Doble imagen - Nora Roberts - E-Book

Doble imagen E-Book

Nora Roberts

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Beschreibung

Interpretar a la cruel exmujer de Booth DeWitt estaba contribuyendo mucho a que la carrera de actriz de Ariel Kirkwood avanzara en la dirección correcta, pero estaba alejando al sexy Booth de su lado. Ella quería ser su partenaire... pero en la vida real... ¿Podría conseguir que la viera como la mujer que realmente era y se olvidara de su personaje?

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Seitenzahl: 318

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1985 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Doble imagen, n.º 14 - junio 2017

Título original: Dual Image

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises

Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-156-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

I

 

Amanda entró en casa balanceando una bolsa de compra. Irradiaba felicidad. Del exterior le llegaba el trino de los pájaros que cantaban al sol de la primavera. Su alianza de oro brillaba a la luz. Llevaba apenas tres meses casada y estaba ansiosa por preparar una cena íntima para darle una sorpresa a Cameron. Las largas horas que pasaba en el hospital le impedían cocinar a menudo, a pesar de que, como cualquier recién casada, disfrutaba haciéndolo. Esa tarde le habían cancelado dos citas inesperadamente y pensaba preparar una cena refinada, laboriosa y memorable. Una cena para tomar con vino y velas.

Entró en la cocina canturreando, lo cual, siendo una mujer reservada, era una extraña muestra de emoción en ella. Sonriendo satisfecha, sacó de la bolsa una botella del borgoña preferido de Cameron. Leyó la etiqueta sonriendo al recordar la primera vez que compartieron una botella de vino. Cameron se había mostrado tan romántico, tan atento, tan perfecto para ella en ese momento de su vida…

Al echar un vistazo al reloj vio que aún quedaban cuatro horas para que su marido llegara a casa. Tiempo suficiente para preparar una cena exquisita, encender las velas y sacar la cristalería.

Primero, decidió, subiría al piso de arriba para quitarse el traje y los zapatos. Guardada tenía una finísima túnica de seda en difuminados tonos de azul. Esa noche no quería ser una psiquiatra, sino una mujer enamorada.

La casa estaba escrupulosamente limpia y decorada con gusto, cosas ambas que Amanda lograba sin esfuerzo. Al subir las escaleras su mirada se posó un momento en un jarrón de cristal Baccarat y de pronto deseó haber comprado flores. Tal vez llamara a la floristería para que le enviaran un ramo. Su mano se deslizaba suavemente por la barandilla brillante. Sus ojos, por lo general serios e incisivos, tenían una expresión soñadora. Empujó distraídamente la puerta del dormitorio.

Su sonrisa se heló, reemplazada por una expresión de completa perplejidad. Mientras permanecía de pie en el vano de la puerta, el color pareció desaparecer de sus mejillas. Sus ojos se agrandaron y se anegaron de dolor. De su boca solo salió una palabra acongojada.

–Cameron…

La pareja que yacía en la cama, unida en un abrazo apasionado, se separó de golpe. El hombre, de un atractivo blando, levantó la mirada asombrado. La mujer, felina, procaz, bellísima, sonrió con extrema lentitud. Casi podía oírsela ronronear.

–Vikki –Amanda miró a su hermana con ojos desencajados.

–Llegas pronto –había un ápice, tan solo un atisbo de burla en la voz de su hermana.

Cameron se apartó un poco más de su cuñada.

–Amanda, yo…

En una fracción de segundo, el rostro de Amanda se contrajo. Con los ojos fijos en la pareja de la cama, rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un pequeño revólver. Los amantes la miraron anonadados y en silencio. Ella apuntó fríamente y disparó. Una nube de confeti salió despedida del revólver.

–¡Ariel!

La doctora Amanda Lane Jamison, más conocida como Ariel Kirkwood, se volvió hacia su alterado director mientras la pareja de la cama y los miembros del equipo de grabación se partían de risa.

–Lo siento, Neal, no he podido resistirme. Es que Amanda siempre es la víctima –dijo dramáticamente mientras sus ojos danzaban–. Imagínate cómo subirían los índices de audiencia si perdiera la templanza y se liara a tiros.

–Mira, Ariel…

–O si hiere a alguien gravemente –continuó ella rápidamente–. ¿Y quién –agregó, gesticulando hacia la cama– se lo merece más que el sinvergüenza de su marido y la pérfida de su hermana?

Viendo que el equipo empezaba a aplaudir y a jalearla, Ariel hizo una reverencia y luego le entregó de mala gana el arma al director, que había extendido la mano hacia ella.

–Tú –dijo él exhalando un suspiro resignado– eres una perfecta lunática y lo has sido desde que te conozco.

–Gracias por el cumplido, Neal.

–Esta vez vamos a grabar –le advirtió él, intentando contener la risa–. A ver si podemos acabar esta escena antes de irnos a comer.

