera, pero según cuentan solo se pone en marcha cuando se enchufa a la Viagra.

—Pero cuando funcionan bien, esos «trastos» suelen ahorrar mucho trabajo.

—No —fue la rápida respuesta—. No ahorran trabajo; lo quitan, que es distinto.

—¿Y cuál es la diferencia?

La mujerona asomó la cabeza por la ventana de la cocina con el fin de contestar con marcada intención:

—Cuando ahorras lo estás haciendo por tu propia voluntad; cuando te lo quitan es por voluntad de otros.

—Puede que tenga razón.

—¡La tengo!

Desapareció dejándolo un tanto sorprendido, no solo por la lucidez de la respuesta, sino también por el hecho de que hubiera empleado un número de palabras impropio de su habitual forma de comportarse.

Su sorpresa aumentó cuando al poco la escuchó cantar, ya que además lo hacía con bastante gracia y buena voz, por lo que le gritó:

—¡Nunca la había oído cantar!

—¿Y para qué iba a hacerlo, si siempre tiene la música a todo trapo? No era cosa de hacerle la competencia a Maria Callas.

—Eso también es verdad. ¡Donde esté la Callas…!

Al rato comenzó a llegarle olor a cordero asado con un aroma ligeramente distinto del habitual debido al fuego de leña, y cuando Vicenta colocó la humeante bandeja en el centro de la mesa le indicó con un gesto la silla del otro lado.

—¡Siéntese! Como comprenderá no voy a comerme todo esto.

—Me lo acabaré en la cocina.

—Prefiero que lo haga aquí mientras charlamos, aunque me consta que no le gusta hablar.

—Con todos los respetos, el problema no es que a mí no me guste hablar, sino que a usted no le gusta escuchar. Y lo entiendo, porque usted fue a la universidad y yo no llego ni tan siquiera a la condición de pueblerina puesto que nací en un perdido caserío de montaña.

—Y muy bonito, por cierto.

—No lo es tanto cuando tienes que salir a ordeñar en plena nevada.

—Me encanta el olor a establo.

—Se nota que no duerme con alguien que apesta a establo. ¿Le ha contado el incidente a la señora?

—El teléfono no funciona.

—¿Y el móvil?

—Se ha descargado.

—¡Pues qué bien…! ¡Tanta modernidad para esto!

—Si me encuentro mejor, mañana bajaré a llamarla desde el pueblo.

Pero al día siguiente no se encontraba mejor. La mayor parte de las quemaduras no le molestaban, pero los nervios parecían estallarle, por lo que temió estar al borde de un infarto y no le apetecía conducir en tales condiciones por unas endemoniadas carreteras flanqueadas de barrancos.

Vivir «lejos del mundanal ruido» tenía grandes ventajas y notables inconvenientes, pero consideró que no tenía derecho a quejarse, puesto que no resultaba habitual que en aquellas fechas se desatasen tormentas de semejante magnitud.

Al recordar el incidente, un diminuto rayo parecía recorrerle el cuerpo correteando de los pies a la cabeza para acabar por detenérsele en la boca del estómago, y en ocasiones imaginaba que si en esos momentos aferrara una bombilla conseguiría encenderla.

Pasado el mediodía hizo su inesperada aparición Vicenta, puesto que, aunque durante el verano tan solo acudía a atenderlo tres veces por semana, había decidido echarle una mano visto que los electrodomésticos continuaban inservibles.

Traía consigo, y como si se tratara de un valiosísimo tesoro, un llamativo teléfono móvil de color rojo, adornado con flores azules, que extrajo con sumo cuidado del bolso antes de colocarlo sobre la mesa y mostrarlo orgullosamente.

—Mi hija solo me lo ha prestado bajo amenaza de no dejarla salir de casa en dos semanas, y cuando me lo dio cualquiera diría que le estaban arrancando una muela. Llame a la señora y pídale que venga, porque tiene usted muy mal aspecto.

—No puedo.

