Garoé - Alberto Vázquez-Figueroa - E-Book

Beschreibung

El general Gonzalo Baeza recibe de manos de monseñor Alejandro Cazorla el cargo de gobernador de la isla de El Hierro para acabar con la esclavitud y restablecer la justicia en las islas Canarias. Inexplicablemente rechaza un ofrecimiento que anhelaba, porque regresar a la isla significaría retornar a un lugar y a un pasado que lleva años intentando olvidar. Siendo un joven teniente perdió a varios de sus hombres durante una oscura misión de exploración en la isla, en la que también encontraría el amor y un secreto largamente guardado por los isleños: una sustancia increíblemente valiosa por la que muchos hombres perderán la cabeza.

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GAROÉ

ALBERTO VÁZQUEZ-FIGUEROA

 

Categoría: Novela histórica y de aventuras

Colección: Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa

Título original: Garoé

Primera edición: 2010

Reedición actualizada y ampliada: Septiembre 2022

© 2022 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Portada: Silvia Vázquez-Figueroa

Maquetación de cubierta: Valeria Hernández

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

ISBN: 978-84-19495-05-1

Producción del ePub: booqlab

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

Esta obra resultó ganadora del Premio de Novela Histórica Alfonso X el Sabio 2010, convocado por Caja Castilla La Mancha y Ediciones Martínez Roca, un sello editorial de Ediciones Planeta Madrid, S. A. (Grupo Planeta), y fallado por un jurado compuesto por Soledad Puértolas como presidenta, Jorge Molist, Martín Molina, Felipe Pedraza Jiménez, Juan Sisinio Pérez Garzón y Carmen Fernández de Blas como secretaria.

1

El general Gonzalo Baeza, nacido casi por casualidad en Antequera, aún conservaba gran parte de la prestancia de su no lejana juventud, y pese a que sus ojos acusaban una lógica fatiga, los esforzaba a diario leyendo durante largas horas a la sombra de un delicado cenador blanco y verde, en un punto de su bien cuidado jardín desde el que distinguía a su derecha el océano y al fondo la inmensa mole del Teide.

Ptolomeo fue el último rey de «Mauritania», que durante los primeros años de la era cristiana era el nombre con que se denominaba a Marruecos y el oeste de Argelia. Su población estaba constituida por pastores seminómadas de etnia bereber, conocidos por los romanos como mauris, palabra de la que proviene el término «moro».

Ptolomeo tenía ascendencia bereber, griega y romana, puesto que era hijo del rey Juba II y de la reina Cleopatra Selene. A su vez, Juba II era hijo de Juba I, el rey bereber que luchó del lado de Pompeyo contra Julio César en la Guerra Civil.

Cleopatra Selene era la única hija de Cleopatra –la última reina de la dinastía grecomacedonia que había ocupado el trono de Egipto tras la muerte de Alejandro Magno– y del general romano Marco Antonio.

A través de Marco Antonio, Ptolomeo era, por lo tanto, pariente lejano de Julio César.

También era primo del emperador Claudio y primo segundo de los emperadores Nerón y Calígula.

Recibió educación romana, y en el año 19 su padre le asoció al trono, quedando como único soberano cuando este murió. Ayudó al gobernador de la provincia romana poniendo fin a una larga guerra con las tribus locales dirigidas por los númidas que asolaba África en contra de Roma.

Reconociendo su leal conducta, el senado le otorgó un cetro de marfil y una túnica triunfal mientras en una imponente ceremonia le saludaban como rey, aliado y amigo. Ya por aquel entonces había tomado por esposa a Julia Urania, perteneciente a la familia real de Siria.

En el año 40 Calígula invitó a Ptolomeo a Roma y, según Suetonio, cuando este acudió al anfiteatro a presenciar un espectáculo de gladiadores, vestía una capa de seda natural de color púrpura tan deslumbrante que atrajo la admiración del público y provocó la envidia del emperador.

Era cosa sabida que una prenda de tal magnificencia tan solo podía conseguirse a base de sumergir durante largo tiempo la mejor seda del lejano oriente en un costosísimo tinte que únicamente se encontraba en las «islas Purpúreas», un remoto archipiélago del océano Atlántico al que muy pocos navegantes habían conseguido arribar a lo largo de la historia.

Suetonio asegura que el hecho de que Ptolomeo luciese algo tan excepcionalmente valioso venía a significar que su poder llegaba más allá que el de Roma, es decir, a los dos extremos del universo conocido, por lo que el tiránico y egocéntrico Calígula ordenó su asesinato, se apoderó de la valiosísima capa y se anexionó Mauritania.

Con ello se puso fin a la estirpe de los Ptolomeos, pues fue el último monarca en gobernar con dicho nombre y el último rey de su linaje.

El general Baeza continuó inmerso en las páginas del grueso volumen encuadernado en piel negra que descansaba sobre sus rodillas hasta el momento en que advirtió que alguien se aproximaba desde la puerta posterior de la casa, y al alzar el rostro su expresión no pudo por menos que demostrar sorpresa al advertir que quien interrumpía sus estudios sobre la antigua Roma no era otro que monseñor Alejandro Cazorla, quien avanzaba a grandes zancadas sonriendo al tiempo que alargaba los brazos con innegable afecto.

