Humo en la noche - Nora Roberts - E-Book

Humo en la noche E-Book

Nora Roberts

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Beschreibung

El investigador de incendios Ryan Piasecki era un hombre que salvaba cualquier obstáculo para llegar a la verdad. No había nada que consiguiera distraerlo de su trabajo... por muy hermosa que fuera la distracción. Su nueva misión era descubrir quién había intentado quemar el negocio de la elegante ejecutiva Natalie Fletcher. Si no tenía cuidado, aquella atracción que había surgido entre su clienta y él podría ser mucho más devastadora que un incendio... y las defensas que había levantado alrededor de su corazón podrían desaparecer en el humo de la noche.

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Seitenzahl: 279

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1994 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Humo en la noche, n.º 52 - octubre 2017

Título original: Night Smoke

Publicada originalmente por Silhouette© Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2001

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-407-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

 

 

A los opuestos que se atraen.

 

N.R.

Prólogo

 

Fuego. Purificaba. Destruía. Con su calor, se podían salvar vidas. O se podían perder. Era uno de los grandes descubrimientos del hombre, y uno de sus principales miedos.

Una de sus fascinaciones.

Las madres advertían a sus hijos de no jugar con cerillas, de no tocar el resplandor rojo de la cocina. Porque, independientemente de lo bonita que fuera la llama, lo seductor que fuera su calor, el fuego quemaba la piel.

En la chimenea, era romántico, acogedor, alegre y danzarín, proyectando un humo aromático y una suave luz dorada. Los ancianos soñaban junto a él. Los amantes se cortejaban a su lado.

En el campamento, lanzaba sus chispas hacia un cielo estrellado, tentando a los niños a asar sus malvaviscos mientras temblaban oyendo historias de fantasmas.

Había rincones oscuros y perdidos de la ciudad donde los sin hogar juntaban sus manos heladas sobre fuegos encendidos en bidones, con las mentes demasiado embotadas para tener sueños.

En la ciudad de Urbana había demasiados fuegos.

Un cigarrillo caído al descuido ardía en un colchón. Unos cables defectuosos que habían sido pasados por alto o ignorados por un inspector corrupto. Un calentador de queroseno demasiado cerca de las cortinas. El resplandor del relámpago. Una vela olvidada.

Todo eso podía provocar la destrucción de la propiedad, la pérdida de vidas. La ignorancia, un accidente, un acto de Dios.

Pero había otras formas, mucho más retorcidas.

 

 

Una vez dentro del edificio, respiró hondo varias veces. En realidad, era muy simple. Y muy estimulante. En ese momento el poder estaba en sus manos. Sabía exactamente qué tenía que hacer. Estaba solo. En la oscuridad.

No estaría oscuro mucho tiempo. El pensamiento hizo que soltara una risita mientras subía a la segunda planta. No tardaría en hacer la luz.

Bastarían dos latas de gasolina. Con la primera salpicó el viejo suelo de madera, empapándolo, dejando un rastro mientras avanzaba de pared a pared, de habitación en habitación. De vez en cuando se detenía para sacar material de los anaqueles, para diseminar cerillas sobre objetos inflamables, añadiendo combustible que avivaría y extendería las llamas.

El olor del catalizador era dulce, un perfume exótico que potenciaba sus sentidos. No tenía miedo ni prisa mientras subía por la curvada escalera de metal a la siguiente planta. Iba en silencio, desde luego, ya que no era estúpido. Pero sabía que el vigilante nocturno se hallaba concentrado en sus revistas en otra parte del edificio.

Mientras trabajaba, alzó la vista hacia los aspersores situados como arañas en el techo. Ya los había visto. No habría ningún siseo de agua procedente de las tuberías mientras las llamas se elevaban, ninguna advertencia de las alarmas de humo

Ese fuego ardería, ardería y ardería hasta que el cristal de la ventana estallara por los puños furiosos del calor. La pintura se descascararía. El metal se derretiría, las vigas caerían, calcinadas.

Deseó… durante un momento deseó poder quedarse en el centro de todo y presenciar el despertar del fuego dormido. Quería estar allí, admirarlo y absorberlo a medida que se agitaba y desperezaba, verlo extenderse en toda su intensidad. Quería oír el rugido triunfal del dragón ardiente mientras con hambre devoraba todo a su paso.

Pero para entonces él estaría muy lejos. Demasiado lejos para ver, oír, oler. Tendría que imaginarlo.

Con un suspiro, encendió la primera cerilla, alzó la llama a la altura de los ojos y admiró la chispa pequeña, hipnotizado por ella. Al arrojar la cerilla a un charco oscuro de gasolina, sonrió, tan orgulloso como un padre. Observó un momento, solo un momento, mientras el animal cobraba vida, serpenteando por el sendero que le había trazado.