—¿Por qué?

—No recuerdo su número.

—¿Cómo dice…?

—Que nunca he sabido su número de móvil. Lo llevo grabado en la memoria del mío por lo que se marca automáticamente.

—¡Carajo! Esa sí que es buena. ¿Tampoco tiene un listín telefónico…?

—Lo tengo.

—¡Pues consúltelo!

—No puedo.

—¿Por qué?

—Porque el listín de direcciones y teléfonos lo guardo en el ordenador, y sin electricidad no funciona.

La estupefacta mujerona dejó escapar una sonora palabrota y tras pedir perdón se dejó caer en una silla al tiempo que agitaba la mano como si todo aquello se le antojara demencial.

—Ustedes sí que se complican la vida. Yo solo tengo que gritar «¡Ceferino!» para que mi marido se presente al instante, porque de lo contrario lo corro a escobazos.

—Los tiempos cambian.

—¡Ya veo, ya…! Ceferino es un alfeñique, apesta a establo y compite con la mula a la hora de ser bruto, pero si le digo que me voy a pasar el verano en la playa me descalabra.

—Será porque no confía en usted.

—Tal vez, pero le aseguro que preferiría que me atizara con la garrota a que me dejara ir. Y en eso los tiempos no cambian.

Se alejó refunfuñando y su interlocutor oyó que trasteaba lavando platos, partiendo leña y encendiendo el horno mientras no cesaba de rezongar contra un mundo que se estaba volviendo estúpidamente moderno.

Al cabo de un largo rato, y tras dejar de observar el aparatito rojo moteado de flores azules que continuaba sobre la mesa, acabó por admitir que tal vez a la buena mujer no le faltaba razón y debería replantearse ciertos puntos de su relación matrimonial, aun a costa de tener que pasarse horas tendido sobre la arena de una playa, observando a Claudia mientras se sumergía en las profundidades de unas aguas que imaginaba infestadas de monstruosas criaturas.

Tal vez tampoco sería mala idea intentar aprender a nadar.

Capítulo Dos

Aún tuvieron que pasar otros dos días antes de sentirse con suficientes ánimos para enfrentarse sin aprensión a las treinta y cinco curvas de la endemoniada carretera, y cuando finalmente lo hizo, circuló tan despacio que tardó media hora más que de costumbre.

Cuando avistó las primeras casas de Pozoviejo detuvo el coche en el arcén y respiró hondo para tranquilizarse, porque tras toda una vida de hacer idéntico recorrido sin el menor problema, por primera vez se sentía indispuesto y con náuseas.

Se impuso a sí mismo un merecido descanso durante el que se planteó que tal vez el incidente le había dejado secuelas que pudieran acarrear impredecibles consecuencias, por lo que si los golpes y quemaduras habían afectado órganos internos más valía saberlo cuanto antes.

Claudia era de las que acudían al médico a la menor indisposición, pero él siempre se había mostrado reacio a imitarla, alegando que el olor de los hospitales le enfermaba y la simple visión de una bata, fuera blanca o verde, le deprimía.

No obstante, con el tiempo las cosas parecían haber cambiado y empezaba a temer que aquella salud de hierro de la que tanto presumía hubiera sufrido un duro revés ya que sentía como si la mayor parte de las piezas de su interior continuaran intactas pero se hubieran desencajado.

Al cabo de un rato le gruñeron las tripas, recordó que apenas había desayunado y reemprendió la marcha en dirección a la tranquila cafetería en la que solía detenerse cuando bajaba a la ciudad, un lugar limpio y con buen servicio que ofrecía un excelente café con churros crujientes.

Sin embargo, en esta ocasión la amable regordeta que solía atenderle parecía nerviosa y de mal humor.

El café estaba aguado, y los churros, babosos, pero cuando alzó la mano con intención de protestar advirtió que tanto la camarera como un gran número de parroquianos no hacían más que parlotear por sus teléfonos móviles. Sus gestos eran casi compulsivos y algunos elevaban demasiado la voz, renegaban, insultaban a sus interlocutores e incluso maldecían al «puñetero aparatito» que les fallaba cuando más falta hacía.

