El final de un sueño - Nora Roberts - E-Book
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El final de un sueño E-Book

Nora Roberts

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Beschreibung

Frederica Kimball había estado esperando toda su vida. Esperando a crecer, esperando a convertirse en una mujer, esperando el día en que Nicholas LeBeck estuviera tan locamente enamorado de ella como ella de él... Y ahora, por fin, estaba preparada y la espera había terminado. Nick aún no podía creer que la pequeña Freddie se hubiera convertido en una mujer tan impresionante. Ni que sus sentimientos por ella empezaran a ir más allá del simple cariño para terminar convirtiéndose en una atracción irresistible.

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Seitenzahl: 194

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1997 Nora Roberts. Todos los derechos reservados.

EL FINAL DE UN SUEÑO, Nº 189 - febrero 2012

Título original: Waiting for Nick

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicado en español en 1997

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™ Harlequin Oro ™ Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-509-2

Editor responsable: Luis Pugni

Imagen de cubierta: TATIANA MOZOROVA/DREAMSTIME.COM

ePub: Publidisa

A mi familia

Capítulo 1

Era una mujer con una misión. Se había marchado de Virginia Occidental para ir a Nueva York con varios propósitos en mente, perfectamente calculados. Encontraría un lugar perfecto para vivir, triunfaría en su profesión y conocería al hombre de su vida.

Preferiblemente, aunque no fuera indispensable, en aquel orden.

Sin embargo, a ella le gustaba pensar que era una mujer flexible.

Mientras caminaba por la acera del East Side, a primera hora de la mañana, pensó en su hogar. La casa de Shepherdstown, en Virginia Occidental, era en su opinión el lugar perfecto para vivir. Sus padres y sus hermanos vivían en ella. Tenía encanto, era ruidosa, y estaba llena de música y de voces.

No habría sido capaz de marcharse de no haber sabido que podía volver cuando quisiera y que la recibirían con los brazos abiertos.

Había estado en Nueva York muchas veces y conocía a muchas personas en la ciudad, pero echaba de menos los aspectos más familiares de su antigua existencia. Echaba de menos su habitación, en el segundo piso de la vieja mansión de piedra; echaba de menos el cariño de sus hermanos, la música de su padre y la risa de su madre.

Pero Freddie ya no era una niña. Tenía veinticuatro años y debía empezar a vivir su propia vida.

En cualquier caso, se dijo que Manhattan también era su hogar. A fin de cuentas, había pasado varios años allí y no había dejado de visitar la ciudad de vez en cuando. Pero siempre, con su familia.

Esta vez, en cambio, estaba sola. Y tenía un trabajo que hacer. Para empezar, debía hablar con Nicholas Le Beck para convencerlo de que necesitaba una socia.

El éxito y la reputación que había conseguido como compositor durante los años pasados se incrementarían con toda probabilidad si ella escribía sus letras. Cuando cerraba los ojos podía ver sus apellidos, Le Beck y Kimball, en grandes letras iluminadas. Sólo tenía que dejar correr su imaginación para oír la música que escribirían juntos.

Sonrió con ironía y pensó que sólo tenía que conseguir que Nick lo viera del mismo modo. Estaba dispuesta a utilizar sus lazos familiares para persuadirlo, si era necesario. Al fin y al cabo, eran primos.

Sus ojos brillaron cuando pensó en su objetivo más importante. Estaba dispuesta a conseguir que el amor que sentía por Nick, y que siempre había sentido, fuera recíproco.

Llevaba diez años esperándolo. Tiempo más que suficiente, desde su punto de vista.

Pensó que Nick tendría que enfrentarse a su destino. Sin embargo, se sintió algo nerviosa cuando se detuvo ante la puerta del Lower the Boom. El popular bar pertenecía a Zack Muldoon, el hermano de Nick. En realidad, no eran hermanos, sino hermanastros, pero la familia de Freddie se dejaba llevar por el afecto y olvidaba las cuestiones terminológicas. Por si fuera poco, Zack se había casado con la hermana de la madrastra de Freddie, y ahora los Stanislaski, los Muldoon, los Kimball y los Le Beck formaban un clan muy unido. Un clan que Frederica pretendía fortalecer por el procedimiento de unirse a Nick.

Respiró profundamente, se arregló un poco su rojiza cabellera y deseó haber tenido la suerte de heredar la exótica belleza de los Stanislaski. Pero tendría que contentarse con lo que era.