Él se marchó en silencio, con prisa, y entró en la noche fría. Al rato sus pies habían cobrado el ritmo de su corazón desbocado.

Capítulo 1

 

Irritada, exhausta, Natalie entró en su ático. La cena con el departamento de marketing había durado hasta pasada la medianoche. «Podría haber venido a casa entonces», se recordó mientras se descalzaba. Pero no. El despacho le quedaba de camino. No había sido capaz de resistir la tentación de detenerse para echar un último vistazo a los nuevos diseños, para realizar una última comprobación de la publicidad sobre la gran inauguración.

Su intención había sido tomar unas pocas notas, redactar el borrador de uno o dos memorandos.

«Entonces, ¿qué hago entrando en el dormitorio a las dos de la mañana?», se preguntó. La respuesta era fácil. Era una mujer compulsiva y obsesiva. «Una idiota». Sobre todo porque tenía un desayuno de trabajo a las ocho de la mañana con varios de sus jefes de ventas de la Costa Este.

«No hay problema», se aseguró. «Ningún problema». ¿Quién necesitaba dormir? Desde luego, no Natalie Fletcher, la dinamo de treinta y dos años que en ese momento llevaba Industrias Fletcher hacia una nueva fuente de beneficios.

Y los habría. Había proyectado toda su pericia, experiencia y creatividad en levantar Lady’s Choice desde los cimientos. Antes del beneficio, surgiría la excitación de la concepción, del nacimiento, del crecimiento, los primeros placeres de una empresa nueva que buscaba su propio camino.

«Mi empresa», pensó con cansada satisfacción. Su bebé. La cuidaría, le enseñaría y la alimentaría… y sí, cuando fuera necesario, se acostaría a las dos de la mañana.

Una mirada al espejo de la cómoda le indicó que incluso una dinamo necesitaba descansar. Las mejillas habían perdido tanto su tono natural como el colorete y el rostro parecía demasiado frágil y pálido. El sencillo moño, que le alzaba el pelo y que al principio de la velada había dado la impresión de sofisticación y elegancia, en ese momento solo parecía recalcar las sombras que circundaban sus oscuros ojos verdes.

Como era una mujer que se enorgullecía de su energía y resistencia, se apartó del reflejo y movió los hombros para eliminar la rigidez. «En cualquier caso, los tiburones no duermen», se recordó. Ni siquiera los tiburones de los negocios. Pero ese tiburón experimentaba la poderosa tentación de caer sobre la cama completamente vestida.

Decidió que no podía ser y se quitó el abrigo. La organización y el control eran tan importantes en los negocios como una buena cabeza para los números. Aquella costumbre arraigada la impulsó a dirigirse al armario. Estaba colgando el abrigo de terciopelo en una percha acolchada cuando sonó el teléfono.

«Que salte el contestador», se ordenó, pero a la segunda llamada levantó el auricular.

—¿Hola?

—¿Señorita Fletcher?

—¿Sí? —el auricular chocó contra las esmeraldas de sus pendientes. Alzó la mano para quitárselos, pero el pánico que captó en la voz la detuvo.

—Soy Jim Banks, señorita Fletcher. El vigilante nocturno del almacén del lado sur. Tenemos problemas aquí.

—¿Problemas? ¿Ha entrado alguien?

—Es un incendio. Santo Dios, señorita Fletcher, todo el lugar está en llamas.

—¿Incendio? —se acercó la otra mano al auricular, como si pudiera escapársele—. ¿En el almacén? ¿Había alguien dentro?

—No, señorita, solo estaba yo —la voz le tembló y se le quebró—. Me encontraba abajo, en el cuarto del café, cuando oí una explosión. Debió de ser una bomba o algo así, no sé. Llamé a los bomberos.

—¿Se encuentra herido? —en ese momento pudo oír otros sonidos, sirenas, gritos.

—No, logré salir. Madre de Dios, señorita Fletcher, es terrible, es terrible.

—Voy para allá.

 

 

Natalie tardó quince minutos en realizar el trayecto desde su elegante vecindario hasta el sucio distrito sur, con sus almacenes y fábricas. Pero vio y oyó el fuego antes de parar detrás de todos los vehículos.

Hombres con las caras manchadas de hollín manejaban mangueras y empuñaban hachas. El humo y las llamas salían de las ventanas destrozadas y por los agujeros del techo destruido. El calor era enorme. Incluso a esa distancia le abofeteaba la cara mientras el gélido viento de febrero remolineaba a su espalda.

Supo que todo lo que había dentro estaba perdido.