Ariel descendió al piso bajo del decorado. Aguardó pacientemente mientras le retocaban el peinado y el maquillaje. Amanda siempre estaba impecable. Era ordenada, meticulosa, serena; o sea, completamente distinta de Ariel. Llevaba más de cinco años haciendo el papel de Amanda en el popular culebrón diurno Nuestras vidas, nuestros amores.

A lo largo de aquellos cinco años, Amanda se había licenciado con honores en la universidad, se había doctorado en Psiquiatría y se había convertido en una afamada terapeuta. Su reciente boda con Cameron Jamison parecía proyectada por los dioses. Pero, como cabía esperar, él era un arribista que se había casado con Amanda solo por su dinero y su posición social y que, en realidad, estaba más interesado por su hermana… y por la mitad de la población femenina de la ciudad ficticia de Trader’s Bend.

Amanda estaba a punto de descubrir la verdad. El desarrollo argumental de la serie llevaba seis semanas apuntando hacia aquella revelación, y las cartas de los telespectadores llegaban a raudales. Tanto ellos como Ariel pensaban que ya era hora de que Amanda se enterara de que estaba casada con un crápula.

A Ariel, Amanda le caía bien. Sentía respeto por su integridad y su templanza. Cuando las cámaras rodaban, ella «era» Amanda. Aunque personalmente prefiriera pasarse un día en un parque de atracciones a asistir a una función de ballet, comprendía a la perfección las tribulaciones de la mujer a la que encarnaba.

Cuando se emitiera aquella escena, los espectadores verían a una mujer esbelta e impecable, con el pelo rubio pálido recogido hacia atrás en un sofisticado moño. Su tez era de porcelana, guapísima y dotada de una gélida belleza que evidenciaba una sexualidad inhibida. Tenía clase y estilo. Sus ojos, azules como lagos, y sus altos pómulos le conferían un aspecto de refinada elegancia. La boca, perfectamente perfilada, tenía tendencia a las sonrisas serias. Las cejas, finamente enarcadas y un tanto más oscuras que el delicado rubio de su pelo, acentuaban el efecto de sus exuberantes pestañas. Una belleza impoluta y perfectamente serena: esa era Amanda.

Mientras aguardaba que llegara su turno, Ariel se preguntó vagamente si había apagado la cafetera esa mañana.

Hicieron de nuevo la escena de cabo a rabo y luego la repitieron una segunda vez al descubrir que a Vikki se le veía el bañador sin tirantes cuando se movía entre las sábanas. Después rodaron algunos primeros planos: la cámara enfocó el rostro pálido y desencajado de Amanda y sostuvo su imagen durante largos segundos de gran intensidad dramática.

–¡A comer!

De pronto se produjo un revuelo. Los adúlteros saltaron de la cama cada uno por un lado. Ataviado con un bañador, J. T. Brown, el marido de Ariel en la pantalla, la agarró por los hombros y le dio un largo y brusco beso.

–Mira, cariño –empezó a decirle, manteniéndose en su papel–, te lo explicaré todo más tarde. Confía en mí. Ahora tengo que llamar a mi agente.

–Caradura –dijo Ariel tras él con una sonrisa muy poco propia de Amanda. Luego tomó del brazo a Stella Powell, su hermana en la teleserie–. Ponte algo encima del bañador, Stella. Hoy no me siento capaz de tragar la comida de la cafetería.

Stella se echó hacia atrás la melena rojiza.

–¿Invitas tú?

–Siempre gorroneando a tu pobre hermana –masculló Ariel–. Vale, invito yo, pero date prisa. Estoy que me muero de hambre.

Para ir a su camerino, Ariel tenía que salir del decorado y atravesar otros dos más: el quinto piso de un hospital y el cuarto de estar de los Lane, la familia de potentados de Trader’s Bend. Le daban ganas de cambiarse de ropa y soltarse el pelo, pero, si lo hacía, tendría que pasar de nuevo por vestuario y maquillaje después de comer. Así pues, agarró su bolso, una especie de zurrón que resultaba un tanto incongruente junto al elegante traje de vestir de Amanda. Ya estaba pensando en una gruesa porción de baklava rociada con miel.

–Vamos, Stella –Ariel asomó la cabeza en el camerino contiguo al suyo mientras Stella se subía la cremallera de unos vaqueros ceñidos–. Me están rugiendo las tripas.

–Como siempre –replicó su compañera, poniéndose una gruesa sudadera–. ¿Adónde vamos?

–Al griego de la esquina.

Ariel echó a andar por el pasillo con su largo y bamboleante paso mientras Stella se apresuraba tras ella.

–¿Y mi dieta? –preguntó Stella.

–Tómate una ensalada –le dijo Ariel sin asomo de piedad. Giró la cabeza y miró a Stella de arriba abajo–. ¿Sabes?, si en la serie no llevaras siempre esa ropa tan provocativa, no tendrías que matarte de hambre.

Stella sonrió mientras salían por la puerta de la calle.

–Estás celosa.