–¡Mi querido Alejandro! –no pudo por menos que exclamar poniéndose en pie de un salto–. ¡Qué grata sorpresa!

–¡Mi querido Gonzalo! –le contestó el otro en idéntico tono–. ¡Qué alegría encontrarte donde siempre y con tan magnífico aspecto! –fue la inmediata respuesta–. ¿Cuánto hace que no nos veíamos?

–Casi cuatro años, si mal no recuerdo –reconoció el dueño de tan acogedor jardín–. ¿Qué le trae a esta lejana isla al aragonés más testarudo e influyente del reino?

El otro alzó el dedo índice en lo que pretendía ser una necesaria aclaración:

–En todo caso sería el segundo aragonés más testarudo e influyente del reino: el primer lugar está ocupado y espero que sea por mucho tiempo.

–En ello confiamos, pero insisto, ¿qué te trae por la isla?

–Negocios de estado; y buenas noticias, que personalmente me alegra transmitir de cuando en cuando en tan difíciles tiempos. ¿Puedo?

Lo había dicho señalando la butaca que se encontraba al otro lado de la mesita en la que Gonzalo depositara el libro, por lo que este asintió de inmediato.

–¡Naturalmente! ¿Te apetece tomar algo?

–Con tu permiso le he pedido a Fayna que nos traiga una limonada fresca… –le hizo notar el recién llegado al tiempo que le alargaba el documento lacrado que traía en la mano–. Estas son mis buenas noticias.

Aquel a quien, según constaba escrito con delicada caligrafía, iba destinado rompió el sello real, leyó el pomposo y rimbombante texto de nombramiento oficial con un notorio arqueamiento de cejas, y de inmediato su rostro reflejó sorpresa y un visible ademán de instintivo rechazo.

Su acompañante le observó en cierto modo desconcertado ante tan evidente reacción, y más aún se desconcertó en el momento en que el otro le devolvió el documento suplicando:

–Te ruego que transmitas a su majestad mi más profundo agradecimiento por el honor que me otorga, pero no puedo aceptarlo.

–¿Y eso?

–Significaría retornar a un lugar y a un pasado que llevo toda una vida intentando olvidar con muy escaso éxito. –Gonzalo Baeza agitó de un lado a otro la cabeza con indiscutible firmeza al insistir–: ¡No! ¡Por nada del mundo volvería allí…! Vencida la primera sorpresa, monseñor Alejandro Cazorla se tomó un corto espacio de tiempo tratando de asimilar lo que acababa de escuchar, y por último, alargando la mano con el fin de colocarla con innegable afecto sobre la rodilla de su interlocutor, musitó como si temiera que alguien más pudiera oírle:

–Te suplico que recapacites, querido amigo; si rechazas ese nombramiento, caerás en desgracia ante su majestad, lo que aprovecharían quienes te aborrecen, que te consta que abundan en exceso.

–Nunca me han asustado mis enemigos, y no creo que haya llegado el momento de empezar a acobardarme –fue la firme y seca respuesta.

–Una cosa es que no te asusten, y otra muy diferente, que los refuerces… –le hizo notar con muy acertado razonamiento el religioso–. Si la Corona ve con buenos ojos tus esfuerzos a favor de los derechos de los nativos y te premia ofreciéndote un puesto desde el que puedes evitar la esclavitud encubierta, renunciar a él significa tanto como renunciar a todo aquello en lo que crees y por lo que luchas.

Se interrumpió al advertir que había hecho su aparición la servicial y dicharachera Fayna, que portaba una bandeja con frutos secos, dos vasos y una gran jarra de limonada que dejó sobre la mesa.

–Almendras, nueces, higos y limones de nuestro propio huerto, monseñor. Y el hielo me lo han traído directamente del Teide. ¿Os apetece un caldito de pescado con gofio y cabrito asado para almorzar?

–¡Naturalmente! –fue la espontánea y entusiasta aceptación del demandado–. Si todas las tentaciones fueran como las tuyas, el infierno rebosaría. –Observó a Gonzalo como si le costara aceptar lo que veía–. No se cómo te las arreglas para no haberte puesto hecho un cerdo con semejante cocinera.

–Recibiendo pocas visitas que le den la oportunidad de cebarme. –El dueño de la casa dedicó una afectuosa sonrisa a su ama de llaves al pedirle–: Airea la habitación de invitados; monseñor se quedará a dormir.

–Ya estoy en ello…Y para cenar estoy preparando un conejo en salmorejo de los que se mea la burra.

Se alejó sin esperar respuesta y haciendo un despectivo gesto con la mano en el momento en que su patrón le reñía con inusual severidad:

–¡Ese lenguaje!

–¡Quién fue a hablar!

–Lenguaje aparte, se ve que te quiere y te cuida como a un hijo –comentó monseñor–. ¿Es cierto lo que cuentan de que la rescataste cuando iba a ser vendida?

–No me gusta hablar de esas cosas.

–Son muchas las cosas de las que no te gusta hablar, pero te advierto que no he hecho un viaje tan largo ni me he mareado como una cabra con el fin de obtener únicamente silencios por respuesta –remarcó ahora en un tono mucho más severo el religioso–. La Corona tiene intención de acabar con los abusos restableciendo la justicia en el archipiélago, y si aquellos que pueden conseguirlo se niegan a hacerlo, continuará habiendo siervos, esclavos y niños a los que arrancan de los brazos de sus madres en cuanto dejan de amamantarlos.

