El Tesoro Caido del Cielo - Jose Miguel Rodriguez Calvo - E-Book

El Tesoro Caido del Cielo E-Book

Jose Miguel Rodriguez Calvo

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Resumen En Ribeville, pequeño poblado de la región de "La Beauce", el Padre Bertrand, sacerdote de la parroquia descubre una caja llena de oro, caída del techo de su sacristía. Va a disimularla en el interior de un sarcófago de la vieja cripta de su iglesia. A partir de ese momento, su vida va exhaustivamente a transformarse y seguir perniciosos y sorprendentes senderos.

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Esta novela es una ficción. Cualquier parecido con hechos reales, existiendo o habiendo existido, sería sólo casualidad fortuita y pura. Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público.

© 2021 Jose Miguel Rodriguez Calvo

Éditeur : BoD - Books on Demand GmbH

12-14 rond-point des Champs-Élysées, 75008 Paris

Impression: Books on Demand GmbH, Norderstedt, Allemagne

ISBN: 9782322418336

Dépôt légal : Octobre 2021

«Para nuestros Angelitos»

Resumen

En Ribeville, pequeño poblado de la región de "La Beauce", el Padre Bertrand, sacerdote de la parroquia descubre una caja llena de oro, caída del techo de su sacristía.

Va a disimularla en el interior de un sarcófago de la vieja cripta de su iglesia.

A partir de ese momento, su vida va exhaustivamente a transformarse y seguir perniciosos y sorprendentes senderos.

Inhaltsverzeichnis

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

1

Ribeville, región de la Beauce (Francia) octubre de 1951

— ¡Ostias, Que pasó!

Exclamó el Padre Bertrand, párroco de la modesta parroquia, ubicada en la extendida y próspera región agrícola, de la cercana capital gala.

— ¡Perdón Señor, perdón! Prosiguió santiguándose con apresuramiento y nerviosismo, repetidas veces.

Un espantoso ruido surgido de la sacristía, la cual estaba cerrando, lo hizo sobresaltar.

el Padre Bertrand, acababa de celebrar la misa dominical, y habiéndose despejado de sus hábitos litúrgicos, se preparaba a marchar, al pueblo siguiente, para proceder a ofrecer de nuevo la eucaristía.

Abrió con dificultad la puerta, y lo que vio lo dejó atónico. Casi la mitad del techo, de la modesta sala, acababa de derrumbarse sobre el más que centenario suelo de gres rojo, envolviendo por completo en una espesa nube de polvo, toda la sala. Y en medio de los escombros, se encontraba una caja de madera a mitad reventada.

El Padre Bertrand, tambaleándose, penetró con temor hasta el fondo de la sacristía, y llegó a la ventana que se apresuró en abrir por completo.

Un buen rato después, el polvo poco a poco acabó despejándose.

El sacerdote entonces se acercó a la caja, y sobresaltó de estupor, ya que esta rebosaba de monedas y de lingotes de oro. El padre retiró cuidadosamente con su dedo el polvo que cubría uno de ellos y percibió las marcas.

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— ¡Dios mío, oro puro!

Exclamó con asombro, el sacerdote, llevándose las manos a la cabeza.

Una larga cincuentena de lingotes de un kilo, y una multitud de monedas de oro se habían expandido entre los escombros, por toda la sala.

— ¿Señor, cómo es posible? De dónde proviene todo esto?

El sacerdote aterrado, no acababa de creerse lo que estaba viendo. Una vieja caja de madera, llena de oro, una verdadera fortuna, acababa de caer del techo de su sacristía.

Inmediatamente, se precipitó adentro de la iglesia, para contarle a alguien de lo ocurrido, pero ya no permanecía nadie en ella, esta se encontraba vacía por completo. El último de los feligreses además de sus dos monaguillos, se habían marchado.

Permaneció inmóvil un buen rato, sin saber que hacer, entonces regresó de nuevo a la sacristía, con el aliento cortado, el corazón desbocado y las piernas temblorosas que a duras penas lo sostenían.

El Padre Bertrand, de treinta y seis años, natural del cercano pueblo de "Auneau", situado a unos sesenta kilómetros al suroeste de París, oficiaba en tres parroquias cercanas, ya que había escasez de sacerdotes en esa tumultuosa época, justo después de la guerra. En la diócesis de Chartres, el obispo le había asignado esta pesada tarea que cumplía con empeño y dedicación, celebrando las tres misas dominicales, además de todos los bautizos, comuniones, matrimonios y entierros, dejándole escasos ratos de descanso, que dedicaba con gran deleite y placer, a su pequeño huerto de Ribeville, donde se albergaba.