–Sí. Yo siempre voy elegante y discreta. Tú eres la única que se divierte –al salir, Ariel inhaló una bocanada del aire de Nueva York. Le encantaba; siempre le había encantado, de un modo que normalmente quedaba reservado a los turistas. Ariel había vivido toda su vida en la larga y angosta isla de Manhattan y, con todo, sus calles seguían siendo una aventura para ella. Las vistas, los olores, los sonidos…

Hacía frío para mediados de abril y amenazaba lluvia. El aire era húmedo y olía a tubo de escape. En las calles y aceras reinaba el trasiego propio de la hora de la comida: todo el mundo iba deprisa, todos tenían asuntos importantes que atender. Un peatón lanzó una maldición y pegó un puñetazo al capó de un taxi que pasó rozando el bordillo de la acera. Una mujer con el pelo puntiagudo y naranja, calzada con botas de cuero negro, pasó a su lado dándole un empujón. Alguien había escrito un insulto sobre un cartel que anunciaba una comedia de éxito en Broadway. Pese a todo, Ariel se fijó en un vendedor callejero que vendía narcisos. Compró dos ramilletes y le dio uno a Stella.

–A ti no se te pasa nada por alto, ¿eh? –masculló Stella, hundiendo la cara entre las flores amarillas.

–Imagínate todo lo que me perdería si no prestara atención –contestó Ariel–. Además, es primavera.

Stella se estremeció y alzó la mirada hacia el cielo plomizo.

–Sí, ya.

–Vamos a comer –Ariel la agarró del brazo y tiró de ella–. Cuando te saltas una comida, no hay quien te aguante.

El restaurante estaba lleno de gente y de aromas. Especias y miel. Aceite y cerveza. Ariel, cuyos sentidos estaban siempre alerta, se empapó de aquella mezcolanza de olores antes de abrirse paso hasta la barra. Tenía una habilidad especial para pasar entre la multitud sin utilizar los codos ni pisar a nadie. Mientras avanzaba, mantenía los ojos y los oídos bien abiertos. No quería perderse ningún olor, ni la textura de una voz, ni los colores entremezclados de la comida. Mientras miraba tras el mostrador cubierto de cristal, saboreaba ya los manjares que allí se exponían.

–Queso fresco, una rodaja de piña y café… solo –dijo Stella dando un suspiro.

Ariel la miró con pena.

–Ensalada griega, kebab y una porción de baklava. Café con leche y azúcar.

–Das asco –le dijo Stella–. No engordas ni un gramo.

–Lo sé –Ariel se acercó a la caja–. Es una cuestión de control mental y vida sana –ignorando el áspero resoplido de Stella, pagó la cuenta y se abrió paso entre la gente hacia una mesa vacía. Llegó a ella al mismo tiempo que un hombre del tamaño de un armario ropero. Ariel se limitó a sostener la bandeja y a lanzarle una sonrisa radiante. El hombre irguió los hombros, metió tripa y le cedió el paso.

–Gracias –dijo Stella secamente, sabiendo que, si no lo ahuyentaba, Ariel invitaría a aquel tipo a sentarse con ellas, arruinando así cualquier posibilidad de mantener una conversación privada. Su amiga, pensó Stella, necesitaba un ángel guardián.

Ariel hacía cosas que cualquier mujer en su sano juicio evitaría por principio. Hablaba con extraños, paseaba sola por la noche y abría la puerta sin echar la cadena. Y no porque fuera irresponsable o temeraria, sino porque sencillamente creía en la bondad de la gente. Y, de algún modo, la gente nunca la decepcionaba. Lo cual llenaba a Stella de perplejidad y preocupación.

–Lo de la pistola ha sido una de tus mejores salidas de toda la temporada –comentó Stella mientras pinchaba su ración de queso fresco–. Pensé que a Neal iba a darle un ataque.

–Neal necesita relajarse –dijo Ariel con la boca llena–. Está desquiciado desde que rompió con esa bailarina. ¿Y tú? ¿Sigues con Cliff?

–Sí –Stella alzó los hombros–. Pero no sé por qué. Lo nuestro no va a ninguna parte.

–¿Y adónde quieres que vaya? –preguntó Ariel–. Si tienes un objetivo, tendrás que ir tras él.

Stella esbozó una carcajada y empezó a comer.

–No todo el mundo va por la vida lanzándose de cabeza a la piscina como tú, Ariel. La verdad es que me asombra que nunca hayas tenido una relación seria.

–La razón es muy simple –Ariel clavó el tenedor en la ensalada y luego masticó lentamente–. Nunca he conocido a nadie que hiciera que me temblaran las piernas. En cuanto lo conozca, iré por él.

–¿Así, sin más?

–¿Por qué no? La vida no es tan complicada como la mayoría de la gente cree –echó una pizca de pimienta al kebab–. ¿Estás enamorada de Cliff?

Stella frunció el ceño. No por la pregunta, pues estaba acostumbrada a la franqueza de Ariel, sino por la respuesta.

