La ruta de Orellana - Alberto Vázquez Figueroa - E-Book

La ruta de Orellana E-Book

Alberto Vázquez-Figueroa

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Beschreibung

Este audiolibro está narrado en castellano.Siguiendo con su gusto por la literatura de viajes y las novelas de aventuras, Alberto Vázquez-Figueroa nos acerca en este libro a una de las fuentes inagotables de peligros y aventuras de la literatura universal: el Amazonas. Seguiremos los pasos del explorador español Francisco de Orellana en su empresa de recorrer el Amazonas. De la mano de Vázquez-Figueroa y el propio Orellana, encontraremos cuevas secretas, tesoros ocultos de los incas, fieras mujeres guerreras y ciudades olvidadas en una aventura de sabor clásico y trepidante.-

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Alberto Vázquez Figueroa

La ruta de Orellana

 

Saga

La ruta de Orellana

 

Copyright © 1970, 2022 Alberto Vázquez-Figueroa and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726468205

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Apasionante libro de viajes: uno de los mejores testimonios sobre seis mil kilómetros de selva, en una de las regiones más peligrosas del mundo. El territorio del Amazonas es una atracción permanente para la aventura. El autor, ducho en estas lides por haber sido protagonista de varias expediciones, se propuso seguir las huellas de un explorador español, Francisco de Orellana, que en el siglo XVI descubrió el Amazonas. Con infatigable tenacidad el escritor superó constantemente las circunstancias adversas que le invitaban a abandonar la arriesgada aventura.

CAPÍTULO PRIMERO

DE GUAYAQUIL A QUITO

El inmenso avión comienza a descender; de los helados nueve mil metros, a la caliente Guayaquil. Desde el aire, contemplo largamente el mar y la ciudad. El río Guayas, sucio y calmoso, que se ha venido abriendo paso desde las cumbres de los Andes, allá a lo lejos, parece desperezarse, cansino, en sus últimos kilómetros, antes de entregarse definitivamente al Pacífico.

Quiero detenerme a pensar en que voy a recorrer Sudamérica de parte a parte, de océano a océano, a través de siete mil kilómetros de río, pero no lo consigo. Ahora todo cuanto me importa es la ciudad que me espera: Guayaquil.

¡Guayaquil! Su nombre me ha llamado siempre la atención; tiene algo de poético, de dramático quizá. Guayas fue un cacique indígena; Quil, su esposa. El día en que los españoles conquistaron sus tierras para establecerse definitivamente en ellas, expulsándolos, Guayas y Quil se suicidaron. Los españoles, impresionados, le pusieron su nombre a la ciudad.

En realidad Guayaquil fue fundada tres veces; la segunda de ellas por Francisco de Orellana, el tuerto trujillano, capitán de los ejércitos de Francisco Pizarro, pero nunca he sabido a ciencia cierta si fue él o alguno de sus otros fundadores quien dio ese nombre a la ciudad.

Destruida por incendios y seísmos; asaltada por piratas e indios bravos, conserva muy poco, si es que conserva algo, de la que levantó Orellana en 1536, y hoy se ha convertido en el centro económico del Ecuador y uno de los más importantes puertos del Pacífico, por el que se exportan la mayoría de los productos ecuatorianos, sobre todo sus plátanos; infinidad de racimos de plátanos, de los que este pequeño país es el principal proveedor mundial.

No se puede decir que Guayaquil sea en verdad una ciudad agradable. Demasiado caliente para nuestro gusto de europeos; demasiado activa y trabajadora para nuestro temperamento; demasiado igual a tantas otras ciudades americanas, para nuestras ansias de tipismo.

Insalubre —ya que fue necesario construirla al fondo de un pantano para defenderla de los ataques de indios y piratas—, ha necesitado mucho esfuerzo para convertirse en la moderna ciudad actual que hace la competencia a Quito, aunque sea esta última la capital del país. Como ocurre con Madrid y Barcelona, Roma y Milán, Nueva York y Washington, Quito es la capital política y cultural del Ecuador, mientras que en Guayaquil reside su fuerza y su potencial económico.

