5,99 €
Los gemelos Zeke y Zach habían pedido a Santa Claus un único regalo: ¡una nueva mamá! Y su profesora, la señorita Davis, era una mamá perfecta. Pero el papá Mac Taylor no estaba dispuesto a arriesgar su corazón, hasta que Nell llevó amor y alegría a sus vidas. ¿Conseguirán al final los chicos su regalo de Navidad?
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 130
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1994 Nora Roberts
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Deseo de Navidad, n.º 63 - octubre 2017
Título original: All I Want for Christmas
Publicada originalmente por Silhouette© Books
Este título fue publicado originalmente en español en 2011
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-418-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Zeke y Zack se refugiaron en la casa árbol. Los asuntos importantes, planes o complots, así como los castigos por infracción de las reglas, eran discutidos en el tosco escondite de madera encajado entre las ramas del viejo y señorial plátano.
Ese día, una lluvia ligera repiqueteaba contra el tejado de lata y empapaba las hojas de color verde oscuro. A primeros de septiembre todavía hacía dentro el suficiente calor como para que pudieran estar en camiseta: roja la de Zeke, azul la de Zack.
Eran hermanos gemelos, idénticos como las dos caras de una moneda. Desde que nacieron, sus padres habían recurrido al color de la ropa para evitar toda confusión.
Cuando se cambiaban los colores, cosa que hacían a menudo, eran capaces de engañar a cualquiera en Taylor’s Grove. Menos a su padre, En él precisamente estaban pensando en aquel momento. Y habían terminado hablando de las previsibles alegrías y terrores de su primer día en una escuela de verdad. Su primer día del primer curso de primaria.
Subirían al autobús, tal y como habían hecho antes para ir al jardín de infancia, sólo que esa vez se pasarían el día entero en la escuela elemental de Taylor’s Grove, como los niños mayores. Su prima Kim les había dicho que la escuela de verdad no era un patio de recreo.
Zack, el más introspectivo de los dos, había pensado, se había preocupado y había diseccionado el problema durante semanas. Kim les había mencionado palabras tan horribles e inquietantes como «deberes» y «participación en clase». Sabían que ella, alumna de segundo curso de secundaria, cargaba a menudo con libros gruesos y pesados sin ilustraciones.
Y a veces, cuando se quedaba a cuidarlos, hundía la nariz entre sus páginas durante horas. Durante tanto tiempo como el que pasaba con el teléfono pegado a la oreja. Todo aquello resultaba absolutamente atemorizador para Zack, el campeón de las preocupaciones. Pero su padre los ayudaría, por supuesto, tal y como se había ocupado de recordarle Zeke, el eterno optimista. ¿Acaso no sabían ambos leer cuentos como Jamón con huevos verdes o el Gato con botas porque su padre les había enseñado a pronunciar las palabras? Y sabían también escribir el alfabeto entero, así como sus propios nombres y varias palabras cortas, gracias a él.
El problema era que tenía que trabajar y hacerse cargo de la casa y de ellos, así como del Comandante Zark, el gran perro amarillo que habían rescatado del albergue de animales abandonados dos años antes. Como solía decir Zack, su padre tenía un enorme montón de cosas que hacer. Y ahora que ellos tendrían que ir a la escuela y que hacer deberes y trabajos, iba a necesitar urgentemente ayuda.
–Tiene a la señora Hollis para que venga una vez a la semana a hacer las tareas de la casa –dijo Zack mientras hacía despegar su avioncito por la imaginaria pista del tejado de la casa árbol.
–No es suficiente –el ceño nubló la mirada azul claro de Zack. Soltando un profundo suspiro, se despeinó el oscuro flequillo–. Él necesita la compañía de una buena mujer, y nosotros el amor de una madre. He oído a la señora Hollis decirle eso al señor Perkins en la oficina de correos.
–A veces se queda con la tía Mira. Ella es una buena mujer.