Finalmente, abrió la puerta. La gramola estaba funcionando, y el local olía a cerveza y a comida. Supuso que Río, el cocinero jamaicano de Zack, estaría trabajando.

Todo estaba como siempre, desde la larga barra a la decoración náutica, con campanas de bronce incluidas, pero Nick no parecía estar por ninguna parte. A pesar de todo, sonrió, caminó hacia la barra y se sentó en una butaca.

–¿Me sirves algo de beber, marinero?

Zack estaba sirviendo una jarra de cerveza y tardó unos segundos en reconocerla. Cuando lo hizo, sonrió de inmediato.

–Freddie… Pensé que venías el fin de semana.

–Me gustan las sorpresas.

–Bueno, a mí me gustan este tipo de sorpresas –puntualizó.

Zack dejó la jarra de cerveza sobre la barra, se inclinó sobre Frederica y la besó.

–Sigues tan guapa como siempre.

–Tú tampoco estás mal.

Freddie no había mentido en absoluto. En los diez años que habían pasado desde que lo conociera, Zack no había hecho otra cosa que mejorar. Como algunos vinos, mejoraba con la edad. Su cabello oscuro seguía tan rizado y fuerte como siempre, y sus ojos azules parecían magnéticos. Las arrugas de su rostro, moreno y de rasgos duros, aumentaban su carácter y su encanto.

Más de una vez a lo largo de su vida, se había preguntado cómo era posible que estuviera rodeada por personas tan atractivas.

–¿Qué tal está Rachel?

–«Su señoría» está tan bien como siempre.

La joven sonrió al escuchar el título que había utilizado Zack para referirse a su esposa, la tía de Freddie. Rachel era juez.

–Estamos muy orgullosos de ella. ¿Has visto el mazo que le envío mi madre?

–¿Que si lo he visto? –preguntó, sonriendo–. Me golpea con él muy a menudo. Eso de tener una juez en la familia no está nada mal. Además, le quedan muy bien las togas negras.

–¿Y qué tal están los niños?

–¿El trío terrorífico, dices? –sonrió–. Pues muy bien, como siempre. ¿Quieres tomar un refresco?

Freddie lo miró, divertida.

–Zack, ¿he de recordarte que tengo veinticuatro años?

Zack se frotó la mandíbula y la observó con atención. Freddie casi parecía una muñeca, y de no haber sabido su edad le habría pedido el carné de identidad para asegurarse.

–Es que aún no puedo creer que haya pasado tanto tiempo…

–¿Qué tal si me pones una copa de vino blanco?

–Marchando –contestó, mientras sacaba la botella–. ¿Qué tal tu familia?

–Bien. Todos te mandan recuerdos.

Cuando Zack llenó la copa, Freddie la alzó y propuso un brindis:

–Por la familia.

Zack brindó con una botella de agua mineral.

–Bueno… ¿qué planes tienes, Freddie?

–Unos cuantos, te lo aseguro –sonrió.

Frederica tomó un poco de vino y se preguntó qué habría pensado Zack de haber sabido que pretendía casarse con su hermano pequeño.

–En primer lugar, he de encontrar una casa –continuó.

–Sabes que puedes quedarte con nosotros todo el tiempo que quieras.

–Lo sé. O con la abuela y papá, o con Mikhail y Sydney, o con Alex y Bess –sonrió de nuevo, encantada de estar rodeada de personas que la querían–. Pero quiero vivir sola. Creo que ya es hora de que viva la vida… y espero que no me des ningún discursito, tío Zack. A fin de cuentas, tú te enrolaste en la Marina.

Zack pensó que le había dado de lleno. De joven había sido bastante rebelde.

–De acuerdo, nada de discursos ni de consejos. Pero te vigilaré de todas formas.

–Contaba con ello –dijo, echándose hacia atrás–. ¿Qué tal está Nick? Pensé que tal vez estuviera aquí.

–Está aquí, en la cocina, probando uno de los platos de Río.

–Huele muy bien. Creo que pasaré a saludar.

–Adelante. Y dile a Nick que esperamos que toque algo a cambio de la comida.

–Lo haré.

La joven tomó su copa de vino y tuvo que hacer un esfuerzo para no volver a arreglarse un poco. Se miró con resignación. Era pequeña y no muy alta, y hacía mucho tiempo que había renunciado al sueño de convertirse en una mujer exuberante.