No deseaba quedarme mucho tiempo allí, pero un guayaquileño acérrimo, Gastón Fernández —gerente general de la Corporación Ecuatoriana de Turismo—, se empeñó en que no podía irme sin haber visitado las playas de Salinas, o haber pescado el «marling» en Punta Carnero. Tuve que aceptar, y me llamó poderosamente la atención el paisaje que durante dos horas tuvimos que atravesar para llegar a Salinas, cruzando la pequeña península de Santa Elena.

Pocas veces en mi vida, y salvo en el Sahara, he podido contemplar un desierto de semejantes características, en el que los árboles parecen clamar al cielo por una gota de agua para sus desnudas ramas; en que la tierra, de tan calcinada por el sol, se diría quemada por el fuego.

Es un paisaje realmente inhóspito; allí, tan cerca, sin embargo, de la exuberancia de los valles andinos; a una hora de vuelo de la increíble floresta amazónica. En el desierto de la península de Santa Elena no ha caído una gota de agua en nueve años, y a poco más de cien kilómetros se encuentra una de las regiones de mayor pluviosidad del mundo. Es uno de los muchos contrastes que pueden darse en el pequeño Ecuador.

En Salinas me bañé en su hermosa playa, y en Punta Carnero pesqué el maravilloso «marling», que vienen a buscar aficionados de todo el mundo. No en vano se ha capturado aquí el ejemplar que ostenta el récord mundial de dicha especie, y son estas aguas tan ricas en su pesca que, en una mañana, cayeron en nuestro poder tres magníficas piezas de más de cien kilos.

Punta Carnero invita a quedarse, a disfrutar de unas largas vacaciones, pero yo me sentía impaciente por comenzar mi viaje siguiendo las huellas de Orellana.

Regresé a Guayaquil. A los cinco años de su fundación éste era ya puerto clave del Pacífico, y su gobernador —Francisco de Orellana—, un hombre poderoso e importante a sus escasos treinta años de edad. Veterano de la guerra del Perú, ya héroe y ya tuerto, otro que no fuera él se hubiera conformado con disfrutar el fin de sus días de una bien ganada posición que le había costado tantos esfuerzos. Sin embargo, cuando supo que su antiguo compañero de armas Gonzalo Pizarro, hermano de su señor don Francisco Pizarro, virrey del Perú, preparaba en Quito una poderosa expedición que había de adentrarse en las desconocidas selvas de Oriente en busca del «País de la Canela», Orellana sintió de inmediato el llamado de la aventura.

Cinco años de tranquilidad eran muchos. Ya sentía que su sangre hormigueaba con la necesidad de entrar de nuevo en acción; de ceñir la espada e iniciar la larga caminata en pos de algo tan quimérico como ese «País de la Canela» del que nadie sabía, en aquel entonces, absolutamente nada; salvo que alguien, en alguna parte, había dicho que existía allí, muy lejos, selva adentro.

El trujillano experimentó la urgente necesidad de entrevistarse con el menor de los Pizarro, ofrecerle su espada, brindarle su compañía. No tuvo que pensarlo mucho para iniciar el camino hacia Quito, donde sabía que ya Gonzalo había comenzado a preparar su ejército.

En aquellos tiempos no debía resultar sencilla la ascensión desde Guayaquil, situada al nivel del mar, a los tres mil metros de altitud de Quito, atravesando regiones dominadas por indios aún hostiles a los españoles. De todos ellos hoy no queda más que esa tribu pintoresca y absurda: los Colorados, que escondidos en un valle de los Andes, cara al mar, parecen no haber evolucionado en estos últimos cuatrocientos años.

