Embrujo - Nora Roberts - E-Book

Embrujo E-Book

Nora Roberts

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Beschreibung

El legado mágico que habían heredado de sus antepasados los hacía muy especiales… Nash Kirkland era un escritor al que le gustaba investigar personalmente sobre los temas que escribía. Y esta vez el tema eran las brujas. Le habían dicho que Morgana Donovan era una de ellas y ésta accedió a ayudarlo. Nash nunca creyó que Morgana fuera lo que decía ser, aunque poco a poco fue cayendo bajo su embrujo... Él nunca había confiado en los sentimientos, cómo iba a fiarse ahora de que la pasión que los consumía fuera auténtica y no un subterfugio de aquella mujer…

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Seitenzahl: 235

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1992 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Embrujo, n.º 5 - junio 2017

Título original: Captivated

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-147-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Los Donovan

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Prólogo

 

Nació la noche en que el Árbol de las Brujas se tronchó. Con el primer aliento, saboreó el poder que le había sido concedido. Su nacimiento fue un eslabón más de una cadena que abarcaba siglos; una cadena recubierta a menudo por el brillo del folclore y la leyenda. Pero cuando la cadena se frotaba hasta dejarla limpia, quedaba sujeta, amarrada a la fuerza de la verdad.

Había otros mundos, otros lugares, donde se celebraron aquellos primeros llantos. Más allá de las majestuosas vistas de la costa de Monterrey, donde el potente llanto del bebé resonó por la vieja casa de piedra, la nueva vida se celebró. En los lugares secretos en que la magia aún seguía floreciendo, en el corazón de las verdes colinas de Irlanda, en los páramos de Cornualles, se recibió con alegría aquel dulce trino de vida.

Y el viejo árbol, jorobado y torcido por la edad y por su matrimonio con el viento, aceptó en silencio su sacrificio. Con su muerte, y el dolor gustoso de una madre, nació una nueva bruja.

Aunque la elección sería suya, un don, después de todo, se puede aceptar o rechazar, este seguiría formando parte del bebé y de la mujer en que se convertiría tanto como el color de sus ojos. De momento solo era una niñita, de vista turbia, con los pensamientos a medio formar, que agitaba los puños enojados en el aire incluso mientras su padre reía y le daba con fuerza un beso en la cabeza.

La madre lloró cuando el bebé mamó de su pecho. Lloró de felicidad y de pena. Sabía ya que solo tendría a esa única hija para celebrar el amor y la unión que ella y su marido compartían.

Había mirado, y lo había visto.

Mientras mecía al bebé lactante y le cantaba una vieja canción, supo que un día, no tan lejano en el vasto panorama de la eternidad, también su hija iría en busca del amor.

Deseó que de todas las virtudes que heredaría, de todas las lecciones que le enseñaría, el bebé entendiera la más importante: que la magia más pura habita en el corazón.

Uno

 

Había una lápida en el suelo donde se había alzado el Árbol de las Brujas. Los habitantes de Monterrey apreciaban la naturaleza. A menudo se acercaban turistas para estudiar las palabras inscritas en la lápida, o simplemente se paraban a mirar la línea rocosa de la playa, las alegres focas del puerto.

Los vecinos que habían visto el árbol por sí mismos, que recordaban el día en que había caído, mencionaban a menudo el hecho de que Morgana Donovan había nacido esa noche.

Algunos decían que era una señal, otros se encogían de hombros y lo llamaban coincidencia. A la mayoría, simplemente, le parecía una mera curiosidad. Nadie negaba que era un reclamo excelente tener una bruja nacida a un tiro de piedra de un árbol tan famoso.

Nash Kirkland lo consideraba un hecho gracioso y un gancho interesante. Pasaba buena parte de su tiempo estudiando lo sobrenatural. Los vampiros y los hombres lobo y las cosas que se agitaban por la noche eran una forma estupenda de ganarse la vida. No era que creyera en duendes ni en demonios… ni en brujas, puestos a ello. Los hombres no se convertían en murciélagos ni lobos al salir la luna, los muertos no andaban y las mujeres no surcaban la noche en palos de escoba. Salvo en las páginas de un libro o en una pantalla de cine.

Allí sí, afirmaba con satisfacción, cualquier cosa era posible.

Él era un hombre sensato que conocía el valor de la fantasía y la importancia del ocio.

