El hombre de sus sueños - Nora Roberts - E-Book

El hombre de sus sueños E-Book

Nora Roberts

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Beschreibung

A Jackie MacNamara, escritora de novelas románticas, le habían dejado una casa para que pudiera acabar de escribir su último libro. Lo que desde luego no esperaba era que Nathan Powell, el dueño de la casa, apareciera allí. Lo único que Jackie tenía que hacer era convencer al obstinado Nathan Powell de que eran capaces de compartir el mismo techo y que los finales felices empezaban en casa. Y entre sus brazos...

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Seitenzahl: 276

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1989 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El hombre de sus sueños, n.º 69 - octubre 2017

Título original: Loving Jack

Publicada originalmente por Silhouette© Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2004

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises

Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-424-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 1

 

Jackie supo que estaba enamorada en cuanto vio la casa. Reconocía que se enamoraba fácilmente, no porque resultara fácil impresionarla, sino porque se abría de par en par a los sentimientos propios y a los ajenos.

Sentía que aquella casa atesoraba muchos sentimientos en su interior, aunque no todos ellos eran serenos. Eso era bueno. La completa serenidad habría estado muy bien para un día o dos, pero el aburrimiento habría terminado por ahogarla. Prefería los contrastes, los ángulos fuertes y los abultamientos arrogantes de los rincones, suavizados ocasionalmente por ventanas en curva y arcos inesperados y encantadores.

Las paredes pintadas de blanco brillaban a la luz del sol y contrastaban con un adorno de ébano. Aunque no creyera que el mundo era en blanco y negro, la casa parecía afirmar que aquellas dos fuerzas opuestas podían vivir juntas en armonía.

Las ventanas eran anchas y le daban la bienvenida a vistas del este y del oeste, mientras que las claraboyas dejaban entrar generosas porciones de sol. Las flores crecían abundantemente en el jardín lateral y en las macetas de terracota que había en los balcones. Jackie disfrutaba con el contrapunto de color que añadían, con su nota exótica y exuberante. Tendría que ocuparse de ellas, por supuesto, y muy continuamente si el calor se mantenía y seguía sin llover. No obstante, no le importaba ensuciarse, especialmente si había una recompensa al final.

A través de las puertas de cristal observó las aguas cristalinas de la piscina. También tendría que ocuparse de ella, pero, al igual que las macetas, ofrecía también sus recompensas. Ya se imaginaba sentada a su lado, observando la puesta de sol rodeada por todas partes del aroma de las flores. Sola. Eso suponía un pequeño revés, pero estaba dispuesta a aceptarlo.

Más allá de la piscina y del césped en pendiente estaba el canal de la costa atlántica. Sus aguas eran oscuras y misteriosas. En aquellos momentos, una lancha motora pasaba por allí. Jackie descubrió que le gustaba el sonido que hacía, ya que significaba que había personas lo suficientemente cerca como para poder tener contacto humano, aunque no tanto como para interferir.

Los canales le recordaban a Venecia y a un mes especialmente agradable que pasó allí durante su adolescencia. Se había montado en góndolas y había flirteado con hombres de ojos oscuros. Florida en la primavera no era tan romántica como Italia, pero le agradaba.

—Me encanta.

Se dio la vuelta para observar la soleada y amplia sala. Había unos sofás de color tostado colocados sobre una alfombra azul acero. El resto de los muebles eran de elegante ébano y se inclinaban más hacia lo masculino. Jackie aprobó su fuerza y estilo. Casi nunca desperdiciaba el tiempo buscando defectos y estaba dispuesta a aceptarlos cuando los encontraba. Sin embargo, aquella casa y todo lo relacionado con ella rayaba en la perfección.

Sonrió al hombre que estaba apoyado con actitud relajada sobre la chimenea de mármol blanco, que habían limpiado y que, en aquellos momentos, albergaba un helecho en maceta. Los pantalones y la camisa de aspecto tropical del hombre parecían haberse elegido precisamente para posar de aquella manera. Conociendo a Frederick Q. MacNamara como lo conocía, estaba segura de que había sido así.

—¿Cuándo puedo mudarme?

La sonrisa de Fred le iluminó un rostro redondo y juvenil.

—Esa es mi Jack, siempre dejándose llevar por los impulsos.

