El Inca - Alberto Vázquez-Figueroa - E-Book

El Inca E-Book

Alberto Vázquez-Figueroa

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Esta novela relata las vivencias que pudo tener Alonso de Molina, oriundo que Úbeda, personaje histórico español que participó en el segundo viaje de Francisco Pizarro en pos del Imperio incaico, y que formó parta de "los Trece de la Fama", es decir, uno de los trece soldados españoles que no quisieron abandonar a su jefe en la isla del Gallo. Por orden de Pizarro, Alonso De Molina desembarcó en Tumbes acompañado de un esclavo negro. Y a partir de aquí Alberto ficciona la extraordinaria historia que pudo vivir este aventurero un poco loco, revolucionario e intelectual en los fastuosos Andes peruanos y sus impresionantes y misteriosas ciudades de piedra, en el marco de una de las más fabulosas civilizaciones que han existido, con el brutal choque que debió significar el encuentro entre dos culturas, la española y la incaica, tan dispares.

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EL INCA

ALBERTO VÁZQUEZ-FIGUEROA

Categoría: Novela histórica

Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa

Título original: El Inca

Primera edición: 2006

Reedición actualizada y ampliada: Diciembre 2022

© 2022 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Portada: Silvia Vázquez-Figueroa

Maquetación: Mercedes Galán

ISBN: 978-84-19495-24-2

Producción del ePub: booqlab

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

 

 

Rusti Cayambe alcanzó justo renombre y se labró felicidad y fortuna tras la terrible batalla de Aguas Rojas.

Al mando de un pequeño destacamento de hombres agotados y hambrientos decidió lanzarse en persecución de cuanto quedaba del maltrecho ejército del escurridizo Tiki Mancka, quien intentaba adentrarse en las remotas estribaciones de la cordillera con la evidente intención de reagrupar a sus fieles, lamerse las heridas y aguardar los refuerzos que le habían prometido las tribus del norte.

Rusti Cayambe sabía muy bien, y eso era algo que de igual modo sabían el mismísimo emperador y hasta el último de sus soldados, que si al astuto Tiki Mancka se le concedía un corto respiro tras tan espectacular derrota, al año siguiente los ríos volverían a correr ensangrentados, e incluso tal vez se pondría en serio peligro el futuro del Imperio.

Y es que los feroces guerreros montañeses, idólatras, crueles y despiadados, se habían convertido en un tumor maligno asentado en el corazón mismo de la nación; una lacra que aterrorizaba a sus habitantes, impedía el normal desarrollo de las provincias limítrofes y frenaba una y otra vez las ansias de expansión de un pueblo que necesitaba crecer año tras año si no quería correr el riesgo de anquilosarse y perecer.

El mayor de los océanos era dueño de la frontera oeste del país, al este se abrían impenetrables selvas pantanosas, y por lo tanto norte y sur conformaban los únicos horizontes viables para quienes aspiraban a que sus hijos y sus nietos disfrutasen de un futuro brillante y prometedor.

Personalmente, Rusti Cayambe no abrigaba grandes esperanzas en lo que se refería a la conquista del sur, ya que su primera misión como oficial había sido la de explorar el mítico y lejano Atacama, y su ya incipiente instinto de hombre nacido para la estrategia militar le había llevado a la conclusión de que el simple hecho de atravesar tan ardiente desierto implicaría sin duda mucho más daño que provecho.

Más allá del ardiente erial de aguas salitrosas nacían nuevas cordilleras de alturas inconcebibles tras las que se ocultaban territorios poblados por seres primitivos que poco o nada tenían que ver con los habitantes de las ricas tierras del norte, y, por lo tanto, el fértil reino de los dos ricos en oro y minas de esmeraldas debían constituir, en su opinión, los primeros objetivos a tener en cuenta.

No obstante, el acceso a semejantes tesoros se encontraba bloqueado por los ejércitos de Tiki Mancka y sus incontables aliados.

La feroz batalla de Aguas Rojas, librada cara a cara en un hermoso valle convertido ahora en pestilente cementerio, se diseñó con la intención de poner punto final a tan dolorosa contienda, pero por enésima vez el escurridizo cacique rebelde había conseguido eludir el cerco, burlar la bien diseñada estrategia de los generales imperiales y alcanzar el nacimiento de los intrincados senderos que serpenteaban por entre los altísimos picachos de la más inaccesible de las regiones del planeta.

Una larga y amarga experiencia había dejado claramente establecido que allí –en las mismísimas entrañas del infierno de una extensa cordillera en la que tras un picacho nevado de más de cinco mil metros de altitud se abría una estrecha garganta por cuyo fondo discurría un río rugiente y embravecido – los montañeses se convertían en poco menos que fantasmas, puesto que ningún extraño sería nunca capaz de encontrar las angostas y profundas cuevas en las que solían ocultarse.

Debido a ello, el impetuoso capitán Rusti Cayambe no cesaba de gritar palabras de aliento destinadas a que sus hombres no se dejasen vencer por la fatiga o impresionar por la angostura de los senderos que bordeaban los abismos, convencido como estaba de que aquella constituía la mejor ocasión que se les había presentado nunca de acabar definitivamente con los enemigos del Imperio.

–¡Vamos, vamos! –aullaba–. ¡Les estamos pisando los talones!

La marcha se había convertido en una frenética carrera en la que de tanto en tanto algún desgraciado se precipitaba al vacío con un alarido de terror, y en su transcurso, Rusti Cayambe perdió a uno de sus más fieles oficiales: aquel que tantos años atrás le acompañara en su baldía exploración de los desiertos de Atacama.

Se le encogió el alma al verle desaparecer como un halcón al que se le hubieran quebrado de improviso las alas, y tuvo que morderse los labios y hacer un supremo esfuerzo por contener unas lágrimas que le hubieran impedido distinguir con claridad el punto en que debía pisar si no quería seguir idéntico destino.

