Pederastas - Alberto Vázquez Figueroa - E-Book

Pederastas E-Book

Alberto Vázquez-Figueroa

0,0

Beschreibung

Este audiolibro está narrado en castellano. El protagonista de la aclamada novela Vivos y Muertos, Aquiles Troyano, regresa a esta novela para enfrentarse a uno de los peores rincones del alma humana: la pederastia. Gracias a su habilidad sobrenatural para ver y comunicarse con los muertos, se enfrentará a una red de adoradores de la Bestia Perfecta, causante principal del sufrimiento de muchos niños. Vázquez-Figueroa regresa con un thriller sin tapujos, descarnado y que lo refrenda como un narrador todoterreno capaz de tener en vilo al lector hasta la última página.-

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 373

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Alberto Vázquez Figueroa

Pederastas

 

Saga

Pederastas

 

Copyright © 2007, 2022 Alberto Vázquez-Figueroa and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726468335

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Una novela sobre uno de los grandes problemas de la sociedad actual, y el modo en que la tecnología puede servir de refugio a los criminales. Vuelve Aquiles Troyano, protagonista de Vivos y muertos.

La internet más profunda sirve de refugio a una inescrupulosa red internacional de pederastas. Frente a ella, el protagonista de esta historia tiene un raro don: puede ver y hablar con los muertos, lo que le servirá para desenmascararla y conseguir que se detenga a sus miembros.

La vida había dejado de tener sentido desde hacía meses. Ya únicamente era vida. A mi alrededor la gente hablaba, reía, comía, lloraba, mentía, bebía, hacía el amor o se drogaba. Algunos incluso se morían, pero eran difuntos que no necesitaban que les cruzara en mi barca a la otra orilla. Ya no tenía «familia».

Lo único que deseaba era emprender un largo viaje que me permitiera reunirme con quienes habían hecho de mi gris existencia algo especial. Me hundí en una profunda depresión de la que llegué a pensar que no emergería, hasta que una mañana, casi un año más tarde, descubrí a una niña sentada en la puerta de mi casa.

—¿Qué haces aquí?

—No lo sé.

—¿Quién te ha traído?

—Tampoco lo sé. Al salir del colegio, un señor me dio un caramelo asegurando que mi madre le había enviado a buscarme; me llevó a una casa enorme donde me mantuvo encerrada mucho tiempo, me hizo mucho daño y un día me apretó el cuello hasta que no conseguía respirar. Al despertar me encontré aquí.

La observé con atención; su mirada era plana, como si me estuviese observando a través de un espejo.

—Ya no volverá a hacerte daño —le dije—. Yo cuidaré de ti. ¿Cómo te llamas?

—Jimena.

—¿Jimena qué más?

—Jimena Jimeno Jiménez.

—Curioso nombre o, más bien, curioso nombre y apellidos.

—A mí me gusta.

—¿Dónde vives?

—En Cuenca.

Me había respondido con absoluta naturalidad, sin tan siquiera detenerse un segundo a especificar en pasado: «Vivía en Cuenca», lo que me dio a entender que aún no había tomado conciencia de que la habían asesinado.

Yo ya tenía, por suerte o por desgracia, una larga experiencia en todo cuanto se refería a convivir con muertos, no en vano había compartido mi casa con cuarenta de ellos durante casi dos años, y me constaba que con excesiva frecuencia ni siquiera los difuntos tienen plena conciencia de haber cruzado definitivamente a la otra orilla del último de los ríos. Menos aún podría imaginarlo una criatura que apenas había empezado a vivir.

—¿Cuántos años tienes?

—Doce.

—¡Doce! Dios mío…

Le habían apretado el cuello hasta el punto de arrebatarle más de medio siglo de vida, destruyendo al propio tiempo las otras muchas vidas que su vientre pudiera haber engendrado en el futuro, porque lo peor de los asesinos no es que acaben con un ser humano: es que cortan una rama destinada a generar nuevas ramas, nuevos frutos y tal vez nuevos árboles.

El hecho de haber atravesado una y otra vez el oscuro río con el fin de visitar a los que se encontraban en la otra orilla, pero no habían iniciado aún el largo camino hacia un destino del que nadie sabía nada, me ayudaba a comprender que la mayoría de los difuntos aceptaban la muerte como el lógico final de una existencia, pero se revelaban contra ella cuando se trataba de una prematura y antinatural interrupción de esa existencia. Y es que imagino que lo verdaderamente triste no debe de ser mirar hacia atrás y ver lo que has hecho, sino mirar hacia delante y no ver lo que podrías haber hecho.

Aquella niña, pecosa, espigada y ligeramente pelirroja, cuyo delgado y estilizado cuerpo era como el apunte a lápiz del hermoso cuadro en que acabaría por convertirse con el paso del tiempo, abría sus enormes ojos azules a un inexistente futuro que le había sido robado por un sucio degenerado.

—¿Qué pasa por la mente de un hombre en el momento de violar y asesinar a una criatura indefensa?

—Nada.

Observé sorprendido al demacrado cuarentón, fuerte, de ancha calva y cerrada barba que había tomado asiento en la butaca que se encontraba frente a mí, y no puedo negar que me impresionó la profunda amargura que parecía emanar del tono de su voz y cada uno de sus gestos.

—¿Nada?

—Nada.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque asesiné a tres niñas, y aún hoy, tantos años más tarde, no consigo explicarme por qué lo hice, ni qué fue lo que experimenté en aquellos momentos.

—¿Quién eres?

