Vivos y muertos - Alberto Vázquez Figueroa - E-Book

Vivos y muertos E-Book

Alberto Vázquez-Figueroa

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Beschreibung

Este audiolibro está narrado en castellano. Aquiles Troyano es un ingeniero de caminos que trabaja para la Administración del Estado y que se ve envuelto en una investigación para alertar y denunciar un caso de corrupción que se ha desarrollado en su ministerio. Por este caso se han producido hundimientos y accidentes durante la construcción del AVE. Una novela premonitoria, lúcida, en la que Vázquez-Figueroa demuestra ser conocedor de las tramas de corrupción capaces de poner en jaque la seguridad ciudadana.-

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Alberto Vázquez Figueroa

Vivos y muertos

Aquiles Troyano - 01

Saga

Vivos y muertos

 

Copyright © 2007, 2022 Alberto Vázquez-Figueroa and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726468328

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Aquiles Troyano es un ingeniero de caminos con un puesto de responsabilidad en la Administración del Estado y que se ve envuelto en una investigación para denunciar un caso de corrupción dentro de su propio ministerio, como consecuencia del cual se producen hundimientos y accidentes en la construcción de Tren de Alta Velocidad. Lúcida y premonitoria, Vázquez-Figueroa demuestra conocer a fondo las tramas de corrupción capaces de anteponer sus propios intereses a la seguridad y hasta la vida de los futuros pasajeros.

1

Cuarenta muertos sobre la conciencia son demasiados muertos para una sola conciencia.

Al menos a la mía le resulta imposible soportarlos.

Me despierto con ellos, vivo con ellos, hablo con ellos, me acuesto con ellos, sueño con ellos… y me vuelvo a despertar con ellos.

Conozco sus rostros, conozco sus nombres, conozco a la mayoría de sus hijos, sus esposas, sus hermanos y sus padres, y creo que incluso reconozco cada una de sus voces cuando me plantean angustiosas preguntas para las que nunca consigo encontrar respuesta:

¿Por qué estamos muertos?

¿Por qué no podemos jugar con nuestros hijos?

¿Por qué no podemos hablar con nuestros padres?

¿Por qué no podemos pasear con nuestros hermanos?

¿Por qué no podemos hacer el amor con nuestras esposas?

¿Por qué hemos dejado tan solos y tan tristes a nuestros seres queridos?

El peso de tan angustiosas demandas me ha venido agobiando día tras día, su intensidad no disminuye con el paso del tiempo, y, si bien hubo un momento en el que abrigué la vana esperanza de que ese tiempo acabaría por cicatrizar mis profundas heridas permitiéndome olvidar a los muertos o concediéndome a mí mismo algún tipo de justificación, me equivocaba.

Lo que en un principio fuera angustia ha acabado por convertirse en obsesión.

Admito que hice mal en no atender los consejos de quienes consideraban que aquélla era una puerta que debía cerrarse cuanto antes, un libro del que no se debían escribir más páginas, unos cadáveres que no tenían más opción ni futuro que la tumba.

—Lo que pasó, pasó… —argumentaban en un tono que tanto podía significar cristiana resignación como absoluta indiferencia ante las desgracias ajenas—. Ese era su destino y a quien le toca, le toca.

¿Pero qué derecho teníamos a influir en ese destino?

Lo que pasó no pasó porque sí, sino porque yo estaba donde estaba y no estaba donde tenía que haber estado.

Lo único que pretendo establecer al escribir estas páginas no es tanto determinar en qué grado me considero a mí mismo culpable de lo sucedido, sino en qué grado soy en realidad culpable.

Aunque, bien mirado, ¿qué le importa a un muerto el porcentaje de culpabilidad de cada uno de quienes intervinieron a la hora de arrebatarle lo más preciado que tenía?

¡Malditos seamos todos!

¡Malditos mil veces cualquiera que fuera nuestro asqueroso porcentaje de culpa en su desgracia!

Rodrigo Cifuentes era un muchacho muy fuerte, alegre, optimista y repleto de proyectos que esperaba materializar antes de haber cumplido treinta años, y, quizá debido a su excesiva juventud, cuando me habla lo hace como si no aceptase la realidad de unos hechos que nunca tenían que haber sucedido.

—¿Por que razón estoy aquí? —insiste una y otra vez tomando asiento a los pies de mi cama.

—Te lo he contado un centenar de veces y supongo que no podre darte nuevas explicaciones hasta que conozca todos los detalles —le respondo intentando armarme de paciencia.

—Aun así no lo entiendo —protesta con machacona insistencia—. ¡Vuelve a contármelo!

Reflexiono sobre ello buscando en lo más profundo de mí mismo unos argumentos que carecen de toda consistencia, por lo que se disuelven en mi cerebro como galletas empapadas en leche visto que tanto tiempo después continúo sin saber cómo, cuándo y por qué razón empezó todo.

La experiencia me ha ensañado —¡cuántas cosas dolorosas suele enseñarnos demasiado tarde la experiencia!— que las grandes tragedias, al igual que los grandes triunfos o los grandes amores o rencores, no suelen ser el resultado lógico de una acción perfectamente estudiada o premeditada, sino que con harta frecuencia constituyen el fruto de una incontrolable serie de pequeños detalles y nimias coincidencias que en sí mismas carecen de relevancia, pero que cuando se asocian se transforman en un monstruo contra el que no existe ningún tipo de defensa.

La idea debió de nacer en cualquier anodino despacho de un oscuro burócrata de segunda línea, o quizás a lo largo de una de aquellas tediosas reuniones de primera hora de la mañana en las que un engolado y pretencioso director general intentaba convencerse a sí mismo —y de paso convencer a su ministro— de la supuesta bondad de un «amplio cambio de impresiones» con sus subordinados.

—¿Impresiones sobre qué? —quiso saber Rodrigo Cifuentes.

—¿Y qué quieres que te diga? —repliqué—. No recuerdo ni una sola de aquellas soporíferas sesiones de consulta de las que surgiera una idea mínimamente aprovechable o un esbozo de proyecto que concluyera por convertirse en algo tangible.

—¿De qué servían entonces?

—Supongo que era la única forma conocida que existía de justificar nuestros cargos, así como la razón de ser de tanto despacho, tanto ujier, tanto coche oficial y tanta secretaria.

—¿Y te parece justo?

—Admito que en aquel tiempo ni siquiera me lo planteaba. Los ministerios funcionan a base de una acumulación de «personal residual» que las sucesivas administraciones han ido colocando en puestos de mayor o menor importancia, y que en su mayoría se quedan allí aunque su existencia ya no tenga razón de ser, y en ocasiones ni tan siquiera se dignen hacer acto de presencia por unos oscuros y olvidados despachos que sólo sirven para justificar nóminas.