¿Conoció Orellana a los Colorados? No es posible saberlo, ya que, probablemente, él siguió la ruta de Riobamba y Latacunga, desviada hacia el Sur.

Pese a ello me pareció que no debía abandonar la región sin hacer una visita a esta curiosa tribu, a la que no reconozco ningún pariente próximo, y que son, junto a los chayapas de Esmeraldas, los únicos indios de selva que habitan al occidente de los Andes en toda la América del Sur.

Su nombre, bien ganado por cierto, les viene dado por la extraña costumbre que conservan de pintarse el cuerpo con un tinte que extraen de la semilla del «achiote». Éste, cuyo nombre científico es «Bixa Orellana», les sirve, igualmente, mezclado con grasa, para dar a sus cabellos una contextura sólida, en forma de plato o gorra de visera, práctica para que el agua, en estas regiones en que tanto llueve, resbale y no les moleste en la cara.

Esto también podría considerarse como una muestra de coquetería masculina, propia de tribus primitivas, en las que el hombre suele ser, por lo general, más presumido que la mujer. El hecho de lucir por toda vestimenta un taparrabos confeccionado en una vistosa tela de rayas que ellos mismos se tejen, da a los indios Colorados un aspecto francamente cómico y pintoresco que los hace inconfundibles.

Estas gentes, con las que permanecí algún tiempo, son particularmente pacíficas y acogedoras, y las familias del interior del valle, no prostituidas por la proximidad del hombre blanco, conservan antiquísimas tradiciones, dignas de un estudio etnológico profundo que aún no ha sido llevado a cabo.

La tierra es aquí tan fértil que hasta los palos de las cercas echan raíces, y las chacras o plantaciones de plátanos, café y caña de azúcar permiten a esas gentes vivir sin estrecheces. El Gobierno les protege y no permite, bajo ningún concepto, que se les moleste.

Me sorprendió grandemente el hecho de que en los atardeceres, ya casi de anochecida, las viudas se reunieran a llorar a sus maridos y a quejarse de que ya nunca volverían «jumaos» —borrachos— al huasipungo, a pegarles y romper los cacharros.

Y es que, por lo que pude advertir, los Colorados son bastante aficionados a la bebida, al «guarapo de caña», fuerte y de olor dulzón y agrio, con el que organizan fiestas que a menudo duran hasta bien entrado el día.

Entablé una cierta amistad con Daniel, sobrino del Gran Jefe Colorado, que me explicó algunas de sus costumbres e incluso trató de enseñarme los rudimentos de su idioma: el «tsátchela», lengua propia y exclusiva de esta tribu, y cuyo nombre viene de su palabra, «tsachilá», que significa hombre.

Daniel, a pesar de vivir en una choza construida a base de madera de chonta y de guadua, había comenzado, sin embargo, a adquirir ciertos hábitos que pudiéramos considerar «civilizados», tales como utilizar en sus cacerías una moderna escopeta y el permitirse de tanto en tanto una escapada a la vecina Santo Domingo; escapada en la que, por lo que me pareció, lo único que andaba buscando era cambiar el «guarapo de caña» por un ron más fuerte.

Los habitantes de Santo Domingo, acostumbrados ya de tiempo atrás, no parecen sorprenderse gran cosa por la presencia de un indio semidesnudo y pintarrajeado por las calles de su ciudad.

Daniel, aparte de invitarme a un concierto de marimba interpretado por su padre, insistió en que permaneciera entre ellos hasta el cercano «día de la paliza anual», extraña ceremonia en la que el jefe de la tribu acostumbra a azotar a los niños, castigándoles por todas las fechorías que puedan haber realizado en el transcurso del año. Excusado resulta decir que los muchachitos Colorados no parecen tener gran interés en comportarse mejor o peor, ya que están convencidos de que todos recibirán, al fin, idéntico trato.

Concluida mi visita a la tribu de los Colorados regresé a Guayaquil, donde, no recuerdo qué mañana del mes de noviembre de 1968, inicié mi larga caminata tras las huellas del trujillano Francisco de Orellana.

