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En Diario de amor se narran las vivencias amorosas de la estancia de Gertrudis Gómez de Avellaneda en España. Se trata de la exposición de una "vida a la manera del romanticismo", en la pasión sentimental, en la emotividad reflejada en una métrica flexible, etc. El Diario de amor es un testimonio del ideario sentimental de su tiempo. Este libro contiene una autobiografía y una serie de cartas, puede ser leído como una narración amorosa, como un estudio de la seducción y sus estrategias o incluso como vindicación de la condición femenina.
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Seitenzahl: 147
Veröffentlichungsjahr: 2010
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Gertrudis Gómez de Avellaneda
Diario de amor
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Título original: Diario de amor.
© 2024, Red ediciones ediciones S.L.
e-mail: [email protected]
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN rústica ilustrada: 978-84-9953-979-9.
ISBN tapa dura: 978-84-1126-066-4.
ISBN rústica: 978-84-933439-2-7.
ISBN ebook: 978-84-9897-180-4.
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Créditos 4
Brevísima presentación 9
La vida 9
El deseo 10
La soberanía 11
La conciencia 11
Autobiografía 15
Confesión 15
23 de julio, a la una de la noche. En Sevilla, año de 1839 15
25 por la mañana 19
Por la tarde 23
26 por la mañana 26
Por la tarde 31
Por la noche 35
27 por la tarde 41
Amor que nace 49
Carta I 49
Carta II 51
Carta III 53
Carta IV 54
Amor que resplandece 57
Carta V 57
Carta VI 59
Carta VII 62
Ausencia 65
Carta VIII 65
Carta IX 68
Carta X 71
La escala divina 75
Carta XI 75
Carta XII 76
Locuras de amante 81
Carta XIII 81
Carta XIV 85
Carta XV 86
Carta XVI 90
Carta XVII 94
La ruptura 99
Carta XVIII 99
Carta XIX 101
Cenizas 103
Carta XX 103
Carta XXI 108
Libros a la carta 111
Gertrudis Gómez de Avellaneda (Camagüey, 1814-Madrid, 1873), Cuba.
Era hija de un oficial de la marina española y de una cubana. Escribió novelas y dramas y fue actriz. Estudió francés y leyó mucho, sobre todo autores españoles y franceses. Tras una corta estancia en Burdeos, vivió un año en La Coruña y después en Sevilla, donde conoció a Ignacio Cepeda, con quien tuvo un romance. Por esta época ejerció el periodismo y estrenó su primer drama. Su creciente prestigio literario le permitió establecer amistad con Espronceda y Zorrilla. Poco después se casó con Pedro Sabater, quien murió tres meses más tarde.
Tras un retiro conventual, la Avellaneda volvió a Madrid y, entre 1846 y 1858, estrenó al menos trece obras dramáticas. Hacia 1853 quiso entrar en la Academia Española, pero se le negó por ser mujer. En 1855 se casó con el coronel Domingo Verdugo, conocida figura política que en 1858 fue víctima de un atentado. Más tarde éste fue nombrado para un cargo oficial en Cuba. Entonces la Avellaneda dirigió en La Habana la revista Álbum cubano de lo bueno y de lo bello (1860).
Su marido murió en 1863 y ella se fue a los Estados Unidos. Estuvo en Londres y París y regresó a Madrid en 1864.
Durante los cuatro años siguientes vivió en Sevilla. Utilizó el seudónimo de La peregrina.
Este Diario de amor es un testimonio del ideario sentimental de su tiempo. Este libro contiene una autobiografía y una serie de cartas; puede ser leído como una narración amorosa, como un estudio de la seducción y sus estrategias o incluso como vindicación de la condición femenina. Aquí se narran las vivencias amorosas de la estancia de Avellaneda en España. Se trata de la exposición de una «vida a la manera del romanticismo», notoria en la pasión sentimental, en la emotividad reflejada en una prosa estilizada. Resulta irónico que esta autobiografía de la Avellaneda fuese escrita como un libro de confesiones dirigido a su amante Ignacio Cepeda, con el propósito de saciar su curiosidad.