—¿Señorita Fletcher?

Luchando contra el horror y la fascinación, se volvió y contempló a un hombre regordete de mediana edad con un uniforme gris.

—Soy Jim Banks.

—Oh, sí —automáticamente Natalie alargó el brazo para estrecharle la mano. La tenía helada y tan temblorosa como la voz—. ¿Se encuentra bien? ¿Seguro?

—Sí, señorita. Es espantoso.

Durante un momento de silencio observaron el fuego y a aquellos que lo combatían.

—¿Y las alarmas?

—No oí nada. No hasta la explosión. Comencé a subir y vi el incendio. Estaba por todas partes —se pasó una mano por la boca. Nunca en su vida había visto algo parecido, no quería volver a verlo—. Por todas partes. Salí y llamé al departamento de bomberos desde mi furgoneta.

—Ha hecho lo correcto… ¿Sabe quién está al mando aquí?

—No, señorita Fletcher. Estos hombres trabajan deprisa y no dedican mucho tiempo a hablar.

—Muy bien. ¿Por qué no se va a casa ahora, Jim? Yo me ocuparé de todo. Si necesitan hablar con usted, les daré el número de su móvil para que puedan llamarlo.

—No se puede hacer gran cosa —bajó la vista al suelo y movió la cabeza—. Lo siento mucho, señorita Fletcher.

—Y yo. Agradezco que me llamara.

—Pensé que era lo que tenía que hacer —Jim miró una última vez el edificio, pareció temblar y se dirigió hacia su vehículo.

Natalie permaneció donde estaba, y esperó.

 

 

Se había congregado una multitud cuando Ry llegó a la escena del suceso. Sabía que un incendio atraía a la gente, igual que una buena pelea o un malabarista. La gente incluso tomaba bandos… y muchas personas estaban a favor del fuego.

Bajó del coche. Era un hombre delgado, de hombros anchos, con ojos cansados del color del humo que en ese momento aguijoneaba el cielo invernal. Su rostro fino y huesudo mostraba una expresión impasible. Las luces que titilaban a su alrededor ocultaban y luego resaltaban sus facciones, el hoyuelo en el mentón que las mujeres tanto adoraban y que a él le resultaba un incordio.

Depositó las botas en el suelo empapado y se las puso con una gracia y una economía de movimientos surgidas de años de práctica. Aunque las llamas aún lamían el edificio y centelleaban, sus ojos experimentados le indicaron que los hombres lo habían contenido y casi extinguido.

En poco tiempo llegaría su momento.

Con gesto automático se puso la chaqueta negra protectora, que le cubrió la camisa de franela y los vaqueros hasta debajo de las caderas. Se pasó una mano por el rebelde pelo color castaño oscuro, que a la luz del sol mostraría destellos de fuego. Se puso el casco abollado y manchado de humo, encendió un cigarrillo y se enfundó los guantes. Y mientras realizaba esos actos habituales, estudió la escena. Un hombre en su posición necesitaba mantener una mente abierta ante el fuego. Echaría un vistazo general, analizaría el tiempo, comprobaría la dirección en la que soplaba el viento, hablaría con los bomberos. Tendría que llevar a cabo todo tipo de pruebas rutinarias y científicas.

Pero primero confiaría en sus ojos y en su olfato.

Lo más probable era que el almacén estuviera perdido, pero su salvamento no dependía de él. Su tarea consistía en encontrar los motivos y los métodos.

Exhaló humo y estudió a la multitud.

Sabía que el vigilante nocturno había dado la alarma. Tendría que hablar con él. Observó los rostros uno a uno. La excitación resultaba normal. La vio en los ojos del joven que, deslumbrado, miraba la destrucción. Y también la conmoción en la mujer boquiabierta que se acurrucaba a su lado. Horror, admiración, y alivio porque el fuego no los hubiera tocado a ellos o a los suyos.

Luego sus ojos se posaron en la rubia.

Se hallaba separada de los demás, con la vista clavada al frente mientras el ligero viento deshacía su pelo recogido. Notó que llevaba zapatos caros, tan fuera de lugar en esa parte de la ciudad como su abrigo de terciopelo y su rostro refinado.

«Un rostro extraordinario», pensó, llevándose el cigarrillo a los labios. Un óvalo pálido, como el de un camafeo. Los ojos… No pudo discernir su color, pero eran oscuros. Pensó que en ellos no se veía ninguna excitación, ningún horror ni conmoción. Un leve toque de ira, tal vez. O bien se trataba de una mujer de pocas emociones o de una que sabía controlarlas.

«Una rosa de invernadero», decidió. «¿Y qué hace tan lejos de su entorno a las cuatro de la mañana?».