–No sé. Puede ser.

–Entonces es que no lo estás –dijo Ariel con naturalidad–. El amor es una emoción muy concreta. ¿Seguro que no quieres cordero?

Stella no se molestó en contestar.

–¿Cómo lo sabes, si nunca te has enamorado?

–Tampoco he estado nunca en Turquía y sé dónde está.

Riendo, Stella tomó su taza de café.

–Maldita sea, Ariel, tú siempre tienes respuesta para todo. Háblame del guion.

–Oh, Dios –Ariel dejó su tenedor y, apoyando los codos en la mesa, cruzó las manos–. Es lo mejor que he leído en toda mi vida. Quiero ese papel. Y lo voy a conseguir –añadió con convicción–. Llevo mucho tiempo esperando un papel como el de Rae. Es una mujer despiadada –continuó, descansando la barbilla sobre las manos juntas–. Compleja, egoísta, fría, insegura. Un papel así… –se interrumpió, sacudiendo la cabeza–. ¡Y la historia! –añadió dejando escapar un largo suspiro mientras saltaba de un pensamiento al siguiente–. Es casi tan fría y despiadada como tú, pero te atrapa.

–Booth DeWitt –musitó Stella–. Se rumorea que para el papel de Rae se ha inspirado en su exmujer.

–Pues él tampoco sale muy bien parado. Si lo que cuenta es cierto, la llevaba por la calle de la amargura. En cualquier caso –dijo, y comenzó a comer otra vez–, es el mejor papel que se me ha cruzado en el camino. Haré la prueba dentro de un par de días.

–Un telefilme –dijo Stella, pensativa–. Debe de ser una producción de calidad, con guion de DeWitt y Marshell en la producción. Tendrás a nuestro productor a tus pies si consigues el papel. Madre mía, qué tirón para el índice de audiencia.

–Ya ha estado tanteando el terreno –frunciendo el ceño, Ariel partió un pedazo de baklava–. Me ha mandado una invitación para ir a una fiesta en el piso de Marshell, esta noche. Se espera que también vaya DeWitt. Por lo que he oído, es él quien tiene la última palabra en la elección del reparto.

–Según dicen, le gusta controlarlo todo –dijo Stella–. ¿Por qué pones esa cara?

–Porque las relaciones públicas son como la lluvia en abril: sabes que es necesaria, pero aun así resulta molesta y engorrosa –se encogió de hombros, ahuyentando aquella idea, como hacía con todo lo inevitable. Al final, si los comentarios que circulaban sobre Booth DeWitt eran ciertos, conseguiría el papel por sus propios méritos. Si había algo que le sobraba a Ariel era confianza. Siempre la había necesitado.

A diferencia de Amanda, el personaje que interpretaba en la teleserie, Ariel no había gozado durante su infancia de una situación económica desahogada. En su casa abundaba más el afecto que el dinero. Nunca lo había lamentado, como tampoco lamentaba la lucha cotidiana para llegar a fin de mes. Su madre había muerto cuando ella tenía dieciséis años y su padre se había sumido en un estado de postración que había durado casi un año. Ariel nunca había pensado que fuera demasiado joven para asumir la responsabilidad de atender una casa y criar a dos hermanos pequeños. No había nadie más para hacerlo. Había vendido maquillaje y perfumes en unos grandes almacenes para pagarse la universidad, mientras se ocupaba de la casa y aceptaba los papelitos que le iban ofreciendo. Habían sido años difíciles y agitados, y quizá fuera eso precisamente lo que le había proporcionado ese superávit de energía del que siempre hacía gala. Además de la convicción de que todo cuanto hubiera que hacer, podía hacerse.

–Amanda…

Ariel alzó la mirada y vio a una mujer madura, de corta estatura, que sostenía una bolsa de comida para llevar de la cual emanaba un penetrante olor a ajo. Ariel estaba acostumbrada a que la llamaran por el nombre de su personaje tanto como por el suyo, de modo que sonrió y extendió la mano.

–Hola.

–Soy Dorra Wineberger y quería decirte que eres tan guapa como en la tele.

–Gracias, Dorra. ¿Te gusta la serie?

–No me pierdo ni un capítulo –la mujer le sonrió y se inclinó un poco hacia ella–. Eres maravillosa, querida, y tan amable y paciente… Creo que alguien debería decirte que Cameron… no te conviene. Lo mejor que puedes hacer es ponerlo de patitas en la calle antes de que le eche mano a tu dinero. Ya ha empeñado tus pendientes de diamantes. Y esta… –Dorra frunció los labios y miró a Stella–. ¿Por qué te molestas con ella después de los problemas que te ha dado? Si no hubiera sido por ella, Griff y tú os habríais casado, que era lo que teníais que hacer –lanzó a Stella una mirada ofendida–. Sé que vas detrás del marido de tu hermana, Vikki.