El general pareció aceptar los sensatos razonamientos de un hombre al que siempre había admirado y en el que confiaba ciegamente; permaneció un largo rato observando la nevada cima del gigantesco volcán que refulgía ahora como un espejo, y tras lanzar un sonoro suspiro puntualizó:

–Lucharé y con todas mis fuerzas en defensa de los nativos desde cualquier puesto que se me ordene, pero, por favor, no desde El Hierro.

–Tendrás que darme razones muy convincentes si pretendes que medie en tu favor –fue la seca respuesta que recibió en esta ocasión–. Me esforcé mucho a la hora de conseguirte ese nombramiento, por lo que quedaría en ridículo y perdería una autoridad y una credibilidad que me ha costado años asentar si me veo obligado a reconocer que me lancé a semejante empresa sin tu previo consentimiento.

El antequerano Gonzalo Baeza no pudo por menos que aceptar el hecho evidente de que había colocado a su mentor y amigo en una difícil situación, estuvo a punto de negar una vez más, pero tras beber de su vaso de limonada y dejarlo a un lado señaló:

–Te contaré lo ocurrido a condición de que lo consideres secreto de confesión y no hagas uso más que de aquello que yo considere oportuno.

–Suena a chantaje, pero como te conozco y me consta que eres más cabezota que si también fueras aragonés, no me queda otro remedio que aceptar –masculló su malhumorado visitante–. ¿Qué ocurrió en El Hierro?

–Hechos terribles.

–Vivimos en una agitada época en la que «los hechos terribles» constituyen el pan nuestro de cada día, o sea, que «muy terribles» tienen que ser para que consigan impresionarme.

–Sin duda lo son. Doy fe de ello.

–Mal pinta entonces la cosa, ya que soy consciente de que has participado en crueles guerras y sangrientas batallas –susurró casi para sus adentros el religioso–. ¿De qué se trata?

–¿Tengo tu promesa de no divulgarlos?

–La tienes. ¡Y suéltalo ya, sea lo que sea, que me tienes en ascuas!

Resultaba evidente que lo que iba a decir le costaba un enorme esfuerzo, pero, tras un breve silencio, el tan urgentemente apremiado señaló:

–Ocurrió que, siendo un joven teniente lleno de entusiasmo, me nombraron segundo en el mando de un destacamento cuyo objetivo era instalar un enclave que garantizase la soberanía española sobre la isla, evitando de ese modo las reclamaciones de la Corona portuguesa y las continuas incursiones de los cazadores de esclavos. Nuestras órdenes eran convencer a los nativos de que no teníamos intención de esclavizarlos, así como contribuir a la tarea de evangelizarlos. Como sabes, El Hierro es una pequeña isla volcánica y agreste, sin refugios para las naves y de difícil acceso cuando el océano se agita, lo cual ocurre demasiado a menudo…

* * *

Las olas batían con violencia contra una playa de cayados y arenas negras en lo que constituía un grandioso espectáculo visual, puesto que muy a lo lejos se distinguían la isla de La Gomera y mas allá la de Tenerife, coronada por la mole del Teide visto desde el suroeste.

Una pequeña carabela bailoteaba a media legua de la costa mientras dos inestables faluchos cargados con una docena de hombres cada uno avanzaban a golpe de remo y con manifiesta dificultad en su lucha contra el mar, el viento y las corrientes.

En la proa de la primera y dirigiendo la peligrosa maniobra de desembarco se distinguía a un joven Gonzalo Baeza, y en la de la segunda al capitán Diego Castaños, un hombretón de gesto adusto, pobladas cejas y barba cerrada ya entrecana.

Destacaban entre el resto de quienes se aproximaban el ascético y casi esquelético dominico fray Bernardino de Ansuaga, así como un joven de aspecto alocado que respondía al curioso nombre de Hacomar.

Desde la cima del cerro más cercano un grupo de naturales de la isla observaba con gesto de preocupación cómo las embarcaciones luchaban contra el oleaje y cómo en determinados momentos parecían a punto de zozobrar hasta que al fin conseguían varar en la playa con la seguridad suficiente como para que sus ocupantes saltaran a tierra con el fin de desembarcar a toda prisa armas y abastecimientos a la vista de que el mar se agitaba cada vez más a ojos vistas.

Apenas lo habían hecho las falúas, partieron de regreso a la nave, cuyos tripulantes se aplicaban a la tarea de hacer descender por medio de cabos y poleas un enorme caballo negro con el fin de depositarlo con sumo cuidado sobre el agua.

Sin perder de vista la difícil labor que se estaba desarrollando mar afuera, el aún empapado capitán Castaños se apresuró a ordenar con un vozarrón que parecía salirle de las entrañas y no admitía réplica:

–Molina, protege con cinco hombres el flanco norte, y tú, Navarro, con otros tantos el flanco sur; el resto, que vayan colocando la intendencia tras aquellas rocas, y el curita, que suelte ese fardo, que se puede desriñonar. ¡Y ojo con los salvajes de allá arriba!

–No son salvajes, son nativos… –protestó el sacerdote al tiempo que dejaba el pesado fardo sobre la arena.