Tenía el cuerpo también redondeado, aunque no obeso, sino bastante firme. El ejercicio favorito de Fred era levantar la mano, bien para llamar a un taxi o a un camarero. Se acercó a Jackie con una elegancia lánguida que antes había fingido, pero que había pasado a formar parte intrínseca de su personalidad.

—Ni siquiera has visto la planta de arriba.

—Ya la veré cuando deshaga las maletas.

—Jack, quiero que estés segura —dijo Fred, golpeándole suavemente la mejilla, como primo más maduro y experimentado hacia la joven bala perdida. Ella no se ofendió—. No me gustaría que te arrepintieras dentro de un par de días. Después de todo, se trata de que vivas sola en esta casa durante tres meses.

—Tengo que vivir en alguna parte —repuso ella, gesticulando con la palma extendida de una mano tan esbelta y delicada como ella. El oro y las piedras coloreadas relucían en cuatro dedos, señal de su gusto por lo hermoso—. Si voy a ponerme a escribir en serio, debo estar sola. Dado que no creo que quisiera una buhardilla, ¿por qué no voy a quedarme a vivir aquí?

Se detuvo por un instante. Nunca servía de nada mostrarse demasiado informal con Fred, a pesar de que era su primo. No es que no experimentara una profunda simpatía por él. Jackie siempre había sentido debilidad por Fred, aunque sabía que tenía por costumbre no ser especialmente honrado en sus tratos.

—¿Estás seguro de que puedes subarrendármela?

—Por supuesto —respondió él, con voz tan suave como su rostro. Todas las arrugas que Fred pudiera tener estaban cuidadosamente camufladas—. El dueño solo la utiliza durante el invierno y muy esporádicamente. Prefiere tener a alguien viviendo en la casa, que esté vacía. Le dije a Nathan que me la quedaría hasta noviembre, pero luego me surgió ese asunto en San Diego y no puedo posponerlo. Ya sabes cómo son las cosas, cielo.

Claro que lo sabía. Con Fred, la expresión «un asunto repentino» normalmente significaba que estaba tratando de evitar a un marido celoso o a la justicia. A pesar de un aspecto no demasiado atractivo, siempre tenía problemas con lo primero y ni siquiera un apellido influyente podía protegerlo siempre de la segunda.

Jackie debería haberse mostrado más cautelosa, pero nunca lo era. Además, el aspecto y el ambiente de la casa la habían cegado por completo.

—Si el dueño quiere que la casa esté ocupada, yo estoy encantada de ayudarlo a cumplir sus deseos. Vamos a firmar el contrato, Fred. Quiero deshacer las maletas y pasarme un par de horas en la piscina.

—Si estás segura —replicó Fred, a pesar de que ya estaba sacándose un papel del bolsillo—. Después no quiero una escena, como la vez que me compraste el Porsche.

—Se te olvidó decirme que la transmisión estaba pegada con pegamento.

—Hay que dejar que el comprador tome sus precauciones —comentó Fred mientras le entregaba un bolígrafo plateado.

Jackie sintió una repentina trepidación. Después de todo, aquel era su primo Fred. Fred, el de los tratos fáciles y el de las inversiones que no pueden fallar. En aquel momento, un pájaro llegó volando al jardín y comenzó a cantar. Jackie lo tomó como una premonición y firmó el contrato con una rúbrica firme y fluida antes de sacar la chequera.

—¿Mil dólares al mes durante tres meses?

—Más quinientos de fianza —añadió Fred.

—Bien —dijo Jackie. Suponía que era una suerte que su querido primo Fred no le cobrara también una comisión—. ¿Me vas a dejar el número de teléfono, la dirección o algo para que me pueda poner en contacto con el dueño si es necesario?

Fred se quedó perplejo durante un instante. Entonces, esbozó una sonrisa, la típica sonrisa de los MacNamara, encantadora e inocente.

—Ya le he hablado del cambio. No te preocupes de nada, cielo. Él se pondrá en contacto contigo.

—Bien —repuso Jackie. No quería preocuparse por los detalles. Era primavera y tenía una nueva casa y un nuevo proyecto. Los comienzos eran lo mejor del mundo—. Me ocuparé de todo —añadió, mientras acariciaba suavemente una gran urna china. Decidió que empezaría poniendo flores en ella—. ¿Te vas a quedar esta noche, Fred?

Ya tenía el cheque en el bolsillo. Resistió el impulso de golpeárselo suave y cariñosamente.