Había llovido mucho durante los últimos meses, por lo que las piedras del camino habían criado un musgo espeso y resbaladizo que dificultaba aún más el avance, y todo aquel que no asentara firmemente el cuerpo antes de aventurarse a dar un nuevo paso, se arriesgaba a una muerte tan inútil como estúpida.

Caer en el fragor de la batalla y a la mayor gloria del emperador era un final asumible para cualquier soldado, pero despeñarse y que su cadáver desapareciera entre las aguas de un riachuelo tumultuoso resultaba a la vez deshonroso y ridículo.

Sudaban y resoplaban trepando como alpacas con la vista al frente y temiendo que en cualquier recodo del camino los acechara una emboscada, pero el enemigo no parecía en disposición de presentar batalla, ya que lo único a que aspiraba era a escapar tan aprisa como le permitieran las escasas fuerzas de que aún disponía.

En más de una ocasión alcanzaron a algún exhausto rezagado al que se apresuraban a rematar sin compasión para arrojarlo al río, pues no era aquella guerra de prisioneros sino de una victoria total que amenazaba con escurrírseles entre los dedos.

En la distancia hizo por fin su aparición el sagrado puente de Pallaca, balanceándose altivo y en apariencia frágil sobre un abismo de más de doscientos metros de altura, y al verlo, un escalofrío de terror corrió por la espalda de los perseguidores tan solo de imaginar que las bestias impías a las que perseguían se encontraran dispuestas a cometer la innoble y casi inconcebible herejía de destruirlo.

–¡Vamos, vamos, vamos!

Pero no se podían pedir nuevos esfuerzos a unos bravos guerreros agotados primero por la lucha cuerpo a cuerpo y ahora por la larguísima carrera, por lo que Rusti Cayambe advirtió desalentado cómo seis de sus seguidores se iban quedando rezagados, incapaces de dar un paso más en línea recta, con la boca muy abierta, los ojos casi fuera de las órbitas y un sudor frío empapando sus ensangrentados ponchos.

Impotente, asistió desde la orilla opuesta al inaudito sacrilegio.

Los últimos montañeses no habían concluido de atravesar aún el puente cuando ya sus compañeros comenzaron a descargar feroces hachazos sobre las gruesas cuerdas que lo unían a los pilares de roca, y aunque el fabuloso Pallaca se mantenía firme en su puesto en el momento en que Rusti Cayambe alcanzó la amplia explanada, pronto comprendió que sus hombres no disponían del tiempo necesario para atravesar los treinta metros escasos que los separaban de sus enemigos.

Se limitó por tanto a tomar asiento al borde del abismo, y ahora sí que permitió que las lágrimas corrieran desvergonzadamente por sus oscuras mejillas, consciente de que estaba a punto de ser testigo de un crimen abominable.

Las hachas continuaban su labor, indiferentes al mal que estaban causando, Tiki Mancka gritó con todas las fuerzas de sus pulmones, se escuchó un crujido estremecedor y aquella portentosa obra maestra de la ingeniería trazó un semicírculo en el aire y fue a rebotar contra la pared de roca.

Los montañeses aullaron de alegría, blandieron sus armas y por último giraron sobre sí mismos para mostrar impúdicamente sus sucios traseros a cuantos se habían dejado caer, agotados, en la ancha explanada de la orilla opuesta.

Poco después se perdían de vista entre los árboles para desaparecer definitivamente rumbo a sus lejanas guaridas, de las que no volverían a salir hasta que se hubieran recuperado de la ominosa derrota.

Todo volvía a sus principios. Todo había resultado inútil.

Los muertos, la sangre, el sufrimiento...

¡Todo para nada!

Los generales se verían obligados a regresar al Cuzco con la cabeza gacha para postrarse a los pies del emperador y admitir que un año de esfuerzos y un bien meditado plan de acción no habían dado más frutos que un valle sembrado de cadáveres.

Tiki Mancka seguía con vida.

Su ensangrentada maza continuaba pendiendo sobre el futuro del Imperio.

Pronto o tarde asestaría un nuevo golpe allí donde menos cabía esperar, y un incontable número de víctimas inocentes quedarían tendidas una vez más sobre los campos de maíz.

¡Oh, Viracocha, Viracocha! ¿Por qué consientes que la maldad continúe habitando entre nosotros?

¿Por qué el Dios Creador, padre del sol y padre por tanto de su hijo en la Tierra, permitía que un zarrapastroso montañés, violador de doncellas y asesino de niños, causara tanto pesar al pueblo elegido?

Aquellas eran preguntas para las que el animoso capitán jamás encontraba respuesta, al igual que no entendía la razón por la que Viracocha había creado un ardiente desierto que servía de protección a los pestilentes araucanos, que ocupaban una escala social apenas ligeramente superior a la de las alimañas con cuyas pieles se vestían.

Los incas aspiraban a extender su cultura sobre todos los pueblos del universo, sacando a las primitivas tribus de su atraso de siglos, pero abismos, desiertos o seres despreciables se interponían continuamente en su camino, como si un dios más poderoso aún que Viracocha se esforzara por continuar manteniendo las distancias entre los seres civilizados y las bestias.

Los montañeses, como los araucanos, o como los aucas de las selvas orientales, odiaban el trabajo, vivían de la caza y la rapiña, no respetaban a las mujeres y los ancianos, rendían culto a ídolos crueles y despreciables, y se negaban a aceptar cualquier tipo de autoridad legalmente constituida.

Pero aun así, algún extraño ser los protegía.

¿Por qué?

¿A qué sé debía tan patente injusticia?

