La danza de los sueños - Nora Roberts - E-Book

La danza de los sueños E-Book

Nora Roberts

0,0
5,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Ruth Bannion se encontraba sometida a los imprevisibles cambios de humor de su exigente tutor, Nickolai Davidov. Los dos se hallaban inmersos en la coreografía de un sensual ballet en el que eran pareja, e intentaban controlar la irresistible atracción que inevitablemente había surgido entre ellos. Pero cuando el deseo empezó a arder de forma imparable, sería el turno de Ruth de enseñarle al precavido Davidov la apasionada magia del amor...

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 235

Veröffentlichungsjahr: 2017

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1983 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La danza de los sueños, n.º 61 - octubre 2017

Título original: Dance of Dreams.

Publicada originalmente por Silhouette© Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2002

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-416-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

1

 

El gato yacía inmóvil boca arriba, con los ojos cerrados y las garras sobre el pecho.

Los últimos rayos de sol que se filtraban por las persianas caían sobre su cuerpo, iluminando su pelaje anaranjado. De pronto, el ruido de una llave en la cerradura rompió la calma del apartamento. El animal abrió los ojos al oír la voz de su dueña, pero los volvió a cerrar con pereza cuando supo que no había llegado sola. Otra vez venía acompañada de aquel hombre.

–Pero, Ruth, no son ni las ocho y el sol todavía está en el cielo.

Ella dejó las llaves en la mesita del vestíbulo y se volvió con una sonrisa.

–Donald, ya te lo he dicho. Tengo que acostarme temprano. La cena ha sido encantadora y me alegra que me invitaras a salir.

–En ese caso –dijo él tomándola en sus brazos–, déjame invitarte a algo más.

Ruth aceptó el beso y la punzada de calor que sintió bajo la piel, pero cuando él se acercó más, se apartó y volvió a sonreírle.

–Donald, de verdad tienes que irte.

–Una última copa –sugirió él con otro beso suave y persuasivo.

–Esta noche no –respondió ella–. Mañana tengo clase y ensayo.

–Sería más fácil si yo fuera otro hombre –le estampó un rápido beso en la frente–, pero esa pasión por el baile… –se encogió de hombros y se dio la vuelta.

Ruth Bannion era la primera mujer en diez años que había conseguido mantenerlo a raya. ¿Por qué, entonces, seguía insistiendo?

Al ver su silueta recortada contra la luz de la puerta, supo la razón. Era muy hermosa… tan hermosa, que era única.

Ruth echó el cerrojo y sonrió. Le gustaba Donald Keyser. Era alto, moreno y muy atractivo, con un mordaz sentido del humor y un gusto exquisito. Ella respetaba su talento como diseñador, vestía unos cuantos modelos suyos y podía relajarse en su compañía; aunque estaba claro que Donald hubiera preferido algo más íntimo.

Sin embargo, aunque había cierta atracción, no era un hombre que despertara sus emociones más profundas. Podía hacerla reír, pero jamás podría hacerla llorar…

Se miró en el espejo con el marco dorado y sintió una repentina soledad.

Aquel espejo era una de las primeras cosas que había comprado cuando se mudó a su nuevo apartamento, y significó mucho para ella poder colgarlo en el vestíbulo de su hogar.

A la tenue luz del ocaso, contempló la larga y espesa melena oscura que le llegaba hasta los codos. Su rostro era pequeño y delicado, con unos labios grandes y carnosos, una nariz recta y una barbilla prominente. Una cara exótica, le habían dicho, rematada por la mirada felina de sus grandes ojos marrones. Pero ella no se encontraba guapa, y aunque sabía que con el maquillaje adecuado podría resultar fascinante, el resultado sería ficticio; no sería Ruth Bannion.

Dio un suspiro y se apartó del espejo para echarse en el sofá victoriano. A los pocos segundos, Nijinsky soltó un profundo bostezo y se subió a su regazo. Ruth empezó a acariciarle las orejas, distraída. ¿Quién era Ruth Bannion?, se preguntó.

Cinco años atrás, Ruth había sido una estudiante novata llena de entusiasmo que empezaba su carrera en Nueva York. Gracias a Lindsay…, recordó ella con una sonrisa. Lindsay Dunne, la mejor bailarina que había visto en su vida, había sido su profesora, amiga e ídolo. Se acabó casando con Seth, el tío de Ruth, y vivía en Connecticut con sus hijos. Cada vez que Ruth los visitaba, le sorprendía el amor que se profesaban el uno al otro. Exceptuando quizá a sus padres, no conocía a ninguna otra pareja más enamorada.

Incluso después de seis años, la tristeza la invadía al pensar en sus padres. Pero, en el fondo, sabía que la muerte de aquellos seres tan queridos la había llevado hasta donde se encontraba.