Stella intentó contener una sonrisa y, poniéndose en su papel, echó la cabeza hacia atrás y achicó los ojos.

–Los hombres se sienten atraídos por mí –dijo lenta y suavemente–. No pueden remediarlo.

Dorra sacudió la cabeza y volvió a mirar a Ariel.

–Vuelve con Griff –le aconsejó calurosamente–. Él te quiere, siempre te ha querido.

Ariel le devolvió el rápido apretón de manos.

–Gracias por su preocupación.

Las dos vieron alejarse a Dorra antes de volverse la una hacia la otra.

–A todo el mundo le gusta la doctora Amanda –dijo Vikki sonriendo–. Es prácticamente una santa.

–Y a todo el mundo le gusta odiar a Vikki –riendo, Ariel apuró su café–. Mira que eres mala.

–Sí –Stella dejó escapar un suspiro satisfecho–, lo sé –masticó lentamente su piña, lanzando miradas melancólicas al plato de Ariel–. Pero siempre me parece muy raro que la gente me confunda con Vikki.

–Eso solo significa que haces bien tu trabajo –dijo Ariel–. Si te metes en la casa de la gente todos los días y no consigues suscitar en ellos ninguna emoción, es mejor que te dediques a otra cosa. A la física nuclear, o a aserrar maderos. Y hablando de trabajar… –añadió mirando el reloj.

–Lo sé… Oye, ¿vas a acabarte eso?

Riendo, Ariel le dio el resto de la baklava mientras se levantaban.

 

 

Eran más de las nueve cuando un taxi dejó a Ariel frente al edificio de P. B. Marshell en Madison Avenue. No le preocupaba llegar tarde porque no tenía conciencia de la hora. Nunca se llegaba tarde a un rodaje ni a una prueba, pero, cuando no estaba directamente relacionado con su trabajo, el tiempo era sencillamente algo que prefería disfrutar o ignorar.

Le dio una generosa propina al taxista, se metió la vuelta en el bolso sin contarla y, caminando bajo la fina llovizna, entró en el vestíbulo. Le pareció que el edificio olía como la sala de una funeraria. Había demasiadas flores y demasiado pulimento. Tras dar su nombre en el mostrador de seguridad, se subió en un ascensor y apretó el botón del ático. No le inquietaba particularmente la idea de adentrarse en los dominios de P. B. Marshell. Para Ariel, una fiesta era una fiesta. Confiaba en que sirvieran champán. Tenía un antojo de champán.

Le abrió la puerta un hombre de espalda tiesa y expresión circunspecta, vestido con un traje oscuro, que le preguntó su nombre con suave acento británico. Ella sonrió y él aceptó casi sin darse cuenta la mano que le tendía. Ariel se alejó del mayordomo dejando en el ánimo de este una impresión de vitalidad y erotismo que lo mantuvo desconcertado durante varios minutos. Ella tomó una copa de champán de una bandeja y, localizando a su agente al otro lado de la habitación, se acercó a ella.

Booth vio entrar a Ariel. Por un instante, le recordó a su exmujer. El color del pelo y de la piel, la estructura ósea… Pero un instante después aquella impresión se desvaneció y de pronto se halló mirando a una joven cuyo cabello rizado, que caía descuidadamente más abajo de los hombros, parecía rociado de gotas de lluvia. Una cara preciosa, pensó. Sin embargo, su aspecto de reina de los hielos se disipó en cuanto se echó a reír. Su risa poseía brío y energía.

Qué extraño, pensó Booth, tan vagamente interesado en ella como lo estaba en la copa que sostenía. Dejó que sus ojos la recorrieran con la mirada y pensó que debía de ser muy delgada bajo los pantalones de pinzas y la blusa de corte cuadrado que llevaba. Pero, de serlo, habría exhibido su figura en lugar de ocultarla. Por lo que Booth sabía de las mujeres, estas procuraban acentuar sus encantos y ocultar sus defectos. Había llegado a aceptar aquel rasgo como algo propio de la innata deshonestidad femenina.

Booth dedicó a Ariel una última mirada mientras ella se ponía de puntillas para besar al protagonista de una producción de fuera de Broadway. Dios, odiaba aquellas largas y multitudinarias fiestas de pastel.

–… si elegimos a la protagonista femenina.

Booth se giró hacia P. B. Marshell y alzó su copa.

–¿Hmm?

Marshell, que estaba acostumbrado a los despistes de Booth, repitió:

–Podemos empezar a rodar la película y acabarla a tiempo para la temporada de otoño, si elegimos pronto a la actriz principal. Es prácticamente lo único que nos queda por hacer.

–A mí no me preocupa la temporada de otoño –replicó Booth secamente.

–Pero a la cadena, sí.

–Pat, elegiremos a Rae cuando la encontremos.

Marshell miró ceñudo su whisky y luego se lo bebió de un trago. Con sus más de cien kilos de peso, necesitaba varios vasos para empezar a sentir el efecto del alcohol.