Quien quiera que destruyese un puente que un centenar de hombres habían tardado un año en construir, perdiendo muchos de ellos la vida en la aventura, no merecía que los dioses le respetaran, pero aun así, allí estaban aquellos hijos de las sombras de las más oscuras grutas, murciélagos sin alas, sapos venenosos, sanguijuelas de charco, mostrando sus cagados traseros a quienes los habían vencido en campo abierto, para escapar libremente protegidos sin duda por las más repelentes criaturas del reino de las tinieblas.

–¿Qué hacemos, capitán?

Rusti Cayambe alzó el rostro hacia el siempre animoso Pusí Pachamú, un alférez que con la desaparición del primer oficial pasaba automáticamente a ocupar su puesto, y tras advertir que las primeras sombras se dibujaban ya contra la pared fronteriza del acantilado lanzó un hondo suspiro de resignación.

–¿Y qué podemos hacer? –inquirió a su vez–. Regresar en la oscuridad significaría arriesgarse a perder la mitad de la tropa... ¿Hay algo de comer?

–Muy poca cosa.

–Que se reparta entre los reclutas. Se supone que los veteranos debemos estar habituados a las calamidades de la guerra, y un fracaso tan estrepitoso anula el apetito.

–No debes sentirte culpable por no haber conseguido alcanzar a esos cobardes –le hizo notar su subordinado tomando asiento a su vera–. Cosa sabida es que el miedo mueve las piernas mucho más aprisa que el valor. El que huye de la muerte tiene siempre las de ganar frente al que tan solo persigue la gloria.

–Yo no perseguía la gloria... –puntualizó Rusti Cayambe en tono que no permitía dudar de su absoluta sinceridad–. La gloria no hace fértiles los campos ni madura el grano. Yo perseguía la paz, que es lo único que a la larga garantiza buenas cosechas.

–Me sorprende de ti que raramente te expreses como soldado. Más recuerdas a un palurdo «destripaterrones», que a un valiente capitán del emperador.

–Nací «destripaterrones».

El otro le golpeó con afecto la rodilla al tiempo que negaba con un firme ademán de la cabeza:

–Naciste militar y de los buenos. Tu primera arma fue sin duda una taccla, pero estoy seguro de que cada vez que la clavabas en tierra imaginabas que la estabas clavando en el corazón de Tiki Mancka.

–Tal vez tengas razón... –admitió su amigo y capitán–. Cierto es que desde que tengo memoria ese maldito nombre me obsesiona, y temo que más aún me obsesionará de ahora en adelante, sabiendo que lo tuve al alcance de la punta de mi lanza y no me dio oportunidad de arrojársela.

–¡Ocasiones habrá!

–¿Cuándo? ¿El año próximo? –negó convencido–. Lo dudo, porque si mis informaciones son correctas, para ese entonces nos habrán enviado de nuevo al sur, a patear las arenas de Atacama en busca de un camino por el que acceder al país de los araucanos.

–¡Los cielos no lo quieran!

–Basta con que lo quiera el Inca...

–No me asusta la guerra... –puntualizó Pusí Pachamú–. Ni el frío de las cumbres, ni el hambre de tres días, ni aun los abismos en que solemos perder a tantos hombres. Pero tan solo de pensar en ese infierno en el que se te derriten hasta las ideas, me entran escalofríos. ¿En verdad es tan terrible como cuentan?

–¡Peor aún, querido amigo! ¡Peor aún! Aunque te garantizo que no es peor que estar sentado aquí viendo cómo el sagrado puente de Pallaca cuelga bajo nuestros pies. Cuando el viento arrecie lo destrozará golpeándolo contra las rocas.

–Podríamos intentar subirlo.

–¿Nosotros solos? –se asombró Rusti Cayambe–. ¿Tienes idea de cuánto debe pesar? Harían falta por lo menos cien hombres, fuertes y descansados, y aun así dudo que lo consiguieran... –Agitó la cabeza pesimista–. ¿Sabes una cosa? Empiezo a temer que cometí un grave error cuando di orden de perseguir a esos cerdos. Tal vez, de no sentirse acosados, no hubieran decidido cortar el puente.

–Lo hubieran hecho de todos modos.

–¿Estás seguro?

El otro asintió al tiempo que se ponía en pie fatigosamente.

–Lo estoy. Tiki Mancka sabe muy bien que necesita tiempo para reorganizar sus fuerzas, y con el puente intacto jamás podría dormir tranquilo. –Le revolvió cariñosamente la negra cabellera–. Y ahora intenta dormir tú –concluyó–. Hiciste lo correcto.

Una ráfaga de viento helado descendió del nevado picacho corno el chasqui que anuncia la llegada de la diosa de la noche, e instantes después las tinieblas pintaron de un negro abominable las lisas paredes del impresionante acantilado.

Los hombres se arrebujaron en sus ponchos.

Mañana de sangre y muerte, una agotadora carrera, la emoción de ver cómo un puente sagrado se precipitaba al vacío, la decepción de la derrota, el hambre y ahora el frío bastaban y sobraban para convertir en polvo o en ceniza las más firmes voluntades, por lo que cerrar los ojos y confiar la mente al olvido del sueño era la única esperanza de salvación que quedaba si se pretendía sobrevivir a un día tan nefasto.

Pero el sueño tan solo aceptaba acudir a saltos y trompicones.

Jugaba a ir y venir; como si en verdad se tratara de una hoja en manos del viento, puesto que la dura roca, el castañear de dientes, el tiritar del cuerpo y los estómagos vacíos nunca habían hecho buenas migas con el tranquilo descanso.

El alba iluminó un montón de piltrafas. Tres hombres habían muerto.

Desangrados, de frío, de cansancio...; tal vez de desaliento. Tomar conciencia de que debían descender, de cara ahora al abismo, por un sendero estrecho y más resbaladizo aún por culpa del rocío que se había depositado sobre el musgo debió de pesar sobre el ánimo de los difuntos tanto o más que las abiertas heridas, la helada nocturna o la fatiga.