—¿Qué ocurre?

Un anciano que leía el periódico en una mesa cercana le respondió con innegable sorna mientras indicaba a varios de los parroquianos:

—Por lo visto algo se ha estropeado y las llamadas se entrecruzan; aquel intenta hablar con su mujer y le sale una carnicería de Murcia, y a ese otro le han llamado tres veces desde Bilbao, donde no conoce a nadie. ¡Andan como locos!

—Es que la tormenta fue de aúpa…

—¿Qué tormenta?

—La del sábado.

—No sabía que hubiera habido tormenta.

—Pues la hubo.

El anciano lo miró con aire dubitativo y acabó por encogerse de hombros al tiempo que elevaba el periódico ocultándose tras él como si con ello diera fin a cualquier tipo de contacto.

—¡Si usted lo dice…!

Lo único que sacó en claro fue que, como de costumbre, la primera página del diario estaba dedicada a la corrupción política en todas sus facetas, que a decir verdad comenzaban a ser infinitas, y que un equipo francés ofrecía casi cuatrocientos millones de euros por un escuchimizado jugador de fútbol, lo cual venía a significar la aberrante cifra de casi seis millones por kilo.

Por primera vez abandonó el agradable local malhumorado y descontento, preguntándose cómo era posible que cuanto mayor fuera la crisis menor parecía ser el interés de la gente en hacer bien su trabajo. Era como si se sintieran derrotados de antemano, sabiendo que por mucho que se esforzaran jamás conseguirían progresar debido a que entre políticos y empresarios había ido tejiendo ladinamente una tela de araña que les impedía dar un solo paso de cara a un futuro mejor. Era como una condena a permanecer donde estaban e incluso a dar las gracias, cuando no les obligaban a retroceder.

Las calles aparecían repletas de gente detenida en las esquinas o en los quicios de las puertas hablando a gritos con no se sabía quién, y le sorprendió que un guardia urbano también lo hiciera aun a riesgo de ser atropellado por cualquier conductor igualmente distraído.

Se acercó a la oficina de la caja de ahorros, en la que la mayor parte de los empleados iban de un lado a otro desconcertados, debido a que, al igual que habían dejado de funcionar los móviles, también lo habían hecho las redes de internet. Se habían visto obligados a desconectar la mayor parte de unos ordenadores donde lo mismo hacía su improvisada aparición la foto de una señorita desnuda que la orden de ingresar diez millones en una cuenta desconocida.

El director, al que conocía desde niño, se llevaba las manos a la cabeza y casi sollozaba mientras le hacía pasar a su despacho:

—¡No lo entiendo! ¡No lo entiendo! Si me descuido me vacían las cuentas de un centenar de clientes. ¿Qué necesitas?

—Dinero.

—¿Cuánto?

—Cinco mil euros… ¡Para una vez que bajo al pueblo!

El otro cerró la puerta, tomó asiento en su butaca y le alargó un cheque de ventanilla al tiempo que susurraba:

—Llévate veinte mil.

—¿Y eso?

—Siempre has confiado en mí, ¿no?

—¡Naturalmente!

—Pues hazme caso, porque me dolería perder a un buen cliente y amigo. Lo que está ocurriendo supera lo imaginable y por si fuera poco he recibido órdenes de mis jefes que van contra mis principios, pero que no puedo desobedecer si no quiero acabar en el paro. Jamás imaginé que tendría que decir esto, pero creo que donde más seguro está tu dinero es bajo un ladrillo.

—Me asustas.

—El miedo suele ser contagioso; anteayer recibí una orden de embargo de setecientos euros porque por lo visto no habías dado de baja un coche hace quince años. Intenté avisarte, pero tu teléfono no funcionaba, así que ordené que se pagara para evitar sobrecargos.