–Para mí todo el que haya nacido al sur de Cádiz es un salvaje, padre –fue la agria respuesta–. No es hora de ponerse a discutir bobadas; quitaos de en medio.

El dominico obedeció sin rechistar admitiendo que no era lugar ni momento de distraer a quien parecía tener ojos para cuanto ocurría a su alrededor, y que avanzando hasta la misma orilla del agua gritaba a voz en cuello:

–¡Atentos a Atila! Como se haga daño, más de uno recibirá veinte latigazos…

Lo decía porque nadando sujeto entre las dos barcas se aproximaba el enorme animal que luchaba bravamente contra las olas mientras varios hombres se habían introducido en el océano con el fin de tomarlo por las bridas, tranquilizarlo y conducirlo a tierra, donde de inmediato comenzó a sacudirse y a correr playa arriba y playa abajo con las crines al viento.

–¡Nuestra mejor arma! –no pudo por menos que exclamar su orgulloso propietario dirigiéndose en esta ocasión a su segundo en el mando–. A esos salvajes les impresiona más que un regimiento de infantería porque por donde pasaba el caballo de Atila no volvía a crecer la hierba.

–Pero si es el caballo el que se llama Atila, para que no volviera a crecer la hierba, quien tendría que pasar es el caballo de ese caballo… –le hizo notar con incuestionable lógica Gonzalo Baeza.

Diego Castaños le observó desconcertado y podría asegurarse casi perplejo; movió en el aire los dedos como si intentara ordenar sus ideas y por último estalló furibundo:

–No me vengas con bobadas, Baezita, y ocúpate de montar el campamento. No estoy para juegos de palabras. Y ese jodido intérprete, que deje de hacerse el loco y suba a decirles a esos salvajes que quiero hablar con su jefe.

–¿Sin escolta? –inquirió inquieto el llamado Hacomar, que era a quien evidentemente se refería.

–¡Lógico! Si son pacíficos, no tienes por qué preocuparte –fue la brutal respuesta–. Y si resultan hostiles, igual se cargarían a uno que a cuatro, o sea, que cuantas menos bajas, mejor.

–¡Lindo consuelo! –se lamentó el otro con un marcado acento andaluz.

–Aquí no has venido a recibir consuelo, hijo, sino a servir a la Corona. Y supongo que deberías sentirte feliz por reunirte con tus amigos después de tantos años.

–¿Mis amigos? –se escandalizó el otro–. Me sacaron de la isla a los nueve años para venderme en Sevilla, o sea, que mis amigos se encuentran ahora jugando a las cartas en Triana. Pero qué se le va a hacer. ¡Vamos allá y que la Macarena me acompañe!

–Voy contigo… –se ofreció de inmediato fray Bernardino de Ansuaga.

–No, gracias, padre –le espetó el isleño sin el menor reparo–. Prefiero a la Macarena.

Depositó sobre una roca sus armas e inició la dificultosa ascensión agitando los brazos en un intento de demostrar a los isleños que se aproximaba en son de paz, siempre bajo la inquieta mirada del religioso, que no pudo por menos que comentar:

–Espero que aún hable su idioma.

–Me han asegurado que algunos indígenas recuerdan algo de francés desde la época en que estuvieron por estas islas los normandos de Gadifer de La Salle –intervino Gonzalo Baeza.

–A mí, como si recuerdan el chino –intervino en el abrupto tono de siempre su superior en el mando–. ¿Acaso hablas gabacho?

–Un poco; mi abuela materna era francesa.

–En ese caso, ocúpate de ensillarme el caballo.

–¿Qué tiene que ver hablar francés con el caballo? –quiso saber un casi ofendido Gonzalo Baeza.

–Que su abuela materna era francesa; una yegua preciosa, por cierto. –El barbudo militar dejó escapar una sonora risotada y le guiñó un ojo al añadir–: ¡Es broma, Baezita! Y ahora voy a ponerme de gala para recibir a esos salvajes porque las armaduras les impresionan, ya que en las islas no existen metales… –Se volvió al soldado más cercano de cuantos continuaban atareados en las labores de desembarco con el fin de ordenar secamente–: ¡Pamparahoy, ocúpate de que ensillen a Atila y me traigan la coraza!

–¿Queréis decir que estas pobres gentes continúan en la Edad de Piedra? –inquirió un asombrado fray Bernardino.

–¡Y tan de piedra…! –replicó el hombretón–. ¡Las lanzan como puños y te descalabran a más de cincuenta pasos!

¡Menuda puntería tienen! –Se inclinó para que pudiera observar con detalle una ancha cicatriz que lucía en la frente–. ¿Veis esto? Recuerdo de un lanzaroteño.

–¡Dios bendito! –no pudo por menos que exclamar el horrorizado dominico–. Y si no tienen espadas, ¿con qué luchan?

–Con lanzas de madera, agilidad, valor y mucha astucia, padre. ¡Mucha astucia! Como podéis ver, esta isla es puñeteramente agreste y la conocen palmo a palmo, o sea, que por más espadas, ballestas y armas de fuego que tengamos, siempre estaremos en desventaja…

–Confío en que nunca tengamos que combatirlos –intervino su teniente en un tono de indiscutible sinceridad.