Maravillaba a los fanáticos de las películas de terror desde hacía siete años, empezando por su primer y sorprendentemente exitoso largometraje, Mutante.

Lo cierto era que a Nash le encantaba ver el fruto de su imaginación animado en la pantalla. No se resistía a entrar en las salas de cine para devorar palomitas entusiasmado mientras el público contenía la respiración, ahogaba gritos o se cubría los ojos.

Le gustaba saber que la gente que pagaba una entrada para ver una de sus películas salía satisfecha del cine. Y asustada.

Siempre se documentaba a fondo. Mientras escribía la horripilante y divertida Sangre de medianoche, había pasado una semana en Rumanía, entrevistando a un hombre que juraba ser descendiente directo del conde Drácula. Por desgracia, el descendiente del conde carecía de colmillos gigantes y no se había convertido en murciélago; pero sí le demostró poseer un rico caudal de leyendas y tradiciones vampíricas.

Eran estos cuentos populares los que inspiraban las tramas de sus historias; en particular, si se los había narrado alguien cuya creencia en ellos les hiciera cobrar fuerza en su imaginación.

¡Y la gente lo consideraba un tipo raro!, pensó Nash, sonriéndose mientras pasaba la entrada de la avenida Seventeen Mile. Él sabía que era un hombre corriente, con los pies en la tierra. Al menos, según los criterios de California. Solo vivía de lo fantástico, de jugar con las supersticiones y el placer que la gente encontraba en recibir sustos. Consideraba que su aporte a la sociedad residía en su capacidad para sacar al monstruo del armario y ponerlo por tecnicolor en la pantalla cinematográfica, empleando, por lo general, unas pocas pinceladas de sexo sin complejos y otras tantas de humor travieso.

Nash Kirkland podía dar vida a un trasgo, transformar al amable doctor Jekyll en el diabólico mister Hyde, o invocar la maldición de la momia. Todo poniendo palabras sobre el papel. Quizá por ello era escéptico. Por supuesto que disfrutaba con historias acerca de lo sobrenatural, pero él mejor que nadie sabía que eso era todo lo que eran. Meras historias.

Esperaba que Morgana Donovan, la bruja predilecta de Monterrey, pudiera ayudarlo con el guion de su siguiente película. En las semanas anteriores, mientras deshacía las maletas y gozaba de su nueva casa, recreándose en la vista que se contemplaba desde su terraza, Nash había sentido la urgente necesidad de contar una historia sobre brujería. Si el destino existía, se dijo, le había hecho un favor arrojándolo a tan poca distancia de una experta.

Silbando al compás de la radio del coche, se preguntó qué aspecto tendría: ¿llevaría un turbante o luciría un vestido de raso negro drapeado?, ¿o acaso sería una médium que se comunicaba a través de algún espíritu de la Atlántida?

En cualquier caso, le daba igual. Eran los locos los que le daban sabor a la vida.

Había preferido no recoger testimonios sobre la bruja. Quería formarse su propia opinión sin que las impresiones de los demás pudieran influirlo. Lo único que sabía era que había nacido justo en Monterrey, hacía veintiocho años, y que era la dueña de una tienda para los creyentes en los milagrosos poderes curativos de las plantas.

La aplaudía por haber permanecido en su lugar de origen. Después de menos de un mes como residente en Monterrey, se preguntaba cómo podía haber vivido en algún otro sitio antes. ¡Y anda que no había vivido en sitios!, pensó con una mueca de desagrado.

De nuevo, se sintió afortunado porque sus guiones gustaran a tanta gente. Su imaginación le había permitido alejarse del tráfico y el humo de Los Ángeles a esa paradisiaca ciudad al norte de California.

Era marzo, no tenía puesta la capota de su Jaguar y el viento le ahuecaba su cabello rubio oscuro. Podía oler el agua, siempre cercana en aquel lugar, el césped segado, las flores que brotaban en aquel clima de suaves temperaturas.

El cielo estaba despejado, azul; el motor de su coche sonaba como un enorme y ronroneante gato, acababa de poner punto final a una relación que se había ido deteriorando y estaba a punto de empezar un nuevo proyecto. ¿Qué más podía pedir?

Divisó la tienda. Tal como le habían indicado, estaba ubicada en una esquina, flanqueada por una boutique y un restaurante.