—Eh, inspector —sucio y mojado, el teniente Holden se acercó para pedirle un cigarrillo.

—Parece que habéis podido con otro —comentó, sacando el paquete.

—Este ha sido duro —con las manos unidas para proteger la llama del viento, Holden lo encendió—. Estaba descontrolado cuando llegamos. Nos llamó el vigilante nocturno a las dos menos veinte. Las plantas segunda y tercera fueron las que más sufrieron. Lo más probable es que encuentres el punto de origen en la segunda.

—¿Sí? —sabía que Holden no aventuraba una conjetura.

Encontramos unas mechas en los escalones del lado este. Probablemente se inició el fuego con ellas, pero no todo el material se incendió. Lencería femenina.

—¿Umm?

—Lencería femenina —repitió con una sonrisa—. Era lo que almacenaban aquí. Un montón de braguitas y sujetadores. Hay mucha ropa interior y cerillas que no prendieron —le dio una palmada en el hombro—. Que te diviertas. ¡Eh, novato! —le gritó a uno de los nuevos—. ¿Vas a sostener esa manguera o a jugar con ella? Hay que vigilarlos en todo momento, Ry.

—Como si no lo supiera…

Por el rabillo del ojo vio a su flor de invernadero avanzar hacia un bombero. Holden y él se separaron.

—¿Hay algo que pueda decirme? —le preguntó Natalie a un bombero agotado—. ¿Cómo empezó?

—Señora, yo solo los apago —el bombero se sentó en el estribo de un vehículo, perdido el interés en la ruina humeante que era el almacén—. ¿Quiere respuestas? —señaló con el dedo en la dirección de Ry—. Pídaselas al inspector.

—Los civiles no pueden estar en el escenario de un incendio —expuso detrás de Natalie. Ella se volvió para mirarlo, y él comprobó que sus ojos eran de un profundo verde jade.

—Es mi escenario —manifestó con frialdad, como el viento que le agitaba el pelo—. Mi almacén —continuó—. Mi problema.

—¿Sí? —Ry volvió a estudiarla. Tenía frío. Por experiencia sabía que no había un sitio más frío que el escenario de un incendio en invierno. Pero ella exhibía la espalda recta y la delicada barbilla alzada—. ¿Y quién es usted?

—Natalie Fletcher. Soy propietaria del edificio y de todo lo que hay en el interior. Y me gustaría obtener algunas respuestas —enarcó una ceja perfilada—. ¿Y quién es usted?

—Piasecki. Inspector del departamento de incendios provocados del cuerpo de bomberos.

—¿Provocados? —mostró asombro antes de recuperar el control—. ¿Cree que fue provocado?

—Mi trabajo es averiguarlo —bajó la vista y a punto estuvo de hacer una mueca—. Se va a estropear esos zapatos, señorita Fletcher.

—Los zapatos son la última de mis… —calló cuando él la tomó del brazo y comenzó a alejarla—. ¿Qué está haciendo?

—Está en medio. ¿Ese es su coche? —con la cabeza indicó un pequeño Mercedes descapotable.

—Sí, pero…

—Métase en él.

—No pienso hacerlo —intentó desprenderse de su mano y descubrió que necesitaría una barra de metal—. ¿Quiere soltarme?

Aquella mujer olía mucho mejor que el humo y los escombros empapados. Ry respiró su aroma y luego probó con la diplomacia. Algo que reconocía que jamás había sido su fuerte.

—Mire, tiene frío. ¿Qué sentido tiene estar expuesta al viento?

—El sentido es que se trata de mi edificio —se puso rígida, por el contacto y por el frío—. Lo que queda de él.

—Bien —como no entorpecía en nada su investigación, lo haría como quería ella. Pero la situó entre el coche y su cuerpo, para protegerla de lo peor del frío—. Es un poco tarde para hacer inventario, ¿no le parece?

—Lo es —se metió las manos en los bolsillos en un vano intento por calentarlas—. Vine en cuanto me llamó el vigilante nocturno.

—¿Y a qué hora fue eso?

—No lo sé. Alrededor de las dos.

—Alrededor de las dos —repitió y volvió a recorrerla con la mirada. Notó que bajo el abrigo de terciopelo había un elegante traje de noche. La tela parecía suave, cara, y era del mismo color que sus ojos—. Un atuendo llamativo para un incendio.

—Tuve una cena de negocios y no me cambié antes de venir —«idiota», pensó, y volvió a observar con gesto sombrío lo que quedaba de su propiedad—. ¿Adónde quiere ir a parar?

—¿La cena duró hasta las dos?

—No, terminó a eso de la medianoche.