–De ellos depende; únicamente de ellos. Si el papa ha determinado que el archipiélago pertenece a España, su obligación es someterse a nuestras leyes porque si permitiéramos que cada cual fuese por ahí haciendo lo que le viene en gana, el mundo sería un caos. ¡Veamos en qué actitud vienen!

Mientras hablaba se había ido ajustando una refulgente armadura, calándose el empenachado casco y ciñéndose la espada.

Concluida la compleja tarea, trepó al caballo y, acompañado por su segundo en el mando, el fraile y media docena de soldados que portaban lanzas, ballestas y coloridos estandartes, avanzaron con paso mayestático hacia el punto por el que descendía Hacomar seguido por tres hombres y una mujer.

Se detuvieron en mitad de la playa, con el bravío mar a sus espaldas y el sol reflejándose en las corazas en lo que constituía un imponente espectáculo que sin duda impresionó a los nativos.

Tanto fue así que cuando se encontraban a menos de doscientos metros de distancia y tan solo les faltaba recorrer un último repecho, los isleños se detuvieron, intercambiaron unas palabras con el intérprete y a continuación los hombres dieron media vuelta con el fin de trepar a toda prisa por el estrecho y empinado sendero por el que habían descendido. El desolado Hacomar abrió las manos en señal de impotencia, se encogió de hombros con gesto fatalista y continuó su camino seguido únicamente por una joven semidesnuda, desgreñada, desdentada y en verdad muy poco favorecida por la madre naturaleza.

–¿Qué ha pasado? –quiso saber su capitán en el momento en que se pusieron al alcance de su poderoso vozarrón–. ¿Por qué se largan esos cretinos?

–Porque con tanto caballo y tanta parafernalia los habéis aterrorizado, capitán; alegan que no son más que simples pastores y que con quien tenéis que hablar es con los señores de la isla. Se han ido a buscarlos.

–¿Y cuándo los traerán?

–Mañana.

–De acuerdo. ¡Les esperaremos! –Indicó con un despectivo gesto a la muchacha al inquirir–: Y esa, ¿quién es?

–¡Una loca! Jura que me ha reconocido y que sus padres nos prometieron en matrimonio cuando niños porque somos primos. Está convencida de que he vuelto para casarme.

–O sea, que apenas llevas una hora en la isla y ya tienes novia –comentó burlón su comandante en jefe–. ¡Enhorabuena!

–¡Qué novia ni perros muertos! –se indignó el otro–. Mi novia es bailaora en un tablado de Sevilla.

–El barco se va… –señaló en esos momentos el llamado «Pamparahoy».

Todos se volvieron en la dirección indicada y los soldados se detuvieron aún con los fardos en la mano observando cómo la nave izaba parte del velamen y comenzaba a alejarse.

Los rostros denotaban preocupación e incluso temor, puesto que eran conscientes de que se habían quedado solos en una isla poblada por seres de los que desconocían las intenciones, sin otro contacto con el mundo exterior que las dos frágiles falúas varadas en la arena y con las que les constaba que no llegarían muy lejos cercados por un océano que se mostraba cada vez más hostil.

Dos horas más tarde el sol comenzaba a descender en el horizonte mientras fray Bernardino lo contemplaba sentado sobre una roca sobre la que batían las olas. Al cabo de un rato Gonzalo Baeza acudió a acomodarse a su lado, admirando de igual modo la belleza del espectáculo para acabar por inquirir:

–¿Preocupado?

–¿Y quién no, hijo? ¿Quién no? –replicó en tono abiertamente pesimista el religioso–. Esta es la última playa de la última isla del mundo conocido; más allá no hay nada.

–En ese caso, ¿dónde acaba este océano? –quiso saber el otro–. Me cuesta aceptar eso que aseguran de que se precipita por un abismo sin fondo. Si así fuera, pronto o tarde el nivel del agua tendría que descender y no parece que lo haga.

–Tal vez se trate de un océano infinito.

–Y si es infinito, ¿cómo se explica que el sol vuelva a salir cada día por el lado opuesto? –fue la pregunta no carente de lógica–. Nosotros somos gente de tierra adentro, por lo que desde niños estábamos acostumbrados a la idea de que más allá de lo que veíamos existía otro paisaje y luego otro y otro y otro más, y con eso nos conformábamos. Pero ahora nos enfrentamos al hecho de que no existe ningún otro paisaje y por muchas vueltas que le doy a eso de la tierra infinita, es una explicación que no me cuadra.

–No te cuadra porque careces de fe –le hizo notar el dominico–. Debemos creer lo que la Santa Iglesia establece, y si ella asegura que en estos momentos nos encontramos sentados en la última playa del fin del mundo, es que es así… Y mi obligación es hacérselo comprender a unos pobres infieles que aún desconocen la verdad de Cristo.

–¿Pretendéis decirme que únicamente la fe explica lo inexplicable?

–Así es –pontificó sin la menor sombra de duda el religioso–. Y te aconsejo que no continúes avanzando por terrenos resbaladizos porque corres un grave peligro.

–¿Me acusaríais ante la Santa Inquisición? –aventuró con un asomo de burlona sonrisa su interlocutor.

–¡Oh, vamos, Gonzalo, no digas tonterías! Yo no soy de esos pese a que muchos en mi orden lo sean; lo único que pretendo es hacerte comprender que eres un militar y tu obligación, al igual que la mía, no es opinar, sino obedecer.