Sin embargo, cabe citar algunos fragmentos en que los tópicos de la pasión romántica son puestos en duda:
Yo quiero tu corazón, tu corazón sin compromisos de ninguna especie. Soy libre y lo eres tú; libres debemos ser ambos siempre, y el hombre que adquiere un derecho para humillar a una mujer, el hombre que abusa de su poder, arranca a la mujer esa preciosa libertad; porque no es ya libre quien reconoce un dueño. Si el mundo fuese más puro, más santo, si volviésemos a la edad de inocencia en que este mundo viejo y corrompido era aún joven y puro, entonces yo no sé cuáles serían mis opiniones; pero hoy día que el hombre que es amado con idolatría, con veneración, puede hacerse culpable de egoísmo y crueldad cuando se reviste con el derecho de superioridad. ¿Y qué mayor superioridad que la de ser árbitro del destino de otro? ¡Creo que me comprenderás!: yo no estaría tranquila si no te dijese que no me has comprendido, y que yo sería despreciable a mis propios ojos si la pureza de mi corazón no justificase la demasiada franqueza que contigo me permito.
La pasión de la Avellaneda exige el respeto de su propia soberanía. No se trata de una entrega irreflexiva, los actos de entrega pertenecen a una convención amorosa que supone también actos de distanciamiento, reflexiones sobre lo que no es lícito entregar que no tienen que ver precisamente con la honra sino más bien con el acrecentamiento de los efectos de la seducción:
Yo no escrupulizaré de amar. Pero creo que Dios me prohíbe buscar en ese sentimiento goces brutales, siempre que él mismo no me impone un deber de materializarlo por un objeto santo, cual es la maternidad. Siento, además, que yo no tengo una necesidad de arrancar al amor todas las perlas de su corona casta para devorarlas en placeres insuficientes para mi felicidad.
Asimismo el halago preciso y la conciliación entre el ser idealizado y sus atributos reales dan al Diario de amor una carga de racionalismo inusitada. La Avellaneda no vacila en mostrar sus argucias intelectuales, aunque tal vez con cierta contención, temerosa de intimidar a su amante:
¿Tan vulgares las crees que pueda suponer que pasen para mí desapercibidas? No; siempre te he visto digno de ser amado, aun cuando alguna vez haya creído que tú no sabes amar. Acaso ni aun eso he creído; solo he comprendido que a mí no me amabas. Pero ni tu falta de amor a mí ni aun la tibieza que en general pudiera tener tu corazón en la región de las pasiones, es motivo para que yo piense que vales poco; ¡qué absurdo, amigo mío! Napoleón no sabía amar y ciertamente que a nadie se le ha ocurrido que por razón de su poca ternura dejase de ser el primer hombre del mundo. Newton dicen que jamás tuvo una querida, y yo me hubiera enorgullecido de tenerlo por amigo.
Yo no creo que Tasso, porque amó hasta morir de amor y sin juicio, valiese más que Newton o Napoleón; diré, sí, que el alma de Tasso simpatiza más con la mía; que lo comprendo mejor; que si lo hubiera conocido y amado lo hubiera creído más capaz de hacerme dichosa que Newton o Napoleón. El gran genio de Tasso nacía de alma eminentemente apasionada; el de los otros, de un espíritu altivo y profundo; todos valían mucho y se asemejaban poco.
Cuando Avellaneda conoció a Ignacio ella apenas tenía veinticinco años y parecía consciente de que un exceso de lucidez podría apartarla de su amante. Sin embargo, tras estos cumplidos, unas páginas después la Avellaneda se muestra más sincera y descarnada; sus comentarios muestran una percepción fría y racional de su amante que no nada tiene que ver con la pasión amorosa.
¿Sabes que nada tienes de galante? Eres singular. Tu talento se eclipsa a las veces de una manera inverosímil. Escucha: tú no me has conocido sino por una de mis faces: por la de mi corazón; ignoras que si yo quisiera consultar solamente mi talento y mi conocimiento del corazón humano; si dejase obrar a mi vanidad de mujer y a mi experiencia de filósofo, ni tu amor a esa que lloras, ni tu calma, ni tu hastío, ni nada te salvaría, a ti que quieres salvarme. Sí; yo te dominaría con mi cabeza fría; te subyugaría a mi placer; te volvería loco si se me antojase.
Amigo mío:
La confesión, que la supersticiosa y tímida conciencia arranca a un alma arrepentida a los pies de un ministro del cielo, no fue nunca más sincera, más franca, que la que yo estoy dispuesta a hacer a usted. Después de leer este cuadernillo, me conocerá usted tan bien o acaso mejor que a sí mismo. Pero exijo dos cosas. Primera: que el fuego devore este papel inmediatamente que sea leído. Segunda: que nadie más que usted en el mundo tenga noticias de que ha existido.
Usted sabe que he nacido en una ciudad del centro de la Isla de Cuba, a la cual fue empleado mi padre el año de nueve, y en la cual casó, algún tiempo después, con mi madre, hija del país.2
No siendo indispensables extensos detalles sobre mi nacimiento para la parte, de mi historia, que pueda interesar a usted, no le enfadaré con inútiles pormenores, pero no suprimiré tampoco algunos que puedan contribuir a dar a usted más exacta idea de hechos posteriores.