–Pero no vive con nosotros. Y tampoco tiene tiempo para ayudarnos con los trabajos de ciencia –los trabajos de ciencia eran una pesadilla para Zack–. Necesitamos encontrar una mamá –entrecerró los ojos cuando Zeke se limitó a resoplar–. En primer curso vamos a tener que aprender a deletrear.
Zeke se mordió el labio inferior. Deletrear era su pesadilla personal.
–¿Cómo vamos a encontrar una?
Esa vez, Zack se sonrió. Con su meticulosidad habitual, lo había planeado todo.
–Vamos a pedírselo a Santa Claus.
–Pero Santa no trae mamás –replicó Zeke, desdeñoso–. Trae juguetes y esas cosas. Y además queda muchísimo para que lleguen las Navidades.
–No. La señora Hollis estuvo presumiendo con el señor Perkins de que ella ya tenía hecha la mitad de las compras de Navidades. Dijo que si se adelantaba podría disfrutar tranquilamente de las fiestas.
–Pero si todo el mundo disfruta de esas fiestas. Son las mejores.
–Ni hablar. Mucha gente se enfada. Acuérdate de cuando el año pasado acompañamos a la tía Mira y ella se quejó de la gente y de los precios y de que no había sitio para aparcar el coche.
Zeke se limitó a encogerse de hombros. No solía recordar las cosas ni tan a menudo ni con tanta frecuencia como su hermano gemelo, pero creía en su palabra.
–Supongo.
–Así que, si se lo pedimos ahora, Santa tendrá tiempo de sobra para encontrar a la mamá adecuada.
–Sigo diciendo que Santa no trae mamás.
–¿Y por qué no habría de traernos una a nosotros, si la necesitamos tanto y no le pedimos nada más?
–Íbamos a pedir dos patinetes –le recordó Zeke.
–Todavía podemos pedírselos –decidió Jack–. Pero no muchas cosas más. Sólo una mamá y las bicis.
Esa vez fue Zeke quien suspiró. No le gustaba nada la idea de renunciar a su larguísima lista de regalos. Pero la idea de una madre estaba empezando a resultarle cada vez más atractiva. Nunca habían tenido una.
–¿Y de qué tipo la pedimos?
–Tendremos que escribirlo.
Zack recogió el cuaderno y el lapicero de la mesa que estaba contra la pared. Se sentaron en el suelo y, tras muchas discusiones, escribieron:
Querido Santa,
Nos hemos portado bien.
Zack quiso poner «muy bien», pero le entraron remordimientos de conciencia.
Dimos de comer a Zark y ayudamos a papá. Queremos una mamá para Navidad. Una mamá guapa que huela bien. Que sonría mucho y que tenga el pelo amarillo. Le tienen que gustar los niños pequeños y los perros grandes. Y que no le importe ensuciarse y hacer galletas. Que sea lista y nos ayude con los deberes. Nosotros la cuidaremos bien. También queremos unas bicis: una roja y otra azul. Tienes mucho tiempo para encontrar a la mamá y para conseguir las bicis y así podrás disfrutar a fondo de las vacaciones. Gracias. Te quieren, Zeke y Zack.
Taylor’s Grove, población; dos mil trescientos cuarenta habitantes. «No, trescientos cuarenta y uno», pensó Nell toda orgullosa mientras entraba en el auditorio del instituto. Sólo llevaba dos meses en el pueblo pero ya se había apropiado de él. Adoraba su ritmo lento, los cuidados jardines, las pequeñas tiendas. Le encantaba el trato fácil de los vecinos, los bancos de columpio en los porches, las aceras blanqueadas por la escarcha.
Si alguien le hubiera dicho, apenas un año antes, que terminaría cambiando Manhattan por un punto en el mapa del oeste de Maryland, lo habría tomado por un loco. Pero allí estaba, la nueva profesora de música del instituto de Taylor’s Grove, tan contenta como un viejo sabueso sesteando frente a un buen fuego de chimenea.