—Me encantaría quedarme para que me contaras algún chisme de la familia, pero, dado que ya tenemos todo cuadrado, creo que sería mejor que tomara el primer vuelo para marcharme a San Diego. Además, tú tendrás que ir al mercado enseguida, Jack. En la cocina tienes algunas cosas, pero no demasiado —comentó. Mientras hablaba, se dirigía hacia un montón de maletas—. Tienes las llaves encima de la mesa. Que te diviertas.

—Lo haré —respondió Jackie. Cuando Fred tomó sus maletas, se acercó a la puerta para abrírsela. Había sido sincera al invitarlo a pasar la noche, aunque también lo era cuando se alegraba de que Fred la hubiera rechazado—. Gracias, Fred. Te lo agradezco mucho.

—El placer es mío, cielo —dijo, al tiempo que le daba un beso—. Dale recuerdos a la familia cuando hables con ellos.

—Lo haré. Que tengas buen viaje, Fred.

Observó que su primo se dirigía a un largo y estiloso descapotable. Era blanco, como el traje que Fred llevaba. Después de guardar las maletas, se colocó tras el volante y saludó con la mano. Se marchó inmediatamente.

Jackie volvió a entrar en la casa y se abrazó a sí misma. Estaba sola, completamente sola. Por supuesto, no era la primera vez. Tenía veinticinco años y había hecho viajes y se había tomado vacaciones en solitario, tenía su apartamento y su propia vida. Sin embargo, cada vez que empezaba con algo nuevo, era una nueva aventura para ella.

Desde aquel día… Por cierto, ¿qué día era? ¿Veinticinco o veintiséis de marzo? Sacudió la cabeza. No importaba. Desde aquel día, comenzaba una nueva carrera. Jacqueline R. MacNamara, novelista.

Le pareció que sonaba muy bien. Lo primero que iba a hacer era desempaquetar su ordenador portátil y comenzar el primer capítulo. Con una carcajada, tomó la bolsa del ordenador y la más pesada de las maletas y comenzó a subir la escalera.

 

 

No le llevó mucho tiempo acostumbrarse al sur, a la casa y a su nueva rutina. Se levantaba temprano y disfrutaba de la tranquilidad de la mañana con un zumo y una tostada. Su velocidad a la hora de escribir en su ordenador mejoró con la práctica y, después del tercer día, el teclado echaba chispas. Se tomaba una pausa a media mañana para darse un chapuzón en la piscina, tumbarse al sol y pensar en la siguiente escena o giro argumental.

Se bronceaba rápida y fácilmente. Era un don que Jackie siempre había atribuido a su bisabuela italiana, que había supuesto la nota exótica en la sangre irlandesa de los MacNamara. El color de su piel le agradaba. Casi siempre se acordaba de aplicarse cremas faciales e hidratantes, tal y como su madre le había aconsejado. «Una piel bonita y una buena estructura ósea constituyen la belleza, Jacqueline. No se trata del estilo, de la moda ni de un buen maquillaje», le decía con frecuencia su progenitora.

Jackie tenía una piel hermosa y una buena estructura ósea, aunque hasta su madre tenía que reconocer que jamás sería una verdadera belleza. Era bonita, de un modo fresco y saludable. Sin embargo, tenía el rostro triangular en vez de ovalado y la boca grande y no de pitiminí. Sus ojos eran también demasiado grandes y eran de color castaño, de nuevo por su herencia italiana. No había heredado los tonos verdes o azules que dominaban en los ojos del resto de la familia. También tenía el cabello castaño. Durante su adolescencia, había experimentado con baños de color y mechas, a menudo avergonzando así a su madre, pero finalmente se había contentado con lo que Dios le había dado. Incluso le había empezado a gustar.

El hecho de que se rizara solo significaba que no tenía que pasar mucho tiempo en salones de belleza. Lo llevaba corto, de modo que su volumen y rizos naturales le daban la apariencia de un halo alrededor de su rostro.

Le gustaba la longitud que tenía su cabello por los baños que se daba en la piscina por la tarde. Solo le hacía falta sacudírselo un poco y peinárselo con los dedos para hacerlo recuperar su estilo casual.