—No tengo ni idea de qué me hablas.

—Lo imagino, pero cosas como esa y multas absurdas y evidentemente malintencionadas están llegando a diario. Por eso insisto: llévate ese dinero y arréglatelas como puedas hasta que esta especie de «ciclogénesis de inmoralidad» amaine un poco.

—Me va a causar muchos trastornos.

—Más trastornos tendrás si una mañana te encuentras tu dinero convertido en «acciones preferentes» o en cualquier otro producto opaco que puede dejarte en la ruina. No todos tienen mis escrúpulos.

Salió a la calle sintiéndose no solo incómodo por llevar encima veinte mil euros distribuidos por todos los bolsillos, sino inquieto por el hecho de comprender que aves carroñeras planeaban sobre cuanto poseía.

Si la «información confidencial» que acababa de recibir era digna de crédito, y a su modo de ver lo era, cualquier día podía entrar a formar parte de la masa de infelices que a diario aparecían en los noticiarios reclamando que les devolvieran sus ahorros. Y no se consideraba más inteligente ni más preparado a la hora de proteger sus intereses contra las artimañas de individuos que habían estudiado en costosas universidades la mejor forma de apoderarse de los bienes ajenos en estrecha colaboración con una clase política que tal vez podía ser analfabeta, pero que evidentemente perseguía idénticos fines.

Se fue a almorzar meditando sobre cómo conseguir que no lo expoliaran y no se le ocurrió ningún sistema que superara aquel concepto tan simple:

«Donde más seguro estará tu dinero será bajo un ladrillo».

En su viejo caserón familiar abundaban los ladrillos, pero tan elemental concepto iba en contra de todo cuanto le habían inculcado desde la infancia.

Aquella novedosa denominación ligada a la meteorología, «ciclogénesis de la inmoralidad», le llevaba a suponer que el enorme barco en que todos navegaban comenzaba a hundirse, no a causa de un temporal, sino porque el capitán y sus oficiales se habían dedicado a abrirle vías de agua a sabiendas de que eran los únicos que tenían acceso a unos botes salvavidas con los que arribarían a una isla paradisíaca desde la que observarían tranquilamente cómo sus pasajeros se ahogaban.

¡Malditos fueran!

No se sentía con las fuerzas necesarias para regresar a una casa en la que ni siquiera había luz, por lo que decidió hospedarse en el pequeño hotel donde solían hacerlo cuando a Claudia no le apetecía encarar de noche una peligrosa y cada vez más descuidada carretera. Hacía años que no la asfaltaban, por lo que el riesgo de acabar despeñándose no había hecho más que aumentar.

La televisión de su habitación no funcionaba, o mejor dicho funcionaba con interferencias, cambiando a cada segundo de canal, por lo que de repente aparecía una película infantil y a esta sucedía de inmediato un concurso de adivinanzas o un noticiario en sueco.

Se quejó a recepción y le respondieron que no sabían por qué razón estaba ocurriendo lo mismo en todas las habitaciones del hotel e incluso en el resto del pueblo.

Enchufó el móvil aun a sabiendas de que no podría utilizarlo, pero al menos le sirvió para recuperar y apuntar los números que guardaba en la memoria. El proceso le resultó especialmente fastidioso, ya que los caracteres eran muy pequeños y se confundía con frecuencia.

Utilizó el teléfono fijo del hotel para comunicarse con el móvil de Claudia y le respondió su buzón de voz, por lo que dejó un mensaje rogándole que le llamara a la habitación 212.

Oscurecía, a través de la ventana tan solo se distinguía un solitario jardín, y como no tenía nada que hacer, y no había tenido la precaución de traer un libro, decidió ir al cine.

Por lo que recordaba siempre estaba casi vacío, pero en esta ocasión la cola llegaba a la esquina, visto que al parecer todos los vecinos de Pozoviejo se habían encontrado con idéntico problema «televisivo».