Había necesitado aquel cambio, eso era seguro. Durante el último año había perdido a su compañera de apartamento, que se había casado, para heredar un altísimo alquiler que no había sido capaz de pagar ella sola. Su nueva compañera, que había superado la correspondiente entrevista, también había terminado marchándose también… sólo que llevándose hasta el último objeto de valor de la vivienda. Aquel desagradable incidente había derivado en una discusión final, y todavía más desagradable, con su casi prometido. Cuando Bob la llamó estúpida, ingenua y despreocupada, Nell había decidido cortar por lo sano.
Apenas había despedido a Bob cuando la despidieron a ella. La escuela donde había pasado tres años dando clases estaba siendo «recortada», como eufemísticamente le habían señalado. Su puesto de profesora de música había sido eliminado, al igual que la propia Nell.
Un apartamento que no podía permitirse pagar; un prometido que había confundido su optimista naturaleza con un auténtico lastre; y la perspectiva de engrosar las colas de la oficina de empleo la habían impulsado a abandonar Nueva York. Y ya puestos a trasladarse, había decidido dar el gran paso. La idea de enseñar en una población pequeña había echado raíces. «Una verdadera inspiración», pensó en aquel momento, ya que a esas alturas tenía la sensación de llevar años en Taylor’s Grove.
El alquiler que pagaba era lo suficientemente bajo como para permitirle vivir sola. Su apartamento, la planta superior entera de un viejo caserón reformado, estaba a la distancia de un agradable paseo del campus que incluía los pabellones de enseñanza elemental, primaria y secundaria. Sólo dos semanas después de aquel primer y nervioso día de escuela, se sentía especialmente encariñada con sus alumnos y esperaba con verdadero entusiasmo su primera actividad extraescolar de coro. Estaba decidida a elaborar un programa de vacaciones que dejara boquiabierto al pueblo entero.
El viejo y gastado piano ocupaba el centro del escenario. Se acercó hasta él y se sentó en la banqueta. Sus alumnos entrarían dentro de poco, pero hasta entonces todavía disponía de unos minutos a solas.
Calentó la mente y los dedos con un blues, una vieja melodía de Muddy Waters. Pensó, gozosa, que los viejos y gastados pianos se llevaban bien con los blues.
–Dios, mola un montón –murmuró Holly Linstrom a Kim mientras entraban sigilosamente en el auditorio.
–Sí –Kim tenía una mano en cada hombro de sus primos gemelos, con un toque de firmeza que imponía silencio y prometía represalias–. El viejo señor Striker jamás tocó nada tan bonito.
–Y la ropa que lleva… –la admiración y la envidia se mezclaban en el tono de Holly mientras contemplaba los pantalones de pitillo, la larga camisa y el corto chaleco de rayas que llevaba Nell–. No sé por qué nadie de Nueva York viene nunca por aquí. ¿Viste los pendientes que llevaba hoy? Apuesto a que se los compró en alguna tienda de moda de Nueva York.
La joyería de Nell se había convertido ya en una leyenda entre las estudiantes. Llevaba siempre lo más raro y llamativo. Su gusto en ropa, su pelo rubio oscuro que le caía un poco por debajo de los hombros y que siempre parecía milagrosa y hábilmente despeinado, su risa ronca y su desprecio por las formalidades la habían convertido ya en un personaje querido y apreciado por los alumnos.
–Tiene estilo, eso está claro –dijo Kim, aunque en aquel momento parecía más fascinada por la música que por el vestuario de la profesora–. Ojalá pudiera tocar yo así.
–Ojalá tuviera yo ese aspecto… –repuso Holly, soltando una risita.
Advirtiendo que tenía audiencia, Nell las miró sonriente.
–Vamos, entrad, chicas. El concierto es gratis.
–Esa canción suena preciosa, señorita Davis –sin soltar a sus primos, Kim echó a andar por el pasillo en cuesta hacia el escenario–. ¿De quién es?
–De Muddy Waters. Tenemos que incluir un poco de bluesen el currículum –estudió a los dos niños de carita dulce que iban con Kim, experimentando al mismo tiempo una extraña sensación de familiaridad–. Hola, chicos.
Cuando los gemelos correspondieron a su sonrisa, dos hoyuelos idénticos se dibujaron en el lado izquierdo de sus caras.