Su cabello era entre rubio y pelirrojo; tenía pecas en la nariz, hoyuelos en las mejillas, cuando sonreía, y unos grandes ojos grises. En su adolescencia le habría gustado ser alta y refinada, o apasionada y seductora, y le gustaba pensar que con el tiempo terminaría por aceptarse a sí misma.

Sin embargo, a veces tenía la impresión de ser una muñequita de porcelana en mitad de una familia de bellezas esculturales.

Una vez más se dijo que, si quería que Nick la tomara en serio como mujer, no tendría más remedio que empezar a tomarse en serio ella misma.

Decidida a seguir con el plan, abrió la puerta de la cocina. De inmediato, sintió que su pulso se detenía.

No podía evitarlo. Siempre había sido así. Una y otra vez desde el día en que lo conoció. El hombre que estaba sentado a la mesa de la cocina, dando buena cuenta de unos espaguetis, era todo lo que ella quería y todo lo que soñaba.

Nicholas Le Beck, el chico rebelde que su tía Rachel había defendido con tanta pasión como convicción en los tribunales. El problemático joven que había conseguido escapar de la violencia de las bandas callejeras gracias al amor, el cariño y la comprensión de una familia.

Ya era un hombre, pero aún tenía el aire rebelde de su juventud. Sus ojos eran de color verde, tormentosos. Su pelo largo, recogido en una coleta, era de color rubio. Tenía la boca de un poeta, la barbilla de un boxeador y las manos de un artista.

Freddie había pasado muchas noches pensando en aquellas manos de largos dedos, y en otras partes de su cuerpo que nada tenían que ver ni con sus manos ni con su rostro.

Era un hombre alto y fuerte. Aquel día llevaba unos viejos vaqueros y una camisa con las mangas subidas hasta los codos. Estaba charlando con el enorme cocinero mientras comía, y Río sacaba unas patatas fritas de la sartén.

–No he dicho que tenga demasiado ajo. He dicho que me gusta mucho el ajo –dijo Nick–. Te estás volviendo muy arisco con la edad.

–No te atrevas a meterte conmigo. Aún puedo darte una buena lección.

–Mira cómo tiemblo –sonrió Nick.

Sólo entonces, reparó en la persona que acababa de entrar en la cocina. Sus ojos se iluminaron. Dejó el pan a un lado, se levantó de la silla y dijo:

–Mira quién acaba de llegar, Río. ¿Qué tal estás, Fred?

Nick se acercó a ella y la abrazó como lo habría hecho un hermano. Pero frunció el ceño al notar que el cuerpo de Freddie ya no era precisamente el de una niña. Retrocedió y se metió las manos en los bolsillos.

–Pensé que no vendrías hasta el fin de semana.

–He cambiado de idea –dijo, más confiada al notar su reacción–. Hola, Río.

–Hola, pequeña. Siéntate y come un poco.

–Creo que no me vendría mal. Mientras venía en el tren no he dejado de pensar en tu comida –sonrió, mientras tomaba asiento–. Venga, Nick, vuelve a la mesa o tu comida se quedará fría.

–Tienes razón… Bueno, ¿cómo está todo el mundo? ¿Brandon sigue jugando al baloncesto?

–Sí, y cada vez es mejor –contestó, mientras el cocinero le servía un gigantesco plato–. Hace unos días pudimos ver a Katie en una función de ballet, y mi madre lloró como de costumbre. Hasta es capaz de llorar cuando Brandon hace una canasta. En cuanto a papá, acaba de terminar una composición. Pero ¿qué tal te van las cosas a ti?

–Bien.

–¿Estás trabajando en algo?

–En otro espectáculo de Broadway –respondió, encogiéndose de hombros.

–Deberías haber ganado el premio Tony por Last Stop.

–Tampoco estuvo mal que me nominaran.

Fred negó con la cabeza. No era suficiente para Nick, ni para ella.

–Era un musical maravilloso. Bueno, lo sigue siendo –puntualizó, al recordar que seguía llenando los teatros–. Estamos muy orgullosos de ti.

–Bueno, es una forma de vivir como otra cualquiera.

–No lo adules tanto –intervino Río.

–Eh, un día te pillé cantando una de mis canciones –protestó Nick con una sonrisa.