–Pero en este caso concreto resulta casi imposible no opinar –le hizo notar su interlocutor–. Es cierto que hemos llegado a los auténticos límites del mundo conocido y nos rodean unos seres que tal vez sean los únicos que apenas han evolucionado desde los tiempos en que el creador puso a Adán y Eva sobre la tierra, pero, a mi modo de ver, ante una situación tan excepcional, deberíamos intentar comportarnos de una forma excepcional.

–¿Y qué es lo que tú consideras «excepcional»?

–Actuar tal como nos dicta el sentido común, y no siguiendo las férreas directrices de quienes habitan en palacios de Roma y no en simples cuevas.

Fray Bernardino de Ansuaga se lo tomó con calma, tanta que podría creerse que había decidido no responder, pero en el momento justo en que el último gajo de sol desapareció en el horizonte replicó seguro de lo que decía:

–Si habitan en palacios de Roma, se debe a que son más cultos y sabios que quienes nos veremos obligados a habitar en cuevas; por tanto, si mi capacidad mental no ha sabido llevarme más lejos, continuaré rigiéndome por los que sí saben, y no por lo que se supone que yo pudiera llegar a saber.

2

Con ayuda de largas lanzas clavadas en la arena los soldados habían levantado un entoldado bajo el que se distinguían varios taburetes de tijera, así como una mesa de baja altura que aparecía cubierta de pequeños espejos, telas multicolores, vasos, botellas, cucharas, cacerolas y un variado número de collares de cuentas amarillas, verdes y rojas.

Con banderas y gallardetes colgando en las esquinas, el inquieto Atila atado a un poste a tres metros de distancia y multitud de espadas, ballestas y armaduras hábilmente dispuestas con el fin de que devolvieran los rayos del sol de la mañana, el improvisado y en cierto modo teatral escenario no perseguía otro fin que impresionar o tal vez humillar al trío de mandatarios isleños que se aproximaban evidentemente deslumbrados por el derroche de poderío y riqueza de que hacían gala unos altivos guerreros llegados de muy remotos lugares.

Fue Hacomar el encargado de adelantarse a recibirlos, inclinándose respetuosamente ante ellos y precederlos hasta el punto, bajo la improvisada carpa, en que les aguardaban el capitán Diego Castaños, el joven teniente Gonzalo Baeza y fray Bernardino de Ansuaga.

Tras los ceremoniosos saludos de rigor los siete participantes en la que cabría denominar «Primera Conferencia de Paz» tomaron asiento en los taburetes en torno a la mesa, de tal forma que los recién llegados tenían justo frente a sus ojos una gran cantidad de objetos, desconocidos, apetecibles, y a su modo de ver fastuosos.

Fue el militar de las espesas cejas y la canosa barba el primero en hablar dirigiéndose al intérprete, aunque con la mirada fija en el que a todas luces parecía ser el de superior rango entre los tres nativos, y que según Hacomar respondía al sonoro nombre de Beneygan.

–Transmítele que no hemos venido con la intención de hacerles daño y mucho menos intentar someterlos –puntualizó–. Y que nuestra única misión es protegerles de las incursiones de los cazadores de esclavos que desembarcan de noche con el fin de arrebatarles a sus hijos más fuertes y sus hijas más hermosas. La mejor prueba de nuestras intenciones la tiene en que hemos desembarcado a plena luz del día y nuestra nave ha zarpado; no tienen nada que temer de nosotros porque no buscamos sumisos esclavos, sino fieles aliados.

Resultó evidente que el joven Hacomar hablaba el complejo idioma de la isla, pero que su memoria no era en exceso privilegiada, por lo que necesitó un largo rato, muchas dudas y algún que otro aspaviento antes de conseguir traducir la esencia de tan largo mensaje con un marcado acento andaluz hasta cierto punto hilarante.

A continuación escuchó con atención cuanto el llamado Beneygan replicaba, se hizo repetir algunas palabras, y por último se volvió a su capitán con el fin de transmitirle lo que a su modo de entender había pretendido decir el indígena.

–Se muestra muy agradecido por nuestras buenas intenciones, no duda de ellas, pero se pregunta por qué razón hombres tan ricos y poderosos llegados desde tan lejos se preocupan por quienes nada tienen que ofrecer más que cabras, ovejas y cerdos.

–Cristo nuestro señor no hace distinciones entre quienes tan solo tienen cabras, ovejas o cerdos y quienes poseen caballos, palacios o arcas repletas de joyas… –intervino en un intento de aclaración fray Bernardino.

El capitán Castaños le interrumpió en el acto adelantando la mano al tiempo que señalaba:

–Dejemos los temas divinos para más adelante, padre, y no mezclemos churras con merinas o política con religión. El primer paso es tranquilizarles y hacerles comprender que a partir de ahora son súbditos de unos magnánimos y comprensivos soberanos que respetan sus vidas y sus costumbres.

