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En Junto a mí Nora Roberts nos relata con su habitual toque mágico dos historias en las que el amor triunfa por encima de las dificultades. En A partir de hoy una mujer debe luchar para evitar que la pensión que dirige se convierta en un complejo turístico, pero también tendrá que luchar para evitar que el nuevo dueño se quede con su corazón. En Tentación una joven de familia adinerada se ve obligada a trabajar en un campamento de verano tras la ruina de su familia. Lo que desde luego no esperaba era convertirse en objeto de tentación...
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Seitenzahl: 206
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1983 Nora Roberts
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Junto a mí, n.º 42 - agosto 2017
Título original: From this Day
Publicada originalmente por Silhouette© Books
Este título fue publicado originalmente en español en 2007
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-187-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
La primavera se retrasaba en Nueva Inglaterra, donde la nieve persistía en parches aislados y pequeños tallos empezaban a brotar tímidamente en las ramas desnudas de los árboles. Algunos tempraneros brotes de color florecían en la tierra, y el aire era fresco y prometedor.
B.J. abrió la ventana con una floritura y recibió la brisa matinal en su habitación. Era sábado, pensó con una amplia sonrisa mientras se recogía en una trenza su larga melena color trigo. La pensión Lakeside estaba a media ocupación, pues aún faltaban tres semanas para la temporada veraniega, de modo que sus obligaciones como encargada no serían gran cosa durante el fin de semana.
Sus empleados le eran leales, aunque se exaltaban con facilidad. Como una gran familia, discutían, se enfurruñaban y se provocaban mutuamente, pero también se unían como el mortero y el ladrillo cuando la situación lo requería. Y ella, pensó con una sonrisa melancólica, era la cabeza de familia.
Se puso unos vaqueros desgastados sin detenerse a considerar la incongruencia del título. Una mujer pequeña y de aspecto infantil se reflejaba en el espejo, con sus curvas disimuladas por un atuendo informal y las trenzas colgando a ambos lados de un rostro élfico con forma de corazón y grandes ojos grises. Los ojos eran su único rasgo de gran tamaño; empequeñecían su nariz respingona y su boca de cupido y expresaban fielmente sus cambios anímicos. Tras atarse los zapatos, salió apresuradamente de la habitación para supervisar los preparativos del desayuno antes de salir a dar un paseo en solitario.
La escalera principal de la pensión era amplia y desnuda, sin alfombra y sin ninguna curva o ángulo. Conectaba los cuatro pisos con una subida tan recta y recia como la estructura del edificio. B.J. vio con satisfacción que el vestíbulo estaba limpio y desierto. Las cortinas habían sido descorridas para recibir la luz del sol, los cojines con encaje de aguja habían sido ahuecados y un jarrón de flores frescas adornaba el mostrador alto y barnizado de recepción. Del comedor le llegó el ruido de la cubertería y soltó un suspiro al oír la discusión entre dos camareras.
–Si de verdad te gusta un hombre con ojos de cerdito, deberías estar contenta.
B.J. vio a Dot encogiéndose de hombros mientras rodeaba una mesa cubierta con un mantel de lino blanco.
–Wally no tiene ojos de cerdito –insistió–. Son unos ojos muy inteligentes. Lo que ocurre es que tienes celos –añadió con deleite mientras llenaba los azucareros.
–¿Celosa yo? ¡Ja! El día que esté celosa de una pequeñaja bizca… Oh, hola, B.J.
–Buenos días, Dot, Maggie. Coloca dos cucharas y un cuchillo en esa mesa, Dot. Y creo que un tenedor añadiría un toque muy agradable.
Dot desplegó el mantel en la mesa mientras su compañera se reía por lo bajo.
–Wally va a llevarme esta noche a una sesión doble en el autocine –declaró Maggie con satisfacción mientras B.J. entraba en la cocina y dejaba que la puerta se cerrara tras ella.
A diferencia de la anticuada atmósfera que reinaba en el resto de la pensión, la cocina relucía con la eficacia del siglo XX. El acero inoxidable brillaba por doquier, los armarios y alacenas se erguían como soldados veteranos, las paredes y el suelo de linóleo despedían destellos de limpieza y el inmenso horno recordaba por qué el principal atractivo de la pensión era su menú. B.J. sonrió, complacida por la perfecta pulcritud de la cocina y el aroma del café.