Se tomaba cada mañana tal y como venía, tirándose de cabeza a la piscina nada más levantarse y luego también por la tarde. Después de tomarse un almuerzo rápido, regresaba al ordenador y trabajaba hasta última hora de la tarde. A continuación, unas veces jugaba en el jardín o se sentaba en la terraza para leer o ver pasar los barcos. Si el día había sido particularmente productivo, se daba el capricho de meterse en el jacuzzi y dejaba que el agua burbujeante y el agradable calor del cubículo de cristal le produjeran un agradable sopor.

Cerraba con llave la casa más por el dueño que por su propia seguridad. Se metía en la cama todas las noches con una mezcla de perfecta tranquilidad y de excitación por lo que pudiera depararle el día siguiente.

Cuando pensaba en Fred, sonreía. Después de todo, tal vez su familia se equivocaba sobre él. Era cierto que en más de una ocasión había engañado a un pariente demasiado ingenuo para terminar dejándolo en la estacada. Sin embargo, a ella le había hecho un gran favor cuando le sugirió la casa de Florida. En la noche del tercer día, cuando Jackie se introducía entre los remolinos del jacuzzi, pensó en enviarle a su primo Fred unas flores. Le debía una.

 

 

Estaba agotado y muy contento de haber llegado por fin a casa. La última etapa del viaje le había parecido interminable. Volver a estar sobre suelo norteamericano después de seis meses no había sido suficiente. Cuando Nathan aterrizó en Nueva York, había sentido el primer aguijonazo de la impaciencia. Estaba en casa, aunque no del todo. Por primera vez en muchos meses, se permitió pensar en su propia casa, en su cama. En su santuario privado.

A continuación, había tenido que sufrir una hora de retraso que lo había dejado vagabundeando por el aeropuerto y apretando los dientes. Ni siquiera cuando por fin estuvo en el avión había podido dejar de mirar el reloj para ver lo que le faltaba para llegar a casa.

El aeropuerto de Fort Lauderdale aún no era su hogar. Se había pasado un largo y duro invierno en Alemania y estaba más que harto del encanto de la nieve y de los carámbanos. El cálido y húmedo aire y las palmeras solo consiguieron enojarlo un poco más. Aún no había llegado.

Había hecho que le llevaran su coche al aeropuerto. Cuando por fin se deslizó en su interior, volvió a sentirse él mismo. El largo vuelo de Francfort a Nueva York ya no importaba. Los retrasos y la impaciencia habían quedado olvidados. Estaba detrás del volante de su vehículo y veinte minutos más tarde estaría aparcando frente a su casa. Cuando se fuera a la cama aquella noche, lo haría entre sus propias sábanas, recién lavadas y colocadas sobre la cama por la señora Grange. Fred MacNamara le había asegurado que la mujer tendría la casa lista para su llegada.

Nathan sintió remordimientos por la actitud que había tenido hacia Fred. Sabía que lo había apremiado demasiado para que se marchara de la casa antes de su llegada, pero, después de seis meses de intenso trabajo en Alemania, no estaba de humor para tener un invitado en la casa. Tendría que asegurarse de que se ponía en contacto con él para darle las gracias por cuidar de su hogar. Así había resuelto multitud de problemas con una mínima cantidad de esfuerzo. En lo que se refería a Nathan, cuantos menos contratiempos, mejor. Por eso, le debía mucho a Fred MacNamara.

Mientras metía la llave en la cerradura, decidió que se pondría en contacto con él dentro de unos días. Después de haber dormido durante veinticuatro horas y de haberse abandonado a la pereza.

Abrió la puerta y encendió las luces. Se limitó a mirar a su alrededor. Su casa. Resultaba tan agradable estar en su hogar, en la casa que había diseñado y construido, entre los objetos que había escogido a su gusto y para su propia comodidad.

Su casa. Estaba exactamente tal y como… No. Rápidamente se dio cuenta de que no estaba tal y como él la había dejado. Se frotó los ojos y volvió a examinar el salón. Su salón.

¿Quién había colocado el Ming junto a la ventana y había puesto dentro unos iris? ¿Por qué estaba el bol Meissen en la mesa y no en la estantería? Frunció el ceño. Era un hombre muy meticuloso y veía al menos una docena de objetos que no estaban en su sitio.

Tendría que hablar con la señora Grange al respecto, aunque no iba a permitir que aquello estropeara el placer que le producía estar en casa.

Resultaba muy tentador dirigirse a la cocina y servirse una bebida tonificante y fría, pero Nathan creía en lo de hacer las cosas por su orden. Tomó sus maletas y se dirigió a la planta superior, gozando con cada momento de tranquilidad y soledad.