Cruzando el río Guayas, por Durán y Yaguachi llegué al pie del Chimborazo, cuyo nombre significa en quechua «Señor de la Muerte», y que con sus 6.300 metros no es tan sólo la más alta cumbre del Ecuador, sino, que hasta el siglo XVIII, se la consideró como la montaña más elevada del mundo.

A partir del Chimborazo se extiende un largo valle: la Avenida de los Volcanes, inmenso callejón inter-andino donde una mano gigantesca colocó de una forma artística, casi simétrica, unos frente a otros, infinidad de picachos a cuál más alto, a cuál más hermoso y espectacular, que parecen retarse de lado a lado del valle; desafiarse en su magnificencia.

El Chimborazo, el Cotopáxi, los dos Illinizas, el Tumguragua, el Rumiñahui…, más allá el Antisana, y aun el Cayambe, todos sobrepasando los cuatro mil metros; algunos incluso los seis mil: siempre tan cerca, en un aire limpio, que parecen poder tocarse con las manos; siempre tan lejos, entre las nubes, que se les diría más parte del cielo que de la tierra.

Y allí, en su centro, a mitad de camino entre el Chimborazo y el Cotopáxi, se alza una bonita ciudad, capital de provincia, de la que apenas hablan los libros o los tratados de geografía y cuyo nombre, Latacunga, es una deformación del quechua «Llactacunga», que significa «Garganta de la Patria».

Cuentan que fue en otra época ciudad de gran importancia, allá por el tiempo del imperio incaico, y aún pueden encontrarse en sus alrededores restos de viejos palacios, ruinas de lo que tal vez fueran fortalezas, trozos de camino de los que hoy apenas queda más que un leve recuerdo.

Muchas cosas han cambiado en Latacunga desde entonces; muchas, desde que fuera un punto clave en la estructura del Imperio, y a las moles de piedra negra, maciza, de aspecto tan sólido que parecían querer desafiar al tiempo, han sucedido construcciones blancas, livianas, más esbeltas, pero condenadas también a durar menos.

A menudo los caminos de piedra, laboriosos caminos por los que viajaban a hombros de esclavos los caciques, se ocultan bajo una capa de asfalto, o se perdieron entre matorrales, y a los puentes que colgaban sobre los ríos y las torrenteras han sucedido otros de cemento y hierro.

Los hombres blancos y sus automóviles se pasean por las calles y las plazas y, de vez en cuando, de una ventana surge el sonar de una radio. Una fábrica de harina hace girar constantemente sus modernos molinos, y faroles eléctricos alumbran cada noche las esquinas. Latacunga es, pues, una ciudad de nuestro tiempo; una pequeña ciudad del siglo XX con su parque y su estanque, y un pintoresco restaurante que, en el centro, se mira constantemente en las tranquilas aguas. Y, sin embargo, a veces se diría que no han pasado cuatrocientos años sobre Latacunga, que el tiempo se detuvo y continúa siendo la misma «Llactacunga», «Garganta de la Patria», de los incas.

Se piensa eso al ver a las indias agachadas, lavando la ropa sobre las piedras, en la helada y limpia agua de los riachuelos, para tenderla a secar luego sobre la verde hierba, no lejos de donde los animales pastan bajo los puentes, puentes ahora de cemento y hierro, que constituyen el único cambio del paisaje, de una escena mil veces repetida. Son descendientes estas indias, semejantes en todo, hasta en la forma de sentir, de aquellas otras que hace cinco siglos lavaban la ropa de igual forma, en el mismo sitio, para tenderla a secar de idéntica manera.

Tampoco se advierte diferencia en quienes pasan por las nuevas aceras o esquivan a los coches marchando siempre con su rápido paso, un paso que casi es carrera, semioculta la cara bajo los sombreros, inclinada la espalda por las enormes cargas, los fardos, o los niños.