—¿Y cómo es que aún sigue vestida para la ocasión?

—¿Qué?

—¿Cómo es que sigue vestida para la ocasión? —sacó otro cigarrillo y lo encendió—. ¿Cita tardía?

—No, fui a mi despacho a terminar unas cosas pendientes. Acababa de llegar a casa cuando Jim Banks, el vigilante de noche, me llamó.

—¿Entonces estuvo sola desde la medianoche hasta las dos?

—Sí, yo… —lo miró con los ojos entrecerrados—. ¿Cree que soy responsable de esto? ¿Es eso lo que insinúa…? ¿Cómo demonios era su nombre?

—Piasecki —repuso con una sonrisa—. Ryan Piasecki. Y todavía no creo nada, señorita Fletcher. Solo separo los detalles —los ojos de la mujer ya no eran ecuánimes, controlados, sino que habían alcanzado el punto de ignición.

—Entonces le proporcionaré algunos más. El edificio y su contenido están plenamente asegurados. La póliza es con United Security.

—¿En qué clase de negocio participa?

—Industrias Fletcher, inspector Piasecki. Quizá haya oído hablar de ellas.

Así era. Inmobiliarias, minería, transporte. La corporación tenía muchas propiedades, incluyendo varios edificios en Urbana. Pero había motivos para que las empresas grandes, al igual que las pequeñas, recurrieran a los incendios provocados.

—¿Usted dirige Industrias Fletcher?

—Superviso varios de sus intereses. Incluyendo este —«en especial este», pensó. Era su proyecto—. En la primavera vamos a abrir varias boutiques especializadas por todo el país, además de un servicio de venta por catálogo. Una gran parte de mi inventario se hallaba en ese almacén.

—¿Qué clase de inventario?

—Lencería, inspector. Sujetadores, braguitas, saltos de cama. Seda, satén, encajes. Puede que esté familiarizado con el concepto.

—Lo suficiente para apreciarlo —vio que ella temblaba y que luchaba para evitar que le castañetearan los dientes. Imaginó que sus pies serían bloques de hielo en aquellos zapatos finos y elegantes—. Mire, se está congelando. Métase en el coche. Vuelva a casa. Estaremos en contacto.

—Quiero saber qué le ha pasado a mi edificio. Lo que queda de mis productos.

—Su edificio se ha quemado, señorita Fletcher. Y es improbable que quede algo de su inventario que pueda subir la presión arterial de un hombre —le abrió la puerta del coche—. Tengo un trabajo que hacer. Y le aconsejo que llame a su agente de seguros.

—Se le da bien calmar a las víctimas, ¿verdad, Piasecki?

—No, no puedo decir que sea así —sacó un bloc de notas y un lápiz pequeño del bolsillo de la camisa—. Deme su dirección y número de teléfono. De su casa y de su despacho.

Natalie respiró hondo antes de proporcionarle la información que quería.

—¿Sabe? —añadió—. Siempre he tenido debilidad por los funcionarios públicos. Mi hermano es policía en Denver.

—¿Sí?

—Sí —se metió en el coche—. Con una breve reunión usted ha conseguido que cambie de idea —cerró de un portazo, lamentando no hacerlo con la suficiente rapidez como para pillarle los dedos. Con un último vistazo al edificio en ruinas, se fue.

Ry observó desaparecer las luces posteriores del vehículo y añadió otra nota a su libro. Piernas estupendas. No creía que pudiera llegar a olvidarlo. Pero un buen inspector lo apuntaba todo.

 

 

Natalie se obligó a dormir dos horas, luego se levantó y se dio una ducha fría. Enfundada en la bata, llamó a su secretaria e hizo que cancelaran o cambiaran de día las reuniones de la mañana. Con la primera taza de café, llamó a sus padres a Colorado. Iba por la segunda taza cuando terminó de darles los detalles que conocía, mitigando su preocupación y escuchando su consejo.

Con la tercera taza, se puso en contacto con su agente de seguros y quedó en verse con él en el lugar del siniestro. Después de tomarse una aspirina con lo que le quedaba de café, se vistió para lo que prometía ser un día muy largo.

Salía por la puerta cuando sonó el teléfono.

—Tienes un contestador —se recordó al dar media vuelta para ir a responder—. ¿Hola?

—Nat, soy Deborah. Acabo de enterarme.

—Oh —se frotó la nuca y se sentó en el apoyabrazos del sillón. Le proporcionaba un placer doble oír a Deborah O’Roarke Guthrie, su amiga y hermana de su cuñada—. Supongo que ya habrá aparecido en las noticias.

—Lo siento, Natalie, de verdad. ¿Ha sido muy malo?