–Buenos días, Elsie –saludó a la mujer regordeta que trabajaba en una larga encimera–. Si todo está bajo control, voy a salir por un par de horas.
–Betty Jackson no va a enviar mermelada de moras.
–¿Qué? ¿Por qué no? –espetó B.J. Irritada por aquel imprevisto, agarró una magdalena recién hecha de una cesta y empezó a devorarla–. Es la mermelada favorita del señor Conner, y casi se nos ha acabado el último tarro.
–Dijo que si no podías molestarte en hacerle una visita a una vieja solitaria, ella no podía renunciar a su mermelada.
–¿Vieja solitaria? –repitió B.J con la boca llena de magdalena–. Recibe más noticias en su casa que la Associated Press. Maldita sea, Elsie, necesito esa mermelada. Esta última semana he estado muy ocupada y no he podido ir a escuchar el último boletín especial.
–¿Te preocupa el nuevo dueño que llega el lunes?
–¿Quién está preocupada? Yo no lo estoy –declaró ella. Frunció el ceño y confiscó otra magdalena–. Pero como encargada de la pensión quiero tenerlo todo en orden.
–Eddie dijo que te pusiste a mascullar y a aporrear tu mesa al recibir la carta que anunciaba su llegada.
–No estaba… mascullando –protestó ella. Abrió la nevera y se sirvió un vaso de zumo–. Taylor Reynolds tiene todo el derecho del mundo a inspeccionar su propiedad. Lo que me irrita son esos comentarios sobre la necesidad de modernizar la pensión. El señor Taylor Reynolds debería ocuparse de sus otros hoteles y dejar Lakeside tal y como está. No necesitamos ninguna modernización. Estamos muy bien como estamos. No tenemos ningún problema ni nos hace falta nada –concluyó, cruzándose de brazos y fulminando con la mirada a la imagen mental de Taylor Reynolds.
–Salvo mermelada de moras –le recordó Elsie tranquilamente, haciéndola volver al presente.
–Oh, está bien –murmuró–. Iré yo misma a buscarla. Pero si Betty me dice una vez más que Howard Beall sería un buen marido, me pondré a gritar. Allí mismo, en su salón lleno de blondas y cortinas de chintz, ¡me pondré a gritar!
Dejó la amenaza flotando en el aire y salió a la mañana soleada.
–Mermelada de moras –farfulló mientras se subía a una maltratada bicicleta roja–. Nuevos propietarios con proyectos de reforma… –levantó el rostro hacia el cielo y se echó una trenza tras el hombro.
Mientras pedaleaba por la carretera bordeada de arces, sintió que su mal genio iba apagándose al contemplar la radiante belleza del valle. Pequeños ramilletes de frágiles violetas y tréboles salpicaban los ondulantes prados. Las cimas de las montañas estaban cubiertas por un manto blanco, esperando el verdor del mes próximo, y de momento sólo se apreciaba el color intermitente de los pinos en las oscuras extensiones de masa arbolada. Soplaba una suave brisa primaveral, que deshacía las nubes en tenues jirones blancos.
Habiendo recuperado el buen humor, llegó al pueblo con las mejillas sonrosadas y una sonrisa. Saludó a los rostros familiares que se encontraba en su camino a casa de Betty Jackson. Era un pueblo pequeño con jardines cuidados, vallas blancas y bonitas casas antiguas. Las buhardillas y los gabletes eran típicos de Nueva Inglaterra. Acurrucado como un gato en el valle, acariciado por las brillantes aguas del lago Champlain, Lakeside permanecía sereno y libre del bullicio urbano. B.J. había crecido en las afueras, pero eso no había mermado su magia rural. Cada vez que entraba en el pueblo sentía una enorme gratitud de que en alguna parte la vida siguiera su curso sencillo y natural.
Dejó la bicicleta frente a una pequeña casa con postigos verdes y se preparó para negociar el suministro de mermelada.
–Vaya, B.J… Menuda sorpresa –dijo Betty al abrir la puerta–. Pensé que habías vuelto a Nueva York.
–Las cosas han estado muy agitadas por la pensión –replicó ella, intentando mantener la humildad.
–El nuevo propietario –dijo Betty, asintiendo con la sabiduría propia de una pitonisa al tiempo que la hacía pasar–. He oído que quiere hacer muchos cambios.