—Eso no pienso decírtelo porque mi mujer y mis hijos ignoran que fui yo quien cometió aquellos crímenes. Puedes llamarme «Monstruo», porque como un auténtico monstruo me comporté en vida, y tan asumido lo tengo que cuando comprendí que nunca conseguiría dejar de serlo me arrojé con el coche desde un puente.

—¿Y qué haces aquí? Si en realidad has hecho lo que cuentas, deberías estar en el infierno.

—Mi infierno particular, y te aseguro que no existe otro peor, se centra en rememorar, hora tras hora, día tras día, año tras año, y supongo que siglo tras siglo, el horror de aquellos momentos —replicó con absoluta naturalidad—. Mi castigo se concreta en escuchar gritos y llantos, tener ante mis ojos aquellos aterrorizados rostros, ver la sangre empapando mis muslos, sentir el dolor que sentía al penetrar cuerpos que se desgarraban, y asistir luego, impasible, a la larga agonía de mis víctimas. Ningún fuego conseguiría superar los justos padecimientos que todo ello me produce desde entonces.

—¿«Justos»?

—Justos. Aunque en ocasiones me pregunto por qué extraña razón fui engendrado con una mente desviada, y por qué debo pagar tan alto precio por haber sido creado así; de haber sabido la magnitud de lo que sufriría y haría sufrir, hubiera preferido no haber nacido.

—Puedo entenderlo, pero no has respondido a mi pregunta: ¿qué haces aquí?

—¿Y cómo quieres que lo sepa? Eres tú quien me ha llamado.

—¿Yo?

—Hiciste una pregunta: ¿qué se siente al violar y asesinar a una niña?, y yo te he respondido: nada.

El que se consideraba a sí mismo un Monstruo abrió las manos en un ademán que pretendía abarcar cuanto le rodeaba al añadir:

—Ese es mi caso particular, pero entra dentro de lo posible que otros que se han comportado de igual modo sientan, no obstante, de otra forma.

Le observé largo rato; aparentemente era un hombre normal, de los que se nos cruzan cada día por la calle o nos atienden en unos grandes almacenes, y tal vez únicamente sus ojos, pese a ser ojos de muerto —de aquellos que miraban como si todo lo vieran plano— permitían intuir el fuego interior que parecía abrasarle.

Me hice una vez más la pregunta que me venía obsesionando desde hacía ya mucho tiempo: ¿se trataba tan solo de una creación de mi mente enferma, o era realmente el espíritu de un asesino el que había acudido a mi demanda de ayuda?

¿Qué clase de ayuda?

Aquella que me permitiera entender por qué razón existían hombres que se comportaban como fieras.

—¿Has conocido a otros como tú?

—¿Cómo podría conocerlos? Desde el día en que cometí mi tercer crimen permanezco encerrado en el laberinto de mi propio horror, y eres la primera persona, viva o muerta, a la que veo desde el momento en que mi coche se precipitó al abismo.

—¿Por qué? ¿Por qué yo?

—Porque eres tú quien ha hecho esa pregunta, y algún poder de convocatoria debes tener sobre quienes estamos muertos.

—Al parecer lo tengo. O al menos lo tenía en un tiempo en que fueron legión los que acudieron a mí pidiendo justicia, pero nunca he conseguido averiguar si el mérito es realmente mío.

—¿De quién si no?

—Es muy posible que se deba al hecho de que bajo esta casa se encuentra la que antaño fuera la famosa Gruta de las Reclamaciones, a la que peregrinaban como último recurso aquellos a los que nadie había escuchado cuando exponían sus reivindicaciones.

—¿Vivos o muertos?

—Por lo que sé, tanto vivos como muertos, aunque ya no quedan vivos que recuerden su existencia.

Le observé de nuevo con profunda atención, reparando por primera vez en el hecho de que a su mano izquierda le faltaban dos dedos, antes de añadir:

—Supongo que no has venido a presentar ningún tipo de reclamación.

—No, en efecto…

Al advertir la dirección de mi mirada, comentó con naturalidad:

—El meñique me lo corté al día siguiente de matar a Graciela, y el anular, al asfixiar a Carolina. Abrigaba la esperanza, estúpido de mí, de que el hecho de mutilarme me frenaría a la hora de reincidir, pero no fue así.

—Lo que tenías que haber hecho era cortarte el pene.

Se encogió de hombros y resultó evidente, por el tono de voz y por el hecho de que yo sabía que los muertos no pueden mentir, que era absolutamente sincero al señalar:

—No hubiera servido de nada; la necesidad de violar no radica en el pene, se esconde en la cabeza.

—Explícate.

—¿Y qué puedo decir? Yo era un hombre normal, con una familia normal y un trabajo normal, tan pacífico que no recuerdo haber discutido nunca con nadie. Solía llevar una vida tranquila, sin aventuras ni sobresaltos, hasta que una adolescente con un libro en la mano se cruzaba en mi camino. A partir de ese instante me invadía una espantosa sensación de angustia, como si no fuera capaz de respirar hasta el momento en que la volviese a ver, desnuda, y con un libro abierto cubriéndole la cara.

—¡Qué absurdo!

—¡No! No lo es tanto. Todo empezó la tarde en que, siendo aún casi un niño, entré en la habitación de mi hermana y me la encontré desnuda sobre la cama. Se había quedado dormida con un libro cubriéndole la cara. La contemplé durante mucho rato y llegué a la conclusión de que aquel pubis tan abultado y blanco, con apenas una sombra de suave vello dorado que no alcanzaba a ocultarlo, era lo más hermoso que hubiera visto nunca.

Chasqueó la lengua al tiempo que agitaba negativamente la cabeza al concluir:

—Ninguna mujer adulta tiene, ni tendrá nunca, un pubis semejante.