La sangrienta batalla de Aguas Rojas continuaba atesorando víctimas.

Rusti Cayambe abrió los ojos con la primera claridad, pero se limitó a permanecer muy quieto, recostado en el pilar del puente, aguardando a que el primer rayo de sol viniera a arrancarle el frío de los huesos.

Entumecido, sabía muy bien que sus piernas se negaban a sostenerle y por lo tanto se conformó con esperar mientras clavaba la vista en los altivos árboles de la orilla opuesta,

Una hora más tarde, cuando el violento sol de las alturas amenazó con abrasarlos –de modo que hasta el último músculo de su cuerpo pareciera haber recuperado la perdida elasticidad–, se irguió trabajosamente, y desanudando la hermosa bolsa de piel de alpaca que colgaba de su cinturón se la entregó a su lugarteniente.

–¡Repártela! –dijo–. ¡A todos!

–¿A todos? –se escandalizó Pusí Pachamú–. ¿Es que te has vuelto loco? Sabes muy bien que a la mayoría les está prohibido tocarla bajo pena de muerte.

–Yo asumo la responsabilidad.

–¿Y qué responsabilidad es ésa? –fue la agria pregunta de su subordinado–. ¿De qué les servirá cuando les corten la cabeza? Nadie tiene derecho a cometer semejante delito por más que su superior le incite a ello. ¡Así es la ley!

–¡Existe una excepción!

–¿Cuál?

–Un soldado está autorizado a mascar coca si su superior considera que la necesita a la hora de hacer un esfuerzo final que le conduzca a la victoria.

–Eso es muy cierto –admitió su interlocutor–. Pero aquí no existe ya esperanza alguna de victoria.

–¡Existe!

–¿Cómo?

–Cruzando ese abismo.

–¿Cruzando el abismo? –se asombró el otro–. ¿Acaso eres un cóndor? Contando con ayuda tardaríamos seis meses en reparar el puente.

–Tardaremos seis horas.

–La noche te ha congelado las ideas.

–No lo niego, pero nuestro padre el Sol me las ha vuelto a calentar, mostrándome el camino.

–¿Un camino en el aire?

–¡Exactamente!

–¿Y quién es capaz de construir un camino en el aire?

–Una araña.

–¿Una araña?

–Eso he dicho.

–¿Y qué tiene que ver una araña con todo esto?

–¡Mucho! ¿Te has fijado alguna vez en cómo tejen sus telas? –Ante la muda negativa, Rusti Cayambe añadió–: Yo sí... He visto cómo lanzan delgados hilos de una rama a otra a través del vacío, y cómo los entrecruzan reforzándolos pero permitiendo que tengan la elasticidad y el espacio justos para que el viento los agite sin destrozarlos…

–Entiendo... –admitió con aire de supremo cansancio su subordinado–. Pero está claro que ni somos arañas ni tenemos hilos con qué tejer.

El entusiasta capitán señaló hacia el acantilado que nacía bajo sus mismos pies.

–Aquí debajo cuelgan cientos de metros de buena cabuya que los mejores artesanos han trenzado a conciencia para conseguir maromas capaces de resistir el peso de un puente y veinte hombres. –Hizo un significativo gesto con las manos, obligándolas a girar en sentido contrario–. Destrenzándolas obtendremos delgadas cuerdas que arrojadas desde lo más alto de la montaña por nuestros más fuertes lanceros alcanzarán los árboles de la otra orilla.

–Me voy haciendo una idea... –reconoció Pusí Pachamú, cuyo rostro comenzaba a animarse–. Disparando desde la cima, las lanzas surcarán el abismo sin dificultad y alguna acabará por clavarse en un árbol.

–¡Tú lo has dicho! Y en cuanto hayamos conseguido hacer blanco con tres lanzas, trenzaremos de nuevo desde aquí las cabuyas para obtener un cabo lo suficientemente resistente como para que me permita pasar al otro lado.

–Y con un hombre en la otra orilla el resto sería coser y cantar...

–«Tejer» y cantar; querido amigo –puntualizó su jefe–. «Tejer» y cantar.

–¿A qué esperamos entonces?

–A que repartas esa coca y mentalices a los hombres de que van a trabajar muy muy duro. Antes de que caiga la noche tenemos que estar ya al otro lado.

La simple visión de las verdes hojas prohibidas hizo brillar los fatigados ojos y levantó de inmediato los decaídos ánimos de la hambrienta tropa, especialmente cuando Pusí Pachamú puntualizó que al mascarlas no estaban desobedeciendo al Inca ni arriesgando la cabeza.

De lo que ahora se trataba era de aniquilar a los enemigos del Incario, y aquella era una de las principales razones por las que Viracocha había otorgado a su pueblo el sagrado bien de la planta de coca.

Su consumo habitual se encontraba reservado al emperador, sus familiares, algunos miembros de la nobleza, los sumos sacerdotes y los militares de alta graduación, por lo que al pueblo y la soldadesca les estaba rigurosamente vetado su uso, excepción hecha de graves enfermedades, grandes celebraciones, o muy contados casos de fuerza mayor.

Y acabar con Tiki Mancka podía considerarse, sin lugar a dudas, un evidente caso de «fuerza mayor».

El hambre, el desánimo y la fatiga dieron paso de inmediato a una febril actividad en la que unos se dejaban descolgar por el puente para cortar las cabuyas más delgadas, otros las destrenzaban y otros trepaban por el risco, y cuando todo estuvo dispuesto se inició la tarea de lanzar al otro lado del abismo lanzas a cuyo mango se habían unido las delgadas pero resistentes cuerdas.

Cuando se erraba el golpe, las armas se precipitaban al vacío, pero de inmediato eran recuperadas halando de los cabos para intentarlo una vez más con idéntico entusiasmo.