Río se encogió de hombros.

–Tengo que reconocer que había un par de canciones que no estaban tan mal. Venga, comed.

–¿Estás trabajando con alguien ahora? –preguntó Freddie–. Me refiero a la nueva obra.

–No. Acabo de empezar.

Aquello era, exactamente, lo que Freddie esperaba oír.

–Leí en alguna parte que Michael Lorey estaba trabajando en otro proyecto. Necesitarás un nuevo letrista.

–Sí, es cierto –frunció el ceño–. Y es una lástima. Me gusta trabajar con él. Hay demasiados letristas que son incapaces de oír la música. Sólo se preocupan por lo que escriben.

–Es verdad. Necesitas a una persona con una profunda cultura musical, que encuentre las palabras en la música.

–Exacto –dijo, mientras tomaba un poco de cerveza.

–Pues conozco a la persona adecuada, Nick. Me necesitas a mí.

Nick dejó la botella a un lado y la miró con asombro, como si no hubiera comprendido lo que acababa de decir.

–¿Cómo?

–He estado estudiando música toda mi vida –respondió–. Uno de los primeros recuerdos que tengo es haber estado sentada en el regazo de mi padre, mientras me enseñaba a tocar el piano. Por desgracia, y aunque lo decepcione, mi primer amor no es la música, sino las palabras. Puedo escribir tus letras mejor que ninguna otra persona –añadió, con ojos brillantes–. No sólo entiendo tu música. También te entiendo a ti. ¿Qué te parece?

Nick suspiró, incómodo.

–No sé qué pensar, Fred. No esperaba algo así.

–Sabes que he puesto letra a varias composiciones de mi padre. Y otras que no tienen nada que ver con él –explicó, mientras tomaba un poco de pan–. A mí me parece algo perfectamente normal. Estás buscando un letrista, y yo estoy buscando trabajo.

–Sí, claro.

La idea de trabajar con ella le incomodaba bastante. De hecho, Frederica había empezado a ponerlo bastante nervioso durante los últimos años.

–Piénsalo, Nick –sonrió, conociendo el valor de una retirada a tiempo–. Y si estás de acuerdo, házmelo saber.

–Lo haré.

–Vendré de vez en cuando, pero en todo caso puedes localizarme en el Waldorf.

–¿En el Waldorf? ¿Qué haces en un hotel?

–Es temporal, hasta que encuentre una casa. No conocerás alguna en esta zona, ¿verdad? Me gusta el barrio.

–No sabía que tuvieras intención de quedarte aquí.

–Pues la tengo. Y antes de que empieces con lo de siempre, te aseguro que no quiero vivir con la familia. Me apetece vivir sola. Tú aún sigues en el piso de arriba de la vieja casa de Zack, ¿verdad?

–Sí.

–Bueno. Si ves algún piso interesante en el barrio, dímelo.

Nick se sorprendió pensando que la llegada de Freddie a Nueva York iba a cambiar su vida. Pero rápidamente se dijo que no le afectaría de ningún modo.

–Pensé que preferirías vivir en otro sitio. No sé, tal vez en Park Avenue.

–Ya viví en Park Avenue hace tiempo, y prefiero un lugar diferente –declaró, mientras se echaba el pelo hacia atrás–. Río, la comida estaba muy buena. Si encuentro una casa cerca de aquí, vendré todos los días a cenar.

–Siempre podríamos echar a Nick para que ocuparas la parte superior de la casa –bromeó el cocinero–. Preferiría verte a ti, la verdad.

La joven se levantó para dar un beso al cocinero, como despedida.

–Bueno, mientras tanto… Zack dijo que quería que tocaras algo en el local a cambio de la comida, Nick.

–Iré enseguida.

–Se lo diré. Puede que me quede un rato para oírte. Hasta luego, Río…

–Hasta luego, pequeña.

Cuando Freddie salió de la cocina, Río regresó al horno y comentó:

–La pequeña Freddie se ha convertido en toda una mujer. Y es preciosa.

–Sí, no está mal –dijo Nick, algo molesto por la atracción que había sentido por ella–. Pero sigue siendo muy inocente. No tiene idea de lo duros que pueden ser esta ciudad y este negocio.

–Pues cuida de ella, o tendrás que vértelas conmigo.

–Bah.