¿Qué se le podía decir a un difunto que por volver a contemplar un pubis como el de su hermana adolescente había asesinado a tres muchachas para acabar suicidándose?

¿Que estaba loco?

Los muertos no están locos; están muertos, lo que a mi modo de ver ya es bastante. Y bastante peor.

¿O no?

—En mi opinión es peor estar muerto —dijo, respondiendo a mi pregunta pese a que yo no la hubiera formulado—. Y no por el hecho de estar muerto, sino por el hecho de no dormir. Tan culpable me siento como muerto que como vivo; pero, mientras estaba vivo, algunos ratos, pocos, conseguía descansar, con lo que los remordimientos me dejaban en paz por unas horas. Pero ahora no; ahora no me libro del castigo ni por un segundo.

—De acuerdo. Supongo que lo peor de todo es estar muerto, pero hay algo que, insisto, no acabo de entender: ¿por qué has venido? Si cada vez que me planteo una cuestión se presentase un difunto a aclararme las dudas, acabaría por ser el hombre más sabio del planeta, y evidentemente no es así. ¿Cuál es ahora la diferencia?

—También yo insisto en que no lo sé. Aunque tal vez lo que pretendo al estar aquí es que me comprendas y de ese modo consigas aprender algo sobre la Bestia Perfecta.

—¿«La Bestia Perfecta»? ¿Qué es eso?

—No es «eso»; es «quién».

—¿Quién? ¿Te refieres a una persona?

—¡Si se le puede llamar persona…! Dentro del mundo de los pederastas extremos, aquellos que se consideran auténticamente duros y se autodenominan «las Bestias», existe uno, el duro entre los duros, al que llaman «la Bestia Perfecta», porque es el único capaz de colgar en internet las fotos de una niña en el momento de violarla y estrangularla.

—¡Bromeas!

—Los muertos no sabemos bromear. Y menos sobre esas cosas.

—¡Pero no es posible! ¡Nadie es capaz de semejante aberración!

—Se nota que sabes muy poco sobre los pederastas. Los hay que violan a niños de meses y luego venden las fotos de esa violación a través de la red. Y te garantizo que son centenares los que las compran.

—¿Tanto degenerado existe?

—Más de los que imaginas.

—¿Tú eras uno de los que compraban esas fotos?

—Las he visto, pero me repugnan. A mí tan solo me excitaban las adolescentes con un libro sobre la cara, pero he mantenido correspondencia con los que se interesan por ese tipo de material.

—¿A través de internet?

—Naturalmente.

—¿Por qué «naturalmente»?

—Porque la red se ha convertido en un intrincado laberinto por el que circulan impunemente los degenerados, y cuanto más intrincado, y por lo tanto más seguro se vuelve día tras día, más aumenta el número de aquellos a los que siempre reprimió el miedo. Antes corrían peligro buscando fuera de casa el modo de aplacar sus necesidades, pero ahora los cobardes se encierran en su habitación, conectan con el portal adecuado y al instante les sirven en primer plano todo cuanto pueda satisfacer sus más locas fantasías, masturbándose hasta quedar exhaustos.

—¿No te consideras uno de ellos?

—No especialmente, aunque si quieres que te diga la verdad hubo un tiempo en el que traté de sustituir con simples imágenes mis ansias de matar… —Hizo una brevísima pausa para añadir como con un lamento—: ¡Pero no dio resultado! Por desgracia, no dio resultado.

Acto seguido desapareció tal como había llegado, con aquella odiosa costumbre de algunos difuntos de entrar o salir de mi vida sin pedir permiso ni disculpas, y admito que esa noche apenas pude pegar ojo obsesionado con cuanto había ocurrido.

No era la presencia de un difunto lo que me desvelaba; ya no. Era la presencia de aquel en concreto, capaz de reconocer, con absoluta naturalidad, que había cometido los más atroces crímenes.

Si estaba muerto no podía mentir, y si no podía mentir, todo cuanto dijera tenía que hacerlo de forma natural.

¿Incluso que había violado y asesinado a tres niñas?

Dios mío. Ni encontrándose bajo dos metros de tierra se podía hablar con naturalidad de algo así.

La claridad del alba me sorprendió en la terraza, contemplando el hermoso paisaje del bosque aún cubierto por jirones de niebla que parecían enroscarse en torno a la lejana torre de la iglesia del pueblo, de tal modo que las cigüeñas parecían surgir de una bola de algodón cuando iniciaban sus primeros vuelos.

No podía por menos que preguntarme si eran aquellos —una niña asesinada y violada, y un asesino y violador de niñas— los muertos que durante tanto tiempo había estado rogando que volvieran a visitarme. No tenían nada que ver con mis viejos amigos, pobres infelices que habían perecido en un accidente de tren, y que lo único que pedían era justicia. Jimena ni siquiera me lo había pedido, porque en su inocencia aún ignoraba que se encontraba ya en la otra orilla del tenebroso río.

Durante aquel interminable año de soledad había echado de menos las largas charlas y las absurdas discusiones con cuarenta seres humanos perfectamente normales cuyo único defecto se centraba en el hecho de que estaban muertos, por lo que cambiar aquellos agradables momentos por la compañía de una niña ausente y un pervertido sexual no cubría en absoluto mis expectativas de retornar a los «buenos tiempos».

Admito que hay que estar bastante trastornado a la hora de considerar «buenos tiempos» aquellos en los que se ha convivido con difuntos, pero no creo que deba sorprenderme a estas alturas por considerarme verdaderamente «chiflado».