Cuando comencé a tener uso de razón, comprendí, que había nacido en una posición social ventajosa: que mi familia materna ocupaba uno de los primeros rangos del país, que mi padre era un caballero y gozaba de toda la estimación que merecía por sus talentos y virtudes, y todo aquel prestigio que en una ciudad naciente y pequeña gozan los empleados de cierta clase. Nadie tuvo este prestigio en tal grado: ni sus antecesores, ni sus sucesores en el destino de los comandantes de los puertos, que ocupó en el centro de la isla; mi padre daba brillo a su empleo con sus talentos distinguidos, y había sabido proporcionarse las relaciones más honoríficas en Cuba y aun en España.
Pronto cumplirán dieciséis años, de su muerte; mas estoy cierta, muy cierta, que aún vive su memoria en Puerto Príncipe y que no se pronuncia su nombre sin elogios y bendiciones; a nadie hizo mal, y ejecutó todo el bien que pudo. En su vida pública y en su vida privada, siempre fue el mismo: noble, intrépido, veraz, generoso e incorruptible.
Sin embargo, mamá no fue dichosa como él; acaso porque no puede haber dicha en una unión forzosa, acaso porque siendo demasiado joven y mi padre más maduro no pudieron tener simpatías. Mas, siendo desgraciados, ambos fueron por lo menos irreprochables. Ella fue la más fiel y virtuosa de las esposas, y jamás pudo quejarse del menor ultraje a su dignidad de mujer y de madre.
Disimule usted estos elogios: es un tributo que debo rendir a los autores de mis días, y tengo cierto orgullo cuando al recordar las virtudes, que hicieron tan estimado a mi padre, puedo decir: soy su hija.
Aún no tenía nueve años cuando le perdí. De cinco hermanos que éramos solo quedábamos a su muerte dos: Manuel y yo; así es que éramos tiernamente queridos, con alguna preferencia por parte de mamá hacia Manolito y de papá hacia mí. Acaso por esto, y por ser mayor que él cerca de tres años, mi dolor en la muerte de papá fue más vivo que el de mi hermano. Sin embargo, ¡cuán lejos estaba entonces de conocer toda la extensión de mi pérdida!
Algunos años hacía que mi padre proyectaba volver a España y establecerse en Sevilla; en los últimos meses de su vida esta idea fue en él más fija y dominante. Quejose de no dejar sus huesos en la tierra nativa, y pronosticando a Cuba una suerte igual a la de otra isla vecina, presa de los negros, rogó a mamá se viniese a España con sus hijos. Ningún sacrificio de intereses, decía, es demasiado: nunca se comprará cara la ventaja de establecerte en España. Estos fueron sus últimos votos, y cuando más tarde los supe deseé realizarlos. Acaso éste ha sido el motivo de mi afición a estos países y del anhelo con que a veces he deseado abandonar mi patria para venir a este antiguo mundo.
Quedó mamá joven aún, viuda, rica, hermosa (pues lo ha sido en alto grado) y es de suponer no le faltarían amantes, que aspirasen a su mano. Entre ellos, Escalada, teniente coronel del regimiento que entonces guarnecía a Puerto Príncipe, joven también, no mal parecido, y atractivo, por sus dulces modales y cultivado espíritu. Mamá le amó acaso con sobrada ligereza, y antes de los diez meses de haber quedado huérfanos, tuvimos un padrastro. Mi abuelo, mis tíos y toda la familia, llevó muy a mal este matrimonio; pero mi mamá tuvo para esto una firmeza de carácter, que no había manifestado antes, ni ha vuelto a tener después. Aunque tan niña, sentí herido por este golpe mi corazón; sin embargo, no eran consideraciones mezquinas de intereses las que me hicieron tan sensible a este casamiento: era el dolor de ver tan presto ocupado el lecho de mi padre y un presentimiento de las consecuencias de esta unión precipitada.