El joven clérigo era un hombre sencillo, amable y afable, hijo único de una pareja de humildes campesinos, muy creyentes, que habían tenido que desempeñar un esfuerzo descomunal para pagarle sus estudios en el Instituto Católico de París. Había atravesado su dulce infancia en la modesta granja de sus padres en la comuna de "Auneau", donde había seguido su educación primaria, antes de integrar el famoso instituto parisino.

Nacido en mil novecientos quince, justo después de la gran guerra, fue movilizado en 1940 como capellán, pero la debacle del ejército francés hizo que regresara rápidamente a sus feligreses, para los cuales era más útil.

De hecho, la mitad del país que había sido ocupado por el ejército alemán en escasas semanas, al no haber encontrado la más mínima resistencia, hizo que Francia estuviera separada en dos por la conocida “Línea de demarcación” cuando el mariscal Pétain solicitó el armisticio.

Y por supuesto, su parroquia, como toda la región, permanecía completamente en zona ocupada.

Sin embargo, ni el ejército francés conocido en ese momento como el mejor del mundo, ni las famosas fortificaciones de la afamada "Línea Maginot" que permitiría la inviolabilidad del territorio nacional, pudieron contener los ejércitos del "Tercer Reich", al norte, o las tropas italianas al sur, durante "La batalla de Francia".

La Línea Maginot fue diseñada originalmente para proteger la frontera con Alemania, porque en esos momentos, Bélgica e Italia eran aliados y España era neutral.

Sin embargo, "Benito Mussolini" llegado a la cúpula del gobierno italiano en octubre de 1922, no ocultó de inmediato, sus intenciones de acapararse de los ricos territorios de Saboya y Niza, mientras que Bélgica y Suiza se consideraban entonces, posibles campos de batalla.

"La batalla de Francia" comenzó con la invasión alemana de los Países Bajos, luego Bélgica y Luxemburgo, y a partir del 10 de mayo de 1940, la invasión llegó al país galo.

Después del deslumbrante avance del ejército alemán, y La Retirada, por no hablar de la debacle del ejército francés, así como de los británicos que se apresuraron hacia Dunkerque para ser evacuados hacia Gran Bretaña, esta terminó el 22 de junio con la pesada derrota de las fuerzas armadas francesas, y el Mariscal “Pétain”, llamado el "Héroe de Verdún", tuvo que resignarse a firmar el armisticio.

De esa forma, los cuatro países acabaron ocupados por el ejército del "Tercer Reich".

La mitad norte de Francia al igual que todo su litoral oeste, hasta la frontera española fue completamente controlada por el ejército alemán, y una franja del sur este, por las tropas de Mussolini, mientras que el gobierno francés, pudo refugiarse en una pequeña zona neutral, bajo la autoridad del gobierno de Vichy.

De esa forma, el país quedó cortado en dos zonas principales, la zona ocupada, y la zona libre. En la primera, la administración francesa compartía competencias con la alemana, en cuanto a la segunda, siguió en manos de los franceses.

2

Volvamos a nuestro pequeño campanario de"la Beauce".

Estamos a principios de junio, y los interminables prados de esa región, semejantes a las inmensas llanuras de la meseta castellana española, aunque de menor tamaño, estaban cubiertos de cereales que ofrecían un decorado multicolor incomparable cuando uno transcurría por las estrechas rutas de la llanura.

El padre Bertrand tomó su vieja bicicleta flanqueada de sus dos mochilas de cuero, donde llevaba sus vestimentas litúrgicas y todos los objetos esenciales para la celebración de la eucaristía. Ésta le permitía ir cada domingo, a los otros dos municipios distantes de apenas diez kilómetros para celebrar sus otros dos oficios del día.

Después de terminar, rendido y desconcertado, regresó a Ribeville y apresuradamente, se dirigió ansioso a su sacristía. Quiso asegurarse de que no lo había soñado.

No, por supuesto, no era un sueño, era una verdadera pesadilla, a la que ahora tenía que enfrentarse.

¿Y ahora, qué debía hacer?