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En cuanto Phillip Kincaid se proponía algo, comenzaba a trabajar para conseguirlo. Y cuando llegó a Friendly, Nuevo México, supo que aquel pueblo era un escenario perfecto para el rodaje de su película. ¡Además, Victoria Ashton también era perfecta! Sin embargo, Tory iba a ponerle las cosas difíciles por una multa, y con ello, iba a conseguir que él se empeñara más y más en demostrarle que incluso una representante de la ley podía rendirse voluntariamente… al amor.
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Seitenzahl: 279
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1984 Nora Roberts
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Entre tú y yo, n.º 23 - junio 2017
Título original: The Law Is a Lady
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-9170-165-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Merle T. Johnson se sentó en uno de los viejos taburetes de vinilo del Annie’s Cafe, a siete kilómetros al norte de Friendly, y se entretuvo con una cerveza caliente, escuchando a medias la canción country que sonaba en la radio de la cafetería. A woman was born to be hurt, era el lamento de la última esperanza de Nashville. Merle no sabía lo suficiente de las mujeres como para discrepar.
Iba de vuelta a Friendly después de atender la queja del propietario de uno de los ranchos vecinos. Robo de ovejas, pensó mientras bebía cerveza. Habría tenido interés si hubiera sido cierto. Potts se estaba haciendo demasiado viejo como para saber cuántas ovejas tenía, para empezar. Y la sheriff sabía que no había sucedido nada, pensó Merle con desánimo. Allí sentado, en aquella cafetería pequeña y deslucida con olor a hamburguesa y cebolla frita, Merle se lamentaba de aquella injusticia.
No había nada más emocionante en Friendly, Nuevo México, que meter en la celda al viejo Silas cuando se emborrachaba y armaba alboroto los sábados por la noche. Merle T. Johnson había nacido demasiado tarde. Si hubiera nacido en mil ochocientos ochenta, en vez de en mil novecientos ochenta, habría tenido ocasión de perseguir a forajidos, de cabalgar en una partida al mando de la sheriff, de enfrentarse a pistoleros… las cosas que se suponía que debían hacer los ayudantes del sheriff. Y allí estaba él: a punto de cumplir veinticuatro años, y el arresto más importante que había hecho era el de los gemelos Kramer, por estropear la mesa de billar del bar.
Merle se rascó el labio superior, en el que estaba intentando dejarse crecer, sin mucho éxito, un mostacho respetable. La mejor parte de su vida había quedado atrás, pensó, y no había llegado a nada más que a ayudante del sheriff en una ciudad pequeña y olvidada en la que se dedicaba a perseguir a ladrones de ovejas imaginarios.
Ojalá alguien robara el banco. Se imaginó persiguiendo a los ladrones a toda velocidad en medio de un tiroteo. Su foto saldría en los periódicos, quizá por alguna herida de bala en el hombro. La idea le pareció cada vez más atractiva. Llevaría cabestrillo durante unos días. Si al menos la sheriff le dejara portar un arma…
–Merle T., ¿vas a pagar la cerveza o te vas a quedar ahí soñando todo el día?
Merle volvió a la realidad y se puso rápidamente en pie. Annie lo estaba mirando fijamente, con las manos en las caderas.
–Tengo que irme –murmuró mientras rebuscaba la cartera–. La sheriff necesita mi informe.
Annie soltó un resoplido y extendió la mano. Después de que ella hubiera tomado el billete arrugado, Merle salió sin pedir las vueltas.
La luz del sol era cegadora, brillante. Automáticamente, Merle entrecerró los ojos. Hacía mucho calor y el ambiente estaba polvoriento, y no había una sola nube que interrumpiera el azul duro del cielo ni que filtrara la luz blanca del sol. Se bajó el ala del sombrero hacia la cara mientras caminaba hacia el coche, lamentando no haber tenido valor para pedirle las vueltas a Annie. Tenía la camisa húmeda y pegajosa antes de abrir la puerta.
Merle vio destellos de luz en el parabrisas y el cromo de un coche que se acercaba. Estaba casi a un kilómetro, pensó distraídamente mientras lo veía acercarse por la carretera larga y recta. Siguió observando cómo avanzaba y buscando las llaves en el bolsillo del pantalón. A medida que se aproximaba, a Merle se le quedó la mano inmóvil en el bolsillo. Abrió unos ojos como platos.
«¡Vaya coche!», pensó con asombro y admiración.