—¿Quieres hacerme creer que fue ese exceso de personal inútil lo que nos costó la vida?

¿Qué podía responderle?

Resulta muy difícil explicarle a un hombre que es consciente de que sus hijos crecerán sin su cariño o que su mujer tendrá que buscarse un mísero trabajo para el que no está preparada y que pronto o tarde acabará en la cama de otros hombres, que todo ello se debe al absurdo hecho de que existen un sinnúmero de funcionarios innecesarios, en su mayoría ineptos y con frecuencia corruptos, que se resisten a renunciar a un estatus al que suelen haber llegado sin mayor mérito que una relación más o menos cercana con un ministro o un director general del que probablemente ya nadie se acuerda.

¿Era yo uno de ellos?

Ésa es la pregunta que me persigue y obsesiona desde hace un año, la que no me permite dormir, la que ha convertido mi vida en un infierno, y la que ha propiciado que cuarenta muertos me visiten en demanda de una explicación a sus infinitos padecimientos y a los de docenas de sus familiares directos.

—Alejandro se murió del todo en un instante pero yo tan sólo un poco… —me comentó en cierta ocasión María Luisa Molina—. Me voy muriendo a pedazos cada día y a mi modo de ver eso es mucho más cruel y doloroso.

Alejandro Estrada era la única de las víctimas a las que yo había conocido en vida, al igual que a la inconsolable María Luisa, y los recuerdo como unos personajes algo extraños, siempre encerrados en sí mismos e incapaces de pasar más de tres horas sin verse o sin hablarse; tan unidos que se diría que no necesitaban para nada al resto del mundo.

¿Quién «mató del todo» a Alejandro Estrada, y quién es el culpable de que la infeliz María Luisa Molina «se esté muriendo un poco más cada día»?

Es posible que intentar averiguarlo me cueste también la vida, pero la vida que ahora llevo no merece la pena ser vivida, y estoy convencido de que tan sólo el hecho de conseguir desentrañar la tupida maraña de sobornos, abusos, presiones y mentiras que acabaron por desembocar en tan horrenda tragedia conseguirá devolver un poco de paz a mi atormentado espíritu.

¿Demasiado tarde?

Sin duda, ¿para qué voy a engañarme?

Hubo un tiempo en el que tuve la oportunidad, y supongo que incluso la obligación, de impedir que esas muertes llegaran a producirse, pero aunque me consta que ya no puedo resucitar a nadie, creo que cuarenta víctimas inocentes se merecen algo más que el olvido.

¡Son tantos los que pretenden olvidarlos!

¡Y tan poderosos!

Incluso aquellos —¡casi inaccesibles!— que se presupone que poco o nada tienen que ver con lo ocurrido, se esfuerzan por enterrar a mayor profundidad a esos cadáveres, tal vez por amistad, tal vez por mezquinas afinidades partidistas, o tal vez porque sospechan que algún día los culpables tendrán que devolverles el favor, ayudándoles a enterrar a sus propios difuntos.

«Hoy por ti, mañana por mí».

Así funciona el mundo.

No soy tan hipócrita como para no reconocer que durante veinte años he formado parte de ese mundo con absoluta naturalidad, aceptando sus reglas nunca escritas, puesto que al fin y al cabo no fui yo quien las inventó y me consta que sin ellas no hubiera podido avanzar ni un solo paso en mi carrera.

Y es que por mucho que hayas estudiado, por más esfuerzos que hayas hecho, y por más que te hayas quemado las pestañas en los libros, de poco vale a la hora de situarte en las alturas si no tienes un buen padrino o no te pliegas a las exigencias de quien manda.

Recuerdo que, cuando terminé el bachillerato, la posibilidad de llegar a ser Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos se consideraba el no va más de las aspiraciones de un alumno brillante, y las muchachas casaderas, y sobre todo sus madres, suspiraban por conseguir echarle el lazo a un supuesto «mirlo blanco» cuyo futuro se encontraba asegurado de antemano.

Lo malo del caso es que, cuando tienes veintiséis años y llevas cinco encerrado entre cuatro paredes estudiando hasta que te hierve el cerebro, no te sientes capaz de aceptar que la preciosa alumna de segundo curso de Económicas con la que acabas de establecer una relación afectiva no está realmente interesada en tu inteligencia, tu simpatía o tus encantos personales, sino en el valioso diploma que algún día colgará de la pared de tu despacho.

Abundan las mujeres que se casan por dinero, pero por desgracia también abundan las que se casan por un diploma, y la segunda opción suele ser bastante peor negocio, visto que a la hora de divorciarse pueden llevarse la mitad del dinero, pero nunca la mitad de un diploma.

En un principio Macarena contemplaba mi diploma como si se tratase de la llave que le permitiría abrir todas las puertas, e imagino que tardó varios años en hacerse a la idea de que no era en absoluto la mágica fórmula de alquimista que permitía convertir el plomo en oro.

No era más que un pedazo de papel que poco a poco se iba tornando amarillento.

El resto tenía que hacerlo yo, y cierto es que jamás he tenido la menor idea de cómo convertir nada en oro.

Lo único que he sabido es trabajar construyendo carreteras, puentes o puertos, unas veces para la empresa privada, otras para el gobierno, y como se da el caso de que jamás he dispuesto de eso que llaman «olfato para los negocios» ni me ha tentado el ansia de hacer carrera política, lo único que he podido ofrecerle a mi familia ha sido unos ingresos aceptables pero que nunca alcanzaron para un abrigo de visón, ni mucho menos para un diamante decente.

Hay un dicho que durante un tiempo se me pudo aplicar con bastante justicia:

«¿En qué se diferencia un ingeniero de caminos al resto de la humanidad?». «En nada, pero ellos no lo saben».

Supongo que tardé varios años en darme cuenta de que, pese a mi diploma y a unos tímidos intentos iniciales de hacer algo diferente, no era más que un buen profesional y un hombre honrado que carecía del talento o la ambición imprescindibles como para destacar sobre el resto de los simples mortales.

Al fin lo acepté con la naturalidad de quien toma conciencia de cuáles son sus limitaciones, pero no me avergüenza confesar que ni Macarena, ni mucho menos su madre, compartieron mis puntos de vista.

—¡Fíjate en Alfonsito Arrojo! —me espetaron un día—. Acabó la carrera dos años después que tú, fue el penúltimo de su promoción pero ya es subsecretario y se le menciona como futuro ministro.