B.J. se resignó al infalible sistema de comunicaciones de Betty Jackson y se acomodó en la pequeña sala de estar.
–¿Sabes que Tom Meyers va a añadir otra habitación a su casa? –le contó Betty mientras acomodaba su amplio trasero en una butaca–. Parece que Lois vuelve a estar embarazada –chasqueó con la lengua–. Tres hijos en cuatro años. A ti te gustan los pequeñines, ¿verdad, B.J.?
–Siempre me han gustado, señorita Jackson –admitió B.J., preguntándose cómo podía desviar la conversación hacia la mermelada.
–A mi sobrino Howard le encantan los niños.
B.J. se contuvo para no gritar y esbozó una sonrisa amable.
–Tenemos una pareja en la pensión. A los niños les encanta comer –satisfecha con la estrategia, siguió–. Casi han acabado con su mermelada. Sólo me queda un tarro. Nadie sabe prepararla como usted, señorita Jackson. Seguro que si abriera su propia línea, llevaría a la quiebra a las grandes marcas.
–Todo es cuestión de tiempo –dijo Betty, encantada con el halago. B.J. ya paladeaba las mieles del triunfo.
–Tendría que cerrar la pensión si no me proveyera de mermelada –le dijo, batiendo las pestañas–. El señor Conner se quedaría destrozado si le sirviera compota en conserva. Adora su mermelada de moras. Dice que es… ambrosía –añadió, deleitándose con la palabra.
–Ambrosía –repitió Betty, asintiendo con satisfacción.
Diez minutos más tarde, B.J. estaba colocando una caja con una docena de tarros de mermelada en la cesta de su bicicleta y despidiéndose de Betty.
–Vine, vi y vencí –dijo, mirando al cielo con orgullo–. Y sin gritar.
–¡Hola, B.J.!
Giró la cabeza al oír su nombre y saludó con la mano al grupo de muchachos que jugaba al béisbol.
–¿Cómo va el marcador? –le preguntó al chico que corrió hacia ella.
–Cinco a cuatro para el equipo de Junior.
B.J. miró a Junior, un joven alto y desgarbado que estaba en la loma del pitcher, golpeando la bola contra el guante.
–Pequeño mequetrefe –murmuró con afecto–. Déjame batear una vez –le confiscó la gorra al chico y, tras asegurársela sobre las trenzas, caminó hacia el terreno de juego. Fue súbitamente rodeada por un mar de rostros adolescentes.
–¿Vas a jugar, B.J.?
–Sólo un momento –respondió, levantando un bate para examinarlo–. Tengo que volver.
Junior se acercó con las manos en las caderas y le dedicó una sonrisa de desdén, aprovechándose de los tres centímetros que le ganaba en estatura.
–¿Qué te apuestas a que te elimino?
Ella le lanzó una mirada fugaz y se echó el bate al hombro.
–No quiero tu dinero.
–Si te elimino, tendrás que besarme –dijo él, tirándole de una trenza con el descaro de un adolescente de quince años.
–Colócate en la loma, aprendiz de sátiro, y vuelve dentro de diez años.
Junior entornó los ojos, asintió, adoptó la posición de wind-up y lanzó la bola. B.J. describió un círculo completo al intentar batear.
–¡Strike uno!
Ella se giró y le frunció el ceño a Wilbur Hayes, que estaba haciendo de árbitro. Al volver a situarse en posición los vítores y silbidos aumentaron de volumen. Junior le hizo un guiño y ella le respondió sacando la lengua.
–¡Strike dos! –exclamó Wilbur cuando B.J. se quedó inmóvil viendo pasar la bola.
–¿Strike? –espetó ella, apoyando las manos en las caderas–. La bola me ha pasado a la altura de la barbilla. Voy a tener que decirle a tu madre que te compre unas gafas.
–Strike dos –repitió Wilbur con una mueca feroz.
B.J. masculló una maldición y volvió a colocarse en el cajón de bateo.
–Harías bien en dejar el bate –gritó Junior, acariciando la bola en el guante–. La siguiente bola no la vas ni a ver.
–Será mejor que la mires tú bien, Junior, porque será la última vez que la veas –le advirtió B.J. Se bajó la visera de la gorra y aferró con fuerza el bate–. Va a llegar hasta Nueva York.