Uno de aquellos lujosos coches extranjeros, rojo y llamativo. Pasó por delante sin detenerse, y Merle volvió la cabeza para seguir su avance con una sonrisa. Vaya coche. Iba a unos cien kilómetros por hora con toda facilidad. Seguramente tenía uno de aquellos salpicaderos con… ¡A cien kilómetros!
Merle se metió en el coche y arrancó el motor. Encendió la sirena y salió disparado, derrapando sobre la gravilla y sacando humo de la rueda. Estaba en el cielo.
Phil llevaba conduciendo más de ciento treinta kilómetros sin parar. Durante la primera parte del viaje había mantenido una conversación a través del teléfono del coche con su productor de Los Ángeles. Estaba molesto y cansado. El paisaje polvoriento y aquella carretera llana e interminable le molestaban todavía más. Hasta el momento, el viaje había sido una pérdida de tiempo. Había visitado cinco ciudades del suroeste de Nuevo México, y ninguna se adaptaba a sus necesidades. Si su suerte no cambiaba, iban a tener que usar un decorado, y aquel no era su estilo. Estaba buscando una ciudad pequeña, llena de polvo, con pátina. Quería pintura desconchada y algo de suciedad. Buscaba un sitio del que todo el mundo quisiera marcharse y al que nadie quisiera volver.
Phil llevaba tres largos y calurosos días buscando, y no había encontrado nada satisfactorio. Phillip Kincaid, director de cine de éxito, se fiaba de las reacciones instintivas antes de concentrarse en afinar los ángulos. Necesitaba un pueblo que le causara una impresión inmediata, y se le estaba acabando el tiempo.
Huffman, el productor, ya se estaba poniendo nervioso, y quería comenzar con las escenas de estudio. Phil se estaba maldiciendo otra vez por no haber producido él mismo la película cuando pasó por delante del Annie’s Cafe. Había conseguido que Huffman le concediera una semana más, pero si no hallaba la ciudad idónea para situar New Chance, tendría que confiarle a su directora de localizaciones la tarea de encontrarla. Phil frunció el ceño, malhumoradamente, mientras miraba aquella carretera interminable. No quería confiarle a nadie un detalle como aquel. Eso, y su innegable talento, eran las razones de que hubiera tenido tanto éxito a los treinta y cuatro años. Era duro, crítico y voluble, pero trataba cada una de sus películas como si fueran hijos que requerían un cuidado y una paciencia infinitos. No siempre era tan comprensivo con sus actores.
Oyó el sonido de una sirena y sintió cierta curiosidad. Al mirar por el espejo retrovisor, Phil vio un coche de policía sucio, abollado, que quizá algún día fuera blanco. Se dirigía hacia él. Phil soltó un juramento y frenó con resignación. La ráfaga de calor que lo asaltó al abrir la ventanilla no hizo nada por mejorar su estado de ánimo. «Sucio lugar», pensó mientras apagaba el motor. Agujero polvoriento. En aquel momento, echaba de menos su enorme piscina y una buena copa fría.
Merle, extasiado, bajó del coche libreta de multas en mano. Sí señor, aquello sí que era un coche. Era el mejor que él había visto fuera de la televisión. Un Mercedes. Francés, decidió admirativamente. Demonios, había parado un coche francés a menos de tres kilómetros de su pueblo. Tendría algo que contar aquella noche, en la barra del bar, ante una cerveza.
Al principio, el conductor lo decepcionó un poco. No parecía que fuera extranjero, ni siquiera rico. La mirada de Merle pasó de manera ignorante sobre su reloj suizo de oro para fijarse en la camiseta y los vaqueros. Debía de ser un excéntrico, pensó. O quizá el coche fuera robado. A Merle se le aceleró el pulso. Miró al hombre a la cara.
Era delgada y un poco aristocrática. Tenía los rasgos bien definidos y la nariz larga y recta. El gesto de la boca era de aburrimiento. Estaba recién afeitado. Tenía el pelo castaño y un poco largo, ondulado junto a las orejas. En medio de aquel rostro bronceado, destacaban unos ojos de un asombroso color azul, claro como el agua. Su expresión era de aburrimiento, de fastidio. Distante. Aquel hombre no encajaba con la imagen que tenía Merle de un ladrón desesperado de coches de importación.
–¿Sí?
Aquella única sílaba devolvió a Merle a su trabajo.
–¿Tiene prisa? –preguntó.
–Sí.