–¿Sabe tocar Chopsticks? –quiso saber Zeke.
Antes de que Kim pudiera reprender a su primo, muerta de vergüenza, Nell se volvió para ejecutar una animada versión de la melodía.
–¿Qué tal? –le preguntó al niño nada más terminar.
–¡Qué bueno!
–Perdone, señorita Davis. Es que tengo que quedarme con ellos durante una hora… Son mis primos, Zeke y Zack Taylor.
–Los Taylor de Taylor’s Grove –Nell se apartó del piano–. Veo que sois hermanos. Detecto un ligero parecido…
Ambos sonrieron, encantados.
–Somos gemelos –le informó Zack.
–¿De veras? Ahora se supone que tengo que averiguar quién es quién –se acercó al borde del estrado, se sentó y los examinó detenidamente. Los críos no dejaban de sonreír. Los dos habían perdido recientemente el primer incisivo izquierdo–. Zeke –dijo, señalándolo con el dedo–. Y Zack.
Complacidos e impresionados, asintieron a la vez.
–¿Cómo lo ha sabido?
Habría sido absurdo, aparte de nada divertido, confesarles que se lo había jugado al cincuenta por ciento de probabilidades.
–Magia. ¿Os gusta cantar, chicos?
–Bueno. Un poco.
–Bien, pues hoy podréis escuchar. Sentaos en la primera fila. Seréis nuestro público.
–Gracias, señorita Davis –murmuró Kim, dirigiéndolos hacia los asientos–. La mayor parte del tiempo se portan muy bien. Quedaos quietos –les ordenó, haciendo valer su autoridad de prima mayor.
Nell hizo un guiño a los chicos mientras se levantaba, y se dirigió luego a los alumnos que ya estaban entrando:
–Subid, que vamos a empezar.
Tanto ajetreo en el escenario no tardó en aburrir a los gemelos. Al principio los alumnos no hicieron otra cosa que hablar mientras ocupaban sus posiciones. Pero Zack no dejaba de mirar a Nell. Tenía un pelo bonito y unos grandes ojos marrones también muy bonitos. «Como los del Comandante Zark», pensó, encariñado. Su voz era graciosa, algo ronca y grave, pero bonita. De vez en cuando lo miraba y sonreía. Cuando lo hacía, el corazón le daba saltos en el pecho, como si acabara de correr una carrera.
Vio que se volvía hacia un grupo de chicas y se ponía a cantar. Era un villancico, lo que hizo que Zack se la quedara mirando con ojos como platos. No sabía el nombre, algo sobre una noche de invierno, pero la reconoció de los discos que su padre solía poner por Navidad.
–Es ella –susurró a su hermano al tiempo que le propinaba un codazo en las costillas.
–¿Quién?
–Es la mamá.
Zeke dejó de jugar con el muñeco articulado que se había metido en un bolsillo y alzó la mirada hacia el escenario, donde Nell estaba dirigiendo la sección de altos del coro.
–¿La profesora de Kim es la mamá?
–Tiene que ser ella –Zack bajó la voz con tono conspirativo, todo emocionado–. Santa ha tenido tiempo más que suficiente para recibir la carta. Estaba cantando una canción de Navidad, tiene el pelo amarillo y una bonita sonrisa. Y le gustan los niños, también.
–Tal vez –no del todo convencido, Zeke estudió detenidamente a Nell. Pensó que efectivamente era bonita. Y reía mucho, incluso cuando alguno de los chicos grandes cometía errores. Pero eso no quería decir que le gustasen los niños o que supiera hacer galletas–. Todavía no lo sabemos de seguro.
Zack soltó un impaciente suspiro.
–Nos reconoció. Sabía quién era quién. Hace magia –miró con expresión solemne a su hermano–. Es la mamá.
–Magia… –repitió Zeke, y se quedó contemplando como alelado a la profesora–. ¿Tendremos que esperar hasta Navidad para tenerla?
–Supongo que sí. Probablemente –ése era un enigma sobre el que tendría que empezar a trabajar.