Al fin, tras más de medio centenar de lanzamientos, tres cuerdas quedaron firmemente asentadas en la otra orilla, por lo que comenzó en la plataforma una especie de cómica danza en la que varios soldados iban y venían entrecruzándose y agachándose a medida que trenzaban a través del cauce del río una nueva cabuya lo suficientemente resistente como para que un valiente se decidiera a colgarse de ella y salvar el abismo.

Rusti Cayambe reclamó de inmediato para sí tal privilegio, pero la mayor parte de sus hombres se opusieron, alegando que un capitán no debería correr semejante riesgo cuando se encontraba entre ellos un auténtico constructor de puentes, habituado casi desde que tenía uso de razón a tan peligrosos menesteres.

–Es mucho más ágil que tú –le hizo notar Pusí Pachamú–. Ese era su oficio antes de que lo reclutaran, y si por desgracia ocurriera un accidente no estaríamos perdiendo al único oficial que puede conducirnos a la victoria.

–¡Pero la idea ha sido mía!

–Tuyas deben ser las ideas... –admitió el otro–. Y brillante ha sido esta, nadie puede negarlo, pero admite que la sed de gloria y el amor propio no deben ser la razón que nos aleje de la victoria. Deja que cada cual cumpla con su trabajo.

–¿Y si se cae?

–Nació para matarse construyendo puentes y lo sabe, pero no permitirán los dioses que tal cosa ocurra en un momento como este...

Su interlocutor dirigió una larga mirada a los hombres que aguardaban expectantes; comprendió que todos ellos compartían los sentimientos de su lugarteniente, y concluyó por aceptar de mala gana.

–¡De acuerdo! –dijo–. Que lo intente.

El elegido, un muchacho delgado y fibroso que se movía con la agilidad de un simio y parecía no tener la más mínima idea de lo que significaba el vértigo, sonrió como si le acabaran de hacer un magnífico regalo, y deslizándose por la pared de piedra se colgó boca arriba, cruzó los pies por encima de la maroma y comenzó a avanzar a través del abismo con la misma naturalidad con que podría estar paseando por un mercado del Cuzco.

Instantes después se encontraba al otro lado alzando alegremente los brazos en señal de triunfo.

Se preparó una especie de escala de cuerdas con peldaños distribuidos de tal forma que se pudieran alcanzar con un simple paso, se ató a la cuerda, y el arriesgado funambulista se limitó a tirar de ella para afianzarla al otro lado.

Uno tras otro, el resto de sus compañeros fueron cruzando con sumo cuidado, aunque uno de ellos se balanceó en exceso y se precipitó al vacío, pero lo cierto fue que faltaba aún bastante tiempo para que las primeras sombras de la noche se apoderaran del angosto cañón de Pallaca cuando ya la tropa descendía hacia el lejano valle con Rusti Cayambe a la cabeza. Seguían hambrientos y la coca había dejado de surtir su efecto, pero avanzaban a buen ritmo, felices y animosos, puesto que presentían que la más brillante de las victorias se encontraba al alcance de su mano.

 

Los seguidores de Tiki Mancka dormían, convencidos de que se encontraban a salvo, y la mayor parte continuaron durmiendo por el resto de la eternidad, con la garganta abierta de lado a lado, visto que los hombres de Rusti Cayambe supieron deslizarse tan en silencio como la propia muerte, sin darles apenas tiempo a dejar escapar un lamento o encomendar su alma a los dioses.

El feroz montañés, saqueador, violador y asesino se despertó rodeado de enemigos, y en su rostro podía leerse tal expresión de desconcierto que no pudo por menos que hacer reír al bueno de Pusí Pachamú.

–No te esperabas esto, ¿verdad? –inquirió feliz como un chicuelo con un nuevo juguete–. Creías que tardaríamos meses en reparar el puente, ¿no es cierto? Veremos cómo suenan tus tripas cuando te conviertan en tambor.

El viaje de regreso fue largo, fatigoso y lento, pero plagado de momentos maravillosos, puesto que muy pronto se corrió la voz de que un grupo de héroes se dirigían al Cuzco empujando ante sí al monstruo que tanto daño había causado, y no quedó pueblo, ni fortín, ni caserío por humilde que fuera, que no extendiera alfombras de flores al paso del cortejo, cantando de alegría y agasajando al puñado de valientes que habían triunfado allí donde los más poderosos ejércitos jamás consiguieron la victoria.

La capital, extendida a todo lo largo y lo ancho del más hermoso valle que nadie pudiera imaginar, y en el punto exacto en que Manco Cápac y Mama Ocllo eligieron como «ombligo del universo» se engalanó como tan solo solía hacer cuando un Inca regresaba después de conquistar un nuevo reino, y tal fue el entusiasmo de la multitud, que desde que sobrepasaron la explanada de la fortaleza norte, los recién llegados fueron izados a hombros para ser conducidos de ese modo hasta las puertas del palacio imperial.

En su interior, acomodado en un enorme trono de oro cubierto de pieles de jaguar y rodeado por los nobles de la corte, el Inca aguardaba sonriente, y por primera vez en años hizo un gesto para indicar que quienes habían llevado a cabo tan prodigiosa hazaña no estaban obligados a arrastrarse hasta sus pies con la cabeza gacha y un saco sobre la espalda.

–Venid a mí como hombres libres y como hermanos, ya que habéis arriesgado vuestras vidas por mis hijos. Venid como elegidos de mi padre el Sol, resplandecientes, pues nada hay que más brille que la sonrisa de un héroe.

Un apagado murmullo recorrió de punta a punta la grandiosa estancia, puesto que nadie guardaba memoria de que un hijo del Sol en persona se hubiera mostrado nunca tan complacido ante la presencia de simples mortales sin sangre noble en las venas.