La respuesta dejó a Merle un poco desconcertado.
–El permiso de conducir y la documentación del vehículo, por favor –dijo con energía, y se inclinó para mirar al interior del coche por la ventanilla, mientras Phil abría la guantera–. ¡Vaya, mira qué salpicadero! Tiene de todo y un poco más. Un teléfono, un teléfono en el coche. Esos franceses saben lo que hacen.
Phil lo miró.
–Alemanes –corrigió mientras le entregaba la documentación a Merle.
–¿Alemanes? –preguntó Merle con el ceño fruncido–. ¿Está seguro?
–Sí.
Phil sacó el permiso de su cartera y se lo entregó a Merle por la ventanilla. El calor entraba en el coche a bocanadas.
Merle tomó los papeles. Estaba completamente seguro de que Mercedes era un nombre francés.
–¿Es este su coche? –preguntó desconfiadamente.
–Como puede comprobar, por el nombre que figura en la documentación –respondió Phil con frialdad, señal de que se le estaban crispando los nervios.
Merle estaba leyendo la documentación con calma.
–Ha pasado por delante de Annie’s como alma que lleva el dia… –se interrumpió al acordarse de lo que le había dicho la sheriff acerca de los coloquialismos en el trabajo–. Lo he parado por exceso de velocidad. He comprobado que iba a ciento doce kilómetros por hora. Supongo que esta maravilla va con tanta suavidad que uno ni siquiera se da cuenta.
–De hecho, no –respondió Phil. Quizá, si no hubiera estado tan enfadado, y quizá si el calor no estuviera invadiendo el coche sin piedad, él habría hecho las cosas de forma distinta. Cuando Merle empezó a ponerle la multa, Phil entornó los ojos–. ¿Y cómo sé que ha comprobado la velocidad?
–Yo salía de Annie’s cuando usted pasó por delante –dijo Merle de manera amistosa–. Si hubiera esperado a que ella me diera las vueltas, no lo habría visto –añadió con una sonrisa, satisfecho por aquel giro del destino–. Firme esto. Puede parar en la comisaría del pueblo y pagarla.
Lentamente, Phil salió del coche. Cuando el sol se reflejó en su pelo, le arrancó brillos de dolor rojizo. Merle se acordó de una bandeja de caoba que tenía su madre. Durante un instante, se quedaron frente a frente, puesto que ambos eran hombres altos. Sin embargo, uno era desgarbado y tendía a encorvar los hombros, mientras que el otro era esbelto, musculoso y recto.
–No –dijo Phil lacónicamente.
–¿No? –preguntó Merle, parpadeando bajo la mirada azul del extraño–. ¿No qué?
–No, no voy a firmar la multa.
–¿Que no va a firmarla? –Merle observó la multa que tenía en la mano–. Pero tiene que hacerlo.
–No, no tengo por qué hacerlo –respondió Phil. Sintió que le caía una gota de sudor por la espalda, e inexplicablemente, aquello lo enfureció–. No voy a firmarla, y no voy a pagar ni un penique a un juez de tres al cuarto que está engordando su cuenta bancaria con esta trampa.
–¡Trampa! –exclamó Merle, más asombrado que ofendido–. Señor, iba usted a más de ciento diez kilómetros por hora, cuando el límite de velocidad está claramente indicado en la señal de la carretera: noventa kilómetros por hora. Todo el mundo sabe que no se puede ir a más de noventa kilómetros por hora.
–¿Y quién dice que yo iba a más de noventa?
–Yo lo vi.
–Es su palabra contra la mía –respondió Phil con frialdad–. ¿Tiene algún testigo?
Merle se quedó boquiabierto.
–Bueno, no, pero… –se echó hacia atrás el sombrero–. Mire, no necesito testigos, soy el ayudante del sheriff. Firme la multa.
Era pura perversidad. Phil no tenía ni la más mínima idea de la velocidad a la que circulaba, ni le importaba especialmente. La carretera era larga y estaba desierta; él tenía la mente puesta en Los Ángeles. Sin embargo, aunque era consciente de que no tenía razón, no estaba dispuesto a tomar el bolígrafo que le ofrecía el ayudante del sheriff.
–No.
–Mire, señor, ya le he impuesto la multa –dijo Merle–. Si no quiere firmarla, tendrá que acompañarme. Y a mi superior no le va a gustar.
Phil sonrió y extendió los brazos con las muñecas juntas. Merle se quedó mirándolo durante un instante, y después miró también, con impotencia, a ambos coches. Phil sintió simpatía por él.