Cuando encendió las luces de su dormitorio, se detuvo en seco. Muy lentamente, dejó las maletas sobre el suelo y se dirigió a la cama. No estaba preparada para que él se acostara, sino que parecía haber sido hecha de mala manera. La cómoda, la Chippendale que había adquirido en Sotheby’s hacía cinco años, estaba llena de frascos y botellas. Un ligero olor flotaba en el aire, no solo procedente de las rosas que estaban colocadas en el Waterford, que a su vez debía estar en el armario del comedor. Era un aroma a mujer. Polvos, loción y aceite de baño. No era fuerte ni abrumador, sino más bien ligero e impertinente. Entornó los ojos cuando vio un retazo de color sobre la colcha de la cama. Cuando lo tomó entre los dedos, se dio cuenta de que eran unas braguitas casi microscópicas.

¿Serían de la señora Grange? La idea resultaba completamente irrisoria. La corpulenta señora Grange no podría meter ni una pierna en aquella minúscula prenda. Si Fred había tenido una invitada… Nathan examinó las braguitas a la luz. Suponía que podía tolerar que Fred hubiera tenido compañía, pero no en su dormitorio. Además, ¿por qué diablos no había recogido sus cosas antes de marcharse?

De repente, se lo imaginó todo. Tal vez fue el arquitecto que había en él lo que le permitió llegar a aquel espacio en blanco. Se imaginó a una mujer alta, esbelta, sensual, algo ruidosa y atrevida. Probablemente sería pelirroja, con la boca muy grande y muchas ganas de fiesta. Se alegraba por Fred, pero se había acordado de que la casa tenía que estar vacía y en orden para cuando Nathan regresara.

Echó un último vistazo a los frascos que había encima de la cómoda. Haría que la señora Grange se deshiciera de ellos. Sin pensar, se metió el minúsculo trozo de nailon en el bolsillo y salió del dormitorio para ver qué más estaba como no debería estar.

 

 

Jackie, con los ojos cerrados y la cabeza reposando sobre el borde del jacuzzi, estaba canturreando en voz baja. Había sido un día particularmente bueno. El hilo argumental de la novela se plasmaba en la pantalla del ordenador con tanta facilidad que resultaba casi aterrador. Se alegraba de haber escogido el Oeste como el lugar en el que se desarrollaban los hechos, en la vieja Arizona, desolada y polvorienta. Era el trasfondo adecuado para el obstinado protagonista y la ingenua y timorata heroína. Ya se encontraban caminando por la ardua carretera del romance, aunque no creía que lo supieran todavía.

Le encantaba la idea de haber situado la novela en el siglo XIX. Por supuesto, el argumento estaba cuajado de peligro y aventura a cada paso. La protagonista, que se había criado en un convento, estaba pasando por un momento muy difícil, aunque estaba saliendo adelante. Era fuerte. Jackie no podría haber escrito jamás sobre una mujer débil aunque hubiera tenido que hacerlo.

En cuanto al protagonista… solo pensar en él la hacía sonreír. Lo veía perfectamente, como si hubiera saltado de su imaginación para meterse en la bañera con ella. Aquel cabello oscuro y espeso, que relucía al sol cuando se quitaba el sombrero, lo suficientemente largo como para que una mujer pudiera agarrar un puñado. El cuerpo esbelto y firme de montar a caballo, tostado por el sol y cubierto de cicatrices causadas por los problemas de los que jamás lograba alejarse.

Se le veía en el rostro, esbelto y anguloso, que a menudo se veía ensombrecido por la barba que no se molestaba en afeitarse. Tenía una boca que sabía sonreír y acelerar los latidos del corazón de una mujer. Sin embargo, si se tensaba podía hacer temblar de miedo a un hombre. Sus ojos… Sus ojos eran una maravilla. Grises y enmarcados por largas y oscuras pestañas, algo arrugados en el ángulo externo de entrecerrarlos bajo el sol de Arizona. Firme y duro cuando apretaba el gatillo, ardiente y apasionado cuando poseía a una mujer.