–Ya has rechazado a tres actrices de primera fila.

–He rechazado a tres actrices que no servían –dijo Booth, y bebió de su vaso como un hombre que, conociendo los estragos del alcohol, mantenía relaciones cautelosas con él–. Reconoceré a Rae en cuanto la vea –sus labios se curvaron en una fría sonrisa–. ¿Quién iba a conocerla mejor que yo?

Marshell miró al otro lado de la habitación al oír una risa sonora y espontánea. Sus ojos se achicaron un instante, fija su atención en un punto.

–Ariel Kirkwood –le dijo a Booth, señalando con el vaso vacío–. Los directivos de la cadena pretenden recomendártela.

Booth observó a Ariel de nuevo. No parecía una actriz. Su entrada le había llamado la atención precisamente por su falta de efectismo. Aquella mujer poseía un aire de espontaneidad muy raro en su profesión. Llevaba en la fiesta el tiempo suficiente como para haberse hecho presentar a Marshell o a él, y sin embargo parecía contentarse con permanecer al otro lado de la habitación, bebiendo champán y flirteando con un actor en ciernes. Se movía con naturalidad, con una desenvoltura que no parecía una pose y que, sin embargo, resultaba sumamente fotogénica. Ariel le hizo una mueca ridícula al actor. El contraste entre su aspecto de reina de las nieves y su desenfado avivó la curiosidad de Booth.

–Preséntamela –le dijo a Marshell, y se dirigió al otro lado de la habitación.

Ariel no podía ponerle ninguna pega al gusto que demostraba Marshell para la decoración. El ático estaba decorado con estilo, en elegantes tonos de dorado y crema. La alfombra era gruesa; las paredes, lacadas. Ariel reconoció la litografía firmada que había a sus espaldas. Sabía que Amanda habría disfrutado en una habitación como aquella. A Ariel le agradaba hallarse allí de visita. Pero sería incapaz de vivir en un lugar así. Se rio cuando Tony le recordó el curso de improvisación al que ambos habían asistido un par de años antes.

–Y tú empezaste a decir palabrotas para asegurarte de que todos estaban despiertos –le recordó ella, tirándole de la perilla.

–Y funcionó. ¿Qué causa has enarbolado esta semana, Ariel?

Ella alzó las cejas mientras se bebía el champán.

–Yo no tengo causas semanales.

–Quincenales, entonces –se corrigió él–. Asociación de Amigos de las Focas, Salvad a las Mangostas… ¿En qué estás metida ahora?

Ella sacudió la cabeza.

–En una cosa que me ocupa mucho tiempo. Pero no puedo hablar de ello.

La sonrisa de Tony se desvaneció. Conocía aquel tono.

–¿Algo importante?

–Vital.

–Bueno, Tony –Marshell palmeó la espalda del joven actor–, me alegra que finalmente hayas podido venir.

Tony se puso alerta, aunque muy sutilmente.

–Es una suerte que haya celebrado la fiesta la noche que cerraba el teatro, señor Marshell. ¿Conoce a Ariel Kirkwood? –puso una mano sobre el hombro de Ariel–. Nosotros nos conocemos desde hace muchísimo tiempo.

–He oído hablar muy bien de usted –Marshell le tendió la mano.

–Gracias –Ariel le sostuvo la mano un momento mientras ordenaba sus impresiones. Aquel hombre era un triunfador con debilidad por la comida y dotado de una amabilidad que utilizaba según las conveniencias. Era, además, astuto. Aquella combinación gustó a Ariel–. Sus películas son excelentes, señor Marshell.

–Gracias –contestó él e hizo una pausa, esperando que ella continuara con sus halagos. Al ver que Ariel no decía nada más, se giró hacia Booth–. Booth DeWitt, Ariel Kirkwood y Tony Lazarus.

–He visto su función –le dijo Booth a Tony–. Conoce usted muy bien su papel –fijó su mirada en Ariel–. Señorita Kirkwood.

«Qué ojos tan desconcertantes», pensó ella, «de un verde tan límpido y nítido, en un rostro tan distante». DeWitt irradiaba frialdad, ciertas trazas de amargura e inteligencia a raudales. Saltaba a la vista que no le preocupaban en exceso las tendencias de la moda. Tenía el pelo abundante y oscuro, y un poco más largo de lo que dictaba la moda. Ariel pensó que le sentaba bien a su cara. Pensó que tenía una cara propia del siglo XIX: fina y docta, con un toque de aspereza y una boca severa. Su voz era grave y atrayente, pero poseía cierta crispación que delataba su impaciencia. Ariel pensó que tenía ojos de observador y el aire de un hombre que no toleraba ni intromisiones ni confianzas. Ignoraba si le gustaba o no, pero estaba segura de admirar su trabajo.