Nick tomó su botella de cerveza y salió de la cocina.

Una de las cosas que más le gustaban de Nueva York a Freddie era que podía caminar unos cuantos metros, en cualquier dirección, y ver algo nuevo. Un vestido en una tienda, un rostro entre la multitud, todo tipo de detalles. Sabía que era bastante inocente, algo lógico en una joven que había crecido en una localidad muy pequeña, al amparo de sus familiares. No era una persona de ciudad, como Nick, pero poseía un gran sentido común. Algo que funcionaba en todas partes.

Mientras terminaba el cruasán del desayuno, contempló la ciudad desde la ventana del hotel. Aún tenía algo importante que hacer. Visitar a su tío Mikhail, en su galería de arte, serviría para matar dos pájaros de un tiro. Además de saludarlo, y de saludar a su esposa, Sydney, era bastante probable que pudieran ayudarla a encontrar un piso o un apartamento.

Y, en todo caso, no estaría de más que dejara caer la noticia de que pretendía trabajar con Nick. Si lo sabían ellos, pronto lo sabría toda la familia.

Mientras se servía otra taza de café, pensó que no era un truco muy justo. Pero el amor no tenía por qué ser justo. Confiaba en su talento artístico; no obstante, no se sentía tan segura, ni mucho menos, en lo relativo a su habilidad para seducir a Nick.

Estaba segura de que, una vez que empezaran a trabajar juntos, dejaría de mirarla como si sólo fuera una prima pequeña de Virginia Occidental. Nunca podría competir con mujeres más exuberantes o agresivas, así que no tenía más opción que atacar directamente su corazón, a través del amor que compartían: la música.

A fin de cuentas, se dijo que lo hacía por su bien. Ella era la mujer de su vida, la mujer que necesitaba. Sólo tenía que lograr que lo comprendiera. Así que decidió actuar con rapidez y dejar de perder el tiempo. Se levantó de la mesa y corrió al dormitorio para vestirse.

Una hora más tarde, Freddie bajaba del taxi frente a la galería del neoyorquino barrio del Soho. No estaba segura de encontrar allí a su tío.

Cuando no estaba en la galería, Mikhail pasaba el tiempo en su casa de Connecticut, esculpiendo o jugando con sus hijos. Hasta era posible que estuviera ayudando a su padre en cualquier lugar de la ciudad.

Se encogió de hombros y empujó la puerta de cristal. Si no podía encontrar a Mikhail, iría a ver a Sydney a su despacho o intentaría localizar a Rachel en los juzgados. Y si tampoco lo conseguía, siempre podía ir al estudio de televisión para localizar a Bess. Tenía muchos familiares, y opciones para todos los gustos.

Lo primero que llamó su atención fue una de las obras de Mikhail. No la había visto hasta entonces, pero reconocía el tema y su sensibilidad. Se trataba de una escultura de Sydney, su esposa, en la que aparecía con un bebé en los brazos, Laurel, como si de una virgen se tratara. A los pies de la mujer, estaban los otros tres hijos que tenía con Mike. Freddie se inclinó y reconoció a sus primos, Griff, Moira y Adam. Incapaz de resistirse al impulso, acarició las figuras y pensó que un día, en el futuro, tendría sus propios hijos con Nick.

En aquel momento oyó la voz de Mikhail, que acababa de entrar en la parte delantera de la galería, procedente de la trastienda.

–¡No pienso esperar a que llegue el fax! Espera tú, si quieres. Yo tengo trabajo que hacer.

–Pero Mikhail… Washington ha dicho que…

–No me importa lo que digan. Tendrán tres obras, no más.

–Pero…

–He dicho que no –repitió.

Mikhail cerró la puerta a sus espaldas y murmuró algo en ucraniano, que Frederica comprendió perfectamente, mientras cruzaba la galería. Estaba tan absorto que no notó la presencia de su sobrina.

–Vaya idioma que utilizas, tío Mikhail.

–Freddie –rió al verla–. Qué sorpresa. ¿Cómo está mi encantadora sobrina?

–Encantada de estar aquí, y de verte.

Mikhail era un hombre muy atractivo, con los típicos ojos claros y el pelo rizado de los Stanislaski. A menudo había pensado que, si hubiera sabido pintar, habría inmortalizado a la rama ucraniana de la familia con trazos fuertes y colores vivos.

