Hechizo - Nora Roberts - E-Book

Hechizo E-Book

Nora Roberts

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Beschreibung

El legado mágico que habían heredado de sus antepasados los hacía muy especiales… Su legado había sido tanto una maldición como una bendición, por lo tanto Anastasia Donovan había aprendido a mantenerlo escondido. Pero cuando Boone Sawyer necesitó su ayuda para salvar la vida de su hija, la enigmática Anastasia Donovan supo que haría cualquier cosa por salvar a la pequeña... aunque fuese a costa de arriesgar su propia vida y revelarle su gran secreto al hombre que poco a poco le iba robando el corazón.

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Seitenzahl: 237

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1992 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Hechizo, n.º 25 - agosto 2017

Título original: Charmed

Publicada originalmente por Silhouette© Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2000

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-170-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Los Donovan

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Epílogo

Prólogo

 

La magia existe. ¿Quién puede dudarlo cuando hay arcoiris y flores, la música del viento y el silencio de las estrellas? Cualquiera que haya amado ha sido rozado por la magia. Es una parte fundamental y extraordinaria de nuestras vidas.

Algunos poseen más, han sido elegidos para perpetuar un legado traspasado durante innumerables generaciones. Los antepasados fueron Merlín, la sacerdotisa Ninian, el hada Rhiannon, los duendes de Arabia. Y también compartieron la misma sangre los pueblos celtas, Morgan Le Fay y otros cuyos nombres solo se susurraban en secreto y penumbras.

Cuando el mundo era joven y la magia era algo tan natural como una gota de agua, las hadas bailaban en el corazón de los bosques y, en ocasiones, se mezclaban con los mortales.

Igual que ahora.

Su poder era ancestral. Incluso de pequeña había comprendido, le habían enseñado, que tales dones no eran gratuitos. Los padres que la habían educado con todo el amor de sus corazones no podían engañarla, sino darle cariño y cuidar de ella hasta que se convirtiera en una mujer adulta. Solo podían esperar mientras veían a su hija experimentar los placeres y padecimientos de la infancia, la adolescencia y la madurez.

Como mujer, había escogido una vida tranquila y sabía estar sola sin sufrir el pinchazo de la soledad.

Como hechicera, aceptaba su don y nunca olvidaba la responsabilidad que este entrañaba.

Aunque quizá anhelara, como todos los dioses y mortales han anhelado desde el principio de los tiempos, un amor eterno y verdadero. Pues era consciente de que no había poder, embrujo ni encantamiento mayor que el regalo de un corazón acogedor y abierto.

Uno

 

Cuando vio a la niñita mirar a través del rosal, Anastasia no tenía idea de que aquella chiquilla le cambiaría la vida. Había estado canturreando, como solía hacer cuando cuidaba el jardín, disfrutando del olor de la tierra. El cálido sol de septiembre brillaba dorado en el cielo, el arrullo del mar contra el espigón se unía armónicamente con el zumbido de las abejas y los gorjeos de los pájaros. Su gato gris descansaba en el suelo junto a ella, agitando la cola con algún sueño felino.

Una mariposa se posó en silencio sobre la palma de Ana, que le acarició las alas con las yemas de los dedos. Luego la soltó y vio una pequeña carita que se asomaba a través de su seto de rosas.

Ana sonrió al instante. Era una cara dulce, con una barbillita aguda, nariz respingona y grandes ojos azules como el cielo. Una gran melena morena completaba la descripción.

La niña le devolvió la sonrisa con una expresión curiosa y traviesa al mismo tiempo.

—Hola —la saludó Ana, como si siempre se encontrara niñas pequeñas en sus rosales.

—Hola, ¿puedes acariciar mariposas? —preguntó la niña con naturalidad—. Yo nunca lo consigo.

—El secreto está en esperar a que ellas te inviten —Ana le acarició el pelo y se puso en cuclillas. Había visto una furgoneta de mudanzas el día anterior, de modo que debía de estar frente a la hija de sus nuevos vecinos—. ¿Habéis venido a la casa de al lado?

—Sí, vamos a vivir aquí. Me gusta, porque veo el agua desde la ventana de mi habitación. También he visto una foca. En Indiana solo hay focas en el zoo. ¿Puedo entrar?