Afortunadamente solo un año estuvimos con mi padrastro, pues, aunque una real orden inicua y arbitraria nos obligaba a permanecer bajo su tutela, la suerte nos separó. Su regimiento fue mandado a otra ciudad, y mamá no se resolvió a dejar su país y sus intereses para seguirle. Ocho años duró esta separación; solo dos o tres meses cada año iba Escalada a Puerto Príncipe con licencia, y se portaba entonces muy bien con mamá y con nosotros. ¡Por tanto, éramos felices! Aunque tenía mamá otros hijos de sus segundas nupcias, su cariño para con nosotros era el mismo. A Manuel, sobre todo, siempre le ha querido con una especie de idolatría, y a mí lo bastante para no poder formar la menor queja. Dábaseme la más brillante educación que el país proporcionaba, era celebrada, mimada, complacida hasta en mis caprichos, y nada experimenté que se asemejase a los pesares en aquella aurora apacible de mi vida.
Sin embargo, nunca fui alegre y atolondrada, como lo son regularmente los niños. Mostré desde mis primeros años afición al estudio y una tendencia a la melancolía. No hallaba simpatías en las niñas de mi edad; tres solamente, vecinas mías, hijas de un emigrado de Santo Domingo, merecieron mi amistad. Eran tres lindas criaturas de un talento natural despejadísimo. La mayor de ellas tenía dos años más que yo, y la más chica dos años menos. Pero esta última era mi predilecta, porque me parecía, aunque más joven, más juiciosa, y discreta que las otras. Las Carmonas (que éste era su apellido) se conformaban fácilmente con mis gustos y los participaban. Nuestros juegos eran representar comedias, hacer cuentos, rivalizando a quien los hacía más bonitos, adivinar charadas y dibujar en competencia flores y pajaritos. Nunca nos mezclábamos en los bulliciosos juegos de las otras chicas con quienes nos reuníamos.
Más tarde, la lectura de novelas, poesías y comedias, llegó a ser nuestra pasión dominante. Mamá nos reñía algunas veces porque, siendo ya grandecitas, descuidáramos tanto nuestros adornos, y huyéramos de la sociedad como salvajes. Porque nuestro mayor placer era estar encerradas en el cuarto de los libros, leyendo nuestras novelas favoritas y llorando las desgracias de aquellos héroes imaginarios, a quienes tanto queríamos.
De esto modo cumplí trece años. ¡Días felices que pasaron para no tornar!...
Mi familia me trató casamiento con un caballero del país, pariente lejano de nosotros. Era un hombre de buen aspecto personal, y se le reputaba el mejor partido del país. Cuando se me dijo que estaba destinada a ser su esposa, nada vi en este proyecto que no me fuese lisonjero. En aquella época, comenzaba a presentarme en los bailes, paseos y tertulias, y se despertaba en mí la vanidad de mujer. Casarme con el soltero más rico de Puerto Príncipe, que muchas deseaban, tener una casa suntuosa, magníficos carruajes, ricos aderezos, etc., era una idea que me lisonjeaba. Por otra parte, yo no conocía el amor, sino en las novelas que leía, y me persuadí desde luego que amaba locamente a mi futuro. Como apenas le trataba, y no le conocía casi nada, estaba a mi elección darle el carácter que más me acomodase. Por descontado me persuadí, que el suyo era noble, grande, generoso y sublime. Prodigole mi fecunda imaginación ideales perfecciones, y vi en él reunidas todas las cualidades de los héroes de mis novelas favoritas: el valor de un Oroondates, el ingenio y la sensibilidad apasionada de un Saint-Preux, las gracias de un Lindor y las virtudes de un Grandisón. Me enamoré de este ser completo, que veía yo en la persona de mi novio. Por desgracia, no fue de larga duración mi encantadora quimera; a pesar de mi preocupación, no dejó de conocer harto pronto, que aquel hombre no era grande y amable sino en mi imaginación; que su talento, era muy limitado, su sensibilidad muy común, sus virtudes muy problemáticas. Comencé a entristecerme y a considerar mi matrimonio bajo un punto de vista menos lisonjero. En aquella época, mi futuro tuvo precisión de ir a La Habana, y su ausencia, que duró diez meses, me proporcionó la ventaja de poder olvidar mis compromisos. Como no veía a mi novio, ni casi se me hablaba de él, apenas, rara vez, me acordaba vagamente que existía en el mundo. La amistad ocupaba entonces toda mi alma. Adquirí una nueva amiga en una prima, que, educada en un convento, comenzó entonces a presentarse en sociedad. Era una criatura adorable; yo, que no amaba a ninguna de mis otras primas, me incliné a ella desde el primer momento en que la vi.
He notado en el curso de mi vida, que si bien alguna vez se ha engañado mi corazón, más frecuentemente ha tenido un instinto feliz y prodigioso en sus primeros impulsos. Rara vez he encontrado simpatías en aquellas personas que, a primera vista, me han chocado, y en muchas he adivinado en dicha primera vista el objeto de mi futuro afecto.