–Señor DeWitt –su palma tocó la de él. La mano de DeWitt era fuerte, como Ariel esperaba. Había fortaleza en su complexión, en su elevada estatura y en su cuerpo fibroso, y también en su rostro. Su apretón de manos era asimismo distante, pero eso Ariel también lo esperaba–. Me gustó mucho La última campana. Fue la película que más me gustó el año pasado.

Él ignoró su comentario y siguió escrutando su cara. Ariel, su olor, su físico, exudaban erotismo. No un erotismo agresivo, ni tampoco huidizo, sino diáfano y libre.

–Me parece que no estoy familiarizado con su trabajo.

–Ariel encarna a la doctora Amanda Lane Jamison en Nuestras vidas, nuestros amores –dijo Tony.

Cielo santo, un culebrón, pensó Booth. Ariel percibió su leve expresión desdeñosa. Pero eso también lo esperaba.

–¿Tiene alguna objeción de carácter moral en contra de las teleseries, señor DeWitt? –dijo con naturalidad antes de beber un sorbo de champán–. ¿O solo es un esnob con ínfulas de artista? –sonrió mientras hablaba, lanzando aquella rápida y deslumbrante sonrisa que quitaba el aguijón a sus palabras. A su lado, Tony se aclaró la garganta.

–Perdonen un minuto –dijo, e hizo mutis por la izquierda. Marshell masculló algo acerca de que necesitaba otra copa.

Una vez solos, Booth siguió observando la cara de Ariel.

Aquella mujer se estaba riendo de él. Booth no recordaba cuándo había sido la última vez que alguien había tenido el valor o la ocasión de hacer tal cosa. No sabía si ello lo molestaba o si picaba su curiosidad. Pero al menos ya no estaba como hacía media hora. Es decir, aburrido.

–No tengo ningún prejuicio moral en contra de las teleseries, señorita Kirkwood.

–Ah –ella bebió champán. El brillo del zafiro que llevaba en el dedo pareció reflejarse en sus ojos–. Un esnob, entonces. En fin, está en su derecho, como todo el mundo. Puede que podamos hablar de otra cosa. ¿Qué opinión le merece la política exterior de la actual administración?

–Una opinión ambivalente –murmuró él–. ¿Qué clase de personaje encarna?

–Uno excelente –sus ojos siguieron danzando–. ¿Qué le parece el programa espacial?

–Me preocupa más el planeta en el que vivo. ¿Cuánto tiempo lleva en la serie?

–Cinco años –ella sonrió a alguien al otro lado de la habitación y alzó una mano.

Booth volvió a mirarla cuidadosamente y, por primera vez desde que había llegado a la fiesta, sonrió. Aquella sonrisa embelleció su rostro, aunque eso no le hiciera parecer más accesible.

–No le apetece hablar de su trabajo, ¿eh?

–No especialmente –Ariel le devolvió una franca sonrisa. Algo que creía dormido se agitó levemente en el interior de Booth–. Sobre todo, con alguien que lo desprecia. Dentro de un momento me preguntará si he pensado dedicarme a algo más serio, y yo probablemente tendré que ponerme desagradable. Y mi agente me ha aconsejado que me muestre encantadora con usted.

Booth percibió la sencillez que irradiaba de ella y sintió recelo.

–¿Es eso lo que está haciendo?

–En este momento no estoy trabajando –replicó Ariel–. Y, además –apuró su champán–, con usted no es fácil mostrarse encantadora.

–Veo que es usted observadora –dijo Booth–. ¿También es buena actriz?

–Sí, lo soy. No merece la pena dedicarse a algo si no se hace bien. ¿Qué me dice de los deportes? –ella balanceó su vaso vacío–. ¿Cree que los Yankis tienen alguna oportunidad este año?

–Si refuerzan el medio campo… –no era una mujer cualquiera, decidió Booth. Cualquier otra actriz que optara a un papel protagonista en una de sus películas, lo habría cubierto de halagos y habría enumerado todos sus trabajos delante de un cámara–. Ariel… –Booth tomó una copa de champán de la bandeja de un camarero que pasaba por allí y se la tendió a Ariel–. El nombre le sienta bien. Una sabia elección.

Ella sintió una nítida punzada de emoción que parecía proceder del modo en que él pronunciaba su nombre.

–Se lo diré a mi madre.

–¿No es un nombre artístico?

–No. Mi madre estaba leyendo La tempestad cuando se puso de parto. Es una mujer muy supersticiosa. De haber sido niño, me llamaría Próspero –encogiéndose levemente de hombros, Ariel bebió un sorbo de champán–. Bueno, Booth –empezó, decidiendo que ya era hora de tutearlo–. ¿No deberíamos hablar de una vez por todas del hecho de que, como ambos sabemos, dentro de un par de días haré una prueba para el papel de Rae? Y te advierto que pienso hacerme con él.

Él asintió.

Aunque la sinceridad de aquella mujer resultaba refrescante, aquello se parecía más a lo que esperaba de ella.

–Entonces, te diré con franqueza que no eres el tipo que estoy buscando.

Ella enarcó una ceja sin mostrar disconformidad.