–Tendrá que seguirme –le dijo Merle mientras se guardaba el permiso de conducir de Phil.
–¿Y si me niego?
–Bueno, entonces, tendré que llevármelo y dejar ese coche tan bonito aquí. Quizá siga de una pieza cuando venga a llevárselo la grúa, pero…
Phil asintió levemente y subió al coche. Merle se metió en el suyo y condujo hasta Friendly a paso tranquilo. De vez en cuando, saludó con la cabeza a la gente que se detenía para mirar la pequeña procesión. Sacó la mano por la ventanilla para indicarle a Phil que se detuviera frente a la comisaría.
–Está bien. Entre –dijo Merle–. La sheriff querrá hablar con usted.
Merle abrió la puerta y esperó a que su prisionero entrara en la comisaría. Phil vio una pequeña habitación con dos celdas, un tablón de anuncios, un par de sillas y un escritorio viejo. En el techo había un viejo ventilador que movía el aire caliente y chirriaba, y en el suelo había un gran montón de piel de color barro que resultó ser un perro. El escritorio estaba lleno de libros y papeles, y también había en él dos tazas de café medio vacías. Sobre todo aquello se inclinaba una mujer de pelo oscuro que estaba escribiendo de manera diligente en un cuaderno legal. Alzó la vista cuando entraron.
Phil se olvidó lo suficiente de su enfado como para darle el papel protagonista en tres películas. Tenía un rostro ovalado, clásico, con los pómulos suavemente marcados y la piel del color dorado de la miel. Su nariz era pequeña y delicada, la boca un poco ancha, carnosa, sensual. Tenía el pelo negro y lo llevaba suelto, cayéndole en ondas por los hombros. Arqueó las cejas a modo de pregunta. Bajo ellas había unos ojos de pestañas espesas, de un color verde oscuro y con una mirada de diversión.
–¿Merle?
Pronunció el nombre con una voz ronca, perezosa y sexy, como la seda negra. Phil conocía a actrices que matarían por una voz como aquella. Si no se quedaba rígida ante la cámara, pensó él, y el resto de su cuerpo estaba a la altura de la cara… Paseó la mirada hacia abajo. En la parte izquierda del pecho llevaba prendida una pequeña placa de metal. Phil la observó con fascinación.
–Exceso de velocidad, sheriff.
–¿Oh? –con una ligera sonrisa, ella esperó a que los ojos de Phil volvieran hacia arriba. Se había dado cuenta del examen que él le hacía al entrar en la comisaría, de igual modo que reconocía en aquel momento su desconfianza–. ¿Y no tenías bolígrafo, Merle?
–¿Bolígrafo? –con desconcierto, Merle se palpó los bolsillos.
–Yo no estoy dispuesto a firmar la multa –dijo Phil, y se acercó al escritorio para mirarla mejor a la cara–. Sheriff –añadió. Podría filmarla desde cualquier ángulo, pensó, y seguiría siendo magnífica. Quería oírla hablar de nuevo.
Ella le devolvió la mirada.
–Entiendo. ¿A qué velocidad iba, Merle?
–A ciento doce kilómetros por hora. Tory, ¡deberías ver su coche! –exclamó Merle, olvidándose de mantener la compostura.
–Me imagino que lo veré –murmuró ella. Extendió la mano sin apartar la mirada de Phil. Rápidamente, Merle le entregó la documentación.
Phil observó que tenía las manos largas, delgadas y elegantes. Llevaba las uñas pintadas de rosa claro. ¿Qué demonios estaba haciendo allí? Él se la imaginaba fácilmente en Beverly Hills.
–Bueno, parece que todo está en orden, señor… Kincaid. La multa es de cuarenta dólares –dijo ella–. En efectivo.
–No voy a pagarla.
Ella frunció los labios.
–O cuarenta días –dijo sin pestañear–. Creo que será menos molesto para usted pagar la multa. Nuestro alojamiento no le va a gustar.
Su tono de diversión irritó a Phil.
–No voy a pagar ninguna multa –repitió. Apoyó las palmas de las manos en el escritorio y se inclinó hacia ella. Al hacerlo, percibió un perfume suave, sofisticado–. ¿De veras espera que me crea que es usted la sheriff? ¿Qué clase de chanchullo se traen usted y ese personaje?