El bate golpeó la bola con un fuerte crujido y B.J. la vio salir despedida durante unos segundos antes de iniciar la carrera hacia las bases. Corrió a toda velocidad, con la cabeza agachada, oyendo los gritos y silbidos cuando llegó a la tercera base. Scott Temple se agachó con el guante abierto para la recepción, justo cuando B.J. se arrojaba al suelo en el home, levantando una nube de polvo y un coro de gritos frenéticos.
–¡Eliminada!
–¿Cómo que eliminada? –espetó ella. Se puso en pie y encaró a Wilbur–. He llegado con un kilómetro de ventaja, por lo menos. Tú no necesitas gafas; necesitas unos prismáticos.
–Eliminada –repitió Wilbur cruzándose de brazos, muy digno.
–Necesitamos un árbitro con un par de ojos –declaró ella, volviéndose hacia su coro de animadores–. Exijo una segunda opinión.
–Estás eliminada –dijo una voz desconocida.
B.J. se giró y frunció el ceño al ver a un desconocido apoyado en la malla del backstop, con una media sonrisa curvando sus labios y un brillo de regocijo en sus ojos color chocolate. Se apartó un mechón de pelo negro de la frente y se irguió en toda su estatura.
–Tendrías que haberte conformado con una triple.
–¡Ha sido safe! –replicó ella, quitándose el polvo de la nariz–. He alcanzado la base.
–Out –repitió Wilbur.
B.J. le lanzó una mirada asesina antes de volverse hacia el hombre que se acercaba entre los dos equipos. Lo observó con una mezcla de resentimiento y curiosidad.
Era alto y esbelto. Sus rasgos estaban bien definidos en una piel bronceada y suave, y el sol arrancaba pequeños destellos rojizos de su cabello oscuro. Su traje beige era informal, pero parecía muy caro y hecho a medida. El hombre sonrió burlonamente ante su escrutinio, provocando que el resentimiento de B.J. aumentara.
–Tengo que irme –anunció, sacudiéndose los vaqueros–. Y no creas que no voy a mencionarle tus problemas de visión a tu madre –añadió, mirando a Wilbur.
–Eh, pequeña –la llamó el hombre cuando se estaba montando en la bicicleta.
Ella sonrió al darse cuenta de que la había confundido con una adolescente y lo miró con una expresión de insolencia juvenil.
–¿Sí?
–¿Está muy lejos la pensión Lakeside?
–Lo siento, señor, pero mi madre me prohíbe hablar con extraños.
–Muy encomiable, pero yo no te estoy ofreciendo un caramelo ni dar una vuelta en coche.
–Bueno… –frunció el ceño como si estuviera debatiendo los pros y los contras–. Está bien. La pensión está a unos cinco kilómetros por esta misma carretera –hizo un gesto vago–. No tiene pérdida.
Él la miró fijamente a sus grandes ojos grises y sacudió la cabeza.
–Muchas gracias. Me has sido de gran ayuda.
–De nada –respondió ella. Vio cómo se alejaba hacia un Mercedes azul plateado y no pudo evitar un último comentario–. Y ha sido safe.
Le arrojó la gorra a su dueño y cruzó el prado con la bicicleta para tomar un atajo hacia la pensión.
Los cuatro pisos de ladrillo rojo con sus tejados inclinados y pulcros postigos se irguieron ante ella. Mientras subía pedaleando por el amplio camino de entrada, descubrió con satisfacción que había llegado antes que el Mercedes.
¿Estaría buscando una habitación?, se preguntó mientras se bajaba de la bicicleta y sacaba la mermelada de la cesta. Tal vez fuera un vendedor. No, un hombre así no podía ser un vendedor. Bueno, si quería una habitación, ellos se la ofrecerían, aunque fuera un entrometido de mirada pícara.
–Buenos días –saludó con una sonrisa a la pareja de recién casados que paseaba por el césped.
–Oh, buenos días, señorita Clark. Vamos a dar un paseo junto al lago –respondió cortésmente el novio.
–Hace un día precioso para pasear –corroboró B.J. Dejó la bicicleta junto a la puerta y entró en el pequeño vestíbulo para ver el correo que le habían dejado en el mostrador. Había una carta de su abuela, por lo que la abrió enseguida y empezó a leer con entusiasmo.
–Me has hecho dar un rodeo, ¿eh?