Era evidente que los comercios eran muy prósperos, pues tuvo que aparcar a más de una manzana de distancia. No le importó darse el paseo. Sus largas piernas, embutidas en vaqueros ajustados, fueron devorando la acera mientras dejaba atrás a un grupo de turistas que estaban discutiendo dónde iban a comer; a una mujer tan delgada como un palillo, que paseaba dos perros afganos; y a un ejecutivo que hablaba por un teléfono móvil sin dejar de caminar.

Le encantaba California.

Se paró fuera de la tienda, donde colgaba un cartel en el que podía leerse Hechicera. Sonrió. Aquella palabra le recordó imágenes de películas con mujeres removiendo pócimas mágicas y entregando amuletos para echar y quitar el mal de ojo.

«Exterior, día», pensó. «El cielo está encapotado, el viento aúlla. En un pequeño y destartalado pueblo, con las vallas y los cristales de las casas rotos, una anciana arrugada camina a todo correr con una cesta tapada entre los brazos. Un enorme cuervo negro grazna, revolotea y se posa sobre un poste oxidado. El pájaro y la mujer se miran. De fondo, un grito desesperado irrumpe en la noche».

—Perdón —se disculpó Nash al tomar consciencia de que estaba obstruyendo el paso de un cliente.

Se apartó y miró con atención los artículos expuestos en el escaparate. Había varias estanterías, cubiertas de terciopelo azul oscuro. Encima, diversos racimos de piedras cristalinas brillaban como el rocío. Unas eran transparentes, mientras que otras tenían opacos tonos rosas, morados o negros, todas con forma de castillos surrealistas en miniatura.

No le extrañaba que la gente se sintiera atraída por esos colores, por las formas y los brillos. El hecho de que hubiera personas capaces de creer que un trozo de roca tuviera algún tipo de poder era un motivo más para maravillarse del cerebro humano… Quizá guardara los calderos en la trastienda.

Echó un último vistazo al escaparate y empujó la puerta. Se sintió tentado de comprarse un captador de energía positiva o alguna piedra adelgazante… si era que no encontraba ningún diente de lobo o piel de dragón.

Era sábado y la tienda estaba abarrotada. Con todo, permaneció para poder observar cómo se llevaba un negocio de brujería en el siglo veinte, tratando de pasar inadvertido entre los numerosos clientes.

La decoración interior se asemejaba a la del escaparate. Había grandes monolitos rocosos, algunos con huecos adornados con cristales, y botellitas llenas de líquidos de colores. Nash leyó la etiqueta de una de ellas y lo decepcionó saber que se trataba de un simple bálsamo para el baño, en vez de una poción amorosa.

Había hierbas para infusiones y guisos, así como candelabros con todo tipo de formas y tamaños. También vio un par de joyas, cuadros, esculturas y estatuas dispuestas con tal maestría que la tienda podía confundirse con una galería.

Nash, que siempre se interesaba por los artículos más raros, se quedó atascado ante una lámpara de peltre con forma de ala de dragón con ojos rojos encandilados.

Entonces la vio. Le bastó una mirada para saber que ella era la viva imagen de la bruja moderna. Era una mujer rubia, de aspecto seductor y cuerpo lujurioso, cubierto por un vestido negro. Dos pendientes brillantes le colgaban hasta los hombros y tenía un anillo en cada uno de los diez dedos, cuyas uñas estaban pintadas con una laca de color rojo pasión.

—Atractivo, ¿verdad?

—¿Cómo? —preguntó Nash al oír una voz ronca a su espalda. En esta ocasión, le bastó una mirada para olvidarse de la joven dependienta de antes y sentir que se ahogaba en el azul cobalto de aquel nuevo par de ojos.

—El dragón —dijo ella, sonriente—. Estaba pensando en llevármelo a casa. ¿Te gustan los dragones? —añadió sin formalismos.

—Me vuelven loco —repuso Nash sin perder detalle de aquellos labios voluptuosos, suaves, sin maquillaje—. ¿Vienes por aquí a menudo?

—Sí —la mujer se llevó la mano al pelo. Era negro como la medianoche y le caía onduladamente hasta la cintura. Su cabello contrastaba con el tono pálido, rosado de su piel. Tenía grandes ojos, de pestañas rizadas, y una nariz pequeña y afilada. Era casi tan alta como él, esbelta, y su vestido azul denotaba gusto y estilo… y marcaba sus curvas generosas.

Aquella mujer tenía algo especial, aunque Nash no acertaba a definir el qué, tan ocupado como estaba disfrutando de su belleza.