Y en el mercado, el gran mercado de la abierta plaza, ahí sí que ya resulta difícil —diría imposible— hacerse a la idea de que vivimos en plena era atómica, que el hombre llega a la Luna y juega a girar alrededor del mundo.

Hablan en quechua; no los entiendo, y no llego a comprenderlos ni aun cuando lo hacen en mi lengua, tan diferente es su psicología, y me siento extraño, más extraño quizá que los primeros españoles que llegaron hasta estas alturas con el mismo Orellana.

Se preguntan qué hago yo allí, tan desplazado, con mis cabellos rubios y ojos claros, junto a lo oscuro de su tez y su mirar profundo, y se apartan de mí, me esquivan, y a veces creería que se sienten molestos por mi interés hacia ellos, por mi curiosidad que no desean.

Tal vez no existe en este mundo para el hombre de nuestro tiempo, acostumbrado a la vida moderna, un punto, un lugar cualquiera en el que se llegue a sentir tan desplazado como en uno de estos mercados de indios andinos. Ni en la más profunda de las selvas, ni en el desierto, ni aun en el fondo de los mares, le parecerá vivir tan fuera de su ambiente como cuando se encuentra rodeado de estos seres retraídos, silenciosos, de rostros oscuros e inexpresivos, que parecen casi habitantes de otro planeta.

Los vendedores, mujeres principalmente, se sientan ante su triste mercancía: algunas frutas, raros brebajes, malolientes guisos, y esperan pacientes, lejanos, se diría que indiferentes, como si no tuviesen interés alguno en la venta, como si les importase poco conseguir algo a cambio de lo que tienen, o tener que llevárselo de regreso a casa, para volver al mismo punto, a idéntica posición, al día siguiente.

Muchas de esas mujeres han emprendido, aun de noche, una larga, larguísima caminata, para traer quizá nada más que un puñado de bananas que tal vez nadie les compre; otras vinieron desde sus lejanas cabañas, trotando bajo un inmenso haz de leña, o un niño y un saco de patatas, y hasta alguna cargó con un cerdo o una oveja que no quería marchar lo bastante aprisa.

Se pasarán después el día a la espera, en silencio, casi sin comentar con sus vecinas, con las que vendan, más allá, lo mismo, o cualquier otra cosa, pues los indios andinos son parcos en palabras, ¡incluso las mujeres!, y no se escucha en aquel mercado tan lleno de gente el escándalo que podría encontrarse en cualquier otro, de cualquier parte del mundo.

Allí la escena tiene fuerza, pero afecta tan sólo a dos sentidos: los ojos, que se llenan de contrastes y escenas pintorescas, y el olfato, que a menudo se ofende.

El vestir de las mujeres y los ponchos de los hombres parecen rivalizar en colorido, y del granate al negro puede encontrarse todo, con abundancia en la gama de los azules, y entran también en ese juego plástico las frutas, desde el amarillo de los plátanos al rojo violento de pequeños tomates, con el verde de los aguacates y hasta el morado de algo que yo creo berenjenas. El cielo, sobre ellos, está cubierto de nubes, gris plomizo, pero cuando un rayo de sol rompe la muralla y llega hasta el mercado, el color cobra tal vida que se diría que de improviso ha estallado un castillo de fuegos de artificio.

Y en el centro de aquel mundo, para mí tan complejo, un mundo en el que no puedo, por más que lo intento, penetrar, una niña se sienta en el suelo, junto al puesto de venta de su madre, y permanece también tan lejana, tan absorta, que no puede ya, desde entonces, negar su raza, cuanto lleva en su sangre, y que le persigue desde siglos. No la veo jugar, no la veo reír, ni busca la compañía de otros niños, sino que permanece así, muy quieta, a solas con sus pensamientos. Es una niña quechua, y se diría que nada tiene en común con los demás niños de este mundo.