Al ser arrancada bruscamente de su ensimismamiento, dejó la carta y levantó la mirada para enfrentarse a los ojos color chocolate.
–Tomé un atajo –reacia a ser superada por su estatura o su impecable atuendo, se irguió y levantó el mentón–. ¿Puedo ayudarlo?
–Lo dudo, a menos que puedas decirme dónde encontrar al encargado.
Su tono desdeñoso la irritó, pero se obligó a recordar cuál era su trabajo.
–¿Hay algún problema? Tenemos una habitación disponible, si la necesita.
–Sé una buena chica y ve a buscar al encargado –le pidió en tono paternalista–. Me gustaría hablar con él.
B.J. cruzó los brazos al pecho.
–Está hablando con ella ahora mismo.
El hombre arqueó sus oscuras cejas en un gesto de incredulidad.
–¿Te encargas de la pensión antes de ir a la escuela y los sábados? –le preguntó con sarcasmo.
B.J. enrojeció de furia.
–Llevo casi cuatro años encargándome de la pensión Lakeside. Si hay algún problema, estaré encantada de atenderlo aquí o en mi despacho. Y si necesita una habitación –hizo un gesto hacia el libro de registros–, será un placer alojarlo.
–¿B.J. Clark? –le preguntó frunciendo el entrecejo.
–Eso es.
Él asintió y tomó un bolígrafo para firmar la hoja de registro.
–Estoy seguro de que comprenderá que su actividad matinal en el campo de béisbol y su aspecto juvenil dejan mucho que desear.
–Me tomé la mañana libre –dijo ella entre dientes–. Y mi aspecto no refleja de ninguna manera la calidad de la pensión. Podrá comprobarlo usted mismo durante su estancia, señor… –giró la hoja de inscripción para leer el nombre y le dio un vuelco el estómago.
–Reynolds –dijo él, sonriendo al ver su expresión atónita–. Taylor Reynolds.
Luchando por recobrar la compostura, B.J. levantó el rostro y adoptó un aire empresarial.
–Me temo que no lo esperábamos hasta el lunes, señor Reynolds.
–He cambiado mis planes –replicó él, dejando el bolígrafo en el portalápices.
–Sí, bueno… Bienvenido a la pensión Lakeside –dijo ella, echándose una trenza hacia atrás.
–Gracias. Necesitaré un despacho durante mi estancia. ¿Puede ocuparse de ello?
–Nuestro espacio es muy limitado, señor Reynolds –maldijo la mermelada de moras de Betty que había dejado en el mostrador y tomó la llave de la mejor habitación de la pensión–. Sin embargo, si no le importa compartir mi despacho, estoy segura de que lo encontrará adecuado a sus necesidades.
–Vamos a echar un vistazo. De todos modos, quiero ver los informes y los libros de contabilidad.
–Naturalmente –aceptó ella, apretando los dientes por la intromisión de aquel desconocido en su pensión–. Si es tan amable de acompañarme…
–¡B.J., B.J.! –la llamó Eddie, bajando por la escalera hacia el vestíbulo. Llevaba unas gafas que se resbalaban por su nariz, y tenía el pelo castaño alborotado alrededor de las orejas–. B.J., la televisión de la señora Pierce Lowell se ha estropeado en mitad de los dibujos animados –explicó con voz jadeante.
–Oh, no… Llévale la mía y llama a Max.
–Ha salido para el fin de semana –le recordó Eddie.
–De acuerdo. Sobreviviré –dijo. Le dio una palmadita en el hombro a Eddie y lo guió hacia la puerta–. Déjame una nota para que lo llame el lunes y lleva mi televisor a la habitación de la señora Lowell para que no se pierda a Bugs Bunny –sintió tras ella la penetrante mirada del nuevo propietario de la pensión y se volvió hacia él para ofrecerle una disculpa–. Lo siento, Eddie tiene tendencia a dramatizar, y la señora Lowell es adicta a los dibujos animados. Es una de nuestras huéspedes habituales, y nuestra política consiste en complacer a nuestros clientes en todo lo posible.
–Entiendo –respondió él, pero su expresión parecía indicar lo contrario.
B.J. se movió rápidamente hacia el fondo de la planta baja, abrió la puerta de su despacho e hizo pasar al señor Reynolds.