Tuve ocasión de vender la casa, ya restaurada, y marcharme a vivir a un lugar normal, lejos de la Gruta de las Reclamaciones, pero elegí quedarme a sabiendas o quizá más bien con la esperanza de que algún día «mis muertos» regresaran, pero no eran aquellos los muertos que esperaba. No, por Dios, ¡no aquellos!

Llegué a la conclusión de que prefería quedarme solo nuevamente, por amarga que se me antojara esa soledad, pero tres días más tarde cambié de opinión al descubrir a Jimena sentada sobre una piedra contemplando fijamente la extensa rosaleda.

Alzó el rostro, frunció los labios en un gesto que podía tomarse como de forzada resignación, y comentó con un tono de voz tan serio y tan profundo que no correspondía en absoluto a su corta edad:

—A mi madre le encantaban las rosas; las cuidaba y podaba durante horas. Ya no volveré a verla nunca, ¿verdad?

—«Nunca» es una palabra demasiado rotunda —alcancé a decir—. Solo Dios sabe si volverás a verla.

—Estoy muerta —musitó—. Ahora sé que lo estoy, pero a pesar de ser una niña que no había hecho mal a nadie, llevo ya varios días muerta y aún no he visto a Dios. Creo que si de él depende que vuelva a ver a mi madre, pocas esperanzas me quedan.

¿Cómo era posible que hubiera madurado tanto en tan poco tiempo?

¿Qué había visto en la otra orilla del río como para que empezara a hablar y comportarse como una persona adulta?

—Dios está ahí, en alguna parte, en el lugar en el que acabarás por marcharte, y él decidirá cuándo y cómo volverás a ver a tu madre. Tengo experiencia en esto y sé que lo único que puedes hacer es esperar. Tu día llegará.

—Mi día ya llegó —replicó segura de sí misma—. Demasiado pronto, pero llegó; ahora lo que necesito es saber por qué razón estoy aquí.

—Aún no estoy del todo seguro… Pero empiezo a creer que, tal como ya me ocurrió anteriormente, estás aquí porque no podrás descansar hasta que tu asesino pague por ello, o es posible que estés aquí porque pretendes evitar que vuelvan a hacer a otras niñas lo que hicieron contigo.

—Es posible… —Me miró de frente y por unos instantes su mirada no fue tan plana como solía ser en los difuntos—. ¿Serás tú quien lo impida?

—Lo intentaré si me ayudas.

—¿Y cómo puedo ayudarte?

—Contándome todo cuanto recuerdes sobre él.

Bartolomé Cisneros era la única persona viva con la que me sentía capaz de hablar sobre lo que me estaba sucediendo, ya que no había sido capaz de confesarle a nadie más que ciertos difuntos tenían la extraña costumbre de acudir a mí en busca de una justicia que ningún otro parecía dispuesto a proporcionarles.

El ser humano ha aceptado desde antiguo que la muerte se encuentra al final de todos los caminos, pero yo era de los pocos que sabían a ciencia cierta que en realidad tan solo constituye el final del camino de unos determinados seres humanos. Los problemas de los difuntos suelen persistir más allá de su desaparición física, y el hecho de enterrar el problema junto a su cadáver no es más que una forma de eludir nuestras responsabilidades. Siempre he considerado que apenas se me pueden achacar responsabilidades en el accidente de tren que costó la vida a cuarenta inocentes, pero aun así me vi obligado a pagar un alto precio e incluso corrí peligro de que me asesinaran por meter las narices donde no me llamaban.

Debido a tan traumática experiencia, ahora no podía por menos que preguntarme qué grado de responsabilidad me correspondía por el hecho de que un psicópata se dedicara a secuestrar, violar y asesinar a niñas.

Por ello, cuando le planteé la cuestión, Bartolomé Cisneros se tomó un largo rato mientras observaba, tal como tenía por costumbre, el hermoso paisaje que se contemplaba desde el ventanal del salón de su fastuosa mansión de la urbanización Puerta de Hierro.

—Creo que lo primero que debemos saber es si realmente son los muertos los que te buscan, o eres tú quien los busca a ellos.

—¿Insinúas que tal vez me esté volviendo loco?

—¡En absoluto! Pero de lo que no cabe duda es de que te has alejado tanto del resto de los mortales, vaciando por completo tu vida, que ahora necesitas imperiosamente de aquellos que te permiten sentirte diferente.

—¿Pretendes decir que soy un paranoico?

—No seas tan quisquilloso. Lo único que pretendo decir es que ya no te afectan los problemas de los que aún respiramos, lo cual en cierto modo te está convirtiendo en una especie de marginado social.

—¿Marginado social de los vivos?

—Más o menos… Si fueras sincero contigo mismo admitirías que hace ya mucho tiempo que no te interesa casi nada de lo que ocurre a este lado de la raya… ¿Te acuerdas de aquella famosa película sobre los muertos vivientes…? Pues tú no eres un «muerto viviente», eres un «vivo muriente».

—¡No tiene gracia! Aparte de que no sé qué podría hacer para evitarlo.

—Vivir mientras vivas, y dejar en paz a los muertos hasta que también estés muerto.

—Ese día ya no podré hacer nada por ellos.

—¿Y a qué se debe ese empeño en ayudarlos? ¿Acaso te han nombrado el Justiciero del Más Allá? Tengo la impresión de que estás jugando antes de tiempo a un juego al que por desgracia te verás obligado a jugar durante el resto de la eternidad.

—En eso puede que tengas razón.

—¡Naturalmente que la tengo! Lo que deberías hacer es buscarte una mujer que te entienda, cosa que admito que no resulta nada fácil, casarte y disfrutar de los años que te quedan, puesto que no nos ha sido proporcionada más que una corta vida y una larga muerte.