CAPÍTULO II

DE QUITO AL ANTISANA

A dos horas de camino de Latacunga, tras cruzar al pie del Cotopáxi, el más alto volcán del mundo, y a las faldas de otro volcán, el Pichincha, se alza Quito: joya arquitectónica de América, la ciudad de los innumerables monumentos.

Debió resultar emocionante el encuentro, en aquel año de 1541, entre los dos viejos compañeros de armas: Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana.

La hermosa ciudad andina fue testigo del nacimiento de la gran empresa; lo dio todo para su puesta en marcha, y por ello se siente orgullosa, con justicia, del papel que le tocó desempeñar en el descubrimiento del Amazonas. Hoy en su plaza de la Independencia, en el corazón mismo de la ciudad, una gran placa recuerda y proclama que esa honra es suficiente, no ya para una ciudad, sino incluso para un país. El descubrimiento del Amazonas nació en el Ecuador y ése es un hecho que no puede negarse.

Para mí, Quito resultaba ya conocida de otros viajes, lo que no impedía que sintiera la necesidad de recorrerla una vez más, de visitar nuevamente alguna de las maravillas de sus iglesias y conventos. Contaba allí con innumerables amigos que no estaban dispuestos a dejarme partir para mi largo viaje, y en verdad que no me dolió, más bien al contrario, quedarme a descansar unos días.

No fue así, sin embargo, ya que tuve que aceptar, agradecido, desde luego, la invitación de Galo Plaza, ex Presidente del Ecuador y actual Secretario General de la Organización de Estados Americanos, para pasar, una vez más, el fin de semana en su hacienda «Zuleta», a orillas de lago San Pablo, al pie del inmenso Cayambe.

«Zuleta» está considerada como una de las «haciendas-modelo» de Hispanoamérica, tanto por la forma en que es explotada como por el trato que en ella reciben los colonos indios, entre los cuales, Galo Plaza ha repartido más de dos mil hectáreas de terreno, dividido en pequeñas parcelas, dotada cada una de su propia vivienda.

Mantuve en esos días con Galo Plaza conversaciones que me hicieron comprender mejor las características del Ecuador, al que siempre he considerado, pese a su pequeño tamaño, uno de los países más interesantes, no sólo de América, sino de cualquier otro continente, ya que en él, por su situación, a caballo sobre la línea equinoccial, que cruza a unos kilómetros al Norte de Quito, y por sus características geográficas se dan todos los contrastes.

Ecuador es Norte y Sur; alto y bajo; nieves eternas y calores tórridos, volcanes y selvas, y probablemente ninguna otra nación ofrece en tan corto espacio tal cantidad de diferenciaciones naturales, pasando de las cumbres heladas del Chimborazo con sus 6.300 metros a las playas de Salinas, los húmedos valles amazónicos o las increíbles islas Galápagos, donde el reloj de la vida detuvo su marcha y donde Darwin comenzó unos estudios que habían de llevarle a las conclusiones finales en su teoría de la evolución de las especies.

Cuando pregunté a Galo Plaza a qué atribuía el que, situado entre Colombia, la tierra de las violencias y las eternas luchas políticas, y Perú, donde los odios de clase han llegado a menudo a extremos increíbles, Ecuador no sufra, sin embargo, ninguna de ambas enfermedades, su repuesta me sorprendió:

—Existen naciones en esta parte del mundo —dijo— en las que un dos o tres por ciento de la población tiene en sus manos la riqueza, la posición social, e incluso el poder político, con lo que el resto de sus conciudadanos, con su hambre y sus miserias, tienen que estar siempre sujetos a sus deseos y conveniencias. Esto es lo que provoca, a la larga, un malestar que termina en revolución, guerra civil o violencia. Pero en Ecuador la categoría social, la aristocracia, si así se la quiere llamar, está limitada a las grandes familias descendientes de los españoles, ya arruinadas por la continua división de sus tierras, mientras que el dinero ha ido a parar a aquellos que se establecieron en la costa, preferentemente en Guayaquil, y lograron amasar a base de muchos esfuerzos inmensas fortunas, fundamentadas en el plátano, el café o el comercio.