El hecho de que tu marido o tu yerno consiga ser subsecretario y se le considere ministrable a los cuarenta años debe constituir una especie de hemorragia de placer para cierto tipo de mujeres, entre las cuales se incluyen desde luego las Benítez de Aranda, por lo que Macarena, como último eslabón de una antiquísima saga familiar de sólidos cimientos matriarcales, probablemente soñaba con ello desde el día en que le confesé que cursaba tercer curso de Ingeniero de Caminos.

Aunque a veces sospecho que ya se había informado convenientemente antes de permitir que me aproximara.

«Detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer».

Yo nunca he sido un «gran hombre», ergo…

Todos necesitamos que nuestra mujer nos respalde, pero de la mía aprendí que una cosa es que te respalden y otra muy diferente que te empujen.

La envidia se me ha antojado siempre el más mezquino y patético de los sentimientos humanos. Siempre he intentado no experimentarla, pese a que durante años habitase en una casa en la que la envidia parecía rezumar a través de las paredes, visto que todo cuanto poseían los demás era siempre mejor de lo que teníamos nosotros. Jamas se medía la felicidad por el metro de nuestros logros sino por el centímetro de nuestras carencias.

Resultaría demasiado sencillo achacar mis fallos al rastrero ambiente familiar en el que me encontraba inmerso, puesto que hacerlo no constituiría más que otra cobardía que añadir a mis muchas cobardías, y si considero que, a cambio de ser sincero, me enfrento al descrédito, la calumnia, la ruina, e incluso la eliminación física, no es cuestión de intentar justificarme.

Si me matan, cosa que entra dentro de lo posible, quiero dejar constancia de que estas páginas no deben estar destinadas a limpiar mi buen nombre manchado por la sangre de tantos inocentes, sino a aclarar qué fue lo que ocurrió e intentar desenmascarar a los máximos culpables.

Y digo máximos, porque abundaron los pequeños culpables que hicieron dejadez de sus funciones permitiendo que tan absurda tragedia concluyera por materializarse.

Y es que lo más triste de tan abominable historia estriba en que en gran parte tuvo lugar por la corrupción y la ambición de unos pocos, pero también por la desidia y la cobardía de otros muchos.

—En cierto modo tú también fuiste uno de esos corruptos.

Santiago Plasencia era el de más edad de cuantos dejaron de existir aquella tarde, y tal vez por ello, o porque sospecho que el día de la tragedia sabía a ciencia cierta que se encontraba muy enfermo, el menos amargado y agresivo, pero en ocasiones temo más la ecuanimidad de que siempre hace gala con su voz tranquila y amistosa, que las violentas diatribas o airadas acusaciones de algunos de sus compañeros de martirio.

—Eso no es cierto y lo sabes —protesté—. Nunca acepté nada a cambio de mi silencio.

—El dinero no es la única forma de corrupción que existe —me replicó con su acostumbrada parsimonia—. A menudo ni siquiera es necesario que medie un intercambio. Existe una forma de lucrarse que va mucho más allá de lo puramente físico.

Cuando le pedí que me aclarara qué había pretendido decir, ya no estaba a mi lado, y admito que ésa es una forma de actuar que me molesta de un modo muy especial; no considero justo que un muerto pueda presentarse ante mí siempre que le apetezca, herirme con sus demandas o sus quejas para desaparecer luego de improviso sin aguardar respuesta.

Aunque quiero suponer que una de las escasas prerrogativas que presenta el hecho de estar muerto es la de poder ir y venir de aquí para allá a su antojo sin importarles lo que puedan pensar los vivos.

Procuro por tanto mostrarme paciente con sus peculiaridades por más que a menudo consigan enervarme, y de entre todos ellos quien más esfuerzos me exige a la hora de mantener la calma es sin duda el infeliz Julio Pinilla, que insiste hasta la saciedad en el desconcertante argumento de que no sólo está mal muerto sino, además, mal enterrado.

No conozco a la mujer que acude a poner flores y llorar sobre mi tumba —alega seguro de lo que dice—. Nunca la había visto anteriormente, y las cosas que me cuenta sobre la agitada vida de unos hijos que no paran de darle disgustos, nada puede tener que ver con la de los míos, que aún están en edad de ir a la escuela.

Cuando visité a su mujer, que al poco rato me mostró la pequeña urna en que guardaba las cenizas de su amado Julio, llegué a la conclusión de que las quejas del difunto eran ciertas, y que se había cometido un lamentable error a la hora de identificar los cadáveres.

Con el tiempo he llegado a la conclusión de que aquellas cenizas pertenecían al peruano Severino Arango, y que es la esposa de este último la que visita la tumba en la que descansan los restos de Pinilla con el fin de hacerle partícipe de los incontables problemas que le ha acarreado su prematura e inesperada desaparición.

¿Pero cómo explicar a unos atribulados familiares o a las autoridades que se ocuparon del caso, que se había cometido el lamentable error de confundir dos cadáveres, y que era el propio muerto quien se quejaba de no estar enterrado donde le correspondía?

¿Quién escucharía el día de mañana las duras acusaciones de corrupción y airadas demandas de justicia de quien asegurara que tres docenas de difuntos acudían a visitarle casi cada noche?

Cuando soy yo mismo quien se pregunta demasiado a menudo si no se habrá dado el caso de que todo este sucio asunto haya acabado por trastornarme, obligándome a ver y escuchar cosas que tan sólo se encuentran en mi imaginación, ¿qué acertarán a pensar quienes ni por lo más remoto han pasado por una experiencia semejante?

El día en que considere que ha llegado el momento de presentar una denuncia, mis argumentos deberán ser tan firmes e incontestables, tan lógicos y basados en hechos probados y documentos tangibles, que nadie se atreva, ni por lo más remoto, a tacharme de loco.

Y es que yo no estoy loco.

Enfermo sí, pero no loco.

Y lo peor del caso es que para mi enfermedad aún no se ha inventado medicina que valga, ni cirugía que corte su avance.

Estoy enfermo de vergüenza, de desprecio a mí mismo, de asco y de arrepentimiento.

Enfermo de conciencia.

El simple hecho de mirarme al espejo me produce náuseas, y desde aquel maldito doce de marzo no he sido capaz de acostarme con una mujer, tomarme una copa o acudir a un restaurante decente convencido de que no tengo derecho a disfrutar de ninguno de los pequeños placeres que muchos otros jamás podrán volver a disfrutar porque yo les arrebaté ese derecho.