—Por supuesto —Ana abrió la puerta del jardín y la niña pasó bajo el arco de rosas. En sus brazos llevaba una perrita—. ¿A quién tenemos aquí?

—Se llama Daisy —la niña dio un beso cariñoso sobre la cabeza de la cachorra—. Es mía y voló conmigo en el avión y no tuve nada de miedo. Tengo que cuidar de ella y darle comida y agua y lavarla y todo, porque es responsabilidad mía.

—Es muy bonita —comentó Ana. Y muy pesada para una niña de cinco o seis años, supuso—. ¿Puedo? —añadió, extendiendo los brazos.

—¿Te gustan los perros? —preguntó la niña mientras le entregaba a la cachorra—. A mí me gustan los perros y los gatos y todo. Hasta los hámsteres de Billy Walker. Y un día tendré un caballo. Ya lo veremos. Mi papi siempre dice que ya lo veremos.

Ana acarició a la perrita mientras esta la olisqueaba y la lamía. La niña era tan deliciosa como el sol que iluminaba el cielo.

—A mí también me gustan los perros y los gatos y todo —respondió Ana—. Mi primo tiene caballos. Dos grandes y un potro.

—¿De verdad? —la niña se agachó para acariciar al gato, que seguía dormido—. ¿Puedo verlos?

—No vive lejos, así que quizá algún día. Tendremos que pedirles permiso a tus padres.

—Mi mami se ha ido al cielo. Ahora es un ángel.

Ana notó que el corazón se le resquebrajaba un poco. Extendió una mano, tocó el pelo de la niña y sintonizó con ella; no había dolor allí, lo cual era un alivio. Los recuerdos eran buenos.

—Me llamo Jessica —dijo la pequeña, sonriente—. Pero puedes llamarme Jessie.

—Yo soy Anastasia —se presentó esta. Incapaz de resistirse, se agachó y le dio un besito en la nariz—. Pero puedes llamarme Ana.

Dicho lo cual, Jessie comenzó a bombardear a Ana con preguntas, al tiempo que proporcionaba información sobre ella misma mientras hablaba. Acababa de cumplir seis años, el martes siguiente comenzaría primaria en su nuevo colegio, su color favorito era el morado y odiaba las judías blancas más que nada en el mundo.

¿Podía enseñarle Ana a plantar flores?, ¿cómo se llamaba el gato? ¿Tenía niñas pequeñas?, ¿por qué no?

De modo que se sentaron al sol, una niña con vestido rosa y una mujer con pantalones cortos, mientras el gato Quigley dormía y la perra Daisy se llevaba todas las caricias.

Ana llevaba el pelo recogido atrás. Era largo y rubio y, de vez en cuando, un mechón se liberaba de la goma que lo sujetaba y bailaba al viento sobre su cara. No estaba maquillada. Su belleza, frágil y arrebatadora, era tan natural como su poder, una mezcla de constitución celta, ojos grises, la voluptuosa boca de los Donovan… y un aire nebuloso. Su cara era el reflejo de un corazón compasivo.

—¡Jessie! —una voz masculina, exasperada y preocupada, sonó al otro lado del jardín—. ¡Jessica Alice Sawyer!

—¡Oh, oh! Ha dicho mi nombre entero —dijo la niña mientras se ponía de pie—. ¡Aquí! ¡Papi, estoy aquí, con Ana! ¡Mira, ven!

Un segundo después, un hombre alto asomó la cabeza bajo el arco de rosas. No hacía falta ningún don para captar su frustración, alivio y enojo. Ana pestañeó. La sorprendía que aquel hombretón fuera el padre de la brujilla que estaba dando saltos a su lado.

Quizá fuera su barba de uno o dos días lo que le daba aquel aire tan peligroso, pensó. Su rostro tenía facciones angulosas y los labios de su boca estaban firmes. Solo los ojos eran como los de su hija, claros, azul brillante, nublados ahora por la impaciencia. Al alisarse el pelo, oscuro y ensortijado, el sol sacó un destello rojo.

Parecía enorme, de constitución atlética y desconcertantemente fuerte. Llevaba una camiseta gastada y unos vaqueros descoloridos.

Lanzó una mirada de disgusto y desconfianza hacia Ana y luego se dirigió a su hija.