—¿Y tú?, ¿es la primera vez que vienes a Hechicera?

—Sí, es estupenda.

—¿Te interesan las piedras preciosas?

—Es posible —Nash agarró una amatista al azar—. Pero suspendí Ciencias Naturales en el instituto.

—No creo que aquí te pongan nota —repuso la mujer, mirando la piedra que Nash había escogido—. Si quieres estar en contacto con tu alma, deberías agarrarla con la mano izquierda.

—¿Ah, sí? —Nash se cambió la amatista de mano, para complacerla, al tiempo que se fijaba en el vuelo con que la falda le acariciaba las rodillas—. Si eres cliente habitual, podías presentarme a la bruja —añadió, lanzando una mirada a la rubia de la esquina.

—¿Necesitas una bruja? —inquirió la mujer, enarcando una ceja.

—Más o menos.

—No pareces el tipo de hombre que viene en busca de un hechizo de amor.

—Gracias… supongo —Nash sonrió—. En realidad, estoy investigando un poco. Escribo guiones de cine y estaba proyectando una historia sobre brujería en los noventa. Ya sabes, misas secretas, sexo, sacrificios…

—Entiendo: vírgenes bailando en torno a una hoguera, a oscuras y desnudas —dijo la mujer—. A ser posible, mezclando pócimas a la luz de la luna para seducir a sus víctimas y organizar orgías salvajes.

—Algo así —se acercó a ella y aspiró un olor frío y oscuro, de bosque a medianoche—. ¿Morgana se cree que es una bruja de verdad?

—Sabe lo que es, señor…

—Kirkland. Nash Kirkland.

—¡Claro, Nash Kirkland! —la mujer rio con sinceridad al reconocerlo—. Me gustan tus películas. Sobre todo Sangre de medianoche. Caracterizaste a tu vampiro con inteligencia y sensualidad, sin atropellar los rasgos tradicionales del género.

—Ser un vampiro es algo más que dormir en un ataúd y beber sangre.

—Supongo. Y ser una bruja es algo más que dar vueltas a un olla.

—Exacto. Por eso mismo quiero entrevistarla. Supongo que tiene que ser una mujer bastante lista para soportar todo esto.

—¿Soportar? —repitió ella mientras se agachaba para recoger una gata blanca que estaba maullando a sus pies.

—La fama —explicó Nash—. Que se cuenten historias tan raras de ella.

—Pero tú no crees en la brujería, ¿verdad?

—Creo que me puede ayudar a hacer una película estupenda —Nash sonrió—. Bueno, ¿qué?, ¿puedes presentármela?

Lo miró con detenimiento. Era obvio que se trataba de un escéptico; un hombre muy seguro de sí mismo. Juraría que la vida era un camino de rosas para Nash Kirkland. Y quizá había llegado el momento de que encontrara un par de espinas.

—No creo que vaya a ser necesario —la mujer le ofreció una mano y él sintió un calambrazo al estrecharla—. Yo soy tu bruja —añadió sonriente.

 

 

«Solo ha sido electricidad estática», se dijo Nash un segundo más tarde, después de que Morgana se girara para responder una pregunta de un cliente. Había estado acariciando a la gata, frotando su piel… de ahí la descarga.

Había dicho «tu bruja» y Nash no sabía si le gustaba que hubiese empleado ese tono tan personal. Hacía que las cosas fueran demasiado íntimas. No era que no fuera una mujer despampanante, pero la forma en que le había sonreído al darle la mano lo había inquietado un poco… Ya entendía por qué le había parecido una mujer especial.

Tenía poder… aunque no ese tipo de poder, se persuadió Nash mientras la veía despachar un puñado de hierbas secas. Era el poder con el que algunas mujeres guapas parecían haber nacido: una mezcla de sensualidad y abrumadora confianza en sí mismas. No le gustaba imaginarse como la clase de hombre que se deja intimidar por una mujer con fuerza de voluntad, pero no le cabía duda de que era más fácil tratar con las que tenían un carácter débil.

En cualquier caso, su interés por ella era profesional… aunque no estrictamente. Hacía falta llevar diez años muerto para mirar a Morgana Donovan y no fantasear un poco, más allá de lo profesional.

Esperó hasta que ella hubo atendido al cliente y luego se acercó al mostrador.

—Me pregunto si no me habrás hechizado para meter la pata de esta manera.