–¿Ah, no? ¿Y eso por qué?

–Para empezar, eres demasiado joven.

Ella se echó a reír: una risa desenvuelta y fresca que parecía perfectamente natural y que, sin embargo, suscitó de nuevo el recelo de Booth.

–Supongo que ahora me toca decir que puedo aparentar más edad.

–Tal vez. Pero Rae es una mujer dura. Dura como una piedra –alzó su copa sin apartar los ojos de ella–. Tú tienes demasiados puntos flacos. Se te nota en la cara.

–Porque esta es mi cara. Y todavía no he hecho de mí misma delante de una cámara –hizo una pausa mientras una idea circulaba por su cabeza–. Y, ahora que lo pienso, creo que no me importaría interpretarme a mí misma.

–¿Una actriz es alguna vez ella misma?

Los ojos de Ariel volvieron a clavarse en él. Booth la escrutó de nuevo con una fijeza que la mayoría de la gente habría encontrado perturbadora. Ariel sintió de nuevo una punzada de emoción, pero aceptó aquella mirada porque provenía de él.

–No tienes en gran estima a las actrices, ¿eh?

–No –por alguna razón que no se cuestionó, Booth se sintió impulsado a ponerla a prueba. Le apartó un mechón de pelo. Era suave; sorprendentemente suave–. Eres preciosa –murmuró.

Ariel ladeó la cabeza mientras lo observaba. Los ojos de él no habían perdido su franqueza. A Ariel le habría complacido aquel cumplido de no saber que era calculado. Así pues, se sintió defraudada.

–¿Y?

Él frunció el ceño.

–¿Y?

–Ese comentario suele conducir inexorablemente a otro. Siendo escritor, sin duda tendrás alguno guardado en la manga.

Él dejó que sus dedos le rozaran el cuello. Ariel sintió su fuerza y el descuido de su gesto.

–¿Cuál te gustaría que fuera?

–Uno sincero –le dijo Ariel llanamente–. Pero como sé que eso no es posible, ¿por qué no olvidamos el asunto? Phil, tu personaje es un hombre áspero, desconfiado y de sangre fría. Me parece que te has retratado muy bien a ti mismo –alzó la copa una última vez y decidió que era una lástima que Booth tuviera tan pobre opinión de las mujeres, o quizá de la gente en general–. Buenas noches, Booth.

Cuando ella se alejó, Booth se quedó observándola un instante antes de romper a reír. En ese momento, no se le ocurrió que aquella era la primera risa espontánea que profería en casi dos años. Ni siquiera se le ocurrió que se estaba riendo de sí mismo.

No, Ariel Kirkwood no era su Rae, pensó, pero era una buena actriz. Muy, muy buena. Tendría que acordarse de ella.

II

 

De pie junto a los amplios ventanales del despacho de Marshell, Booth observaba el tráfico de Nueva York. A aquella altura se sentía separado de la ciudad, del ajetreo y de la energía que irradiaban sus calles y aceras. Le agradaba sentirse desvinculado de todo aquello. Los vínculos suponían una implicación que le resultaba molesta.

Ninguna de las actrices a las que habían entrevistado en las dos semanas anteriores se acercaba siquiera a lo que buscaba. Él mejor que nadie sabía lo que quería para el papel de Rae. Había empezado a escribir el guion de aquella película dejándose llevar por un impulso. Había sido una especie de terapia, pensó con una agria sonrisa. Más barato que un psiquiatra y mucho más satisfactorio. Su única intención entonces era acabar el guion, purgarse y guardarlo en un cajón. Pero luego se había dado cuenta de que era el mejor trabajo que había hecho. Quizá la ira fuera la décima musa. En cualquier caso, él era ante todo un guionista. Por muy doloroso que fuera exponer las miserias propias a ojos del gran público, no pensaba arrumbar en un cajón su mejor obra. Y dado que iba a llevar el guion a la pantalla, quería hacerlo bien.

Había creído que sería difícil encontrar al actor que encarnaría a Phil, el personaje en el que se había plasmado a sí mismo. Sin embargo, dar con él había resultado sorprendentemente sencillo. El eje de la historia no era Phil, sino Rae, y esta era un reflejo dolorosamente preciso de su exmujer, Elizabeth Hunter, una actriz soberbia, una celebridad condescendiente, una mujer sin un ápice de espontaneidad.

Su matrimonio había empezado en un torbellino y había acabado en desastre. Booth no se consideraba inocente, pero culpaba ante todo a su credulidad. Había creído en la imagen que proyectaba Elizabeth, se había enamorado apasionadamente de la perfección de su rostro y su cuerpo. Podría haber disculpado sus fallos, sus defectos pronto puestos al descubierto. Pero jamás le perdonaría que lo hubiera utilizado. Y, con todo, Booth distaba aún de saber con certeza si culpaba a Liz por haberse aprovechado de él, o si se reprochaba a sí mismo haberlo permitido.