—Jessica, ¿no te dije que te quedaras en el parque?

—Sí —la niña sonrió—. Pero Daisy y yo oímos cantar a Ana y, cuando miramos, estaba acariciando una mariposa. Y dijo que podíamos pasar. Tiene un gato, ¿ves? Y su primo tiene caballos y su otra prima tiene una gata y un perro.

—Si te digo que te quedes en el parque y luego no te veo, me preocupo —explicó el padre con firmeza.

Ana reconoció el mérito de que no hubiese alzado la voz ni hubiese amenazado a Jessie con castigarla. Y se sintió tan arrepentida como la niña.

—Perdona, papá —murmuró esta haciendo un puchero.

—Debería disculparme, señor Sawyer —dijo Ana tras ponerse en pie—. La invité a pasar, estaba disfrutando tanto de su compañía, que no se me ocurrió que no podría usted encontrarla.

No dijo nada. Se limitó a mirarla con aquellos ojos claros como el agua y, cuando por fin dirigió los ojos hacia su hija, Ana se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración.

—Deberías darle de comer a Daisy. Ya es la hora.

—Vale —dijo Jessie, tomando en brazos a la cachorra.

—Y gracias, señora…

—Señorita —corrigió Ana—. Donovan. Anastasia Donovan.

—Gracias por aguantarla, señorita Donovan.

—Gracias por aguantarme, Ana —repitió Jessie, lanzándole a Ana una sonrisa conspiradora—. ¿Puedo volver?

—Espero que lo hagas.

—No quería preocuparte, papá —le dijo la pequeña a su padre mientras regresaban a su jardín—. De verdad.

—Eres un trasto —dijo él con cariño, después de suspirar.

Luego Jessie echó a correr, con la perrita dando tumbos entre sus brazos. La sonrisa de Ana se desvaneció en cuanto los ojos azules de aquel hombre volvieron a mirarla.

—Es una niña encantadora —aseguró ella, asombrada de lo mucho que le sudaban las palmas de las manos—. Le pido perdón por no haberme asegurado de que sabía usted dónde estaba, pero espero que la deje volver a visitarme.

—No ha sido culpa suya —dijo él en un tono frío, ni amistoso ni hostil. Ana tenía la desagradable sensación de que la estaban radiografiando—. Jessie es muy abierta y curiosa. A veces demasiado. No se da cuenta de que algunas personas podrían aprovecharse de eso.

—Mensaje recibido —replicó Ana con la misma frialdad—. Aunque le aseguro que no suelo desayunar niñas pequeñas.

El hombre esbozó una débil sonrisa, que suavizó la expresión sombría de su cara.

—Es evidente que usted no es un ogro, señorita Donovan. Discúlpeme por haber sido tan rudo. Estaba asustado. Todavía no he deshecho las maletas y ya la había perdido.

—Extraviado —matizó Ana, esbozando una sonrisa prudente. Luego miró hacia el dúplex de su vecino. Aunque le gustaba vivir sola, se alegraba de que no hubiese permanecido vacío mucho tiempo—. Es agradable tener niños cerca; sobre todo, tratándose de una chica tan entretenida como Jessie. Espero que la deje volver.

—A menudo me pregunto si alguna vez la dejo hacer algo —dijo el señor Sawyer—. Como no ponga un muro de diez metros, seguro que volverá a verla. No dude en mandarla a casa si abusa de su hospitalidad… Y ahora será mejor que me marche, no vaya a darle a Daisy nuestra cena —añadió mientras se metía las manos en los bolsillos.

—Señor Sawyer —lo llamó Ana cuando él ya se había dado media vuelta—. Bienvenido a Monterrey.

—Gracias —repuso él. Y luego se alejó a grandes zancadas hasta entrar en su casa.

Ana se quedó quieta unos segundos. No recordaba la última vez que había notado el aire tan cargado de energía. Exhaló y se agachó a recoger las herramientas de jardinería, mientras Quigley se frotaba contra sus tobillos.

Y, desde luego, no recordaba la última vez que le habían sudado las palmas porque un hombre la hubiera mirado.

Claro que tampoco se acordaba de que la hubiesen mirado así jamás, de ese modo tan intenso y penetrante, se dijo mientras iba a su invernadero.