El local constaba de tres salas, pero aquella en la que proyectaban la película que le apetecía se llenó de inmediato, por lo que tuvo que conformarse con otra bastante mediocre pero que al menos tuvo la virtud de hacerle reír.

Al salir regresó al hotel, recogió un mensaje de Claudia en el que le comunicaba que volvería a llamarle a medianoche, cenó en un restaurante cercano que, sorprendentemente, también se encontraba a rebosar, y a la vista de que la televisión continuaba igual de caprichosa, regresó a ver la película que en verdad le apetecía.

Mientras esperaba a que comenzara la proyección cayó en la cuenta de que no recordaba haber acudido al cine dos veces en el mismo día, lo cual quizá también le ocurría a un gran número de espectadores.

Evidentemente, la avería que estaba afectando a la zona había tenido la virtud de sacar a la gente de su casa.

En este caso la película era muy buena, con un sonido magnífico y hermosos paisajes que se apreciaban en toda su grandiosidad, por lo que abandonó el cine francamente satisfecho, y puesto que aún faltaba media hora para la medianoche y hacía calor, decidido a tomarse una copa en una concurrida terraza.

Los clientes charlaban de mesa a mesa y la mayor parte de las conversaciones giraban en torno a la indignación que les embargaba por culpa de una «maldita tecnología» que les obligaba a sentirse prisioneros de sus propios aparatos, por más que dispusieran de libertad para ir donde quisieran.

—¿Cuánto cree que va a durar?

Observó desconcertado a una señora que se sentaba muy cerca, y cuyas lamentaciones su marido se había cansado de escuchar.

—Pues si quiere que le diga la verdad, no lo sé.

—¿Y quién puede saberlo?

—Supongo que los técnicos.

—Pues si tenemos que confiar en los técnicos del pueblo, vamos apañados. Para repararme la lavadora tardaron tres días.

—Pues tuvo mucha suerte.

—Su cara me suena, pero usted no vive aquí, ¿verdad?

—Más o menos… Vivo en Las Higueras.

—¡Ah, vaya! ¡Ahora caigo! Es el hijo de aquella señora inglesa tan agradable y elegante…

—Alemana.

—¡Eso! Alemana. A veces coincidíamos en la peluquería. Lamenté mucho su muerte.

—¡Gracias!

—Y su padre es todo un caballero… ¿Cómo se encuentra?

—También murió.

—Lo siento.

El paciente marido, que evidentemente conocía muy bien a su esposa, se sintió en la obligación de acudir en auxilio del acosado.

—Deja en paz al señor, querida… No se mete con nadie.

—¡Solo estamos hablando…!

—Tú hablas; él se limita a responder. Y es hora de irnos; va a empezar mi programa.

—¡Qué programa ni programa…! Hoy no tienes programa porque la televisión se ha vuelto loca y es la que suele condicionar la vida de la gente. Especialmente la tuya.

El pobre hombre permaneció unos instantes inmóvil, dudando entre marcharse o volver a sentarse, y tras encogerse de hombros como admitiendo que en esta ocasión su mujer tenía razón optó por extraer una cajetilla del bolsillo de la camisa y comentar:

—Por lo menos aquí puedo fumar. ¿Un cigarrillo?

—No, gracias.

Encendió el suyo pese a la desaprobadora mirada de su esposa, y mientas lo hacía inquirió:

—¿Y a qué se dedica usted, viviendo en un lugar tan solitario?

—Continúo el negocio familiar.

—¿Quesos…?

—Traducciones.

La mujer apartó con la mano a su esposo como si con ello pretendiera hacerle entender que aquella conversación la había iniciado ella y por lo tanto debía continuar interpretando el papel principal.

—¿Traducciones? ¿De qué idioma?

—Inglés, francés, italiano, alemán y ruso.

—¿Habla cinco idiomas…?

—Seis, si contamos el español.

—¿O sea que es polígamo?

No se atrevió a ofenderla señalándole que en realidad era políglota y no polígamo, pero no se vio en la necesidad de responder ya que ella añadió de inmediato:

—¿Y cómo lo ha conseguido?