Todas las féminas de Arizona estaban enamoradas de Jake Redman. Jackie se alegraba de estar también algo enamorada de él. ¿Acaso no lo convertía en un ser más real aquel detalle? Si ella podía verlo tan claramente y experimentar hacia él unos sentimientos tan intensos, ¿no significaba que estaba haciendo bien su trabajo? Jake no era un buen hombre, al menos no del todo. La protagonista femenina tendría que pulir aquel diamante en bruto, al tiempo que debería aceptar los escollos con los que se encontrara por el camino. Él compensaría a Sarah Conway por todos sus esfuerzos. Jackie se moría de ganas de volver a sentarse con ellos para poder mostrarles lo que iba a ocurrir a continuación. Si se concentraba lo suficiente, casi podía oír la voz de Jake…

—¿Qué diablos está haciendo aquí?

Aún presa de su ensoñación, Jackie abrió los ojos y contempló el rostro de su imaginación. ¿Jake? Se preguntó si el agua cálida del jacuzzi le habría reblandecido el cerebro. Jake no llevaba trajes ni corbatas, pero reconocía perfectamente aquella mirada de enojo. Se quedó boquiabierta y lo miró fijamente.

Tenía el cabello más corto, pero no mucho. Además, la sombra de la barba estaba presente en su rostro. Se frotó los ojos con los dedos y se los llenó de agua, por lo que tuvo que parpadear. Él seguía allí, un poco más cerca.

—¿Estoy soñando?

Nathan entornó los ojos. No era la rebelde pelirroja que se había imaginado, sino una morena muy mona y de ojos muy dulces. Fuera lo que fuera, no debía estar en aquella casa.

—Está usted cometiendo allanamiento de morada. ¿Quién diablos es usted?

La voz… Incluso la voz era la adecuada. Jackie sacudió la cabeza y trató de serenarse. Estaban en el siglo XXI y, por muy reales que parecieran sus personajes sobre el papel, no cobraban vida ataviados con trajes de quinientos dólares. Lo que estaba ocurriendo en realidad era que estaba a solas con un desconocido y en una situación muy delicada. Se preguntó cuánto sería capaz de recordar de su curso de kárate. Entonces, cuando miró los anchos hombros de aquel hombre, decidió que no iba a ser suficiente.

—¿Quién es usted? —preguntó. El miedo le dio a su voz un cierto tono altivo del que su madre habría estado muy orgullosa.

—Es usted la que tiene que responder las preguntas —replicó él—, pero mi nombre es Nathan Powell.

—¿El arquitecto? Oh, admiro tanto su trabajo… He visto el Ridgeway Center en Chicago y… —dijo Jackie. Empezó a levantarse, pero, al recordar que no se había molestado en ponerse un traje de baño, se volvió a sentar otra vez—. Tiene usted un maravilloso gusto para combinar el sentido estético con el práctico.

—Gracias. Ahora…

—¿Qué está usted haciendo aquí?

Él volvió a entornar los ojos. Por segunda vez, Jackie vio algo de su pistolero reflejado en ellos.

—Esa pregunta debería hacerla yo. Esta es mi casa.

—¿Su casa? Entonces, ¿usted es el Nathan de Fred? —preguntó. Aliviada, sonrió—. Bueno, eso lo explica todo.

Cuando sonrió, le apareció un hoyuelo en la comisura de los labios. Nathan lo notó y decidió no prestarle atención. Él era un hombre muy metódico y los hombres metódicos no regresaban a casa y se encontraban a una desconocida en su jacuzzi.

—Para mí no. Voy a repetirle la pregunta. ¿Quién diablos es usted?

—Oh, lo siento. Soy Jack —respondió ella. Al ver que Nathan levantaba una ceja, sonrió y le tendió la mano—. Jackie… Jacqueline MacNamara. La prima de Fred.

Nathan observó la mano y el brillo de las joyas que llevaba en los dedos, pero no se la estrechó. Tenía miedo de que, si lo hacía, podría tirar de ella hasta hacerla salir del jacuzzi.

—¿Por qué está usted bañándose en mi jacuzzi y durmiendo en mi cama, señorita MacNamara?

—¿Es esa su habitación? Lo siento. Fred no me dijo cuál podía utilizar, así que me instalé en la que más me gustó. Él está en San Diego, ¿sabe?

—Me importa un bledo dónde esté —dijo Nathan. Siempre había sido un hombre muy paciente. Al menos, eso era lo que siempre había creído. Sin embargo, en aquellos momentos se estaba dando cuenta de que no tenía paciencia ninguna—. Lo que quiero saber es por qué está usted en mi casa.