Merle abrió la boca para hablar, miró a Tory y volvió a cerrar la boca. Ella se levantó lentamente. Phil se sorprendió al ver que era alta y esbelta como un galgo inglés.
Tenía un cuerpo de modelo, largo y flexible, de aquellos que hacían que uno se preguntara lo que había debajo de su ropa. Aquella mujer convertía unos pantalones vaqueros y una camisa sencilla en un traje de un millón de dólares.
–Yo nunca discuto sobre las creencias, señor Kincaid. Tendrá que vaciarse los bolsillos.
–No voy a hacerlo –respondió él furiosamente.
–Resistencia a la autoridad –dijo Tory, arqueando una ceja–. Eso supone una condena de sesenta días.
Phil dijo algo rápido y grosero. En vez de ofenderse, Tory sonrió.
–Enciérralo, Merle.
–Vamos, espere un minuto…
–No la enfade –le susurró Merle mientras lo dirigía hacia las celdas–. Puede ser más mala que un gato.
–A menos que quiera que nos llevemos su coche con una grúa, y le cobremos eso también –añadió Tory–, debe darle las llaves a Merle –dijo, pasando la mirada por su semblante furioso–. Léele sus derechos, Merle.
–Conozco mis derechos, maldita sea. Quiero hacer una llamada.
–Por supuesto –respondió Tory con otra encantadora sonrisa–. En cuanto le entregue las llaves a Merle.
–Mire… –Phil miró la placa de nuevo–, sheriff –añadió secamente–. No esperará que caiga en un truco tan viejo. Este –explicó, señalando a Merle con el pulgar–, espera a que llegue un forastero, y entonces intenta sacarle cuarenta dólares. Hay una ley en contra de los controles de velocidad.
Tory escuchó con aparente interés.
–¿Va a firmar la multa, señor Kincaid?
Phil entrecerró los ojos.
–No.
–Entonces, será nuestro invitado durante una temporada.
–No puede condenarme –protestó airadamente Phil–. Un juez…
–Una juez de paz –lo interrumpió Tory, dando golpecitos con la uña contra un pequeño certificado enmarcado. Phil vio el nombre de Victoria L. Ashton. Después, la miró con ironía.
–¿Usted?
–Sí. Práctico, ¿verdad? –dijo ella–. Sesenta días, señor Kincaid, o doscientos cincuenta dólares.
–¡Doscientos cincuenta!
–La fianza es de quinientos. ¿Quiere pagarla?
–La llamada –dijo él, con los dientes apretados.
–Las llaves –contestó ella amablemente.
Entre juramentos, Phil se sacó las llaves del bolsillo y se las arrojó.
Tory las cazó al vuelo con facilidad.
–Tiene derecho a hacer una llamada local, señor Kincaid.
–Es conferencia –murmuró él–. Usaré mi tarjeta de crédito.
Después de señalarle el teléfono de su escritorio, Tory le dio las llaves a Merle.
–¡Doscientos cincuenta! –susurró él–. ¿No estás siendo un poco dura?
Tory resopló.
–El señor Hollywood Kincaid necesita que le bajen los humos –respondió ella–. Le vendrá muy bien pudrirse en una celda durante un rato. Llévate el coche al garaje de Bestler, Merle.
–¿Yo? ¿Que lo conduzca yo?
–Déjalo cerrado y trae las llaves –añadió Tory–. Y no toques ninguno de los botones.
–Hasta luego, Tory.
–Hasta luego, Merle –respondió ella, con una mirada de afecto.
Phil esperó con impaciencia mientras respondían al teléfono. Alguien descolgó.
–Bufete de Sherman, Miller y Stein.
Él retomó las palabrotas.
–¿Dónde demonios está Lou? –preguntó.
–El señor Sherman estará fuera de la oficina hasta el lunes –le dijo la operadora–. ¿Quería dejar algún mensaje?
–Soy Phillip Kincaid. Póngase en contacto con Lou y dígale que estoy en… –justo entonces, le lanzó una mirada fulminante a Tory.
–Bienvenido a Friendly, Nuevo México –le dijo ella agradablemente.
–Friendly, Nuevo México –dijo Phil–. En la cárcel, demonios, por una acusación falsa. Dígale que agarre su maletín y tome un avión rápidamente.
–Sí, señor Kincaid. Intentaré localizarlo.
–Localícelo –insistió Phil, y colgó. Cuando comenzó a marcar de nuevo, Tory se acercó calmadamente y colgó el teléfono.