Seth Bannion se convirtió en su tutor y los dos se mudaron a un pequeño pueblo costero en Connecticut. Allí, Lindsay consiguió convencerlo de que su sobrina necesitaba entrenarse mucho más. A Seth le costó mucho, pero al final permitió que Ruth, con tan solo diecisiete años, se marchara a Nueva York. La vida de la joven cambió en aquel momento para siempre.

O quizá empezó a cambiar la primera vez que estuvo en la escuela de danza de Lindsay, pensó Ruth. Fue allí donde había bailado para Davidov.

¡Qué miedo sintió al estar frente al mejor bailarín de la década! Nikolai Davidov era una leyenda viva y había enseñado a las bailarinas de mayor talento, entre ellas Lindsay Dunne.

Davidov había ido a Connecticut para convencer a Lindsay de que volviera a Nueva York y que fuera la estrella del ballet que él había montado.

Ruth recordó lo aterrorizada que se quedó cuando Nikolai le pidió que bailara para él. Pero resultó ser un hombre tan encantador, que a ella le resultó muy fácil obedecer y dejarse llevar por la música.

–Cuando vayas a Nueva York, ven a verme –le había dicho al acabar.

Desde entonces, Ruth pensó en él con una especie de adoración reverencial, y habría sido capaz de bailar desnuda en Broadway si se lo hubiera pedido.

Sin embargo, tuvo que trabajar muy duro para complacerlo, incapaz de resistir su desaprobación. Y él la llevó hasta el límite de sus posibilidades con una exigencia implacable y despiadada.

Ruth llegaba tan agotada a la cama, que no tenía fuerzas ni para llorar de humillación. Pero todo el dolor se le olvidaba en cuanto él le dedicaba una de sus encantadoras sonrisas.

Había bailado, luchado y reído con él. Había observado el cambio que se producía en Nikolai con los años, y aún no lo conocía del todo.

Tal vez fuera ese el secreto que lo hacía irresistible a las mujeres; el aire enigmático, el acento extranjero, la reticencia a hablar de su pasado…

Ruth sonrió al recordar lo enamorada que había estado de él con dieciocho años. Nikolai tenía entonces casi treinta y no pareció darse cuenta de nada. No le faltaban mujeres hermosas alrededor, ni le faltarían nunca.

«Ahora estoy a salvo», pensó Ruth. Tal vez demasiado a salvo. Soltó un sonoro bostezo y se estiró en el sofá, provocando que el gato saltara al suelo y se alejara con enfado.

 

 

El sudor le empapaba la camiseta y algunos mechones de pelo se le soltaron del recogido.

Solo eran las once de la mañana, pero Ruth ya llevaba dos horas ensayando la nueva y complicada coreografía de Nick, La rosa roja. Era realmente agotadora, pero viéndolo a él desaparecía la menor idea de cansancio.

Como director artístico de la compañía ya no tenía que bailar para mantenerse en la cumbre. Si lo hacía, a sus treinta y tres años y a pesar de todas sus obligaciones, era porque había nacido para ello, con un cuerpo alto, fuerte y esbelto. Su pelo rubio y rizado le caía a ambos lados del rostro, cuyos rasgos seguían manteniendo el encanto juvenil. Tenía una boca preciosa y cuando sonreía…

Cuando sonreía, sus ojos azules cobraban un brillo especial y, entonces, no había modo de resistirse a él.

–Está bien –dijo con su acento ruso tan musical, al tiempo que detenía al pianista con la mano–. Podría ser peor.

En el lenguaje propio de Davidov, aquello era lo más parecido a un halago.

–Ruth, el pas de deux desde el primer acto.

Ella se acercó a él inmediatamente. Los cambios de humor en Nick eran tan variados como inexplicables, pero Ruth sabía cómo soportarlo.

Sin decir nada, juntó la palma de la mano derecha con la suya y empezaron.

Aunque era una escena de amor, parecía ser más un duelo que una compenetración romántica. Pero, esa vez, Nick no había compuesto un cuento de hadas, sino una apasionada historia entre un príncipe y una gitana. Los movimientos eran tan exuberantes y dinámicos, que remarcaban el desafío entre los dos personajes. Él exigía mientras que ella se resistía a sus demandas. Cada gesto con la muñeca o con la cabeza acrecentaba el dramatismo de ambos.

El sol se colaba por las ventanas y dibujaba extraños reflejos en el suelo. Las gotas de sudor caían por la espalda de Ruth, pero ella no las sentía. Estaba metida en el personaje de Carlota, quien conquistaría el corazón del príncipe en su primer encuentro.