Una pareja intrigante, padre e hija. A través de los cristales del invernadero, miró hacia la casa de enfrente. Teniendo en cuenta que se trataba de sus vecinos más cercanos, era lógico que sintiera curiosidad. Aunque la experiencia la había enseñado a no involucrarse en ninguna relación, más allá de un trato correcto y amistoso.

Eran muy pocos los que aceptaban lo que se salía de la normalidad. El precio que tenía que pagar por su don era un corazón vulnerable, que ya había sufrido el aguijonazo de ser rechazado.

 

 

La cocina era luminosa y estaba aún patas arriba. Boone Sawyer buceó en el interior de una caja hasta encontrar una sartén. Sabía que había acertado trasladándose a California, pero no por ello dejaba de resultar pesado realizar una mudanza.

Decidir qué llevarse y qué dejar, alquilar un flete, trasladar el coche, llevarse a la perrilla de la que se había enamorado Jessie, justificar su decisión a los abuelos de esta, inscribirla en el colegio, comprar los libros del nuevo curso… ¡Dios!, ¿tendría que repetir esa pesadilla cada otoño durante los siguientes once años?

Al menos, lo peor ya había pasado. Esperaba. Ya solo tenía que deshacer las maletas y todas las cajas y paquetes, encontrar un sitio para cada cosa y convertir una casa extraña en un hogar acogedor.

Jessie estaba contenta. Eso era, siempre lo había sido, lo más importante. Por otra parte, Jessie estaba contenta en cualquier sitio. Su carácter alegre y su notable facilidad para hacer amigos eran una bendición y un tormento. Le asombraba que una niña que había perdido a su madre a la tierna edad de dos años pudiera ser tan normal.

Y sabía que, de no ser por su hija, se habría vuelto loco después de la muerte de Alice.

Cada vez pensaba menos en ella, lo cual lo hacía sentirse culpable en las ocasiones en que sí la recordaba. La había amado, ¡Dios!, ¡cómo la había amado!, y Jessie era la prueba viviente de dicho amor. Pero ya llevaba más tiempo sin ella del que había pasado en su compañía. Aunque había intentado aferrarse a la tristeza, como vestigio de aquel amor, la presión del día a día la había ido disipando.

Alice se había marchado, Jessie no. Y por ellas había tomado la difícil decisión de mudarse a California. En Indiana, en la casa que había comprado con Alice, estando esta embarazada, lo ataban al pasado demasiados recuerdos. Tanto sus padres como los de Alice vivían a diez minutos y, dado que Jessie era la única nieta de ambas partes, la niña era objeto de rivalidad y competición.

Por otro lado, Boone no aguantaba las constantes intromisiones de unos y otros, que insistían en que se casara, alegando que él necesitaba una esposa y Jessie, una madre.

Cansado del celestinaje de sus padres y temeroso de hundirse en la añoranza si permanecía en aquella casa, había decidido mudarse.

Podía trabajar en cualquier sitio. Había escogido Monterrey debido al clima, el estilo de vida y los colegios. Y, de alguna manera, había tenido la corazonada de que aquel era el sitio correcto para los dos.

Le gustaba poder mirar por la ventana y ver el agua, o aquel maravilloso cipresal. Disfrutaba de no estar rodeado de una multitud de vecinos y valoraba la distancia que lo separaba del tráfico de la carretera.

Y Jessie ya estaba haciendo de las suyas. Era verdad que había pasado un miedo espantoso al no hallarla en el jardín, pero debía haber imaginado que encontraría a alguien con quien hablar.

Y esa mujer…

Había sido muy extraño, pensó Boone con el ceño fruncido mientras se servía una taza de café. Le había bastado una mirada para saber que Jessie no corría peligro. Aquellos ojos grises habían sido todo amabilidad. Si se había mostrado tenso, no había sido por desconfianza, sino por la reacción incontrolable de su propio cuerpo.

Deseo. Instantáneo, doloroso y completamente inapropiado. No había experimentado algo así hacia una mujer desde… Se sonrió. Desde nunca. Con Alice todo había sido armónico, un acercamiento dulce e inevitable, mientras que ahora se había sentido como si estuviera nadando hacia la orilla y lo hubiera arrastrado la marea, se dijo mientras veía una gaviota amerizando en el agua.