Diana Gorostiza, que, antes de resignarse por lo que ya no tenía remedio, era quien con más encono me martirizaba a todas horas, ha acabado por mostrarse compasiva y, lo que es más importante para mí, comprensiva, por lo que cuando más hundido me encuentro acude a darme ánimos insistiendo en el hecho de que ni a ella ni a sus compañeros les consuela mi penitencia, y lo único que les permitiría descansar en paz sería que se hiciese justicia.

—El peligro continúa ahí —me susurra al oído, como si en verdad temiera que alguien más pudiera conocer su secreto—. Las cosas siguen estando mal hechas, y si los que ya sufrimos las consecuencias no hacemos nada al respecto, el día de mañana tendremos que soportar los reproches de quienes habrán corrido nuestra misma suerte. Y como también estarán muertos nos veremos obligados a escuchar sus quejas hasta el fin de los siglos.

No quiero que nadie crea que lo que estoy contando sobre Diana Gorostiza ha sucedido realmente; entra dentro de lo posible que no sea cierto.

Pero lo que sí puedo garantizar es que ha tenido lugar en lo más profundo de mi cerebro, y como ser humano estoy convencido de que tanto valor tiene el dolor que me provoca el hecho de aplastarme un dedo con una ventana, como el dolor que me provoca la angustia de saberme culpable de cuarenta muertes.

Vivimos a la vez dentro y fuera de un cuerpo que no es más que la coraza que se interpone entre la agresividad del mundo que nos rodea y la paz de espíritu que se supone que andamos buscando.

2

“No busques problemas”.

El mensaje aparecía una y otra vez en la pantalla de mi ordenador, tanto en el del despacho oficial como en el de mi casa, lo cual evidenciaba que mi anónimo comunicante era alguien relativamente próximo, puesto que conocía la dirección de mi correo electrónico particular.

En realidad no se trataba de ningún secreto, pero el momento en que solía recibir los mensajes, siempre a medía mañana, me obligaba a suponer que se trataba de alguien a quien le sobraba tiempo a esas horas, por lo que casi con toda seguridad se trataba de un funcionario del ministerio.

Tampoco hacía falta discurrir mucho para llegar a la conclusión de que era en aquel gigantesco y complejo edificio, en el que cientos de hombres y mujeres subían y bajaban continuamente por los ascensores o se detenían a charlar en los pasillos y en los rellanos de las escaleras, donde sin duda se ocultaban quienes tenían sobrados motivos para que se olvidara cuanto antes todo aquello que pudiera tener alguna relación con el terrible accidente.

Allí, en cualquiera de aquellos anodinos despachos en los que el tamaño de la alfombra, si es que se llegaba a tener alfombra, determinaba el nivel que ocupaba en el escalafón quien en aquellos momentos lo ocupara, se agazapaba el anónimo canalla que exigía que «no buscara problemas».

Pero es que evidentemente lo que le preocupaba era que se los buscara a él.

Le pregunté a un amigo, experto en informática, sobre la posibilidad de averiguar desde dónde me enviaban los mensajes, pero tras minuciosas comprobaciones llegó a la conclusión de que, en efecto, provenían del ministerio, por lo que resultaría muy difícil determinar el punto exacto sin que le acusaran de estar intentando interferir en las comunicaciones de un organismo oficial.

—Los que se encuentran dentro pueden conectarse, y de hecho lo hacen, incluso con las páginas porno —puntualizó seguro de lo que decía—. Pero los que estamos fuera no podemos entrar en su sistema sin arriesgarnos a que se disparen las alarmas y acaben acusándonos de piratería informática.

Nunca había sorprendido a un funcionario de mi departamento conectado a una página porno, pero sí chateando con desconocidos, o jugando al dominó con tres desocupados compañeros que probablemente también ocupaban un despacho en algún otro ministerio.

«Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra».

No seré yo quien lo haga, puesto que debo admitir que no siempre he empleado mi ordenador oficial para trabajos oficiales y recuerdo que en alguna ocasión me he entretenido en jugar al ajedrez con una fría maquina a la que no conseguí ganar nunca.

«No busques problemas».

Nunca los busqué.

Acudieron a mí porque probablemente yo era el eslabón más débil de la cadena; el único por el que existía una posibilidad de que esa gruesa cadena se rompiera, visto que era el único que al parecer tenía una conciencia que fuera limando un determinado eslabón día tras día y noche tras noche.

El resto de los culpables continuaban atrincherados tras las gruesas puertas de sus despachos, escondidos bajo las faldas de eficientes secretarias o la gruesa manta de un recién nombrado «Comité de Investigación», puesto que un «Comité de Investigación» es la mejor forma que han encontrado los políticos de conseguir que jamás se investigue nada que pueda resultar ligeramente incómodo a la administración.

Crespones negros en las banderas a media asta, un solemne funeral celebrado por dos cardenales y presidido por el jefe del ejecutivo y la inmensa mayoría de sus circunspectos ministros, hermosas palabras escritas por un profesional de los discursos laudatorios, vagas promesas de llegar al fondo del asunto, y dos días más tarde la espesa cortina de un silencio que no pretende ser otra cosa que la antesala del olvido.

Pero se trata de unos muertos que se niegan a ser olvidados y se han empeñado en que sea yo, ¡mísero de mí!, el encargado de refrescar la memoria a todos aquellos que los arrojaron a una profunda fosa.

—Había prometido a mis hijos que este verano los llevaría a Disneylandia —sollozó amargamente Darío Almeida cuando me visitó la primera noche—. ¿Quién los llevará por mí?

Nadie puede ocupar el lugar de un padre en Disneylandia.

Nadie.

Ni aunque vendiera mi casa y me gastara todo lo que tengo en llevar a los hijos de cuarenta difuntos a ver al Pato Donald, conseguiría borrar de sus mentes el recuerdo de aquel que siempre les había protegido y que ya no estaría a su lado nunca más.

Ni siquiera la muerte de un adulto puede compararse al desamparo de un niño.

Lo sé por experiencia.

Mi padre era una sonrisa eternamente pegada a un rostro barbudo bajo unos ojos burlones, a tal extremo, que no recuerdo un solo día de mi infancia, o una sola de aquellas noches en las que me despertaba asustado por el fragor de una tormenta, en que mi padre no se encontrara de buen humor, siempre dispuesto a gastar una broma, inventarse un chiste o tomar parte en cualquier payasada destinada a provocar las risas de cuantos le rodeaban.

Siempre he creído que si ha existido alguien verdaderamente feliz en este mundo fue mi padre, y por ende mi madre, y por contagio yo mismo, que cada mañana me levantaba a sabiendas de que algo distinto, inesperado y maravilloso estaba a punto de ocurrir por el simple hecho de que entre mi padre y mi madre, gamberros por excelencia, se las ingeniaban para que efectivamente ocurriera.