—¿Y qué le digo a Jimena cuando me pida que la ayude a impedir que esa bestia intente asesinar a otra niña?

—Recuérdale que no eres más que un simple ingeniero de caminos, no un policía.

—¿Se lo dirías tú? ¿Mirarías a la cara a una niña a la que han martirizado durante no sé cuánto tiempo y le dirías: «Mira, bonita, yo soy un hombre de negocios, no un policía, y me importa un pito que le vuelvan a hacer a otra niña lo que te han hecho a ti»? ¿Lo harías?

—¡Naturalmente que no!

—¿Entonces?

—Es que no nos estamos refiriendo a un ser de carne y hueso, sino a una supuesta muerta que tal vez no sea más que fruto de tu imaginación.

—No lo es.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque ya he hecho algunas averiguaciones; una niña llamada Jimena Jimeno Jiménez desapareció en Cuenca hace más de dos años. —Saqué del bolsillo la foto que había aparecido en la prensa al tiempo que añadía—: Es esta.

Bartolomé Cisneros hizo girar la silla de ruedas a la que se encontraba ligado desde el día en que un tren le seccionara las piernas, permitió que la luz cayera directamente sobre la foto del periódico y dejó escapar una especie de amargo lamento.

—¡Dios nos asista! ¿Quién puede hacerle daño a una criatura semejante?

—Un animal al que llaman «la Bestia Perfecta».

—¿«La Bestia Perfecta»? ¿Y eso por qué?

Le expliqué del modo más breve y conciso posible la razón de semejante denominación para acabar por inquirir:

—¿De veras opinas que debo cruzarme de brazos y permitir que siga actuando impunemente? ¿Cuántas niñas deberán morir antes de que le atrapen, si es que alguna vez lo hacen?

Tardó en responder, sin duda meditando cuanto acababa de decirle, pero sin cesar por ello de maniobrar hábilmente con los mandos eléctricos una silla que ya parecía formar parte de su cuerpo, y tras llenar dos copas de su coñac predilecto me ofreció una al tiempo que admitía en tono de absoluta resignación:

—No sé cómo diablos te las arreglas, pero eres la única persona que conozco que me plantea situaciones inverosímiles que tengo que acabar aceptando como si fueran de lo más normales. ¿Cómo puedo ayudarte?

—No tengo ni la más mínima idea.

—¡Pues sí que empezamos bien! ¿A qué has venido entonces?

—A buscar consejo. Cuando ocurrió lo del accidente del tren sabía dónde investigar puesto que para algo trabajo en el ministerio; pero en este caso no sé por dónde empezar; la niña no ha sido capaz de darme más que una ligera descripción de su asesino.

—¿Qué te ha dicho?

—Que es muy fuerte; pero en buena lógica a una criatura tan frágil cualquier hombre le debe de parecer muy fuerte, sobre todo si la está violando y acaba por estrangularla. Al parecer viste bien, huele a tabaco y tiene una casa que debe ser enorme.

—¿Eso es todo?

—Todo lo que recuerda de momento. Ten en cuenta que aún se encuentra traumatizada y se pone nerviosa cuando habla del tema. Confío en que cuando se serene pueda aclararme algo más.

—¡Menuda papeleta! —Bebió despacio y añadió—: ¿Y si acudieras a la policía?

—¿La policía? ¿Qué harías tú si fueras un atareado comisario que se encuentra hasta las cejas de trabajo y se presentara un tipo contándote lo que te estoy contando?

—Tirarle por la ventana.

—O llamar a un guardia para que lo encerrase.

—Probablemente… Pero debes tener en cuenta que la policía es la única que dispone de información sobre casos similares, y resulta evidente que si en efecto se trata de ese al que llamas «la Bestia Perfecta», ya ha debido actuar con anterioridad, o de lo contrario no le apodarían de ese modo. Tu obligación es colaborar con la policía.

—¿Arriesgándome a que me encierren?

—¡No! Eso no, naturalmente.

—¿Entonces?

—Tal vez de una forma anónima… ¡Olvídalo! Los anónimos suelen acabar en el último cajón del último despacho y eso no nos ayudaría en nada, puesto que no recibiríamos contraprestación alguna.

—Veo que hablas en plural.

Pareció sorprenderse, recapacitó sobre lo que acababa de decir y concluyó por aceptar con un ligero encogimiento de hombros.

—¿Y qué otra cosa puedo hacer? Me presentaste a la mujer que transformó mi vida de inválido amargado en un paraíso, desenmascaraste a los culpables de que aquel tren se accidentara para dejarme postrado en una silla de ruedas, y has acabado por convertirte en mi mejor amigo e incluso en mi cómplice. Desde que entraste tenías muy claro que no me negaría a ayudarte… ¿Qué necesitas?

—Que pongas todos tus medios económicos, que son muchos, y tus influencias, que no son menos, al servicio de esta causa, y consigas que tu gente averigüe cuántos casos semejantes se han dado en los últimos años. También necesito saber la identidad de todos los hombres de unos cuarenta años que se mataron arrojándose con su coche desde un puente.

—¿Cuándo y dónde?

—No tengo ni remota idea.

—¡Pues sí que me lo pones fácil! Hay miles de accidentes de automóvil todos los años.

—No de esas características concretas.

—Se hará lo que se pueda.