–Una llamada –le recordó.
–Me ha contestado una operadora.
–Mala suerte –respondió ella con una sonrisa resplandeciente, que enfureció y atrajo a Phil a partes iguales–. Su habitación está lista, señor Kincaid.
Phil colgó el teléfono y la miró fijamente.
–No me va a meter a esa celda.
–¿No?
–No.
Tory lo miró con confusión durante un instante. Después se acercó al escritorio.
–Me está poniendo muy difíciles las cosas, señor Kincaid. Debe saber que yo no puedo obligarlo a que entre a la celda por la fuerza. Es más grande que yo.
Su cambio de tono repentino hizo que él fuera más razonable.
–Señorita Ashton…
–Sheriff Ashton –lo corrigió Tory mientras sacaba un revólver del cuarenta y cinco del cajón del escritorio. Su mirada no vaciló mientras Phil observaba la pistola con la boca abierta–. Y ahora, a menos que quiera otra acusación de resistencia a la autoridad en su historial, será mejor que entre por las buenas en esa celda. Acaban de cambiar las sábanas.
Phil estaba asombrado y divertido.
–No esperará que me crea que va a usar esa cosa.
–Ya le he dicho que yo no discuto sobre creencias –dijo ella.
Él la estudió durante un minuto entero.
Tenía una mirada muy directa, y muy tranquila. Phil no tuvo ninguna duda de que le haría un agujero en alguna parte de su anatomía que ella considerara sin importancia. Él tenía un sano respeto por su cuerpo.
–Voy a demandarla por esto –murmuró mientras se dirigía a la celda.
La risa de la sheriff era muy atractiva, tanto como para que él se diera la vuelta enfrente de los barrotes. Dios Santo, pensó, le habría gustado enredarse entre sus brazos si ella no tuviera una pistola en la mano. Furioso consigo mismo, Phil entró en la celda.
–¿La frase no es «Cuando salga de aquí, me las pagarás»? –preguntó Tory. Tomó las llaves de un gancho de la pared y cerró la puerta de la celda con un tintineo. Phil, intentando no sonreír, se puso a caminar de un lado a otro–. ¿Quiere una armónica y una taza de hojalata?
Entonces sí sonrió, pero afortunadamente estaba de espaldas a ella. Se dejó caer en el camastro y la miró.
–Acepto la taza si hay café dentro.
–Pues claro, Kincaid. Tiene habitación gratis y manutención en Friendly.
Él observó cómo caminaba hasta el escritorio para guardar de nuevo la pistola. Su forma de caminar le subía la presión sanguínea de una forma muy agradable.
–¿Con leche y azúcar? –le preguntó Tory con amabilidad.
–Solo y sin azúcar.
Tory le sirvió el café, consciente de que él la estaba mirando. Le resultaba divertido, pero también atractivo. Sabía perfectamente quién era. Por encima de su desdén básico por quien consideraba un mujeriego caprichoso, Tory sintió respeto. Kincaid no había intentado influenciarla con su apellido ni su reputación. Se había defendido con su carácter. Y ella sabía que era su carácter lo que le había arrojado a aquella celda.
Demasiado rico, pensó Tory, demasiado exitoso, demasiado atractivo. Y quizá también tuviera demasiado talento. Sus películas eran magníficas. Se preguntó cuáles serían sus impulsos vitales. Parecía que sus películas ofrecían una imagen, y las revistas otra. Con una carcajada suave, pensó en que quizá descubriera la verdad por sí misma mientras él era su «invitado».
–Solo –dijo, mientras atravesaba la habitación con las dos tazas en la mano–. A su gusto.
Él estaba observando cómo se movía, con fluidez, con un suave balanceo de las caderas. Eran aquellas piernas tan largas, pensó Phil, y algo como una seguridad innata. En circunstancias distintas, la habría considerado una mujer muy atractiva. En aquel momento, sin embargo, solo la consideraba una molestia indignante. En silencio, Phil se levantó del camastro y tomó la taza de café que ella le ofrecía entre los barrotes. Sus dedos se rozaron durante un instante.
–Es una mujer bella, Victoria L. Ashton –murmuró–. E insoportable.
Ella sonrió.
–Sí.
Eso provocó una carcajada de Phil.
–¿Qué demonios está haciendo aquí, jugando a ser la sheriff?
Merle entró por la puerta, con una sonrisa de oreja a oreja.