Cuando Rusti Cayambe avanzó empujando ante sí al maltrecho y demudado Tiki Mancka, el emperador apenas dedicó una despectiva mirada al cautivo, para limitarse a ordenar:

–Que al amanecer sea despellejado vivo y convertido en runantinya para que todos aquellos que han sufrido por su causa puedan bailar al son de su música... ¡Lleváoslo!

En cuanto el aterrorizado montañés hubo desaparecido de su vista, se volvió a Rusti Cayambe y, cambiando el tono de su voz, señaló:

–Y a ti, valiente entre los valientes y astuto entre los astutos, te nombro general de mis ejércitos con mil hombres a tu mando.

Por primera y probablemente única vez en su vida, Rusti Cayambe advirtió que las rodillas le temblaban. Fue a decir algo, pero recordó de inmediato que nadie podía dirigirse directamente al Inca, por lo que permaneció muy quieto, como alelado, convencido de que el mundo comenzaría a girar locamente a su alrededor.

–¿Tienes algo que alegar? –inquirió al poco el sonriente hijo del Sol–. Habla sin miedo. Tienes mi permiso.

–¡Pero, señor!... –intentó protestar un adusto maestro de ceremonias.

–¡Olvida el protocolo! –fue la áspera respuesta–. Si este hombre no va a tener derecho a hablar, ¿quién más se atreverá a hacerlo? –Extendió la mano derecha con la palma hacia arriba para añadir con sorprendente dulzura–: ¡Habla! Di lo que quieras.

Rusti Cayambe dudó de nuevo, tragó saliva, dirigió una desconcertada ojeada a su alrededor y casi tartamudeando musitó:

–No soy noble, mi señor.

–Si generosa es tu alma, astuta tu mente y osado tu corazón, noble tiene que ser la sangre que corra por tus venas, aunque por lo visto ignoras quiénes fueron tus auténticos antepasados. De no ser así incluso los muros de este palacio se vendrían abajo... –El Inca lanzó una desafiante mirada a todos los presentes, y en tono que no admitía la más mínima réplica puntualizó–: Yo afirmo que tú, Rusti Cayambe, eres noble entre los nobles y general de mis ejércitos... –Hizo una corta pausa–. Y ahora dime qué símbolo escoges como insignia de tu estirpe para que luzca en tu tienda de campaña y tus hombres la exhiban en el escudo.

El interrogado meditó unos instantes, consciente de que era aquella una elección harto delicada, pero consciente de igual modo de que no podía demorarse demasiado en dar su respuesta o corría el riesgo de aburrir a su señor, por lo que al fin replicó convencido:

–El saltamontes.

–¿El saltamontes? –repitió desconcertado el hijo del Sol, que de buena gana hubiera dejado escapar una sonora carcajada, lujo que sabía muy bien que no podía permitirse en público–. ¿Qué quieres decir con eso del saltamontes?

–Lo que he dicho, mi señor. Tienes poderosos ejércitos cuyos símbolos suelen ser el jaguar, el puma, el cóndor, el oso, el zorro o incluso la anaconda... Sus generales son magníficos estrategas y sus soldados fuertes y valerosos. Sin embargo, a mi modo de ver resultan demasiado lentos y farragosos, ya que necesitan meses para conseguir acorralar al enemigo, obligándolo a presentar batalla...

–Eso es muy cierto.

–Sin embargo, oh, gran señor, nuestros principales enemigos son montañeses, araucanos o aucas que se mueven aprisa, dan un golpe y escapan, acosándonos como el tábano acosa a la alpaca. Son ladinos y traicioneros, fantasmas entre los riscos y la selva, y yo aspiro a crear un pequeño ejército que luche de igual manera, y caiga sobre ellos al igual que suele hacer el saltamontes, que llega de improviso y nadie sabe de dónde.

El emperador tardó muchísimo tiempo en responder. Recostó la cabeza en el trono, contempló el techo y meditó largamente sobre cuanto acababa de escuchar, mientras un silencio sepulcral se adueñaba del recinto, puesto que ni uno solo de los presentes se atrevía ni tan siquiera a pestañear mientras el sagrado hijo del Sol estuviera consultando con sus antepasados.

Por último, cuando podría llegar a creerse que se había quedado dormido, volvió a clavar los oscuros y profundos ojos en el hombre que aguardaba con el corazón en un puño.

–Eres listo, general Saltamontes –sentenció–. Condenadamente listo, y son los hombres como tú los que engrandecen el Imperio. Me estás proponiendo crear un ejército de tábanos que luchen tal como luchan nuestros principales enemigos, y yo lo acepto.

Súbitamente se puso en pie dando por concluida la recepción, y sin pronunciar una palabra más desapareció por la pequeña puerta que se abría justo a espaldas del trono, seguido por el maestro de ceremonias y los diez gigantes de su guardia personal.

Por su parte, Rusti Cayambe parecía haberse convertido en estatua de sal, incapaz de asimilar que cuanto acababa de ocurrir respondiese a la realidad, y no se tratase del más loco de los sueños.

Sin saber exactamente cómo, en un abrir y cerrar de ojos había pasado de capitán plebeyo a noble general, señor de su propio ejército y sus propios símbolos, mil hombres a su mando y el más prometedor de los futuros por delante.

Fue Pusí Pachamú quien le devolvió al mundo real arrodillándose ante él para besarle la borla del cinturón en señal de respeto y acatamiento.

–¡Mis felicitaciones, glorioso general Saltamontes! – dijo–. Que los dioses te colmen de bendiciones.

–Ya me han colmado, mi buen amigo. Ya me han colmado –le replicó su jefe–. Pero álzate, que de ti no espero gestos de sumisión, sino el afecto y la fidelidad que siempre me has demostrado. Adonde quiera que yo vaya irás tú, puesto que siempre seguirás siendo mi segundo en el mando.