—¿Y cuál de esos grupos detenta el poder político? —quise saber.

—Ninguno —replicó—. Éste se encuentra manejado casi en su totalidad por la clase media. Si se tiene en cuenta, además, que Ecuador no es un país de grandes núcleos urbanos, cuyos barrios obreros suelen constituir peligrosos focos de agitación, se advertirá que dicha agitación sólo podría provenir de la masa campesina, lo que aquí, por nuestras características propias, resulta muy difícil. Al existir una región andina, alta y fría, y otra costera, tropical y tórrida, los problemas que afectan a un tipo de campesinos no suelen afectar, por lo general, a los otros.

Bien distintos son, en verdad, los problemas que Ecuador tiene hoy de los que tenía aquellos días en que Orellana hacía proyectos en Quito, junto al gobernador Pizarro.

Benalcázar, fundador de la capital, se había llevado en su reciente expedición a Cundinamarca, en la que andaba en busca del famoso «El-Dorado», más de cinco mil indios, despoblando por tanto de forma notable la región quiteña. Y ahora Gonzalo Pizarro pretendía reclutar un ejército semejante para la exploración del «País de la Canela», aunque, en realidad, Pizarro no buscaba tan sólo la canela, pese al gran valor que esta especia tuviera entonces en el mundo. Pizarro abrigaba, también, la esperanza de encontrar en su camino «El-Dorado» y quizá —¿por qué no?— dar con el fabuloso tesoro de los incas, del que tanto se hablaba entonces y del que aún se continúa hablando.

Por lo que se sabe, cuando Francisco Pizarro exigió de Atahualpa oro por su rescate, el Imperio Incaico contribuyó a reunir la cantidad exigida. Sin embargo, al Norte, en Quito, todas las riquezas de la región fueron recogidas por el general Rumiñahui, que al saber que Atahualpa había sido ajusticiado ya en Cajamarca, incendió la ciudad ante la llegada de los españoles de Benalcázar y escondió el oro y las piedras preciosas en algún lugar al oriente de los Andes; en los montes Llanganati, que conocía bien, y que eran sus tierras de origen.

Más tarde, y aunque se le sometió a suplicio, Rumiñahui nunca confesó en qué lugar se encontraba ese tesoro que aún no ha sido hallado. Cuentan las leyendas que se componía de la carga de oro y piedras preciosas que podían transportar mil hombres; que se escondió en una cueva, y que su valor resulta realmente incalculable. Un científico inglés, basándose en los datos existentes, determinó recientemente que el 10 por ciento de ese tesoro, colocado en un banco, rendiría unos beneficios que, probablemente, superarían los cinco mil millones de pesetas. Resulta difícil creer en semejantes cifras, aunque existe el precedente de dos marineros ingleses que en el siglo pasado aseguraron haber encontrado dicho tesoro, jurando y perjurando que la cantidad de oro reunida en aquella caverna no la podían cambiar de lugar mil hombres fuertes. Por desgracia, cuando volvían a apoderarse de él, murieron sin que pudieran señalar nunca en qué punto exacto de esa región al oriente de los Andes se encuentra la famosa caverna.

Por su parte, «El-Dorado» pertenece más al mundo de la leyenda que al de la realidad. «El-Dorado» era, según las historias indígenas, un poderosísimo cacique de una tribu lejana, cuya vestimenta se componía únicamente de una fina capa de polvo de oro que había de cambiar diariamente bañándose en las aguas de un Lago Sagrado. Tan abundante era el oro en sus reinos que este rito no significaba para él un gasto digno de tenerse en cuenta.