—No, creo que te las arreglas muy bien tú solo para eso —replicó ella. Normalmente lo habría invitado a que abandonase la tienda, pero se había sentido impelida a acercarse a él en un primer momento… y no solo por aquel par de ojos marrones—. Me temo que no has venido en buen momento, Nash. Estamos muy ocupados esta mañana.

—Cierras a las seis. ¿Qué tal si vuelvo luego y cenamos juntos?

Su primer impulso fue rechazar la proposición. Pero antes de poder articular palabra, la gata saltó sobre el mostrador. Nash le acarició la cabeza, distraídamente, y en vez de alejarse malhumorada como solía ocurrirle con los desconocidos, la gata se arqueó complaciente.

—Parece que tienes la aprobación de Luna —murmuró Morgana—. Hasta las seis, entonces. Ya veré qué hago contigo.

—De acuerdo —dijo Nash, justo antes de salir de la tienda.

Morgana frunció el ceño y miró a su gata.

—Será mejor que sepas lo que haces —le dijo.

Luna se limitó a lamerse una pata y se la pasó por el lomo.

 

 

Ocupada con los clientes de la tienda, Morgana apenas tuvo tiempo para pensar en Nash. Le habría gustado tener una hora para decidir cómo tratar a ese hombre, aunque supuso que no le resultaría complicado manejarlo.

—No teníamos tanto follón desde Navidades —comentó Mindy, la rubia de uñas rojas que atendía en Hechicera.

—Creo que este mes vamos a estar muy ajetreadas.

—¿Has preparado un conjuro para ganar dinero? —preguntó Mindy, sonriente.

—Las estrellas están en una posición excelente para los negocios — explicó Morgana tras denegar con la cabeza—. Aparte de que nuestro nuevo escaparate es fabuloso. Puedes irte a casa, Mindy. Yo cerraré.

—Gracias —la dependienta se levantó de la banqueta y, de pronto, elevó ambas cejas—. ¡Mira! Alto, moreno y apetecible.

Morgana vio a Nash a través del escaparate. Había tenido más suerte con el aparcamiento en esa ocasión y estaba saliendo de su Jaguar descapotable.

—Cuidado, chica —Morgana denegó con la cabeza—. Los hombres así te rompen el corazón sin que te enteres.

—Puede, pero hace unos cuantos días que no me lo rompen —Mindy examinó a Nash con detenimiento—. Metro ochenta y cinco, setenta y cinco maravillosos kilos, aire intelectual, buen bronceado, facciones de la cara sugerentes… y una boca deliciosa —lo describió la dependiente.

—Menos mal que te conozco y sé que tienes mejor concepto de los hombres que de un perrillo bonito en un escaparate.

—¡Por supuesto que tengo mejor concepto de los hombres!, ¡mucho mejor! —rio Mindy—. Hola, guapo. ¿Quieres un poco de magia? —le preguntó a Nash, insinuante, cuando este hubo entrado.

—¿Qué me recomiendas? —replicó él, sonriente.

—Pues… —ronroneó la dependienta.

—Mindy, el señor Kirkland no es un cliente —terció Morgana con suavidad, en tono divertido. Había pocas cosas más entretenidas que el despliegue seductor de Mindy ante un hombre atractivo—. Hemos quedado.

—Quizá la próxima vez —dijo Nash.

—Quizá cuando quieras —contestó Mindy. Luego le lanzó una última mirada devastadora y salió de la tienda.

—Seguro que esa chica dispara las ventas —comentó él.

—Por no hablar de la presión cardiaca de todos los hombres que se acercan. ¿Qué tal la tuya?

—¿Tienes un poco de oxígeno? —bromeó él.

—Me temo que se nos ha agotado… ¿Por qué no te sientas? Tengo que… ¡vaya!

—¿Qué pasa?

—No he puesto el cartelito de Cerrado a tiempo —murmuró Morgana—. Hola, señora Littleton —saludó sonriente a continuación.

—Hola, Morgana —contestó una mujer de sesenta y tantos años, corpulenta, de pelo rojo fogoso, ojos pincelados en un tono esmeralda y labios pintados de escarlata—. No he podido venir antes. He estado discutiendo con un policía que me quería poner una multa. Espero que puedas atenderme.

—Por supuesto —se resignó Morgana.

—Eres un cielo. ¿Verdad que es un cielo? —añadió, mirando a Nash.

—Sin duda.

—Sagitario, ¿no es cierto?