—Estudiando, aunque ayuda mucho tener una madre alemana, un abuelo inglés, otro ruso y una esposa italiana. Y ahora les ruego que me disculpen; debo volver al hotel porque estoy esperando una llamada.

—¿Y por qué no le llaman al móvil…?

Su marido aprovechó la ocasión para vengarse, comentando con voz aflautada en lo que pretendía ser una cómica imitación de su forma de hablar:

—¿Cómo le van a llamar al móvil si los móviles no funcionan y son los que condicionan la vida de la gente? Sobre todo la tuya.

—¡Bocazas…!

De regreso al hotel no pudo por menos que sonreír al recordar la pintoresca charla, cayendo en la cuenta que hacía años que apenas se relacionaba con desconocidos y ese día lo había hecho, como en lo de ir al cine, por dos veces.

Al pensar en ello admitió que se había convertido en una especie de ermitaño encerrado en un enorme despacho atestado de libros, puesto que con el paso del tiempo había acabado por devenir en un apasionado amante de la palabra escrita en detrimento de la palabra hablada.

Cierto que dominaba seis idiomas, pero más cierto era que lo que en verdad le gustaba era desentrañar y trasladar al papel el sentido exacto de lo que había pretendido expresar el autor en su lengua vernácula.

En ocasiones tenía la sensación de vivir resolviendo un gigantesco crucigrama en el que tenía que participar no solamente por entender perfectamente lo que otros pretendían expresar, sino por ser capaz de conseguir que a su vez otros lo entendieran con absoluta nitidez en una lengua distinta.

Sus padres le habían inculcado el amor al trabajo realizado con minuciosa escrupulosidad, respetando al máximo las ideas ajenas sin aportar ninguna, según ordenaba un viejo dicho que constituía el primer mandamiento de un buen traductor:

«Si tienes tus propias ideas escribe tus propios libros».

Él tenía ideas propias, algunas incluso brillantes dada la amplitud de su cultura, pero nunca conseguía expresarlas con claridad en ninguno de los idiomas que hablaba.

Conocía las palabras, ¡millones de palabras!, y su oficio era construir correctamente las frases, lo cual hacía muy bien cuando se trataba de trasladarlas de una lengua a otra, pero a su modo de ver lo hacía muy mal cuando se trataba de llevarlas de la mente al papel. Era como si el cerebro y la mano se desconectaran, ya que unos conceptos que en su origen parecían nítidos se opacaban entremezclándose sin orden ni concierto al escribirlos, expresando cosas tan diferentes que en ocasiones parecían impresos en otro alfabeto.

Claudia solía señalar que su problema estribaba en que, por el hecho de estar acostumbrado a trabajar sobre textos de grandes autores, se sentía empujado a menospreciar la calidad de sus propios textos.

Tendido en la incómoda cama del hotel y mientras aguardaba a que sonara el teléfono le vino a la mente la historia sobre la que estaba trabajando últimamente y que en verdad había conseguido cautivarlo.

Era una novedosa interpretación del cuento de la reina que besaba a un sapo que se convertía en un apuesto príncipe con el que se casaba, pero en esta ocasión el autor había añadido a la conocida historia un inesperado ingrediente; por culpa de sus anteriores experiencias sexuales como sapo, en el momento del orgasmo el rey consorte comenzaba a croar desaforadamente, lo que excitaba a todos los batracios de la región, que no paraban de imitarlo hasta el amanecer. Como resultado de tan atronador concierto sus sufridos súbditos no pegaban ojo en toda la noche, por lo que al día siguiente no conseguían trabajar. Por si fuera poco se sentían avergonzados debido a que su antaño inocente y virginal reina se pasaba las noches fornicando desaforadamente, con lo que ya no veían a su marido como un apuesto príncipe, sino como un repugnante advenedizo que según las malas lenguas comía saltamontes y daba enormes saltos.