Era una reacción natural ante una mujer bella. Una mujer de una belleza serena, opuesta a la violenta respuesta que había provocado en él. Lo cual le disgustaba, pues no tenía tiempo ni ganas de sentir la menor atracción hacia ninguna mujer.

Tenía que pensar en Jessie.

Sacó un cigarrillo y lo encendió sin darse cuenta de que estaba mirando hacia los setos y rosales de su vecina.

Anastasia, recordó él. Desde luego, el nombre encajaba a la perfección: elegante, atípico, bonito…

—¡Papá!

Boone dio un respingo y se sintió como un adolescente al que sorprenden fumando en el cuarto de baño. Se aclaró la garganta y esbozó una sonrisa.

—Dame un respiro, Jess. Ya he bajado a medio paquete al día.

—Son malos para ti —repuso la niña con los brazos en jarra—. Ensucian tus pulmones.

—Lo sé —Boone apagó el cigarro, incapaz de dar una sola calada más delante de su hija—. Lo estoy dejando, de verdad.

—Seguro —se burló Jessie, con una ironía impropia de su corta edad.

—Dame un respiro —repitió él, imitando la voz de James Cagney—. No merezco ir a la cárcel por un par de pitillos.

Jessie rio y corrió a abrazar a su padre, al que ya había perdonado por incumplir su promesa.

—Eres tonto.

—Sí —Boone la agarró por las axilas y la elevó para darle un beso—. Y tú eres bajita.

—Un día seré tan grande como tú —contestó Jessie. Le rodeó la cintura con las piernas y se dejó caer hacia atrás hasta estar totalmente boca abajo. Era uno de sus pasatiempos favoritos.

—No te creas. Yo siempre seré más grande —la retó él. Luego la levantó por encima de los hombros y la movió como si fuera un avioncito—. Y más guapo que tú —añadió después de posarla en el suelo.

—¡Y más cosquilloso! —gritó Jessie mientras hundía los dedos en las costillas de él.

—Está bien, está bien —dijo Boone, cayendo sobre una silla—. Me rindo.

—Me gusta la casa —comentó la niña con las mejillas encendidas, sentada sobre el regazo de su padre.

—A mí también —contestó este mientras le acariciaba el pelo.

—¿Podemos ir a buscar focas a la playa después de cenar?

—Claro.

—¿Daisy también?

—Daisy también —Boone miró en derredor—. ¿Dónde está?

—Echándose una siesta —Jessie apoyó la cabeza sobre el pecho de su padre—. Estaba muy cansada —añadió bostezando.

—Ya supongo. Ha sido un día muy largo —comentó él mientras le daba un beso en la cabeza a Jessie.

—Mi día preferido. He conocido a Ana —dijo la pequeña con los ojos cerrados—. Es simpática. Me va a enseñar a plantar flores.

—Sí.

—Se sabe todos sus nombres —Jessie volvió a bostezar—. Daisy le lamió la cara y no se enfadó. Se echó a reír. Tiene una risa muy bonita. Como si fuera un hada —murmuró justo antes de quedarse dormida.

 

 

Ana paseaba intranquila por la rocosa playa. No era capaz de estar en su jardín, con sus flores y sus hierbas, con aquel extraño sentimiento de inquietud.

El soplo de la brisa se lo llevaría, decidió alzando la cara al viento. Un paseo largo y relajante y volvería a encontrar esa paz tan necesaria para ella.

En otras circunstancias, habría llamado a alguno de sus primos para dar una vuelta con ellos. Pero supuso que Morgana estaría a gusto junto a Nash y, a esas alturas del embarazo, necesitaba descansar. Sebastian no había regresado todavía de su luna de miel.

En cualquier caso, a ella nunca le había importado estar sola. Disfrutaba con la grandeza del mar, con el sonido del agua contra el espigón, con el vuelo de las gaviotas.

Así como había disfrutado con la risa de Jessie y con la sonrisa de su padre. Poco a poco, mientras el sol se fundía y el horizonte se cubría de colores, iba recuperando la calma. ¿Cómo no estar contenta allí, a solas, contemplando la magia de una puesta de sol?