 

Bartolomé Cisneros no necesitó hacer nada al respecto, puesto que al regresar a casa me encontré acomodado en el salón a quien se denominaba a sí mismo «el Monstruo», que me espetó sin más preámbulos:

—Si pretendes que te ayude en este asunto, no intentes averiguar quién fui en vida. De nada te serviría saber mi nombre, puesto que no dejé una sola pista sobre mis crímenes. Quien los cometió se pudre bajo tierra. ¡Te suplico que lo dejes en paz!

—No intentaba remover el pasado. Tan solo pretendía hacerme una idea sobre qué clase de hombre fuiste con el fin de comprobar si existen puntos en común con otros violadores de niños.

—¡No existen! Si buscas un perfil que nos diferencie del resto de los criminales perderás el tiempo en especulaciones sin sentido porque docenas de pederastas diferentes, y de muy distintas edades, actúan a su vez de formas muy distintas.

—¿Qué formas?

—La más común es la de «los tímidos contemplativos», que se limitan a merodear por parques y colegios masturbándose detrás de un seto en cuanto le ven los muslos a una criatura. Luego están «los mustios pasivos», que compran fotos de niños desnudos o se conectan a internet con el fin de consolarse a solas en sus dormitorios. A continuación se encuentran «los audaces viajeros», que se desplazan a Tailandia, Camboya o Filipinas dispuestos a mantener relaciones con menores de edad prostituidos, y en la cúspide de la pirámide nos asentamos «los celosos», que somos los que necesitamos destruir el objeto de nuestro deseo con el fin de que nadie más pueda disfrutar de él.

—¿Es por celos por lo que matabas a esas niñas? ¿Para que nadie más disfrutara de ellas?

—Tal vez. O tal vez lo hacía para evitar que pudieran reconocerme, o porque odiaba la idea de saber que alguien sabía que había cometido semejantes aberraciones. Supongo que en mis delirios imaginaba que mientras existiera una sola persona que me conocía y no podía olvidarme, tampoco yo podría olvidar mis crímenes.

—¿Y realmente deseabas olvidar, o por el contrario te regodeabas recordando lo que habías hecho?

—Deseaba olvidar. En mi caso los impulsos llegaban de improviso y resultaban irrefrenables, pero en cuanto todo había pasado me arrepentía, experimentaba un intenso dolor y me odiaba hasta el punto de castigarme mutilándome. Y cuando ya no lo soporté más, decidí acabar con mi vida… —Hizo una larga pausa para concluir seguro de lo que decía—. Es en el arrepentimiento en lo que los simples Monstruos nos diferenciamos de las auténticas Bestias.

—¿Las Bestias nunca se arrepienten?

—Nunca.

—¿Cómo es posible que alguien no sienta remordimientos por el hecho de haber raptado, violado y asesinado a una criatura?

—No lo sé, pero así es; el Monstruo se horroriza por lo que ha hecho, mientras que la Bestia se enorgullece de ello; el Monstruo se acobarda y llora en la oscuridad jurando que nunca más volverá a matar, mientras que la Bestia sale a la luz y se pavonea de su hazaña, tan orgulloso de sí mismo, de su poder e impunidad, que necesita imperiosamente que las otras Bestias le admiren. Y son tan peligrosas porque al placer de violar y asesinar se añade una embriagadora sensación de superioridad sobre el resto de los mortales, a los que consideran simples borregos.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Preguntando.

—¿A quién?

—A las Bestias, naturalmente. Si me veo obligado a ayudarte necesito saber, antes que nada, a qué clase de enemigo te enfrentas. He encontrado un par de ellas que me han contado cosas muy interesantes.

—¿Muertas?

—¡Por supuesto! De haber acudido a las vivas las habría matado de un susto. Por suerte las Bestias también se mueren, aunque no todo lo pronto que sería de desear.

Hice un gesto con la mano rogándole que guardara silencio, porque realmente necesitaba hacer una pausa y reflexionar sobre cuanto estaba escuchando. Aunque hacía años que por mi continua relación con los muertos ya casi nada me asombraba, el nuevo horizonte de miserias humanas que se me revelaba superaba en mucho mi capacidad de asimilación.

¿Cuán podrida llegaba a estar la mente de un hombre para encontrar placer en torturar a una niña, violarla, matarla y además enorgullecerse de ello?

Y por lo que aquel desgraciado contaba no se trataba únicamente de enajenados que no fueran en absoluto responsables de sus actos, sino más bien de individuos excepcionalmente fríos, calculadores, inteligentes y capaces de planear con todo detenimiento no solo el mal que iban a causar, sino incluso la forma de propagar su hazaña entre una horda de tarados mentales que se desparramaban por los cuatro puntos cardinales.

—¡Nunca conseguiré entenderlo! ¡Nunca!

—En ese caso, nunca conseguirás encontrar a la Bestia Perfecta —me respondió—. Adentrarse en el mundo de los pederastas extremos con la mentalidad de una persona normal es tanto como intentar atravesar la selva esperando encontrar caminos asfaltados, semáforos o guardias de tráfico. El universo particular de los violadores y asesinos de niños es una galaxia que se rige por sus propias reglas, entre las cuales no existe ninguna que se refiera, ni remotamente, a cualquier tipo de moralidad. ¿Te haces una idea sobre lo que pretendo decir?

—Lo intento.

—En primer lugar, entre nosotros no existen, ni por lo más remoto, los conceptos de compasión, amor o ternura. Lo único que importa es la satisfacción personal, y si para conseguirla es necesario recurrir a la violencia, la tortura, el sadismo, el exhibicionismo o el asesinato, bienvenidos sean. ¿Me sigues?

—Cada vez me cuesta más trabajo.