—Bueno, se la subarrendé a Fred. ¿Es que no se lo dijo?

—¿Que usted qué?

—Mire, resulta algo difícil hablar con el ruido de este motor. Espere —le pidió Jackie. A continuación, extendió la mano, pero no llegó a apretar el botón que desconectaba el mecanismo de la bañera—. Yo… Bueno, no estaba esperando a nadie, así que no estoy vestida para recibir. ¿Le importaría…?

Nathan miró automáticamente los remolinos del agua y vislumbró la suave curva del pecho de la joven.

—Estaré en la cocina. Dese prisa.

Cuando se encontró a solas, Jackie lanzó un suspiro.

—Creo que Fred me la ha vuelto a jugar —murmuró, mientras salía de la bañera y se secaba.

 

 

Mientras esperaba, Nathan se preparó un gin-tonic. En lo que se refería a las bienvenidas a casa, aquella dejaba mucho que desear. Tal vez habría hombres que se hubieran llevado una agradable sorpresa al regresar a casa después de un proyecto agotador y encontrarse a una mujer desnuda. Desgraciadamente, él no era uno de ellos. Tomó un trago de su bebida y se reclinó contra la encimera. Suponía que era cuestión de ir paso a paso. El primero sería deshacerse de Jacqueline MacNamara.

—¿Señor Powell?

Se dio la vuelta y la vio entrar en la cocina. Aún estaba algo mojada. Notó que tenía las piernas largas, muy largas, y ligeramente bronceadas. Un albornoz la cubría hasta los muslos. El cabello se le rizaba en torno al rostro como si se tratara de un halo. Los rizos húmedos acentuaban unos ojos oscuros y grandes. Estaba sonriendo y el hoyuelo había vuelto a hacer acto de presencia. Nathan no estaba seguro de que le gustara. Cuando aquella mujer sonreía, parecía capaz de venderle a un hombre una parcela en las tierras pantanosas de Florida.

—Parece que vamos a tener que hablar con su primo.

—Fred —dijo Jackie, asintiendo sin dejar de sonreír. Entonces, tomó asiento sobre uno de los taburetes que flanqueaban la barra de desayuno. Había decidido permanecer totalmente tranquila y relajada. Si aquel hombre pensaba que ella estaba nerviosa o insegura de su posición… No estaba segura, pero le parecía que se encontraría muy pronto en el exterior de la casa, con su equipaje en la mano—. Es un personaje, ¿verdad? ¿Cómo lo conoció?

—A través de una amiga mutua —respondió él—. Yo tenía un proyecto en Alemania que me iba a mantener alejado del país durante varios meses. Necesitaba que alguien cuidara de la casa y me lo recomendaron. Como yo conocía a su tía…

—Patricia, Patricia MacNamara. Es mi madre.

—No. Adele Lindstrom.

—Oh, la tía Adele… Es la hermana de mi madre. Es una mujer encantadora.

—Yo trabajé con Adele brevemente en el proyecto de revitalización de Chicago. Por el vínculo y la recomendación, decidí que Fred se ocupara de la casa mientras yo estaba fuera.

Jackie se mordió el labio inferior. Fue la primera vez que demostró que estaba nerviosa, aunque ella misma no se percató.

—¿No se la estaba alquilando?

—¿Alquilándomela? Por supuesto que no.

Nathan vio que la joven había empezado a hacerse girar los anillos en los dedos. Se advirtió que no debía implicarse. Tenía que decirle que recogiera sus cosas y se marchara de allí. No quería explicaciones ni disculpas. Así, podría acostarse en cuestión de minutos.

—¿Es eso lo que le dijo?

—Supongo que es mejor que le cuente toda la historia. ¿Podría tomar uno de esos?

Cuando ella le indicó el vaso, estuvo a punto de disculparse. Se le habían inculcado los buenos modales y se sintió muy molesto por haber pasado aquel detalle por alto, aunque ella no fuera una invitada. Sin responder, preparó otra bebida y tomó asiento enfrente de ella.

—Le agradecería que pudiera condensar toda la historia para que pudiera contarme solo lo más importante.