Cuando bailaba con Nick era cuando se daba cuenta de que siempre lo adoraría. No había nadie como él, y ser su pareja en el escenario había sido el mayor éxito de su vida. Nick la había llevado más allá de sus esperanzas y posibilidades… pero solo como bailarina.

Ruth se paró un segundo para respirar, aprovechando que el pianista volvía la página de la partitura.

–¿Dónde está hoy tu pasión, pequeña? –le preguntó Nick tendiéndole la mano.

Ella odiaba aquel gesto, y él lo sabía, pero no dijo nada.

–Ahora, gitana mía, dime que me vaya al infierno. Con tu cuerpo y con tus ojos.

Empezaron de nuevo, pero esa vez Ruth no pensó en el placer que le producía bailar con él. Fue como una competición real, en cada paso y en cada salto. Y su enojo le dio a Nick lo que quería porque de manera inconsciente lo desafiaba a ser mejor que ella. Ruth se dejó caer entre sus brazos, lo miró un momento con ojos encendidos, y se alejó de él, retándolo a seguirla.

Acabaron en la posición inicial, palma contra palma, y con la cabeza de Ruth echada hacia atrás. Nick la abrazó riendo y la besó con entusiasmo en ambas mejillas.

–¡Ahora has estado maravillosa! Me has rechazado aun cuando me ofrecías tu mano.

Ella lo miró mientras recuperaba la respiración. Todavía le ardían los ojos con enfado y sintió un estremecimiento por la columna. Entonces, supo que Nick lo había notado. Lo supo por su mirada y por la presión de sus dedos en la espalda. Pero fue solo un instante y él volvió a soltarla.

–A comer –anunció a los demás, quienes murmuraron con aprobación y salieron. Ruth hizo ademán de irse con ellos, pero él la agarró de la mano–. Ruth, quiero hablar contigo.

–De acuerdo, después de comer.

–Ahora.

–Nick –le dijo con el ceño fruncido–, no he desayunado y…

–Hay yogur y Perrier en la nevera de abajo –la soltó y se dirigió hacia el piano–. Trae también para mí –le dijo mientras se sentaba y empezaba a improvisar.

Ruth se quedó de pie con las manos en las caderas. Era obvio que Nick no consideraba la posibilidad de una negativa o de que ella tuviera otros planes. Esperaba que obedeciera sin rechistar.

–Eres insufrible.

–¿Decías algo? –preguntó él sin dejar de tocar.

–Sí, he dicho que eres insufrible.

–Es cierto –respondió Nick con una sonrisa–. Lo soy.

Ruth se echó a reír.

–¿Qué sabor? –le preguntó, y vio satisfecha cómo él se quedaba en blanco–. Yogur –le recordó–. ¿Qué sabor quieres, Davidov?

Al poco rato subía las escaleras con los brazos cargados de yogures, cucharas, vasos y una botella de Perrier. De abajo le llegaba el sonido de voces de la cantina, y de arriba la música del piano. Se paró en la puerta y contempló a Nick. Estaba tocando un tema propio, suave y melancólico. Pero no era una composición escrita en papel. Era algo que le salía del corazón…

Los rayos de sol le iluminaban el cabello y las manos. Unas manos exquisitas, con dedos largos y vivaces que podían expresar más que mil palabras.

¡Parecía tan solo!

Aquel pensamiento la desconcertó. Era por la música, pensó con rapidez, es solo porque toca música triste. Caminó hacia él sobre el suelo de madera, sin hacer ruido gracias a sus zapatillas de baile.

–Pareces solitario, Nick.

Por la manera tan brusca con que levantó la cabeza, Ruth supo que lo había interrumpido en algún pensamiento íntimo. La miró extrañado por un momento, sin levantar los dedos de las teclas.

–Lo estaba –dijo finalmente–. Pero no es eso de lo que quiero hablarte.

–¿Va a ser esta una comida de negocios? –le preguntó ella arqueando una ceja mientras dejaba los yogures sobre el piano.

–No, no sería bueno para la digestión que discutiéramos, ¿verdad? –tomó la botella de Perrier y le quitó el tapón–. Vamos, siéntate a mi lado.

Ruth se sentó en el banco, y automáticamente se armó de valor para la sacudida que le provocaba su cercanía. Estar donde él estaba era como caer en un torbellino de poder. Incluso en aquellos momentos, mientras comía tranquilo y relajado, Nick despedía tanta electricidad como un circuito de corriente alterna.

–¿Hay algún problema? –le preguntó ella.

–Eso es lo que quiero saber.

Ella se volvió asombrada y lo encontró mirándola con atención. Sus ojos eran de un azul insondable, cristalinos como el vidrio, y tan serenos como solo podían ser los ojos de un bailarín.

–¿Qué quieres decir?

–Me ha llamado Lindsay.