–Pero…

–¡No hay «peros» que valgan! –En esta ocasión el perentorio tono de voz no admitía réplica–. Si estos salvajes sospechan que pretendemos sustituir a unos ídolos que llevan cientos de años adorando por un nuevo Dios, por muy verdadero que sea, corremos el riesgo de que se alboroten antes de habernos hecho una idea de a qué fuerzas nos enfrentamos. –El barbudo hombretón enseñó apenas los dientes en lo que pretendía ser una sonrisa conciliadora antes de añadir–: Si como todos sabemos Nuestro Señor es todopoderoso e infinito, no creo que se impaciente por unos meses de retraso; tiempo al tiempo, que la Santa Iglesia conseguirá las almas de estos pobres infieles en el momento justo.

El religioso se volvió a Gonzalo Baeza como intentando buscar su apoyo aunque tan solo fuera moral, pero este se limitó a aventurar un casi imperceptible gesto de asentimiento con el que pretendía hacerle comprender que estaba de acuerdo con las tesis de su superior; las excesivas prisas conducían con demasiada frecuencia a rápidos desastres.

Cuando les enviaron a tomar posesión de la isla, tan solo les habían proporcionado un rudimentario mapa de sus costas que probablemente contenía más errores que aciertos, así como la rotunda aseveración de que se ignoraba cuántos hombres, mujeres, ancianos, niños o cabezas de ganado pululaban por entre las altas montañas, los profundos barrancos o los espesos bosques de un gigantesco «peñasco» que visto desde lejos más bien parecía una inaccesible fortaleza medieval asediada por un mar embravecido que un lugar habitable.

Nadie en Sevilla tenía ni la menor idea de cuántos guerreros enfrentarían los isleños a un puñado de soldados españoles, y ante una razón tan indiscutible la actitud del rudo capitán Castaños era sin duda la más sensata desde el punto de vista de la estrategia militar.

Consciente de su indiscutible autoridad, clavó de nuevo la vista en sus «invitados» al tiempo que puntualizaba:

–Aclárales que no tenemos intención de robarles sus alimentos y estamos dispuestos a pagar por ellos un precio justo. –Sonrió ahora como un enorme conejo de dientes amarillos al puntualizar–: Quienes deseen abastecernos por su propia voluntad podrán elegir a cambio de lo que traigan cualquiera de los objetos que se encuentran sobre esa mesa.

Cuando Hacomar hubo concluido a duras penas la enrevesada traducción, los nativos cruzaron entre sí miradas de incredulidad, y al poco el más joven inquirió en su idioma:

–¿Habla en serio? ¿Podré llevarme uno de esos collares a cambio de uno de mis cerdos?

–Siempre que esté sano y rollizo… –replicó el capitán una vez que Hacomar le hubo trasladado el significado de la pregunta–. Somos generosos, pero no estúpidos.

Aclarada la demanda, los isleños intercambiaron una serie de largas frases con tal excitación que cabía asegurar, sin necesidad de conocer su lengua, que aquella era la proposición más fascinante, apetecible y generosa que hubieran recibido nunca.

Pulidos espejos que devolvían su imagen, delicadas telas con que sustituir sus túnicas de piel de oveja, collares con los que adornar el cuello de sus esposas o brillantes cacerolas metálicas en las que cocinar alimentos constituían un sueño inalcanzable para quienes hasta aquel momento tan solo habían conocido el barro, la piedra y la madera.

Pasado el primer momento de regocijo, el conocido como Beneygan, cuya autoridad parecía indiscutible, indicó una de las espadas que se encontraban clavadas en la arena pretendiendo saber si también formaban parte del acuerdo, pero en esta ocasión la respuesta de Castaños no dejó lugar a la más mínima duda.

–Ni espadas, ni hachas, ni lanzas, ni cuchillos, ni nada que se pueda volver en contra nuestra –sentenció en un tono que denotaba que se trataba de un tema innegociable–. De joven me enseñaron que si deseaba la paz debía estar preparado para la guerra, y la mejor forma de estar preparado para la guerra es disponer de mejor armamento que el enemigo…

–Hizo un gesto con la mano como si apartara algo imaginario al tiempo que le comentaba a Hacomar–: Esto último no es necesario que lo traduzcas; tú únicamente dile que ni hablar de armas.

Los nativos admitieron sin necesidad de más explicaciones el hecho de que los recién llegados no se mostraran dispuestos a compartir ciertas cosas, y al poco su líder se ofreció a conducirles a un punto del interior de la isla en el que podrían establecerse teniendo a su disposición un pequeño manantial de agua limpia, frondosos bosques y tierras fértiles.

–¿A qué distancia se encuentra de la costa más cercana? –quiso saber de inmediato el concienzudo militar.

La respuesta venía a especificar, sin demasiada exactitud, que se podía alcanzar la orilla del mar y regresar en el transcurso de una mañana, lo cual no pareció agradar en absoluto al comandante en jefe de la expedición, que insistió en que prefería un emplazamiento más próximo al océano.

No obstante, los componentes de la improvisada «Primera Conferencia de Paz» les dieron a entender que no existía un solo punto a orillas del mar capaz de garantizar el abastecimiento de agua para tantos hombres durante demasiado tiempo.

–Aquí el gran problema siempre ha sido el agua, sobre todo en verano… –corroboró por su parte el intérprete–. Recuerdo que siendo un niño padecimos una sequía tan espantosa que mi madre se veía obligada a caminar todo un día con el fin de regresar con dos míseros odres de piel de cabra que apenas nos permitían sobrevivir… –Hizo una corta pausa y añadió con innegable timidez–: No soy quien para aconsejaros lo que tenéis que hacer, capitán, pero si de algo sirve mi experiencia como isleño, os recomiendo que en primer lugar os aseguréis el abastecimiento de agua, que ya posteriormente tendréis tiempo de conocer el terreno y elegir un mejor emplazamiento.