Se encaramó a una roca y se sentó tan cerca del agua, que la camisa se le humedeció. Sacó una piedra del bolsillo y la frotó distraída mientras observaba cómo se ocultaba el sol bajo el mar resplandeciente.

Miró luego el destello de su piedra. Piedra de luna, pensó sonriente. Para proteger a los viajeros nocturnos y para ayudar a reflexionar. Y, por supuesto, un talismán para favorecer el amor.

¿Acaso era eso lo que buscaba ella?

Guardó la piedra en el bolsillo y, de pronto, oyó que la llamaban.

Se dio media vuelta y en seguida vio a Jessie, corriendo por la playa junto a su perrilla. Unos pasos por detrás, su padre caminaba con parsimonia. Ana se preguntó si la vitalidad de la niña hacía que el hombre pareciese más retraído de lo que en realidad era.

—Hola, cielo —saludó Ana a Jessie después de bajar de la roca en que estaba sentada. Luego la subió en brazos, como la cosa más natural del mundo—. ¿Has venido a buscar caracolas de hadas?

—¿Caracolas de hadas? —repitió Jessie, maravillada—. ¿Cómo son?

—Tal como tú te imagines. Solo se pueden encontrar cuando el sol sale o se pone.

—Mi papá dice que las hadas viven en el bosque y que se suelen esconder porque la gente no sabe siempre cómo tratarlas.

—Exacto —Ana rio y devolvió a la niña al suelo—. Pero también les gusta el agua, y las colinas.

—Me gustaría ver una, pero papá dice que no suelen hablar con la gente como antes, porque ya solo creen en ellas los niños.

—Eso es porque los niños están muy cerca de la magia —respondió Ana—. Hablábamos de hadas —añadió cuando Boone les hubo dado alcance.

—Ya os oía —replicó este, colocando una mano sobre Jessie posesivamente.

—Ana dice que hay caracolas de hadas en la playa y que solo se encuentran cuando el sol sale o se pone. ¿Puedes escribir un cuento sobre caracolas de hadas?

—¿Quién sabe? —dijo él con una sonrisa cariñosa—. Hemos interrumpido su paseo —agregó, dirigiendo la mirada a Ana.

—No —contestó ella, encogiéndose de hombros—. Solo había salido un momento a airearme. Pero ya vuelvo a casa. Está refrescando.

—¿Me ayudas a buscar caracolas de hadas? —preguntó Jessie.

—Quizá en otro momento —contestó Ana—. Ya se ha hecho de noche y tengo que marcharme. Adiós —se despidió.

Boone miró cómo se alejaba Ana. Quizá no hubiera tenido tanto frío si hubiese cubierto aquellas piernas firmes y torneadas, pensó.

—Vamos, Jess —dijo después de suspirar—. Te echo una carrera.

Dos

 

—Me gustaría conocerlo.

—¿A quién? —preguntó Ana, confundida.

—Al padre de esa niña con la que estás tan encantada —respondió Morgana mientras se acariciaba el vientre—. No paras de hablar de ella, pero no sueltas palabra del padre.

—Porque no me interesa —contestó Ana mientras mezclaba unos pétalos de rosa con hierbas aromáticas y limón—. Es muy reservado. Si no fuera tan evidente que adora a Jessie, creo que me caería mal, en vez de serme simplemente indiferente.

—¿Es atractivo?

—¿Comparado con?

—Con un sapo, no te digo —Morgana rio—. Vamos, Ana, no te hagas la tonta.

—Bueno, feo no es —contestó mientras buscaba un recipiente donde mezclar los pétalos y las hierbas—. Podría decirse que tiene facciones afiladas, mirada peligrosa, constitución atlética… No como un levantador de pesas, sino… como un corredor de fondo —añadió.

—Parece interesante —comentó Morgana sonriente.

—¿Lo dice una mujer casada, a punto de dar a luz a una pareja de gemelos? —repuso Ana, sonriente.

—Exacto.

—Bueno, si hay que decir algo agradable, tiene unos ojos increíbles, muy claros, azules. Cuando miran a Jessie son fabulosos. Cuando me miran a mí, desconfiados.

—¿Por qué diablos?

—No tengo ni idea.

—Anastasia, seguro que ya le has dado bastantes vueltas. ¿Por qué no miras y sales de dudas?