Allí mismo se vieron obligados a poner fin a la corta conversación, puesto que la mayor parte de los presentes acudía en tropel a felicitar al héroe del momento. La alta nobleza cuzqueña estaba unánimemente considerada una élite extremadamente exclusivista y cerrada, pero la palabra del emperador se acataba como palabra de Dios, y si algo o alguien alegraba el corazón del Inca –tal como tan evidente parecía ser el caso del nuevo general–, sus súbditos tenían la obligación de regocijarse con él.

A la mañana siguiente disfrutarían observando cómo un hábil verdugo despellejaba en vida a quien tanto daño les había causado y tanto terror les había obligado a acumular durante las más oscuras noches, y luego, mientras la carne viva y ensangrentada era pasto de las moscas y el reo agonizaba rugiendo de dolor, asistirían a la curiosa ceremonia de rellenar su piel con paja y lana para que se curtiese luego al sol, se tensara con fuerza y acabara por convertirse en runantinya, un reluciente y macabro tambor de forma humana que podrían hacer retumbar con el fin de alejar definitivamente sus temores.

¡Alabado fuera por tanto aquel que había hecho posible tamaña felicidad, y maldito fuera por siempre quien anidara en su ánimo la más leve sombra de dudas sobre su recién descubierta nobleza de sangre!

Justo era el premio, y justo aquel que lo había concedido. Si el Inca así lo había decretado, así debía ser.

De su boca surgía la palabra de Dios.

–¿En verdad te agrada que de ahora en adelante todos te llamen general Saltamontes?

Si hacía tan solo unos instantes Rusti Cayambe acababa de llegar a la conclusión de que durante aquel prodigioso día había experimentado todas las emociones a que un hombre puede aspirar a lo largo de una intensa vida feliz y longeva, se equivocaba.

Lo más excitante estaba aún por llegar, puesto que quien había hecho tal pregunta con una voz autoritaria y profunda, pero a la vez divertida y desconcertantemente cálida, no era otra que la emblemática princesa Sangay Chimé.

Nieta de emperadores e hija de una princesa de origen costeño, respetada por su vasta cultura y adorada por su belleza, su generosidad y su muy peculiar sentido del humor, la inmensa mayoría de los cuzqueños no hubieran visto con malos ojos que, como último recurso, algún día pudiera llegar a convertirse en la madre del futuro emperador, dado que la esposa del actual no parecía ser capaz de alumbrar un heredero. No obstante, la ley estipulaba que el Inca tenía la obligación de engendrar al futuro hijo del Sol en el vientre de su hermana Alia, a la que, dicho sea de paso, amaba desesperadamente, ya que esta era la única forma indiscutible que existía de que la sangre de los emperadores se mantuviese incontaminada a través de los siglos.

El Inca era dueño de tener cuantos hijos quisiera con otras esposas, concubinas, o amantes ocasionales, pero aquel que a su muerte ocupara su lugar en el trono tenía que ser obligatoriamente hijo de una de sus hermanas.

El emperador, que no parecía ver más que por los ojos de su idolatrada «esposa-hermana», había demostrado siempre, no obstante, un profundo respeto y un sincero afecto por su prima, la princesa Sangay Chimé, con la que gustaba compartir largas veladas, ya que tenía fama de ser la muchacha más picarescamente divertida de la corte.

Por todo ello, sabiendo perfectamente quién era la persona que acababa de hacerle semejante pregunta, Rusti Cayambe pareció llegar a la conclusión de que aquel fantástico sueño se estaba alargando en exceso.

–¿Cómo has dicho? –acertó a mascullar entre dientes en un tono de voz casi inaudible.

–Te he preguntado si te agrada la idea de que te llamen general Saltamontes –repitió ella–. Aunque, por lo que veo, tan sencilla demanda te ha dejado de piedra... ¿Tanto te ha impresionado encontrarte cara a cara con el emperador?

–Mucho, en efecto –admitió el interrogado–. Pero más me impresiona encararme contigo, puesto que desde niño sé que el emperador existe y es el hijo del Sol, pero es en este mismo momento cuando acabo de descubrir que tú también existes y debes de ser, por el brillo de tus ojos, hija predilecta de la mismísima luna.

–¡Vaya! –pareció sorprenderse gratamente la muchacha–. Galante, además de astuto y valiente... ¿Acaso ocultas otros tesoros?

Rusti Cayambe asintió con un leve ademán de la cabeza:

–Ocultos están, pero no por su gusto, que son tesoros que de poco valen a no ser que se compartan.

–¡Extraña coincidencia! –rio ella con malévola intención–. Algo semejante me ocurre cada vez más a menudo. ¿De qué vale tener lo que se tiene, si al contemplarlo, tan triste y solitario, es más la congoja que la alegría que ofrece?

–Remedio tiene.

–En efecto... Y fácil, si no se aspira a mucho.

–No es ese tu caso, que tienes derecho a aspirar a lo más alto.

–¿Y qué es, a tu modo de ver, lo más alto?

–¿Cómo puede saberlo quien apenas acaba de subir al primer peldaño de una escalera tan empinada y peligrosa como la del Huayna Picchu? –inquirió él–. Nunca sufrí de vértigo al borde de un abismo, pero ahora me invade al mirar hacia arriba.

–Tengo la impresión de que eres de los que pronto se acostumbran a las alturas. Si eres capaz de crear ese ejército de tábanos y proporcionar nuevas victorias al Incario, el emperador pondrá sus ojos en ti, pues me consta que está ya un poco cansado de viejos generales que demandan en exceso soldados y prebendas sin devolver victorias a cambio.

–Aguas Rojas ha constituido una gran victoria.