—No estoy segura. Anoche daba la impresión de que no podía ser peor. Pero ahora he quedado allí con mi agente de seguros. ¿Quién sabe?, quizá podamos salvar algo.

—¿Quieres que te acompañe? Puedo reorganizar mi agenda.

Natalie sonrió. Deborah era así.

Como si no tuviera suficiente con su marido, su bebé y su trabajo como ayudante del fiscal del distrito.

—No, pero gracias por ofrecerte. Te pondré al corriente cuando sepa algo.

—Ven a cenar esta noche. Podrás relajarte y desahogarte con nosotros.

—Me encantaría.

—Si hay algo más que pueda hacer, dímelo.

—En realidad, podrías llamar a Denver. Evita que tu hermana y mi hermano vengan al rescate.

—Lo haré.

—Ah, una cosa más… —se levantó y comprobó el contenido de su maletín mientras hablaba—. ¿Qué sabes de un tal inspector Piasecki? ¿Ryan Piasecki?

—¿Piasecki? —hubo una pausa mientras Deborah repasaba sus ficheros mentales—. Está en el departamento de incendios provocados del cuerpo de bomberos. Es el mejor inspector de la ciudad. ¿Se sospecha que fuera provocado?

—No lo sé. Solo sé que estaba presente. Que fue grosero y que no quiso decirme nada.

—Se requiere tiempo para determinar la causa de un fuego, Natalie. Si quieres, puedo presionarlo un poco.

Natalie tuvo ganas de colocar en un aprieto a Piasecki.

—No, gracias. Al menos todavía. Nos veremos luego.

—A las siete —insistió Deborah.

—Allí estaré. Gracias —colgó y agarró el abrigo. Con suerte, llegaría treinta minutos antes que el agente al lugar del siniestro.

 

 

La suerte la acompañó… al menos en eso. Cuando se detuvo detrás de la valla que había colocado el departamento de bomberos, descubrió que iba a necesitar mucha más suerte para ganar esa batalla.

Parecía increíblemente peor que la noche anterior.

Era un edificio pequeño de apenas tres plantas. Las paredes exteriores habían resistido, y en ese momento estaban ennegrecidas, llenas de hollín y aún goteaban agua. El suelo se hallaba atestado de madera calcinada y empapada, cristales rotos y metal retorcido. El aire apestaba a humo.

Consternada, pasó por debajo de la cinta amarilla para echar mejor un vistazo.

—¿Qué demonios cree que está haciendo?

Se sobresaltó, y luego se protegió los ojos del sol para ver con más claridad. «Debí imaginarlo», pensó al ver a Ry avanzar hacia ella entre los escombros.

—¿Es que no ha visto el cartel? —exigió saber él.

—Claro que lo he visto. Esta es mi propiedad, inspector. El tasador del seguro ha quedado aquí conmigo. Creo que estoy en mi derecho al inspeccionar los daños.

—¿No tiene otro tipo de zapatos? —la miró disgustado.

—¿Cómo dice?

—Quédese aquí —musitando, él fue a su coche y regresó con unas botas grandes de bombero—. Póngaselas.

—Pero…

—Ponga esos ridículos zapatos en las botas —la aferró del brazo—. De lo contrario, se hará daño.

—Bien —obedeció, sintiéndose absurda.

La parte superior de las botas le llegaba casi hasta la rodilla. El traje azul marino y el abrigo de lana a juego que llevaba eran de marca, y tres cadenas de oro alrededor del cuello añadían brillo.

—Bonito aspecto —comentó él—. Y ahora dejemos clara una cosa. Necesito preservar el lugar del suceso, y eso significa que no ha de tocar nada —soltó, aunque su autoridad para mantenerla fuera resultaba cuestionable. De todos modos, ya había encontrado la mayor parte de lo que buscaba.

—No tengo intención de…

—Es lo que dicen todos.

—Explíqueme una cosa, inspector —se irguió—. ¿Trabaja solo porque lo prefiere o porque nadie soporta estar con usted más de cinco minutos?

—Las dos cosas —entonces sonrió. El cambio de expresión fue asombroso, encantador… y sospechoso—. ¿Qué hace inspeccionando el emplazamiento de un incendio con un traje de quinientos dólares?

—Yo… —recelosa por la sonrisa, se cerró el abrigo—. Tengo reuniones toda la tarde. No dispondré de tiempo para cambiarme.

—Ejecutivos… —al volverse mantuvo la mano en el brazo de ella—. Venga. Cuidado dónde pisa… el lugar aún no es seguro, pero puede echar un vistazo a lo que dejó el fuego. Todavía me queda trabajo por completar.