—Eh… —Nash cambió la fecha de su nacimiento para complacer a la señora—. Sí, sorprendente.

—No fallo una —dijo la señora Littleton con orgullo—. No haré esperar mucho a tu cita, cariño.

—No es mi cita —repuso Morgana—. ¿Qué querías?

—Un favor pequeñito. Es por mi nieta. El baile de graduación está al caer y le gusta un chico…

—Ya te he explicado que yo no trabajo así —se opuso Morgana con firmeza, al tiempo que la alejaba de Nash, guiándola con un brazo.

—Sé que normalmente no trabajas así, pero es por una buena causa…

—Todas lo son —dijo Morgana—. Estoy segura de que tu nieta es una chica estupenda, pero arreglarle una cita para el baile sería muy frívolo… y esas cosas siempre tienen consecuencias. Lo siento. Si cambiara algo que no debo cambiar… podría afectar su vida entera.

—Solo es una noche.

—Alterar el destino una noche puede alterarlo durante siglos —se opuso Morgana—. Sé que solo quieres que sea un baile especial para ella, pero no puedo jugar con el futuro.

—Es que es muy tímida —la señora Littleton miró a Morgana como una mendiga solicitando un currusco de pan—. Y cree que no es nada guapa. Pero lo es, mira —añadió, al tiempo que le enseñaba una foto de la nieta.

No quería verla, pero fue inevitable. ¡Dragones y hogueras! Era una mujercita adorable.

—No garantizo nada… solo sugiero —cedió Morgana.

—Genial, genial —la señora Littleton aprovechó el momento para sacar una segunda foto—. Este es Matthew. Matthew Brody y Jelly Littleton. Empezarás pronto, ¿verdad? El baile es la primera semana de mayo.

—Lo que tenga que ser será —dijo Morgana mientras se guardaba las fotos en un bolsillo.

—Gracias —la señora Littleton le dio un beso en la mejilla—. No te entretengo más. El lunes vendré a comprar algo.

—Buen fin de semana —la despidió Morgana, enfadada consigo misma.

—¿No se supone que debía pagarte el servicio con doblones de plata? —preguntó Nash entonces.

—Yo no me aprovecho de mis poderes —espetó Morgana, irritada.

—Siento decirlo, pero te ha manejado como ha querido.

Un suave rubor iluminó sus mejillas. Solo había una cosa que odiara más que ser débil y era demostrarlo en público.

—Lo sé.

—Pensaba que las brujas eran severas —Nash alzó una mano y le acarició la mejilla para borrar el rubor que la señora Littleton le había provocado.

—Siento debilidad por las personas buenas y excéntricas. Y tú no eres sagitario.

—¿Ah, no? —Nash se vio obligado a retirar el dedo de aquella piel suave y fresca como la leche—. Entonces, ¿qué soy?

—Géminis.

—Lo has adivinado —dijo él, extrañado.

—Yo sé, no suelo adivinar —le informó Morgana—. Pero dado que has tenido el detalle de no herir los sentimientos de esa buena mujer, no me enfadaré contigo. ¿Por qué no vienes a la trastienda y tomamos un té? ¿Vino quizá? —añadió al ver la expresión de Nash.

—Mucho mejor.

La siguió hacia una pieza que hacía las veces de almacén, despacho y cocina. Aunque era pequeña, no parecía atestada. Había dos paredes con estanterías repletas de cajas y libros, un pupitre rojo con una lámpara con forma de sirena, un aparato de teléfono de dos líneas y una pila de papeles.

Al fondo había una nevera pequeña, una cocina de dos hornillos y una mesa abatible con dos sillas.

—Siéntate —le ofreció Morgana—. No puedo dedicarte mucho tiempo, pero puedes ponerte cómodo —dijo mientras sacaba una botella de la nevera y servía el líquido en dos copas.

—¿No tiene etiqueta?

—Es de mi propia cosecha —Morgana bebió primero, sonriente—. Tranquilo, no está envenenado.

—Muy rico —alabó Nash después de aceptar el reto y animarse a probar el vino.

—Gracias —Morgana se sentó junto a él—. Todavía no he decidido si te voy a ayudar o no. Pero me interesa tu mundillo; sobre todo, si estás pensando en hablar del mío.

—Te gusta el cine, ¿verdad? —comentó Nash mientras acariciaba a Luna, que acababa de pegársele a una pierna.

—Entre otras cosas. Me gustan los productos de la imaginación.