—Sabes que no me gusta fisgar en los sentimientos de los demás.

—Claro, claro.

—Además, aunque estuviera intrigada, no creo que me tomara la molestia de ver en el corazón del señor Sawyer. Tengo la sensación de que sería muy incómodo estar unido a él, siquiera unos segundos.

—Tú sabrás, tú eres la que tiene poder de empatía —Morgana se encogió de hombros—. Si Sebastian hubiera vuelto, ya se encargaría de averiguar lo que piensa ese hombre. Si quieres, puedo echar yo un vistazo. Hace semanas que no tengo ninguna excusa para mirar mi bola mágica.

—No hace falta, gracias —Ana le dio un beso a su prima en la mejilla y luego le ofreció las bolsas en las que había mezclado aquellas hierbas—. Pon el contenido en distintos cuencos por toda tu casa y la tienda. Te ayudarán a estar relajada. Ya solo atiendes dos días, ¿verdad?

—Dos o tres —contestó Morgana—. Pero te prometo que no me excedo. Nash no me deja hacer ningún esfuerzo.

—¿Estás tomándote el té que te preparé? —preguntó Ana.

—Todos los días. De verdad, estoy siguiendo todas tus instrucciones: llevo las hierbas para combatir el estrés emocional, topacio contra el estrés exterior y ámbar para estar contenta — Morgana le dio un pellizco cariñoso a su prima—. Estoy siendo muy obediente.

—Tengo derecho a incordiar —reivindicó Ana—. Es nuestro primer bebé.

—Bebés —corrigió Morgana.

—Razón de más. Los gemelos suelen adelantarse.

—Espero que así sea —Morgana suspiró—. Como siga engordando, voy a necesitar una grúa para poder moverme.

—Lo que tienes que hacer es descansar —recomendó Ana—. Y hacer ejercicio, pero con cuidado. Lo cual no incluye manejar pedidos pesados ni estar de pie todo el día atendiendo en la tienda.

—Sí, señora.

—Y ahora, echemos un vistazo —Ana colocó las manos sobre la tripa de su prima, abriéndose al milagro que estaba desarrollándose en su interior.

De repente, Morgana dejó de sentirse fatigada. Miró a Ana, cuyos ojos se habían oscurecido y estaban fijos en una imagen que solo ella podía ver.

A medida que movía las manos por el vientre de su prima, Ana iba sintiendo el peso del embarazo y, por un momento increíble, las vidas que latían dentro del útero. Sintió el cansancio y las molestias de Morgana, pero también la satisfacción, la emoción y la maravilla de llevar esos bebés. Sonrió.

Y luego fue cada uno de los bebés. Estaban nadando en el útero, cálido y oscuro, alimentados por su madre, a salvo hasta el momento en que tuvieran que salir al mundo. Dos corazones sanos que latían con fuerza bajo el corazón de su madre. Dedos pequeñitos moviéndose y una patadita perezosa.

—Estás bien —dijo Ana por fin—. Los tres lo estáis.

—Lo sé —Morgana enlazó los dedos con los de su prima—. Pero me siento mejor cuando tú me lo dices. Como me siento más segura cuando sé que estarás a mi lado cuando llegue la hora.

—No me lo perdería por nada del mundo —aseguró Ana—. ¿Pero qué le parece a Nash la idea?

—Confía en ti… tanto como yo.

—Tienes suerte de haber encontrado a un hombre que acepta, entiende y hasta aprecia lo que eres —repuso Ana.

—Lo sé —Morgana sonrió—. Encontrar el amor ya es una maravilla. Pero encontrar el amor con él… Ana, cariño, lo de Robert fue hace mucho tiempo.

—No pienso en él —contestó esta.

—Era un idiota, no se merecía a alguien como tú.

Más que tristeza, a Ana le entraron ganas de reír.

—Nunca te gustó.

—No —Morgana frunció el ceño—. Y tampoco le gustaba a Sebastian, por si no te acuerdas.

—Me acuerdo. Y también me acuerdo de que Sebastian no las tenía todas consigo con Nash.

—Es totalmente diferente —protestó Morgana—. Con Nash, solo intentaba protegerme, mientras que con Robert se limitaba a comportarse con una cortesía y frialdad insultantes.