De hecho nuestra casa era como un inmenso almacén de trastos que compraban por la sencilla razón de que en un momento dado se les había ocurrido que era una buena idea hacerse con ellos, aunque rara vez encontraran la forma de darles una utilidad medianamente aceptable.

Por suerte la vieja mansión familiar era inmensa, por lo que el abovedado sótano se había convertido en una especie de «Cueva de Alí Baba» en la que mis amigos y yo podíamos encontrar los más extraños tesoros con los que pudiera soñar una fantasiosa mente infantil.

Allí pasaba largas horas con mi padre, y allí se derrumbó de improviso en el momento en que tensaba un enorme arco con cuya flecha intentaba atravesar una roja manzana que me había pedido que colocara sobre la cabeza de un gran jefe indio de madera que se había traído de uno de sus múltiples viajes a Oklahoma.

El ruido de la caída de su enorme corpachón marcó el final de mi alegría.

A partir de ese instante, cuando no había cumplido aún los doce años, todo fueron recuerdos.

Y amargura.

Quien ha tenido una infancia tan feliz como la mía jamás conseguirá volver a encontrar la felicidad, porque, en comparación con lo que perdura en su memoria, el presente siempre sale perdiendo.

Si alguna vez tuve la oportunidad de heredar la sonrisa de mi padre, la perdí aquella aciaga tarde, y desde entonces no puedo ver una manzana sin que se me revuelvan las tripas.

Siete años más tarde mi madre se volvió a casar con un hombre adusto y yo me fui de casa.

No culpo a mi madre.

¿O sí?

Entiendo que después de siete años de desesperación tenía derecho a rehacer su vida, pero nunca entendí que para conseguirlo eligiera a alguien que era la antítesis de quien la había llevado hasta las mismas puertas del paraíso.

Fausto —¡qué nombre tan inapropiado para semejante muermo!— era uno de esos engolados personajes que viven convencidos de que la importancia de un hombre va indefectiblemente unida a la seriedad y rigidez de sus ademanes, razón por la que le espantaba la idea de hacer el ridículo, y nunca entendió que lo que en verdad le volvía ridículo era aquel sempiterno aire de superioridad que no conseguía ocultar que se trataba de un ser humano en exceso mediocre.

Durante años he vivido rodeado de individuos semejantes, ejecutivos, directores generales y ministros que se enfundan cada mañana en un oscuro uniforme de aparente respetabilidad cuyo colofón suele ser una costosa corbata a rayas, y ése ha sido uno más de los muchos motivos por los que tanto he echado de menos a mi padre un genio de la física al que no le importaba lo más mínimo que le tomaran por un desenfadado «viva la Pepa» excesivamente frívolo.

Yo habría querido ser como él, pero entre Macarena Benítez de Aranda y su madre me convirtieron en el hombre aburrido y gris, de traje oscuro y corbata a rayas, que todos conocen.

A menudo me pregunto si los muertos se hubieran atrevido a acosar a mi padre como a mí me acosan, pero ésa es una pregunta absurda, ya que estoy convencido de que él nunca se habría comportado tal como yo lo he hecho.

Entre bromas y veras habría sabido enfrentarse sin miedo a los ineptos, los canallas y los corruptos, puesto que su eterna sonrisa no bastaba para ocultar su tremenda fuerza de carácter.

El agresivo Rodrigo Cifuentes acostumbra ser quien con más frecuencia me reprocha que no haya heredado ese carácter, y a veces me pregunta cómo es posible que, siendo tan grande mi admiración por quien me trajo al mundo, no haya sentido nunca la tentación de imitarle.

¿Cómo explicarle a un muerto, o incluso a un vivo, que mi padre era un ser inimitable?

Su vitalidad, su gracia, su ingenio y rapidez en las más inesperadas respuestas, su concepción del sentido del mundo, o su sonrisa, no eran dinero, fincas, casas o fábricas que pudiera trasmitir a sus descendientes a través de un testamento; eran recuerdos que quedaban para siempre en la memoria, pero de los que no se podía echar mano en un momento de apuro.

—¡Lástima! —sentenció Rodrigo Cifuentes.

—¡Lástima, en efecto! —No pude por menos que admitir—. Si yo hubiera sido como mi padre tú no estarías muerto. Ni tú, ni tantos otros, y eso es mucho más importante que el hecho de que yo no haya resultado un tipo encantador, sino un auténtico cenizo.

—«Cenizo» no es la palabra exacta.

—La palabra exacta es cobarde, lo sé —repliqué—. Pero también sé que es más fácil que un cobarde se convierta en valiente, que un cenizo en simpático.

En esos momentos lo dije convencido, pero lo cierto es que desde ese día me he dado cuenta de que comportarse como un valiente no es en absoluto un empeño menor, sobre todo cuando a media noche te despierta una mano helada, abres los ojos y te encuentras, acurrucada en un rincón del dormitorio, a una mujer muy pálida y de oscuras ojeras que te advierte con una voz seca y profunda:

—¡Ándate con cuidado! Hay gente a la que no le importaría enviarte a este lado de la raya.

—¿Quién?

—Eso no estoy autorizada a decírtelo.

—¿Por qué?

—Porque de hacerlo estaría interviniendo directamente en tu destino —musitó con aquella voz que parecía surgir, y de hecho lo hacía, del fondo de una tumba—. Y por ende en el destino de quienes desean eliminarte. Confirmarte que algo que empiezas a intuir es cierto, es una cosa; señalar con el dedo a los culpables, otra muy diferente.

—¿Los crees capaces de llegar al asesinato? —inquirí en cierto modo incrédulo.

Se puso en pie, se aproximó a la ventana para que pudiera observarla mejor iluminada como estaba por la tenue luz del porche, y sin molestarse en volverse a mirarme musitó:

—¿Qué soy yo más que una pobre madre de tres hijos asesinada por los mismos que ahora plantean eliminarte? ¿Qué son cuantos acuden a verte cada noche rumiando su desgracia y pidiendo justicia? ¿Acaso existe una gran diferencia entre cuarenta muertos y cuarenta y uno?

—Aquello fue un accidente —protesté no demasiado convencido de mis propios argumentos—. Una imprudencia temeraria, lo admito, pero no un crimen premeditado. ¡No puede compararse!