–Demonios, señor Kincaid, ¡vaya coche! –exclamó mientras le daba las llaves a Tory–. De verdad, podría haberme quedado sentado ahí durante todo el día. A Bestler se le han salido los ojos de las órbitas al verme entrar con él en el garaje.
Con un gruñido, Phil se dio la vuelta y miró por la ventanilla enrejada que había al final de la celda. Frunció el ceño ante la imagen de la ciudad. ¡Qué sitio polvoriento! Parecía que le habían quitado todo el color veinte años antes. Todos los edificios eran de diferentes matices de marrón, y estaban desgastados por el sol implacable. El maldito lugar todavía tenía las pasarelas de madera, pensó mientras le daba un sorbo al café. No había ni una sola capa de pintura que no estuviera desconchada.
Era un pueblo arenoso, aparentemente triste bajo una capa de polvo y letargo. La gente se quedaba en un sitio así cuando no tenían otro sitio al que ir. Volvían cuando habían perdido la esperanza de encontrar algo mejor. Y allí estaba él, metido en una celda tórrida.
De repente, su mente se agudizó.
Al mirar las fachadas de madera reseca, lo vio todo a través de la lente de la cámara. Se agarró a los barrotes de la ventana mientras empezaba a imaginar escena tras escena. Si no hubiera estado tan furioso, lo habría visto al primer momento.
Aquello era Next Chance.
Durante los veinte minutos siguientes, Tory no le prestó demasiada atención al prisionero. Parecía que él se conformaba con mirar por la ventana mientras se le enfriaba el café. Después de hablar con Merle, Tory se puso a trabajar.
Tenía una mente aguda, práctica y decidida. Aquellos rasgos habían hecho que su educación fuera más extensa de lo normal. Académicamente había destacado, pero no siempre había sido la favorita de sus profesores. ¿Por qué?, esa era su pregunta preferida. Además, su temperamento, que podía ser desde plácido a explosivo, la había convertido en una estudiante difícil. Algunos de sus colegas de trabajo la consideraban un fastidio, sobre todo cuando estaban en el bando contrario. A los veintisiete años, Victoria L. Ashton era una abogada muy astuta y experimentada.
Tenía un bufete en Albuquerque, en una casa antigua y enorme. Compartía la oficina con un contable, un agente inmobiliario y un investigador privado. Durante casi cinco años había vivido en dos habitaciones del tercer piso, mientras mantenía el despacho abajo. Era muy cómodo, y Tory no había tenido intención de alterar la situación ni siquiera cuando pudo permitírselo económicamente.
Profesionalmente, le gustaban los desafíos, pero en su vida personal era más indolente. Nadie podría llamarla perezosa, pero Tory prefería una buena siesta que hacer deporte. Concentraba sus energías en el despacho o en la sala del tribunal, y temporalmente, en su puesto de sheriff de Friendly, Nuevo México.
Se sentó en la silla del escritorio y continuó redactando un contrato de asociación para un par de compositores novatos. No siempre era fácil llevar casos a distancia, pero les había dado su palabra. Tomó un poco de café. En otoño estaría de vuelta en Albuquerque, con muchos casos que resolver, y habría cambiado su placa de sheriff por un maletín. Mientras, se acercaba el fin de semana. Día de cobro. Tory sonrió un poco mientras escribía. Friendly se animaba los sábados por la noche. La gente tendía a tomar una cerveza de más. Y había una partida de póquer prevista en el garaje de Bestler, de la que se suponía que ella no tenía ninguna noticia. Tory sabía cuándo era ventajoso hacer la vista gorda. Su padre habría dicho que la gente necesitaba sus pequeñas diversiones.
Se inclinó hacia atrás para repasar lo que había escrito, y puso un pie sobre el escritorio mientras se enroscaba un mechón de pelo en el dedo. Phil salió bruscamente de su ensimismamiento y se acercó a los barrotes.
–¡Tengo que hacer una llamada! –exclamó. Todo lo que había visto desde el ventanuco de la celda le había convencido de que era el destino lo que le había guiado a Friendly.
Tory terminó de leer un párrafo y alzó la vista.
–Ya ha hecho su llamada telefónica, señor Kincaid. ¿Por qué no se relaja? Tome ejemplo de Dinamita, ahí –le sugirió, señalando con el índice al perro–. Échese una siesta.
Phil se agarró a los barrotes e intentó sacudirlos.
–Tengo que usar el teléfono. Es importante.