La condujo por la entrada. El techo era un agujero vacío entre plantas. Lo que había caído o había sido derribado yacía entre capas sucias de ceniza mojada y madera doblada. Natalie tuvo un escalofrío al ver la masa retorcida de maniquíes calcinados y rotos.

—No sufrieron —le aseguró Ry, ganándose una mirada colérica.

—Estoy segura de que para usted se trata de algo jocoso, pero…

—El fuego jamás es gracioso. Cuidado…

Contempló el lugar donde él había estado trabajando, cerca de la base de una pared interior rota. Había una pequeña criba de alambre en una estructura de madera, una pala que parecía un juguete infantil, unos pocos botes de vidrio, una barra metálica y una vara de medir. Mientras ella observaba, Ry arrancó una sección marcada de rodapié.

—¿Qué hace?

—Mi trabajo.

—¿Estamos del mismo lado? —preguntó con los dientes apretados.

—Es posible —Ry levantó la vista. Con una navaja, comenzó a raspar un residuo. Lo olió, gruñó y, cuando quedó satisfecho, lo introdujo en un frasco—. ¿Sabe lo que es la oxidación, señorita Fletcher?

—Más o menos —frunció el ceño.

—La unión química de una sustancia con el oxígeno. Puede ser algo lento, como la pintura al secarse, o rápido. Calor y luz. Un incendio es rápido. Y algunas cosas ayudan a que se mueva más deprisa —siguió raspando, volvió a alzar la vista y alargó la navaja—. Huela —dubitativa, ella se adelantó y olió—. ¿Qué percibe?

—Humo, humedad… no sé.

—Gasolina —comentó, guardando el residuo en un bote—. Verá, un líquido busca su nivel, se introduce en grietas en el suelo, en rincones estancados, fluye por debajo de los rodapiés. Si se ve atrapado ahí abajo, no arde. ¿Ve el lugar que he despejado aquí?

Natalie se humedeció los labios, estudió el suelo que él había limpiado de escombros. Había una mancha negra, como una sombra grabada en la madera.

—¿Sí?

—El patrón de la mancha quemada. Es como un mapa. Si continúo hurgando capa tras capa, podré saber qué sucedió, antes y durante el fuego.

—¿Me está diciendo que alguien vertió gasolina y encendió una cerilla?

Ry no respondió y se adelantó para recoger un trozo de tela quemada.

—Seda —frotó las yemas de los dedos—. Es una pena —depositó un trozo en lo que parecía ser una lata de harina—. A veces alimentan más el fuego. No siempre arden —agarró una copa casi ilesa de un sujetador de encaje.

Divertido, miró a Natalie y añadió:

—Es gracioso lo que resiste, ¿verdad?

Ella volvió a sentir frío, pero no por el viento. Surgía del interior, y era furia.

—Si fue algo deliberado, quiero saberlo.

Interesado en el cambio en los ojos de Natalie, se puso en cuclillas. Tenía la chaqueta de bombero desabrochada, revelando vaqueros, gastados en las rodillas, y una camisa de franela. No había abandonado el escenario de la conflagración desde su llegada.

—Recibirá mi informe —se puso de pie—. Descríbame cómo era este sitio hace veinticuatro horas.

Ella cerró los ojos un momento, pero eso no la ayudó. Aún podía oler la destrucción.

—Tenía tres plantas, unos seiscientos metros cuadrados. Balcones de hierro y escaleras interiores. Las costureras trabajaban en la tercera planta. Toda nuestra mercancía se hace a mano.

—Un toque de distinción.

—Sí, esa es la idea. Tenemos otra fábrica en este distrito, donde se realiza casi toda la costura. Las doce máquinas de arriba eran para dar los últimos retoques. A la izquierda había una pequeña sala para el refrigerio, los servicios… En la segunda planta, el suelo era de linóleo en vez de madera. Allí guardábamos los productos. También tenía un pequeño despacho, aunque casi todo mi trabajo lo hago desde la ciudad. Esta zona era para inspeccionar, embalar y fletar. Íbamos a empezar a servir nuestros pedidos de primavera en tres semanas.

Se volvió, sin saber muy bien adónde iba, y tropezó con unos escombros. La rapidez de Ry le evitó una caída desagradable.

—Aguante —murmuró él.

Aturdida, se apoyó en él unos instantes. Percibió fuerza, si no simpatía. En esas circunstancias, lo prefería de ese modo.

—Solo en esta fábrica empleábamos a setenta personas. Gente que se ha quedado sin trabajo hasta que yo pueda averiguar qué ha pasado —giró en redondo y Ry la sujetó por los brazos para que mantuviera el equilibrio—. Fue algo deliberado.