—Lógico. Pero piensa que te estoy hablando de abandonar el imperio de los sentimientos para adentrarte en el imperio de los instintos. Cuando tratas con una auténtica Bestia, es como cuando tratas con un león, una hiena o una serpiente; tan solo obedecen a sus instintos, con el agravante de que además los pederastas piensan como seres humanos y, por lo tanto, fingen.

Hizo una pausa, pareció sumirse de pronto en unos recuerdos que le llevaron muy lejos de allí y cuando al fin regresó chasqueó la lengua como si le costase trabajo aceptar que lo que iba a decir había ocurrido en realidad:

—Yo nunca llegué a la categoría de Bestia, pero aun así violé y asesiné a tres niñas. Sin embargo, cuantos me conocieron en vida, padres, amigos, esposa e hijos, lloraron sobre mi tumba convencidos de que había sido uno de los hombres más buenos y compasivos que habían existido. Y es que el pederasta suele hacer de la hipocresía un auténtico arte.

—¿No te avergüenza contarme todo esto?

—Los muertos de lo único que tenemos que avergonzarnos es de estar muertos —señaló con un innegable deje de amargura—. Frente a esa palabra maldita que pone el punto final a la existencia, todo lo demás huelga. Ahora la mentira y la hipocresía me han sido vedadas y admito que en cierto modo me siento aliviado al poder hablar abiertamente de algo que me abrasaba las entrañas.

—Supongo que debe resultar terrible convertirte en tu propio fiscal, tu propio juez y tu propio verdugo.

—Lo es, especialmente cuando careces de argumentos con los que ejercer tu propia defensa. Y recuerdo que mientras iba cayendo al vacío me asaltó la sensación de no haber obrado correctamente al llevarme mis secretos a la tumba; los padres de aquellas niñas merecían saber que se había hecho justicia.

—¿Es suficiente justicia tu muerte? ¿Basta con unos segundos de angustia mientras caes desde lo alto de un puente para compensar por el irreparable daño y el dolor que has causado?

—¡En absoluto! Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Pagué con lo único que realmente era mío: mi vida. Confesar la verdad hubiera sido tanto como pagar con la vida de mis padres, mi hermana, mi mujer y mis hijos, que ninguna culpa tenían de mis crímenes, por lo que no se me antojó justo que se vieran obligados a soportar ese estigma hasta el día de su muerte.

Me distrajo un ruido que llegaba del exterior, dejé de mirarle un solo instante y cuando volví de nuevo el rostro hacia él, ya se había ido.

Permanecí allí largo rato, observando absorto las paredes y el techo, esforzándome por hacerme una idea de cómo se podía vivir en una galaxia en la que no existía el menor atisbo de ternura, afecto o compasión, mientras que las más espeluznantes aberraciones eran la norma, y llegué a la lógica conclusión de que no me encontraba preparado para internarme en oscuras y profundas cloacas en las que chapoteaban las más inmundas criaturas, puesto que por más que me esforzara no se me ocurría que pudiera existir algo peor que un asesino de niños.

Alcanzaba a aceptar, aunque no a disculpar, a quienes mataban por celos, ira, venganza, ambición o incluso por motivaciones políticas, pero me resultaba inconcebible por completo la idea de la pedofilia llevada a sus últimas consecuencias.

Presentía que continuar por aquel camino me acarrearía graves problemas que aún no conseguía precisar, pero resultaba indiscutible que Jimena Jimeno Jiménez se pasaba las horas sentada en el muro de la rosaleda y no parecía tener intención de marcharse sin haber obtenido respuestas a un sinfín de preguntas.

Jamás entraba en casa.

Tenía terror a los espacios cerrados porque había sido en uno de ellos donde la habían torturado hasta morir, y tal vez porque lo poco que quedaba de su frágil cuerpecito se encontraba al parecer en el fondo del pozo al que su asesino la había arrojado.

Necesitaba el sol, la luz, el aire libre y el cielo sobre su cabeza.

Necesitaba incluso la lluvia en el rostro pese a que me resulte imposible saber hasta qué punto un muerto puede percibir el roce de las gotas de agua sobre la piel.

—Tienes que ir a ver a mi madre… —me suplicó una mañana—. Tienes que pedirle que deje de buscarme.

—Nadie puede pedirle a una madre que deje de buscar a la hija que ha perdido. Nadie.

—Tan solo aquel que sepa, sin lugar a dudas, que está muerta —me replicó con aquella desconcertante calma de mujer madura pese a sus pocos años—. Mientras continúe manteniendo una leve esperanza de encontrarme con vida no descansará en paz y acabará por volverse loca. Es necesario que se decida a aceptar la realidad; nunca volverá a verme.

—No puedes pedirme que sea yo quien le dé semejante noticia.

—¿Y quién si no? —protestó—. ¿Mi asesino? ¿Crees que va a ir a decirle: «olvide a su hija, yo la violé, la estrangulé y la arrojé a un pozo»? Aparte de él, tú eres el único que conoce la verdad y necesito que mi madre la sepa.

—Me pides demasiado.

—Los muertos no pedimos tonterías; o pedimos demasiado o no pedimos nada.

Emprendí el viaje a media mañana, conduciendo despacio, tanto porque me preocupaba lo que iba a encontrar en Cuenca como por la necesidad de darme tiempo para reflexionar sobre la mejor forma de plantearle a una mujer desesperada que su única hija había muerto.

Cuando me siento tras un volante, sin prisas y con la carretera despejada por delante, suelo pensar incluso con mayor claridad que acomodado en la butaca de mi despacho, pero debo admitir que aquel inquietante viaje constituyó la excepción a la regla; por más vueltas que le daba no se me ocurría cómo me las arreglaría a la hora de abordar con naturalidad a la madre de una niña que había sido violada y asesinada.