–Siempre lo es –murmuró Tory antes de volver a bajar la vista hacia el papel.
Phil decidió sacrificar sus principios en aras de la conveniencia.
–Mire, firmaré la multa, pero déjeme salir de aquí.
–Claro que puede firmar la multa –respondió ella agradablemente–, pero con eso no saldrá de ahí. También tiene un cargo por resistencia a la autoridad.
–Eso es una acusación falsa…
–Y podría añadir alteración del orden público –añadió Tory con una sonrisa.
Aquel hombre estaba furioso. Se notaba en la posición rígida de su cuerpo, en la seriedad de su boca y en lo sombrío de su mirada. Tory sintió una punzada en el estómago. Oh, sí, entendía muy bien por qué su nombre se relacionaba con el de muchas mujeres atractivas. Seguramente, él era el ejemplar masculino más bello que ella hubiera visto en su vida. Su actitud distante tenía un matiz aristocrático, unido a un físico extraordinario y a un temperamento explosivo. Era como un gato elegante, sin domesticar.
Se miraron con antagonismo, en silencio, durante un largo momento. Los ojos de Phil eran pétreos; los de Tory, calmados.
–Está bien –murmuró él–. ¿Cuánto?
Tory arqueó una ceja.
–¿Un soborno, Kincaid?
–No. ¿Cuánto es la multa… sheriff?
–Doscientos cincuenta dólares –dijo ella–. O puede pagar la fianza de quinientos.
Phil se sacó la cartera del bolsillo malhumoradamente, pero no tenía más que cien dólares. Miró a Tory: seguía sonriendo. Pensó que podría estrangularla, pero decidió usar otra táctica. El encanto siempre le había dado buenos resultados con las mujeres.
–Antes perdí los estribos, sheriff –comenzó a decirle con una sonrisa por la que era famoso–. Disculpe. Llevo varios días en la carretera, y su ayudante me puso nervioso –Tory siguió sonriendo–. Si le he dicho algo improcedente, ha sido porque usted no encaja con la idea que tengo del sheriff de un pueblo pequeño –añadió y, al sonreír, su atractivo se volvió más juvenil; Tom Sawyer sorprendido con la mano en el bote de las galletas.
Tory levantó una de sus piernas largas y esbeltas y la cruzó sobre la otra, en el escritorio.
–¿Está corto de fondos, Kincaid?
Phil apretó los dientes para contener una respuesta furiosa.
–No me gusta llevar demasiado dinero encima cuando estoy en la carretera.
–Muy sabio –convino ella–, pero no aceptamos tarjetas de crédito.
–¡Maldita sea, tengo que salir de aquí!
Tory lo observó sin ningún apasionamiento.
–No puedo tragarme lo de la claustrofobia –le dijo–. He leído que se arrastró por una tubería de dos metros para comprobar el ángulo de la cámara en Noches de desesperación.
–No es… –Phil se quedó callado. Entrecerró los ojos–. ¿Sabe quién soy?
–Oh, voy al cine un par de veces al año –respondió ella.
Phil entrecerró aún más los ojos.
–Si esto es un timo…
La carcajada de Tory lo interrumpió.
–Empieza a mostrar su engreimiento –dijo, y al ver la expresión de incredulidad de su prisionero, ella se echó a reír de nuevo–. Kincaid, no me importa quién es ni cómo se gana la vida. Es usted un hombre malhumorado que se negó a acatar la ley y se volvió detestable –Tory se acercó a la celda y, de nuevo, él percibió aquel perfume sutil que encajaba mejor con la seda francesa que con un par de vaqueros desgastados–. Estoy obligada a rehabilitarlo.
Él se olvidó de su ira en la simple apreciación de aquella belleza tan descarada.
–Dios, tiene una cara maravillosa –murmuró–. Podría hacer una película entera con esa cara.
Aquellas palabras sorprendieron a Tory. Ella sabía que era atractiva físicamente. Había oído muchas veces a los hombres lanzarle piropos. Aquello no era un piropo, pero el tono de voz y la mirada de Kincaid tenían algo que le produjo un temblor en la espalda. No protestó cuando él sacó una mano por los barrotes para acariciarle el pelo. Él dejó que le cayera por entre los dedos mientras la miraba a los ojos.
Tory sintió una calidez a la que se consideraba inmune. La atravesó como si hubiera salido al sol de una habitación fresca y en penumbra. Se quedó asombrada, pero se mantuvo erguida y absorbió aquel calor.
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