—Accidente o no, fue un primer paso. Y un gran paso, por cierto. Si los culpables no lo hubieran dado, probablemente jamás habrían pensado en este otro, dado que en principio no eran asesinos. Pero ahora las circunstancias les empujan en una imparable carrera hacia adelante, y te advierto que constituyes el principal obstáculo que encuentran en esa carrera.

—¡Me cuesta creerlo!

—¡Pues créetelo porque los muertos ni podemos ni sabemos mentir! Aparte de que no tenemos necesidad de hacerlo.

—Tal vez quieras hacerlo por venganza.

—No buscamos venganza —intervino Santiago Plasencia, surgiendo de las sombras del rincón más oscuro donde tal vez llevaba largo rato escuchando—. Ese es un sentimiento que nos ha sido vetado por innoble. Pero el deseo de justicia no tiene nada de innoble y por él luchamos.

Me tranquilizó la aparición de aquel hombre ecuánime que tenía la virtud de acudir en mi ayuda cuando más lo necesitaba, y advertí que tomaba asiento en la butaca que se encontraba al otro lado del dormitorio como si con ello quisiera demostrar que mantenía las distancias con respecto a la casi agresiva actitud de la mujer de la voz cavernosa, por lo que no pude por menos de inquirir:

—¿Estás de acuerdo con ella? ¿Opinas que piensan matarme?

—Entra dentro de lo posible.

—¿Tan bajo han caído?

—Cuando aquellos que se saben en la cima comienzan a deslizarse por la pendiente llegan hasta lo más profundo con mayor facilidad que quienes se encuentran a mitad de camino —respondió seguro de sí mismo—. ¡Ve con cuidado!

—¡Oh, vamos! —me lamenté—. Estáis tratando de asustarme.

—Pese a cuanto la literatura cuente sobre el terror que producimos los seres del más allá, ten muy presente que, según la Historia, son millones los muertos que han provocado los vivos, mientras que no existe una sola referencia científicamente documentada de que un muerto haya arrastrado a la tumba a un vivo.

—Eso es muy cierto.

—Es que, tal como ella acaba de decir, nosotros nunca mentimos.

—Me alegra oírlo, aunque no te oculto que al mismo tiempo me preocupa, puesto que eso significa que tiene razón y me encuentro en peligro.

La mujer, que había permanecido como ausente observando el jardín, tal vez molesta por la súbita aparición de Santiago Plasencia, se volvió con desesperante lentitud para señalar antes de dejar de ser parte de mis sueños:

—Ten presente que si permites que te maten será como si nos hubieran matado a todos por segunda vez.

3

Ignacio Cruz de la Serna era un tipo grandote, más bien tirando a grueso, de reluciente papada, cabello muy blanco y enormes gafas de montura de oro, con el que solía compartir los desayunos y alguna que otra charla intrascendente un par de veces por semana, por lo que me sorprendió advertir que acudía a mi despacho con la sana intención de regalarme una entrada para el partido que enfrentaba al Real Madrid y al Barcelona.

—Soy socio del Madrid de toda la vida —dijo en un tono que se me antojó excesivamente alto para su normal forma de hablar—. Pero el sábado y justamente a esa hora se me casa una sobrina en Toledo y no me queda más remedio que hacer acto de presencia, ¡maldita sea su estampa! Espero que lo disfrutes porque mi abono es de los mejores.

Me lanzó un pedazo de papel sobre la mesa, pero de inmediato advertí que no se trataba en absoluto de una entrada para el estadio Santiago Bernabeu, sino una nota en la que podía leerse en grandes letras de imprenta:

Te han colocado micrófonos en el despacho. Nos veremos a las cinco en el lago del retiro. Cerciórate de que no te siguen.

Lo observé perplejo y durante unos instantes no supe qué decir porque la situación se me antojaba de lo más rocambolesca y disparatada, pero como en los últimos tiempos me estaba habituando a las situaciones disparatadas y la expresión de su rostro mostraba una profunda inquietud, acabé por limitarme a asentir al tiempo que le devolvía el papel.

—¡De acuerdo! —dije al fin en voz también lo suficientemente alta como para que si en verdad alguien estaba a la escucha pudiera captarlo con absoluta claridad—. Sabes que no soy demasiado aficionado al fútbol, pero como el tiempo acompaña y todos aseguran que el partido valdrá la pena, haré una excepción. ¡Gracias!

—¡De nada! Y recuerda que empieza a las cinco en punto.

—¡Allí estaré!

De nuevo a solas, permanecí un largo rato como clavado en el sillón incapaz de asimilar lo que el bueno de Ignacio Cruz acababa de decirme y buscando instintivamente con la mirada el lugar en el que podrían haber ocultado un micrófono.

En cualquier otra circunstancia habría llegado a la conclusión de que al gordinflón se le habían aflojado los tornillos, pero el hecho de que por las noches se me aparecieran los muertos y por el día recibiera mensajes anónimos, me obligaba a aceptar que entraba dentro de lo posible que estuviera en lo cierto.

A las tres y media abandoné el ministerio, me entretuve en dar vueltas por la ciudad observando continuamente por el retrovisor con el fin de cerciorarme de que mo me seguían tal como había visto que hacían en las películas, aparqué en un lugar solitario y tomé un taxi que me llevó al Parque del Retiro.

Eran las cinco en punto cuando me aproximé a la barandilla del lago. Al poco advertí que me chistaban y al volverme distinguí la inconfundible silueta de Ignacio Cruz entre unos árboles.

Me hizo gestos para que le siguiera y de inmediato desapareció en la espesura, por lo que le seguí hasta tomar asiento junto a él en uno de los bancos frecuentados por jóvenes parejas de enamorados.

—¿A qué viene todo esto? —Fue lo primero que pregunté—. ¿Desde cuándo juegas a los espías?

—Desde que funcionarios del ministerio se dedican a espiar, amenazar o intentar joder a sus compañeros —replicó visiblemente nervioso—. Llevo mucho tiempo haciendo la vista gorda, y nunca mejor dicho, a situaciones y actitudes que deberían ser democráticamente inadmisibles, pero empiezo a estar convencido de que se está llegando demasiado lejos.

—¿Te refieres al accidente?

—El famoso «accidente» no es más que la punta de un gigantesco iceberg que lleva años navegando a la deriva por el proceloso océano de la administración, sea cual sea el color o la ideología del partido que se encuentre en el poder, y tú lo sabes tan bien como yo.

—Yo no lo sé, aunque no puedo negar que hace tiempo que empezaba a sospecharlo —dije—. En un principio tenía la impresión de que se trataba de la desidia propia de un sistema en el que todo el mundo camina «arrastrando los pies», convencido de que cuanto más rápidamente hagan su trabajo más trabajo le van a dar.