Decidí almorzar en el original restaurante Casas Colgadas y permanecí en él todo el tiempo que me fue posible mientras contemplaba a través de sus amplios balcones el prodigioso paisaje de una ciudad que se me antoja fascinante.

Supongo que alimentaba la absurda esperanza de que la visión del lugar en que había nacido y se había criado Jimena me inspirase las más difíciles palabras que tendría que pronunciar a lo largo de toda mi vida.

—Mi padre murió cuando yo era muy pequeña y apenas lo recuerdo… —me había confesado el día anterior, sentada como de costumbre en uno de los muros de los parterres del jardín—. Años más tarde, mi madre salió con un par de señores e incluso fuimos con uno de ellos de vacaciones a Mallorca, pero aunque llegué a tomarle un cierto cariño la relación quedó en nada y un buen día desapareció, porque debo admitir que a veces mi madre se comporta de un modo un tanto especial.

—¿Especial en qué sentido?

—Es muy «suya»… Por lo general es amable, cariñosa e incluso muy divertida a ratos, pero de pronto se queda ensimismada, te mira como si no te conociera, se ausenta, y se pasa horas o días casi sin hablar, hasta el punto de que da la impresión de que se ha mudado a otra ciudad.

—¿Y eso por qué?

—¡Y yo qué sé! A mí no me importaba porque la conocía y sabía que siempre acababa reaccionando, pero a los hombres no les gustaba que se comportara como si de pronto no estuvieran allí.

—Claro, a nadie le apetece convivir con una persona que, como dices, «se muda a otra ciudad» sin previo aviso.

—Pero no es culpa suya, y cuando se quiere a alguien hay que quererlo en lo bueno y en lo malo…

Observando desde las alturas el altivo puente de hierro, no apto para ser cruzado por quienes padeciesen de vértigo, con la majestuosa mole del parador de turismo al otro lado del impresionante abismo de la hoz del río Huécar, no pude por menos preguntarme qué ocurriría si en el momento de presentarme ante la infeliz Alicia Jiménez, se encontraba atravesando uno de aquellos extraños períodos de ausencia a que se había referido su hija.

Pedí tres cafés y me deleité largo rato con un enorme puro canario, cosa que no suelo hacer más que en muy contadas ocasiones, especialmente cuando estoy buscando la forma de retrasar el momento de tomar una decisión.

Pero incluso los mayores puros, sean o no canarios, acaban por consumirse, devolviéndonos a la realidad de que hemos recorrido más de cien kilómetros para encontrar a una determinada persona, y por lo tanto no es de recibo regresar a Madrid, a confesarle a una niña muerta que tuvimos miedo a la hora de enfrentarnos a su atribulada madre.

La casa era pequeña, de un solo piso, alzada no lejos de un farallón cortado a pico sobre el Huécar y aparecía rodeada por un pequeño huerto y una amplia terraza cuajada de rosales. Un chucho de color canela y raza indefinida, Coco me había dicho Jimena que se llamaba, me enseñó los dientes gruñendo amenazadoramente, y tras ladrar repetidas veces mientras observaba inquieto cómo agitaba la campanilla que colgaba sobre la verja, guardó silencio en el momento en que hizo su aparición una mujer de poco más de cuarenta años pero que en aquellos momentos podría aparentar sesenta. Se la advertía demacrada, con los ojos rojos, los párpados hinchados y el cabello revuelto; con un aspecto tan desamparado y abatido que hubiera servido de modelo ideal a la hora de pintar un retrato de la Dolorosa bajando a Cristo de la cruz.

Me resulta imposible recordar, o más bien transcribir, cuáles fueron mis primeras palabras de aquellos difíciles momentos, porque me temo que lo único que hice fue balbucear como un imbécil, pero lo que sí recuerdo con absoluta claridad es que en el momento en que le dije que su hija había muerto, Alicia Jiménez de Jimeno ni tan siquiera reaccionó, se limitó a musitar quedamente:

—Ya lo sabía.

—¿Quién se lo ha dicho?

Se llevó el dedo índice al pecho al tiempo que replicaba en el mismo tono:

—No necesito que nadie me lo diga. Durante un tiempo mantuve la extraña sensación de que me llamaba y eso alimentaba mi esperanza de que al fin me la devolvieran, pero una noche se me paró el corazón y supe que mi niña había muerto. Por desgracia, el corazón volvió a latir contra mi voluntad y aún ignoro por qué razón continúa haciéndolo.

Se quedó muy quieta, contemplando como hipnotizada la silueta de la torre Mangana que se distinguía a poco más de un kilómetro de distancia, y por unos instantes temí que se hundiera en uno de aquellos períodos de ausencia de los que al parecer solía tardar varios días en regresar.

Me mantuve en silencio, acariciando la cabeza del chucho, que se había tumbado a mis pies y que me olfateaba como si estuviese descubriendo en mí el olor de su joven ama, y cuando comenzaba a hacerme a la idea de marcharme, los enrojecidos ojos se volvieron a mirarme con inquietante fijeza.

—¿Le hicieron daño?

—Supongo que sí… Pero eso ya ha pasado.

—¿Quién se lo hizo?

—Lo ignoro, pero le juro que haré cuanto esté en mi mano para averiguarlo.

—¿Es usted policía?

—No.

—Entonces ¿cómo sabe que mi hija ha muerto y cómo piensa atrapar al asesino?

—Prefiero no decírselo… Nunca me creería.

Guardó silencio de nuevo; de nuevo se concentró en contemplar la torre, y cuando al fin me miró tuve la sensación de que se sentía algo más serena.