—Ajá.

—Pero no estoy segura de si quiero que Hollywood conozca mi opinión sobre la brujería.

—Podemos hablarlo —Nash sonrió y Morgana comprendió que aquella sonrisa también tenía su poder. En ese momento, Luna saltó sobre la mesa—. Mira, yo no quiero hablar a favor ni en contra. No estoy intentando cambiar el mundo. Solo quiero hacer una película.

—¿Y por qué ese gusto por el terror y lo esotérico?

—¿Por qué? —se encogió de hombros—. No sé. Quizá porque cuando la gente ve una película de miedo deja de pensar en el día tan aburrido que ha tenido en el trabajo después de dar el primer grito… O quizá porque la primera vez que pasé de la primera base con una chica fue cuando se echó a mis brazos durante una proyección a medianoche de Halloween.

Morgana se quedó pensativa. Podría ser que, solo tal vez, debajo de esa fachada arrogante se escondiera un alma sensible. Desde luego, talento y encanto no le faltaban.

—¿Por qué no me hablas del guion? —preguntó con cautela.

—Todavía no he empezado a escribirlo. Me gusta documentarme antes —respondió él—. Se puede obtener mucha información leyendo libros. Ya he investigado algo. Pero me interesa el punto de vista personal. ¿Qué te hizo meterte en la brujería?, ¿asistes a aquelarres?, ¿qué ropa prefieres?

—Me temo que no vas por buen camino. Eso suena como si me hubiera apuntado a algún club extraño.

—Club, congregación… un grupo con los mismos intereses, en definitiva.

—Yo no pertenezco a ningún grupo. Prefiero trabajar sola.

—¿Por qué? —se interesó Nash.

—Hay grupos respetuosos y otros no. Algunos se toman a risa la brujería o se meten con cosas que es mejor no tocar.

—La magia negra.

—Llámalo como quieras.

—Y tú eres una bruja blanca.

—Estás lleno de etiquetas —Morgana alzó su copa con inquietud. No le gustaba hablar de aquel tema, pero, ya que había accedido, no quería malentendidos—. Todos nacemos con ciertos poderes, Nash. Tú sabes contar historias entretenidas. Y atraer a las mujeres. Estoy segura de que tú respetas y utilizas esos poderes. Yo hago lo mismo con los míos.

—¿Cuáles son?

Dejó la copa en la mesa y lo miró a los ojos. Aquella mirada le hizo sentirse idiota por haber preguntado.

—¿Qué esperas?, ¿una demostración? —replicó Morgana, impacientada.

—Me encantaría —dijo Nash cuando logró separar los ojos de aquella mirada que casi lo había hechizado—. ¿Qué se te ocurre?

—¿Qué tal un par de relámpagos?, ¿o prefieres que baje la luna del cielo?

—Lo dejo a tu elección —contestó Nash, con una sonrisa seductora que la inquietó.

¿Cómo podía ser tan irreverente?, pensó malhumorada mientras se ponía de pie. Se merecía que…

—Morgana.

Esta se giró y se obligó a reprimir su ira.

—Ana.

No sabía por qué, pero Nash estaba convencido de que había estado a punto de provocar un desastre. De alguna manera, se había sentido tan ensimismado con Morgana, que no habría notado ni un terremoto. Y ahora lo había soltado de sus redes, dejándolo aturdido, para atender a la esbelta rubia que acababa de entrar.

Era preciosa y, a pesar de ser una cabeza más baja que Morgana, también poseía una extraña fuerza. Sus ojos eran suaves, de un gris sereno. Llevaba una caja llena de hierbas aromáticas.

—No habías puesto el cartel —dijo Anastasia—. Así que he pasado a dejarte esto.

—Dame —respondió Morgana. Nash intuyó que ambas mujeres estaban intercambiando mensajes silenciosos con la mirada—. Ana, te presento a Nash Kirkland. Nash, mi prima Anastasia.

—Lamento interrumpir —se disculpó esta con una voz tan suave y cálida como su mirada.

—No interrumpes —dijo Morgana mientras él se ponía de pie—. Ya habíamos terminado.

—La primera entrevista —puntualizó Nash—. Ya seguiremos en otra ocasión. Encantado de conocerte. Hasta luego —se despidió de las dos mujeres.

—Nash —lo llamó Morgana, al tiempo que le ofrecía unas florecillas— . Un regalo. Símbolo del adiós.