Él pensó que en ese momento ella había perdido el control. Era tan volátil como una cerilla encendida.

—No he terminado la investigación.

—Fue deliberado —repitió Natalie—. Y usted piensa que pude haberlo provocado yo. Que vine en mitad de la noche con una lata de gasolina.

Tenían las caras cerca. «Es gracioso», pensó Ry, «hasta ahora no he notado lo alta que es con esos zapatos capaces de romperle los tobillos».

—Cuesta imaginarlo.

—¿Entonces contraté a alguien? —espetó ella—. ¿Contraté a alguien para incendiar el edificio, a pesar de que en su interior había un hombre? Pero ¿qué es un vigilante de seguridad comparado con un bonito cheque del seguro?

—Dígamelo usted —repuso, tras un momento de silencio.

Furiosa, se apartó de él.

—No, inspector, será usted quien va a tener que decírmelo. Y, le guste o no, voy a estar pegada a usted como una sombra durante cada paso de la investigación. Cada paso —recalcó—. Hasta que consiga mis respuestas.

Salió del edificio, con andar digno a pesar de las botas. Casi tenía su temperamento bajo control cuando vio que un coche se detenía junto al suyo. Al reconocerlo, suspiró, se dirigió hacía la cinta y volvió a cruzarla.

—Donald —extendió los brazos—. Oh, Donald, qué desastre…

Tomándole las manos, el directivo contempló el edificio. Durante un instante se quedó quieto, moviendo la cabeza.

—¿Cómo ha podido suceder? ¿El cableado eléctrico? Si lo comprobamos hace dos meses.

—Lo sé. Lo siento. Todo tu trabajo… —pensó que eran dos años de la vida de Donald, y quizá de la suya. Desvanecidos como humo.

—¿Todo? —su voz sonó trémula y también tembló—. ¿Se ha perdido todo?

—Me temo que sí. Tenemos más material, Donald. Esto no va a frenarnos.

—Eres más dura que yo, Nat —después de un último apretón, la soltó—. Era mi mayor apuesta. Tú eres la presidenta, pero yo sentía como si fuera el capitán. Y mi barco acaba de hundirse.

Natalie comprendía lo que sentía. Para Donald Hawthorne no se hablaba solo de negocios, al igual que para ella. Esa nueva empresa era como un sueño, un soplo de aire fresco, una oportunidad para los dos de probar algo completamente diferente.

«No solo probar», se recordó. «Triunfar».

—Vamos a tener que dejarnos la piel durante las próximas tres semanas.

Él se volvió con una leve sonrisa en los labios.

—¿De verdad crees que después de esto vamos a poder respetar nuestros compromisos?

—Sí —la determinación endureció sus labios—. Es un retraso, eso es todo. Cambiaremos algunas cosas. Desde luego, vamos a tener que postergar la auditoría.

—Ahora ni siquiera puedo pensar en eso —calló y parpadeó—. Dios mío, Nat, las carpetas, los registros.

—No creo que vayamos a poder recuperar nada de los documentos que había en el almacén —observó el edificio—. Complicará las cosas, añadirá horas de trabajo, pero lo conseguiremos.

—¿Cómo podremos llevar a cabo la auditoría cuando…?

—Se postergará hasta que volvamos a estar en marcha. Hablaremos de ello en la oficina. En cuanto vea al agente del seguro y todo siga su curso, iré a mi despacho —su mente ya repasaba los detalles, los pasos y las siguientes fases—. Estableceremos turnos dobles, encargaremos material nuevo, traeremos algunas cosas de Chicago y Atlanta. Haremos que funcione, Donald. Lady’s Choice va a inaugurarse en marzo, llueva o truene.

—Si alguien es capaz de conseguirlo, esa eres tú —la sonrisa del directivo se hizo muy amplia.

—Nosotros —aseveró Natalie—. Ahora necesito que vuelvas a la oficina y que empieces a hacer llamadas —sabía que el punto fuerte de Donald eran las relaciones públicas. Quizá fuera un poco impulsivo, pero en ese momento necesitaba a su lado a personas orientadas a la acción—. Pon a trabajar a Melvin y a Deirdre. Soborna o amenaza a los distribuidores, suplícales a los sindicatos, tranquiliza a los clientes. Es lo que mejor se te da.

—De inmediato. Cuenta conmigo.

—Sé que puedo hacerlo. Iré pronto al despacho para sacar el látigo.

 

 

«¿Novio?», se preguntó Ry al ver cómo se abrazaban. Aquel ejecutivo alto, atractivo, elegante y de zapatos relucientes parecía ser su tipo. Por si acaso, apuntó la matrícula del Lincoln que había junto al coche de Natalie y regresó al trabajo.