–Inútil si tú no te hubieras empeñado en perseguir y capturar a Tiki Mancka. ¿De qué hubiera valido tanta sangre derramada? Al Inca no le gusta ver morir a sus amigos, pero tampoco a sus enemigos, puesto que según él esos enemigos no son más que futuros súbditos que se resisten a entrar en el redil. Muertos no engrandecen al Imperio, puesto que no sirven para tender un puente, construir un camino o recolectar una sola mazorca de maíz.

Se habían quedado solos, tal como suelen quedarse un hombre y una mujer interesados el uno por el otro, pese a que un millón de personas pululen a su alrededor.

Sin tan siquiera proponérselo habían levantado una especie de muro que los aislaba del resto de la gente; un muro que iba ganando en espesor y altura a medida que hablaban, que se miraban, y que sin necesidad de rozarse empezaban a comprender que sus pieles se buscaban.

El amor es un misterio con un millón de años de historia a sus espaldas, repetido a diario en cada rincón del mundo, pero no por ello menos desconocido y sorprendente, puesto que surge de improviso, sin razón aparente, se alimenta de sí mismo, crece y en ocasiones muere al igual que nació, sin razón válida alguna que sirva para aclarar por qué llegó o por qué se fue, qué cuna lo meció o en qué tumba se enterró.

Rusti Cayambe y la princesa Sangay comenzaron a amarse aquella misma tarde, y se amaron después durante años, se amaron en la vida y en la muerte, y al parecer aún continúan amándose tal como lo hacen los dos altivos volcanes que llevan sus nombres, y que jamás han cesado de adorarse.

La hermosa muchacha, que podía, en efecto, aspirar al hombre más poderoso del Imperio, con excepción del propio Inca, y a la que la tradición obligaba a elegir pareja antes de un año, puesto que ninguna mujer en edad de procrear tenía derecho a permanecer soltera y privar al Imperio del inapreciable bien de nuevos súbditos, eligió de inmediato a quien su corazón había elegido.

El general Saltamontes, que de igual modo se veía en la necesidad de buscar compañera, puesto que ni siquiera su nuevo rango le exculpaba de la obligación de traer hijos al mundo, apenas podía dar crédito a lo que le estaba sucediendo, pero lo aceptó sin tan siquiera un pestañeo puesto que se trataba del más hermoso presente que jamás hicieran los dioses a un triste mortal.

Pese a que era libre para tomar decisiones, la princesa solicitó días más tarde una audiencia privada con su mentor y amigo, el benévolo emperador, al que con tanta frecuencia hacía reír.

–Vengo a ti humildemente, ¡oh, gran señor!, a solicitar permiso para unir mi vida a la de Rusti Cayambe.

–¿El general Saltamontes? –inquirió el otro divertido–. ¿Cómo es eso, pequeña? ¿Tienes a los más poderosos nobles a tus pies, y te inclinas por un recién llegado cuyo futuro aún está por determinar?

–De ti aprendí que el corazón debe ser el primer mandatario de nuestras vidas, y admito que desde que le conocí es el corazón quien me lo exige.

–¿Lo has meditado bien?

–Lo intento, pero en cuanto cierro los ojos su imagen hace acto de presencia, ahuyentando, como el alba ahuyenta a las sombras, cualquier posibilidad de razonamiento.

–Entiendo lo que dices, puesto que sucede lo mismo con aquella a quien amo desde niño. A menudo me planteo que debería repudiarla y casarme con mi hermana Ima, que aún está en edad de darme una docena de hijos, pero tan solo de pensar en rozarle un cabello, o en el dolor que causaría a mi esposa, se me nubla la mente.

–La reina entendería tus razones.

–Entender el sufrimiento nunca ha servido para mitigarlo, pequeña. Así es, y confío en que jamás se te presente la oportunidad de comprobarlo.

–¿Pero qué será de nosotros si llega un día en que tú nos faltas? ¿Quién será nuestro Inca?

–No lo sé, pequeña, aún no lo sé. Pero no te inquietes. Confío en vivir muchos años, y en que antes de regresar junto a mi padre el Sol, sangre de mi sangre quede para siempre entre vosotros... –Le acarició las mejillas con evidente afecto–. Pero ahora lo que importa eres tú. Sé de más de uno que va a sufrir un duro golpe cuando vea que ese desvergonzado lenguaraz te calza las blancas sandalias... ¿Porque quiero creer que serán blancas?

–Lo serán, mi señor, que también tú me enseñaste que quien aspira a una gran felicidad debe saber aceptar pequeños sacrificios. Mi esposo me tomará en sus brazos tal como tú me alzabas cuando aún no levantaba tres palmos del suelo.

–Me alegra oírlo, y más me alegra comprender que mis súbditos obedecen mis leyes y siguen mis consejos. Si algo nos diferencia de los salvajes que nos rodean y con frecuencia nos acosan, es el amor a Viracocha, nuestra dedicación al trabajo y el fiel acatamiento a los cuatro principios básicos: no matar, no mentir, no robar y no fornicar fuera del matrimonio.

–Esa maravillosa diferencia se la debemos a tus antepasados, que supieron inculcarnos el amor a las cosas hermosas y bien hechas.

–¡No, pequeña! –la contradijo el emperador–. A quien se lo debemos todo es a Viracocha, que fue quien nos marcó las pautas de lo correcto o lo incorrecto. Mis antepasados tan solo se preocuparon de hacer que se cumplieran para que todo esté a su gusto el día en que decida regresar.

–¿Y cuándo llegará ese día?

–¿Quién podría saberlo? Por el mar se fue y por el mar volverá, pero ese océano es tan grande que a veces temo que haya errado el camino.

–¿Qué existe más allá de esas aguas?

–¡Nada! Únicamente el palacio en que duerme mi padre el Sol, y al que sin duda acudió a descansar Viracocha. Las aguas son como las estrellas del firmamento: siempre existe otra más allá, y más allá, y más allá.

–¿Tan pequeños somos?