Más tarde lo achaqué a las chapuzas propias de unos burócratas que no saben lo que se traen entre manos, pero llegó un momento en el que me asaltó la sensación de que todo respondía a un montaje en el que las prioridades no se correspondían con el bien común, sino con intereses muy determinados.

—¿Lo dices en serio? —se asombró Ignacio Cruz en un tono que me hizo pensar que dudaba de mi sinceridad.

—Completamente.

—Pues debo admitir que eres bastante más ingenuo de lo que pensaba —masculló—. Has tardado demasiado tiempo en darte cuenta de cómo funcionan las cosas. La democracia es como un gigantesco océano en el que el viento sopla de un lado empujando las olas de norte a sur durante un determinado período de tiempo. De pronto, el pueblo soberano cambia de opinión, vota a la oposición, y el viento y las olas marchan en dirección opuesta. El nuevo presidente dicta unas normas muy estrictas y sus ministros se muestran decididos a ejecutarlas, pero a medida que se va descendiendo de nivel en el organigrama burocrático, el oleaje es cada vez menos intenso, de modo que cuando se llega a los cuarenta o cincuenta metros de profundidad las aguas continúan tan estancadas como al principio; son esos oscuros funcionarios de tercera fila los que se encargan de neutralizar los deseos de ese pueblo supuestamente soberano.

—Es un modo de expresarlo gráficamente.

—Es la pura realidad. Ese tipo de «funcionarios» funcionan a su antojo y según sus propios intereses, y lo peor del caso es que suelen descojonarse de risa ante los cambios en la cúpula, conscientes de que nunca les afectarán. Han desarrollado una especial habilidad a la hora de perder informes, ocultar documentos, alegar que «falta la firma del interventor», amañar un pliego de condiciones de tal modo que resulte inviable, o sacar a colación que lo que se les ordena va en contra de una absurda normativa dictada por anteriores administraciones, y que por lo tanto nada se puede hacer hasta que la ley se cambie, empantanando el problema hasta que se vuelve irresoluble.

—Conozco el método —admití de mala gana pero compartiendo totalmente su punto de vista—. Se trata de ir echando granitos de arena al engranaje hasta que se frena.

—¡Exacto! Pero cuando alguien viene con dinero por delante, todo cambia y esos hijos de puta se las ingenian para que la maquinaria se engrase hasta alcanzar velocidades vertiginosas. —El ahora excitado hombretón de pelo blanco en nada se parecía al tranquilo funcionario con el que había compartido tantos desayunos—. Así han funcionado siempre las cosas y estoy habituado a que sean esos burócratas los que en realidad gobiernen el país, pero con este sucio asunto se han pasado de la raya.

—¿Y qué piensas hacer? —quise saber.

—¿Yo? —inquirió como si la pregunta se le antojara la más estúpida del mundo—. ¡Nada!

—¿Por qué?

—Porque tengo una mujer, tres hijas, dos nietos y una hipoteca a medio pagar. Y porque dentro de cuatro años me jubilo. —Extendió la mano y me golpeó con afecto la rodilla al tiempo que se encogía levemente de hombros como tratando de justificar su actitud al añadir—: A lo que más llego es a lo que he hecho; avisarte del peligro y procurar mantener los ojos abiertos intentando protegerte. A mi edad ya no estoy para muchos trotes.

—¿Aunque te conste que se puede producir otro accidente? —quise saber evidentemente decepcionado.

—¡Aun así! —replicó seguro de lo que decía—. El peor accidente sería que mi mujer se quedara viuda y mis hijas huérfanas. Aparte de que desde el puesto que ocupo no puedo hacer gran cosa para desenmascarar a esos canallas. Ni soy ingeniero, ni poseo la preparación o el peso específico suficiente como para que se me tenga en cuenta.

—Pero supones que yo sí.

—No es que lo suponga; es que lo sé. Eres un profesional muy respetado y tienes acceso a toda la documentación relacionada con el caso puesto que en cierto modo participaste en el proyecto.

—De un modo tangencial —le hice notar.

—Tangencial o no formabas parte del equipo, y por lo tanto tienes derecho a saber qué fue lo que ocurrió con algo en lo que estabas involucrado. A ti te escucharían —aseguró con una leve sonrisa—. A mí me despedirían.

—Es posible que no me despidan, pero sí que me peguen un tiro —repliqué lógicamente amoscado.

—¡De ninguna manera! —replicó de inmediato Ignacio Cruz fingiendo escandalizarse—. ¿Cómo se te ocurre? Nunca te pegarían un tiro. Es posible que te aplastase un camión o te cayeras por una ventana, pero un tiro nunca estaría en consonancia con la imagen de respetabilidad de nuestro ministerio.

—Bromeas porque se trata de mi vida y no de la tuya —protesté molesto—. Incluso me asusta la idea de que traten de obligarme a desistir a base de propinarme una buena paliza. Me horroriza la violencia.

El gordinflón de la prominente papada se puso en pie, oteó a su alrededor hasta cerciorarse de que nadie podía verle y comenzó a orinar contra un árbol al tiempo que comentaba sin volverse a mirarme:

—En ese caso lo mejor que puedes hacer es olvidarte del tema.

—No puedo.

—¿Por qué?

—Es una cuestión de conciencia.

—¡Escucha, querido! —comentó girando apenas la cabeza hacia donde me encontraba—. La conciencia es una condenada egoísta que sólo va a lo suyo sin importarle un carajo el resto de tu persona. Cuando te rompen una pierna a la conciencia no le duele; le duele a la pierna. Y cuando te patean los huevos la conciencia se queda de lo más tranquila e incluso se siente orgullosa por el deber cumplido sin importarle que tú veas las estrellas. Y eso de morir con la conciencia limpia suena muy bien como anuncio de detergente, pero no suele servir de nada.

—¿Pero en qué quedamos? —protesté al fin porque me obligaba a sentirme desconcertado—. ¿Me estás pidiendo que me arriesgue e investigue, o lo que estás intentando es que me olvide del tema?

—No te estoy pidiendo ni obligando a nada —replicó mientras regresaba abrochándose con un gesto brusco la bragueta—. Lo único que he dicho es que ni quiero, ni puedo involucrarme en este asunto. Tú sí que puedes, pero el riesgo es muy grande, por lo que deberías sopesar muy bien los pros y los contras.

—Sopesar los pros y los contras significa tanto como dudar sobre la conveniencia o no de hacer algo, y aquí no se trata de iniciar un negocio o calcular las ventajas y desventajas del coche que vas a comprar, sino de buscar la Verdad —argumenté convencido de que tenía razón—. Y la verdad tiene su propio peso.

