El exvoto - Cecilia Böhl de Faber - E-Book

El exvoto E-Book

Cecilia Böhl de Faber

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Beschreibung

Solo las mentes verdaderamente abiertas y humildes están preparadas para viajar.Dos jóvenes ingleses acaban de llegar a Andalucía en sus maltrechos caballos. Al llegar a una pobre iglesia de pueblo piden al sacristán que la abra y les muestre el interior. El sacristán, orgulloso de las pocas reliquias de su parroquia, queda conmocionado por el menosprecio que los viajeros protestantes muestran hacia los santos y los exvotos.-

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Cecilia Böhl de Faber

El exvoto

 

Saga

El exvoto

 

Copyright © 1863, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726875522

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

«Cuéntanos en lisa prosa castellana con ese estilo, que no diré si es bueno o malo, porque es tuyo, y nos gusta por eso: cuéntanos, digo, la que realmente sucede en nuestros pueblos de España, lo que piensan y hacen nuestros paisanos en las diferentes clases de nuestra sociedad».

Carta del lector de las Batuecas a Fernán Caballero

Capítulo I

Dos viajeros ilustrados.- Un pueblo que empieza a entrar en la senda del progreso material.- Un sacristán con la boca abierta

«Es la ligereza francesa, es el chiste volteriano, es el nihilmirari el que todo lo marchita entre nosotros».

Chateaubriand

«El ateísmo no es tanto la creencia como el refugio de las malas conciencias».

Máxima

La voluntad inglesa es una fuerza motriz de incalculables caballos normandos. Un inglés muy simpático -a sus paisanos- se ha propuesto que esta voluntad omnímoda realice la famosa y fantástica palanca de Arquímedes: a las fuerzas de Atlante reúne los caprichos de una manceba real, y el despotismo de un niño muy mal criadito. Así es, que si un hijo del país, cuyas blancas costas le valieron de los romanos el nombre de Albión, dice, por aquí meto lacabeza, lo hará, sin que le arredren calamorrazos, chichones, achocazos ni descalabraduras.

Aplicando estas reglas generales al pequeño cuadro de la relación que vamos a hacer, nadie extrañara el ver salir de Gibraltar a dos ingleses, con intención de seguir una marcha en línea recta hasta Roncesvalles, sin llevar más guía que sus narices. Mister Hall había dicho a Mister Hill:

-Iremos los dos solos e inseparables, como los Gemelos en el Zodiaco. Cádiz, a donde nos dirigimos primero, no es el polo, para que podamos correr el riesgo de perdernos, como el capitán Franklin.

-Por supuesto -contesto Mister Hill-; el perderse, -añadió suspirando- es un placer con el que han acabado las luces del siglo. El globo está ya explotado.

Diciendo esto los dos amigos, el uno alto y el otro bajo, metieron las espuelas a sus pobres caballos, que deseaban morir para descansar, costearon la bahía, pasaron por Algeciras, subieron una cuesta pendiente como una escalera, y llegaron a las cumbres de las últimas alturas de la sierra de Ronda, que se acercan al mar, como para contemplar su gran hermosura en ancho espejo. Allí se hallaron en una encrespada selva de encinas y alcornoques, que se vestían y engalanaban con las zarzas, la yerba y las vides silvestres, que en sus valles escondían arroyos entre adelfas, y borraban las huellas del hombre con su vigorosa vegetación. Así fue que nuestros viajeros quedaron perdidos en un decir good by: tan perdidos como Mister Hill podía desearlo, logrando disfrutar los dos amigos el deleite de andar varias horas errantes por una selva agreste, como Pablo y Virginia. Por fin, al llegar a un alto algo más despejado de arbolado, divisaron el ancho mar, al que habían venido acercándose, y al pie del monte un valle que tenía por límites, a la izquierda una angosta playa de dorada arena, -puesta por Dios entre el mar y la tierra como inexpugnable baluarte- y a la derecha un pinar tupido y áspero, como una maciza puerta, con la que se cerraba el valle. Sentado en la mullida alfombra que le proporcionaba la yerba que cubría el suelo, estaba un pueblecito misántropo, que teniendo al frente el mar con su inmensa monotonía, a su espalda el grave y oscuro pinar, a los lados las intrincadas sierras, parecía haberse colocado allí para disfrutar de todas las soledades. Antes de llegar al lugar se veían algunos álamos blancos, que habiendo crecido bajo el constante azote del viento de la mar, habían adquirido una actitud doblada y doliente, y sombreaban con vacilante e inquieta sombra un profundo y ancho pozo, con su pilón adyacente, que servía de abrevadero a los ganados.

A la entrada del pueblo había una robusta y fornida alcantarilla, con pretensiones de puente, la cual salvaba un barranco poco profundo, que en invierno servía de desagüe al prado. Pero a la sazón, habiendo pasado la estación de las lluvias, abría la alcantarilla un tremendo ojo al ver llegar a rendirle homenaje y pasar bajo su férula, no un apacible arroyo, ni menos un soberbio torrente, sino una manada de gorrinos. Adornaban la cabeza de esta alcantarilla, -obra del arte y honra del lugar- dos pilares perfectamente cuadrados, que terminaban, uniéndose amistosamente, las cuatro esquinas, y sellando esta unión con una alcachofa o cosa parecida, que por ser únicas en su especie, no tienen clasificación ni en la horticultura ni en la arquitectura. Cuando se había concluido aquella mejora urbana, la alcantarilla, y aquel embellecimiento del aspecto público, los postes, con pretensiones a pertenecer, aunque por casta degenerada, a la familia de los obeliscos, o columnas monumentales, el Alcalde encargó al maestro de primeras y únicas letras del lugar, un letrero o inscripción, para memoria y señal de la época en que se hizo, y de las personas que en ella actuaron. Lo único que le advirtió fue que diese aquel letrero testimonio de todo el profundo respeto que tenía el pueblo a la Religión, y del que las autoridades profesaban a la Constitución. El Maestro de primeras letras, que era expeditivo, escribió en dos por tres, en vino de los postes, con unas letras gordas y robustas, como los chiquillos que iban a la escuela, la siguiente inscripción:

Detente aquí, caminante;

Adora la religión,

Ama la constitución

Y luego... pasa adelante1 .

En el otra poste estaban consignados el día, mes y año en que se levantó e inauguró tan soberbio monumento, con los nombres del Alcalde que corrió con la obra, del albañil que la llevó a cabo, y del alfarero que hizo los ladrillos.