Diego Castaños no dudó a la hora de solicitar la opinión de su lugarteniente.

–¿Tú qué opinas, Baezita?

–Opino que el hombre ha aprendido a luchar contra todo, excepto contra una sed que aterroriza y mata tanto como las espadas. La historia nos enseña que han desaparecido más civilizaciones por culpa del agua que por culpa de la acción de otros hombres.

–¡Déjate de rebuscada palabrería y vayamos a lo que importa! –masculló el malencarado militar con su rudeza acostumbrada–. Admito que este mendrugo tiene razón y ya habrá tiempo de buscar un emplazamiento mejor, o sea, que de momento aceptaré que los salvajes me conduzcan hasta el punto del interior que proponen mientras tú te dedicas a circunnavegar la isla.

–¿Circunnavegar la isla con unas barcas tan frágiles y un mar tan bravo? –se alarmó su joven oficial indicando con un gesto las amenazantes olas que continuaban rompiendo cada vez con más estruendo contra los cayados de la playa–. ¡Sería una locura!

–Que yo sepa, ni tenemos otras barcas, ni mucho menos otro mar, o sea, que te permito elegir a los seis hombres que mejor te parezcan y tomarte todo el tiempo que quieras, pero mi primera orden es que me dibujes un detallado mapa de cada cabo, ensenada, playa y acantilado de la isla, incluido un cuidadoso sondeo de los fondos con vistas a elegir un punto en el que un navío de mediano calado pueda aproximarse a tierra sin riesgo de encallar a las primeras de cambio.

–¡Y yo, que soy de tierra adentro y me mareo…! –se lamentó el antequerano.

–Pues te aseguro que de esta, o te curas o adelgazas… Le interrumpió un modulado silbido que llegaba desde la cima del acantilado y observó desconcertado cómo el más joven de los nativos se ponía en pie, salía al exterior y, encarándose con quien al parecer llamaba desde lo alto, se llevaba los dedos a la boca y le respondía con lo que parecía constituir una especie de indescifrable vocabulario.

El intercambio de sonidos que cruzaban el aire transmitiéndose a distancias inalcanzables para cualquier voz humana duró casi cinco minutos, por lo que, cuando al fin el insistente silbador regresó a su taburete, el capitán Castaños no pudo por menos que vociferar furibundo:

–¿A qué ha venido eso y qué diablos significa? ¿Acaso ha estado ordenando que nos ataquen?

–¡En absoluto…! –se apresuró a tranquilizarle el intérprete–. El que estaba en lo alto del acantilado se limitaba a preguntar cómo van las cosas, y el muchacho le ha contestado que vaya a buscar tres cabras porque quiere ser de los primeros en cambiarlas por collares.

–¿Y todo lo han dicho silbando? –se asombró el militar–. ¡Anda ya!

–Es la forma en que nos comunicamos de una montaña a otra.

–¡Pues sí que es francamente buena…!

–Tenía entendido que ese sistema tan solo se utilizaba en isla de La Gomera… –intervino fray Bernardino de Ansuaga–. Un novicio que había nacido allí pero al que habían vendido como esclavo me aseguró que era capaz de entender algo, pero por lo que a mí respecta nunca había oído que también se practicara aquí en El Hierro.

–El origen del lenguaje del «silbo» es gomero, por lo que lo han desarrollado más, pero de igual modo aquí también lo practicamos… –puntualizó Hacomer orgulloso de poder demostrar sus habilidades y conocimientos–. Al fin y al cabo, La Gomera se encuentra a tiro de piedra.

–Tendría que ser una piedra muy pequeña lanzada con una honda muy grande, pero no es tema que venga a cuento –masculló el cejudo capitán mientras extraía de una bolsa que llevaba colgada a la cintura un montón de hierbajos que desparramó sobre los espejos al tiempo que añadía dirigiéndose directamente a los nativos–: Explícales que también recibirán hermosos regalos quienes me traigan grandes cantidades de estas algas…

* * *

–¿Algas? –repitió un desconcertado monseñor Cazorla interrumpiéndose en la tarea de llevarse un apetitoso pedazo de cabrito asado a la boca–. ¿Qué pretendes decir con eso de algas?

–Lo que he dicho –le replicó el dueño de la casa–. Al capitán Castaños le interesaba mucho algo que denominaba «algas», pese a que años después averigüé que en realidad eran líquenes.

–¡Qué estupidez!

–Eso mismo pensé yo… –admitió el general Baeza desde el otro lado de la mesa del amplio comedor en que se encontraban disfrutando de la excelente cocina de Fayna, que parecía la mujer más feliz del mundo yendo y viniendo cargada con platos y bandejas–. Y ni por lo más remoto se me pasó por la mente que algo de apariencia inofensivo pudiera convertirse a la larga en desencadenante de incontables problemas y causante de crueles sufrimientos.

–¿Acaso de esas algas, líquenes, o lo que quiera que sea, se extrae alguna especie de droga o un veneno…? –quiso saber el desconcertado religioso.