—Está bien —dijo ella. Tomó un sorbo de la copa, como para darse fuerzas—. Fred me llamó la semana pasada. Se había enterado por mi familia de que yo estaba buscando un lugar en el que alojarme durante unos meses, una casa tranquila donde pudiera trabajar. Yo soy escritora —explicó, con el orgullo audaz de quien se lo cree realmente. Al ver que aquel comentario no provocaba respuesta alguna, tomó otro sorbo de la copa—. Bueno, Fred me dijo que tenía una casa que podría gustarme. Me dijo que la tenía alquilada y me contó cómo era. Yo me moría de ganas de verla. Es un lugar muy hermoso, tan bien diseñado… Ahora que sé quién es usted, veo por qué… La fuerza y el encanto de la estructura, la amplitud de los espacios… Si no hubiera estado tan centrada en lo que estaba haciendo, habría reconocido su estilo inmediatamente. Estudié arquitectura durante un par de semestres en Columbia con LaFont.

—Todo eso resulta fascinante. Estoy seguro de que… ¿Ha dicho LaFont?

—Sí. Es maravilloso, ¿verdad? Tan pomposo y tan seguro de su propia valía.

Nathan frunció el ceño. Él había estudiado con LaFont hacía una eternidad, o por lo menos eso le parecía. Sabía muy bien que el famoso arquitecto solo aceptaba a los estudiantes más prometedores. Abrió la boca y la volvió a cerrar. No iba a consentir que ella lo desviara del tema principal.

—Regresemos a su primo, señorita MacNamara.

—Jackie —dijo ella, con una deslumbrante sonrisa—. Bueno, si no hubiera tenido tantas ganas de instalarme, probablemente le habría dicho que no, pero, en cuanto la vi, comprendí que esta era la casa que estaba buscando. Él me dijo que tenía que marcharse a San Diego inmediatamente por un asunto de negocios y que el propietario, es decir, usted, no quería que la casa estuviera vacía en su ausencia. Supongo que no la utiliza solo en invierno y muy esporádicamente, ¿verdad?

—No —respondió Nathan. Se sacó un cigarrillo del bolsillo. Había conseguido fumar solo diez al día, pero las circunstancias mandaban—. Vivo aquí todo el año, a excepción de cuando debo marcharme por un proyecto. Le pedí a Fred que viviera aquí durante mi ausencia, pero lo llamé hace dos semanas para decirle cuándo iba a llegar. Tenía que ponerse en contacto con la señora Grange y dejarle a ella su nueva dirección.

—¿La señora Grange?

—El ama de llaves.

—No mencionó a ninguna ama de llaves.

—¿Por qué no me sorprende eso? —murmuró Nathan. Se terminó su bebida de un trago—. Eso nos lleva al por qué está usted aquí.

—Firmé un contrato por tres meses y le extendí a Fred un cheque para pagarle el alquiler por adelantado, además de una fianza.

—Es una pena que no firmara ese contrato con el dueño —repuso él. No se apiadaría de ella. Ni hablar.

—Lo hice con su representante. Al menos, con quien yo creía que era su representante —se corrigió—. Mi primo Fred puede ser muy astuto… Mire, señor Powell, Nathan, resulta evidente que Fred nos ha engañado a los dos, pero debe de haber algún modo de solucionar este asunto. En cuanto a los tres mil quinientos dólares…

—¿Tres mil quinientos? —preguntó Nathan—. ¿Le ha pagado tres mil quinientos dólares?

—Me pareció razonable —susurró ella—. Esta casa es muy hermosa. Además, tiene piscina, solárium… Bueno, supongo que con la ayuda de mi familia lograré recuperar al menos una parte. Tarde o temprano… Sin embargo, el verdadero problema es cómo solucionar esta situación.

—¿A qué situación se refiere?

—Al hecho de que tú estés aquí y yo esté aquí.

—Eso no es ningún problema —replicó él, tras apagar el cigarrillo. No había razón alguna por la que tuviera que sentirse culpable de que ella hubiera perdido su dinero—. Le puedo recomendar un par de excelentes hoteles.

Jackie volvió a sonreír. Estaba segura de que Nathan podría recomendárselos, pero aquello no significaba que ella tuviera intención de marcharse a uno de ellos. El hoyuelo seguía presente, pero, si Nathan se fijara un poco más, se habría dado cuenta de que los ojos pardos de la joven se habían endurecido.

—Eso resolvería tu parte del problema, pero no la mía. Yo he alquilado esta casa.

—El contrato que tiene es un trozo de papel inútil.

—Posiblemente. ¿Has estudiado alguna vez Derecho? Cuando estuve en Harvard…

—¿En Harvard?