–No es muy grande –se excusó mientras él observaba la pequeña habitación, provista de un escritorio, armarios y archivos–. Pero seguro que podemos arreglarlo para satisfacer sus necesidades durante los días que vaya a estar aquí.
–Dos semanas –declaró él con firmeza. Avanzó por la habitación y levantó un pisapapeles de bronce con forma de tortuga sonriente.
–¿Dos semanas? –repitió ella sin poder ocultar el tono horrorizado de su voz.
–Así es, señorita Clark –repuso él, mirándola–. ¿Supone algún problema?
–No, no, claro que no –se apresuró a responder. Incapaz de resistir su mirada, bajó la vista al desorden que llenaba su escritorio.
–¿Juega al béisbol todos los sábados, señorita Clark? –le preguntó, apoyándose en el borde de la mesa. B.J. levantó la mirada y se encontró con su rostro a escasos centímetros del suyo.
–No, de ningún modo –respondió con toda la dignidad que pudo–. Simplemente pasaba por allí y…
–Un desliz muy atrevido –comentó él, y la desconcertó al pasar un dedo por su mejilla–. Y su rostro lo demuestra.
Aturdida, B.J. miró el polvo que cubría la punta del dedo.
–Fue safe –murmuró a la defensiva, sintiendo cómo se le aceleraba el pulso–. Wilbur tiene que graduarse la vista.
–Me pregunto si se ocupa de la pensión con la misma tenacidad que emplea en el béisbol –dijo con una sonrisa, clavándole intensamente la mirada–. Tendremos que echar un vistazo a los libros esta tarde.
–Le puedo asegurar que encontrará todo en orden –aseveró ella–. La pensión marcha muy bien y obtiene beneficios, como sabe.
–Con unos cuantos cambios obtendría muchos más.
–¿Cambios? –repitió, alarmada–. ¿Qué tipo de cambios?
–Tengo que examinarlo todo antes de tomar decisiones concretas, pero este lugar es perfecto para un complejo turístico –se limpió distraídamente el polvo del dedo en el alféizar de la ventana y contempló el exterior–. Piscina, pistas de tenis, gimnasio… Un lavado de cara para el edificio.
–Al edificio no le hace falta ningún lavado de cara. No atendemos a ese tipo de clientela, señor Reynolds. Esto es una pensión, con todas las connotaciones que eso incluye: comidas familiares, habitaciones cómodas y ambiente tranquilo. Por eso nuestros clientes siempre vuelven.
–La clientela aumentaría con unas atracciones modernas –respondió él fríamente–. Sobre todo con la proximidad del lago Champlain.
–Reserve sus discotecas y bañeras de hidromasaje para sus otras propiedades –exclamó B.J.–. Esto es Lakeside, Vermont, no Los Ángeles, y no quiero que le haga la cirugía plástica a mi pensión.
Los labios de Taylor Reynolds se curvaron en una sonrisa irónica.
–¿Su pensión, señorita Clark?
–Mi pensión –afirmó ella–. Usted puede mover los hilos, señor Reynolds, pero yo conozco este lugar, y nuestros huéspedes vuelven año tras año por lo que representamos. No voy a permitir que cambie ni un solo ladrillo.
–Señorita Clark –dijo él, irguiéndose amenazadoramente sobre ella–, si elijo demoler esta pensión ladrillo a ladrillo, eso será precisamente lo que haga. Cualquier reforma que decida hacer será decisión mía y de nadie más. Su puesto como encargada no le da derecho a emitir un voto.
–¡Y su puesto como propietario no le permite pensar con la cabeza! –exclamó, y salió del despacho como una exhalación, agitando las trenzas al vuelo.
B.J. cerró con alivio la puerta de su habitación. Maldito arrogante entrometido… ¿Por qué no se iba a jugar al Monopoly a otra parte? ¿Acaso no tenía suficientes hoteles para destrozar? Sólo en Estados Unidos debía de haber un centenar de hoteles de la cadena Reynolds, más todos los elegantes complejos turísticos en el extranjero. ¿Por qué no abría uno en la Antártida?
De repente se vio reflejada en el espejo y se quedó boquiabierta de asombro. Tenía el rostro manchado. El polvo le cubría la sudadera y los vaqueros y las trenzas le colgaban hasta los hombros. Parecía una cría de diez años, tonta y sucia. Vio una línea que surcaba su mejilla y recordó el dedo de Taylor rozándole la piel.