Permaneció largo rato en silencio observando a media docena de gorriones que correteaban a pequeños saltos a unos cinco metros de distancia para acabar afirmando una y otra vez con la cabeza antes de replicar sin decidirse a mirarme:

—¡De acuerdo! La verdad tiene su propio peso y no se puede manipular. Te voy a proponer un trato que va en contra dé mis convicciones, pero creo que si no lo hago no podré volver a dormir tranquilo; coloca toda la información que vayas consiguiendo en un lugar seguro; la caja fuerte de un banco o algo parecido a lo que yo pueda tener acceso el día de mañana.

—¿Y eso para qué?

—Mera precaución —señaló mirándome ahora directamente a los ojos—. Como ya te he dicho, quiero mantenerme al margen, pero te prometo que si algo te ocurriera tomaría el relevo.

—¿Jugándote la vida?

—Si es necesario.

—¿Por qué entonces sí y ahora no?

—Porque no conocía a ninguno de los muertos, pero tú y yo somos amigos y eso cambiaría las cosas.

Ya soy lo suficientemente viejo como para saber cuándo un hombre miente o dice la verdad, y por lo tanto supe que en aquellos momentos Ignacio Cruz de la Serna estaba diciendo la verdad y a pesar de su mujer, sus hijas, sus nietos y la hipoteca podía contar con él a la hora de sustituirme.

No es que eso signifique un gran alivio, ¿para qué voy a engañarme? Tener la certeza de que un amigo va a ocupar tu lugar en la vida no compensa el hecho de haber perdido esa vida, pero como lo único que me importa es desenmascarar a los culpables de tan horrenda tragedia, tener la certeza de que alguien me apoya hasta ese punto me reafirma en mi decisión de seguir adelante.

Aunque si quiero ser sincero, la decisión no es mía; la decisión es de cuantos acuden cada noche a exigirme que no ceje en mi empeño porque de lo contrario jamás conseguiré comer, beber, reír o hacer el amor como una persona normal.

Mi posición no es por tanto la de un heroico abanderado de la justicia que ha elegido libremente su destino, sino más bien la de un cautivo al que no le queda otro remedio que plegarse a los mandatos de sus dueños, sean éstos reales o imaginarios.

Y es que debo reconocer, como siempre, que aún no tengo la certeza de que los muertos que me visitan sean algo más que el fruto de una mente alterada por la impresión que me produjo el maldito accidente.

Pero como al fin y al cabo se trata de mi mente y me veo obligado a convivir con ella a todas horas, cuanto le afecte se encuentra más cerca de mi realidad cotidiana que los millones de chinos que pueblan Pekín, o los habitantes de Lituania.

El cuerpo humano destila sudor, orina, heces o saliva, y la mente humana sentimientos, ideas, recuerdos, deseos o falsas ilusiones, y desde el día en que venimos al mundo nos vemos obligados a convivir tanto con las unas como con las otras.

Todo se limita, como de costumbre, a los problemas de «el hombre y su circunstancia», y en este caso particular mi «circunstancia» dominante está constituida por un insoportable sentimiento de culpabilidad.

Y va en aumento.

Lo que en verdad me preocupa no es el hecho de que muchas noches no consiga dormir, sino que llegue un día en que no consiga despertarme.

El hecho de que ayer por la mañana me visitara en mi despacho Diana Gorostiza imprime una nueva dimensión a mis problemas, puesto que viene a significar que los difuntos ya no se conforman con abordarme en la penumbra de mi casa, sino que incluso se toman la libertad de presentarse en mi lugar de trabajo a plena luz del día, con lo cual corro el riesgo de que quien me sorprenda hablando con ellos me tome por loco.

—No te preocupes por eso… —me tranquilizó—. La puerta está bien cerrada y los micrófonos ocultos no captan nuestras voces.

—¿Por qué?

—Porque vivo en tus sueños y nunca has hablado en voz alta cuando duermes.

—¿Quieres decir que estoy dormido?

—Digamos que estás echando lo que se suele llamar «una cabezadita» debido a que te has levantado a las cinco de la mañana y te encuentras francamente agotado.

—Nunca antes me había dormido en el trabajo —musité más para mí mismo que dirigiéndome a ella—. ¡Nunca!

—Tampoco habías pasado antes por una situación semejante —comentó con lo que hubiera podido considerarse una sonrisa en el caso de que los muertos sonrían, cosa que dudo—. El hecho de que tantos de nosotros te acosemos continuamente, algunos incluso con muy malos modos, no debe resultar sencillo de soportar.

—A menudo tengo la sensación de que el cerebro está a punto de estallarme —repliqué, y era cierto—. Es tanta la tensión que me cuesta un gran esfuerzo no abrir ese balcón y lanzarme al vacío.

Se aproximó al balcón, apartó levemente los visillos, miró hacia abajo y al cabo de un largo rato, señaló:

—No te lo recomiendo. Por mal que te sientas y mucho que te remuerda la conciencia, siempre estarás mejor que entre nosotros, y hay algo que debes tener muy presente: si por casualidad te matan en tu esfuerzo por hacernos justicia e impedir que otros sigan nuestro propio camino, tendrás muchos amigos a este lado de la raya.

—¡Gran consuelo!

—Puede que no te sirva de consuelo, en efecto, pero de lo que debes estar seguro es de que si se te ocurriera suicidarte todos aquellos que perderemos la oportunidad de que se nos haga justicia convertiríamos tu vida en un infierno.

—¿Vida? ¿Qué vida si ya estaría muerto?

Aquélla era, ¿cómo no reconocerlo?, una conversación incongruente; tan incongruente como suelen serlo todas las pesadillas en las que un monstruo te persigue o un difunto acude a pedir cuentas por tus actos.

Cada vez con más frecuencia me asalta la sensación de que me voy hundiendo en un profundo océano de un azul añil que se va oscureciendo por momentos, pero pese a que el agua me rodea, no termino de ahogarme, como si en lugar de pulmones tuviera agallas.

Lo único que hago es descender muy lentamente hacia el silencio y las tinieblas, y lo que más me asusta no es la posibilidad de que mi cuerpo muera y descanse al fin, sino que sea tan sólo mi mente la que decida quedarse para siempre en la negrura del abismo.

4

Mi único hijo, Telmo, no sólo heredó el nombre de su abuelo, sino también su sonrisa y su carácter, alegre, despreocupado y frívolo hasta la exasperación, pero no tuvo la suerte de heredar también su inteligencia o su fuerza de voluntad.