–Estaba admirando tu trabajo –continuó–. Es precioso.

–Es fácil crear algo bonito cuando se trabaja con algo bonito –declaró, mirando la escultura con profundo amor–. Bueno… así que has venido a la Gran Manzana.

Freddie lo tomó del brazo y empezaron a caminar por la galería, contemplando las obras.

–Sí, y tengo intención de trabajar con Nick.

–¿Con Nick? –preguntó, arqueando una ceja–. Supongo que para escribir las letras de sus canciones.

Mikhail era un hombre de mundo, y había comprendido de inmediato las intenciones ocultas de su sobrina.

–Exactamente. Formaremos un buen equipo, ¿no te parece?

–Sí, por supuesto –sonrió con malicia–. Pero recuerda que Nick puede llegar a ser muy obstinado. Y muy cabezota. Puedo darle un buen golpe si quieres.

Freddie sonrió.

–Espero que no sea necesario, pero lo recordaré por si necesito tu ayuda en el futuro.

La mirada de la joven cambió. De repente, se hizo algo más dura, y su tío comprendió que ya no era una niña.

–Soy muy buena, tío Mikhail. Llevo la música en la sangre, como tú llevas la escultura.

–Comprendo. Y cuando ves algo que quieres…

–Encuentro una forma de obtenerlo –declaró, aceptando su propia arrogancia, que también era de familia–. Quiero trabajar con Nick. Quiero ayudarlo. Y voy a hacerlo.

–¿Y qué quieres de mí?

–El apoyo de la familia, si llega a ser necesario. Aunque espero poder convencer a Nick antes –respondió, echándose el pelo hacia atrás–. Pero, de momento, sólo necesito ayuda para encontrar un piso. Pensé que la tía Sydney podía conocer algún lugar cerca del Lower the Boom.

–Es posible, aunque ya sabes que tenemos muchas habitaciones en casa. A los niños les encantaría, y a Sydney…

Mikhail se detuvo un momento al observar su expresión. Acto seguido, añadió:

–Le prometí a tu madre que lo intentaría, compréndelo. Natasha está preocupada.

–No tiene razones para estarlo. Tanto ella como mi padre hicieron un buen trabajo conmigo, y sé cómo cuidarme. Sólo necesito un sitio pequeño para vivir. Dile a Sydney que me llame al Waldorf. Si tiene tiempo, me gustaría comer con ella uno de estos días.

–Siempre tiene tiempo para ti. Todos lo tenemos, de hecho.

–Lo sé, e intentaré no molestaros demasiado. Quiero encontrar un sitio donde vivir cuanto antes. De lo contrario, la abuela se empeñará en que me vaya a vivir con ellos a Brooklyn. En fin… tengo que marcharme –se despidió con dos besos–. Ah, cuando hables con mi madre, dile que lo has intentado.

Freddie salió de la galería y paró un taxi. Pidió al conductor que la llevara al Lower the Boom y, pocos minutos después, bajó frente a la entrada de un edificio. La voz de Nick, que parecía dormido, se oyó a través del portero automático.

–¿Aún sigues en la cama? –preguntó la joven–. Te estás haciendo viejo, Nicholas.

–¿Freddie? ¿Qué hora es?

–Las diez, pero ¿eso qué importa? Déjame entrar. Tengo algo que me gustaría que vieras. Lo dejaré en la mesa que hay en la entrada.

–Espera un momento, ya bajo yo.

Freddie no se sentía capaz de soportar su visión, recién levantado y probablemente medio desnudo, así que dijo:

–No, no te molestes. De todas formas no tengo mucho tiempo. Abre la puerta y llámame más tarde para saber qué te parece.

–¿De qué se trata? –preguntó.

En lugar de contestar, Freddie entró en la casa, dejó la carpeta sobre la mesa y volvió a salir de nuevo.

–Siento haberte despertado –dijo al portero automático–. Si estás libre esta noche, podríamos cenar juntos. Hasta luego.

–Espera un momento…

Freddie no se detuvo a escuchar. Dio la vuelta y se dirigió hacia el taxi, que había estado esperando. Entró en el vehículo, suspiró y cerró los ojos. Si a Nick no le gustaba lo que había hecho, se encontraría como al principio.

Pero tenía que pensar de forma positiva, así que se cruzó de brazos y ordenó al conductor:

–A Saks, por favor.