Este mito de «El-Dorado» fue, sin duda, uno de los que con mayor fuerza contribuyeron al desarrollo de las exploraciones de los españoles en América, ya que, al creer firmemente en su autenticidad, lo buscaron incansables de un extremo a otro del Continente, de la más profunda selva a la más elevada montaña. Gonzalo Pizarro, como Benalcázar, como tantos otros, no podía ser una excepción, y aunque realmente la idea básica de su aventura fuera encontrar el «País de la Canela», los otros dos objetivos, el Tesoro y «El-Dorado», también anidaban en su mente.

Probablemente en aquella reunión que Pizarro y Orellana mantuvieron en Quito tratarían estos temas, y no debió necesitar demasiada persuasión el menor de los Pizarro para que el tuerto trujillano le acompañara, si es que no estaba ya decidido a hacerlo.

Sin embargo, Orellana necesitaba regresar a Guayaquil a poner sus negocios en orden, a presentar su dimisión como gobernador de la ciudad y a malvender sus propiedades para armar un pequeño grupo de escogidos caballeros que constituirían su aportación a la expedición pizarrista.

Los meses de enero y febrero de 1541 sorprendieron por tanto a Guayaquil asistiendo a los pequeños preparativos de Orellana, y a Quito, asistiendo, igualmente, a los grandes —fabulosos para aquel entonces— preparativos de Pizarro. Casi cinco mil hombres, entre indios y españoles, constituían su ejército, al que había que sumar más de mil cerdos, cuatro mil llamas, doscientos cincuenta caballos y novecientos perros. Durante todo ese mes de febrero los diversos cuerpos de la expedición fueron saliendo, por tanto, de Quito, rumbo al valle que le conduciría a los Pasos de los Andes y de allí a las selvas del Oriente.

Entre tanto Orellana no había regresado, y el día que Pizarro salió, al fin, de Quito, nada sabía de su compañero y amigo. En aquellos tiempos las comunicaciones entre ambas ciudades, con tribus de indios hostiles a mitad de camino, no resultaban, en verdad, sencillas.

Debió constituir una dolorosa sorpresa para Orellana enterarse, a su llegada a Quito días después, que el ejército de Pizarro había partido sin esperarle. Pero ése no constituía un grave problema para el trujillano. Pese a los consejos de los quiteños, que intentaban hacerle desistir de su locura, Orellana decidió emprender la marcha en pos de Pizarro.

Y ahora, más de cuatrocientos años después, yo me encontraba en el mismo punto dispuesto a seguir las huellas de ambos.

A espaldas del hermoso Hotel Quito, a sólo unos metros de su piscina, se alza hoy un monumento en cuyo pie puede leerse:

«De aquí partió Francisco de Orellana hacia el descubrimiento de nuestro gran río de las Amazonas».

Y sobre ese letrero el busto del trujillano —inmortalizado en bronce— contempla con su único ojo el largo valle; el comienzo de aquella Ruta que había de llevarle a la gloria y que le haría entrar en la Historia como uno de los más grandes descubridores que hayan existido.

Una carretera asfaltada baja hasta el pequeño pueblo de Pifo, y luego —atravesando un hermoso valle— un camino empedrado comienza a ascender suavemente hacia las altas cumbres andinas. Muy a lo lejos, a la derecha, el Cotopáxi muestra su inconfundible cono blanco de volcán gigantesco, y también a lo lejos, a la izquierda, el Cayambe eternamente nevado nos recuerda que exactamente por su cumbre cruza la línea equinoccial.

Tengo que cruzar, por un pequeño puente, un riachuelo encajonado y áspero, río éste aún de la vertiente occidental; río que naciendo en los Andes va a morir muy cerca, al Pacífico. Luego inicio la ascensión y poco a poco advierto que el oxígeno me falta, que me cuesta más y más trabajo respirar, que me fatigo con facilidad, aquí, bastante por encima ya de los tres mil metros de altitud.