–¿Ah, sí? –Ruth arrugó la frente.

–Cree que no eres feliz –su mirada era tan intensa que Ruth sintió presión en el cuello. Tuvo que apartarse para aliviarla. Nadie más podía incomodarla tanto con una sola mirada.

–Lindsay se preocupa demasiado –dijo en tono despreocupado mientras hundía la cuchara en el yogur.

–¿Lo eres, Ruth? –Nick le puso la mano en el brazo, y ella se sintió obligada a mirarlo–. ¿Eres desgraciada?

–No –respondió de inmediato y con sinceridad–. No –repitió, esbozando una media sonrisa.

Él siguió escrutándole el rostro y deslizó la mano hasta su muñeca.

–¿Eres feliz?

Ella abrió la boca, preparada para responder, pero la volvió a cerrar y emitió un pequeño sonido de frustración. ¿Por qué la miraba de ese modo, con aquellos ojos tan directos y sinceros? Unos ojos que no aceptarían una respuesta fácil.

–¿No debería serlo? –empezó a levantarse, pero él le apretó la muñeca.

–Ruth… –ella no tuvo más elección que mirarlo de nuevo–. ¿Somos amigos?

Ella intentó pensar en la respuesta apropiada. Un simple «sí» no definiría todos los sentimientos que tenía hacia él, ni tampoco el alcance de su relación.

–A veces –respondió con cautela–. A veces lo somos.

Nick aceptó la respuesta. Los ojos le brillaban de regocijo.

–Bien dicho –murmuró. Entonces, le sujetó las manos de manera inesperada y se las llevó a los labios. Su boca era tan suave como un susurro en la piel. Ruth no se soltó, pero se puso rígida de la sorpresa y él la miró como si no fuera consciente del rechazo–. ¿Vas a decirme por qué no eres feliz?

Con mucho cuidado, Ruth retiró las manos. Era muy difícil contenerse sintiendo su tacto. Era un hombre con necesidades físicas, que pedía respuestas físicas. Ella se levantó y se dirigió hacia una ventana. Manhattan se extendía a sus pies.

–Para ser sincera, no he pensado mucho en mi felicidad –dijo, y se echó a reír–. Oh, no, eso ha sonado muy pomposo –se dio la vuelta y lo miró, pero él no sonreía–. Nick, quiero decir que no me había planteado mi felicidad ni mi desgracia hasta que tú me lo has preguntado –se encogió de hombros y se apoyó en el alféizar de la ventana.

Nick sirvió un vaso de Perrier y se levantó para llevárselo.

–Lindsay está preocupada por ti –le dijo.

–Lindsay tiene bastante de qué preocuparse con el tío Seth, los niños y la escuela.

–Ella te quiere.

–Sí, lo sé.

–¿Y eso te sorprende? –le preguntó él mientras con un movimiento distraído le acariciaba un mechón suelto.

Ruth tenía el pelo suave y un poco húmedo.

–Es su generosidad lo que me sorprende y supongo que será siempre así –hizo una pausa antes de preguntarle–: ¿Alguna vez estuviste enamorado de ella?

–Sí –respondió él de inmediato, sin vergüenza ni arrepentimiento–. Hace años –sonrió y le puso el pelo detrás de la oreja–. Siempre se mantuvo fuera de mi alcance. Y antes de que me diera cuenta, nos hicimos amigos.

–Extraño –dijo ella después de unos segundos–. No puedo imaginarte pensando en algo o en alguien que esté lejos de tu alcance.

–Era muy joven –dijo él con otra sonrisa–. Tenía la edad que tú tienes ahora. Y es de ti de quien estamos hablando, Ruth, no de Lindsay. Ella cree que quizá te esté exigiendo demasiado.

–¿Exigiéndome demasiado? –ella hizo un gesto de incredulidad con los ojos–. ¿Tú, Nikolai?

–A mí también me cuesta creerlo –dijo él en tono jocoso.

Ruth sacudió la cabeza y volvió junto al piano. Dejó el vaso de Perrier y tomó otro yogur.

–Estoy bien, Nick. Espero que le dijeras eso –él no respondió y ella se volvió con la cuchara entre los labios–. ¿Nick?

–Pensé que tal vez hubieras tenido una relación… desgraciada.

–¿Quieres decir que estoy triste por un amante?

Era evidente que él no se preocupaba en elegir sus palabras.

–Eres demasiado franca, pequeña.

–No soy una niña –respondió ella–. Y no…

–¿Sigues viendo a ese diseñador? –la interrumpió él con frialdad.

–El diseñador tiene un nombre –dijo ella con voz cortante–. Donald Keyser. Haces que parezca la etiqueta de un vestido.

–¿Ah, sí? –Nick esbozó una sonrisa libre de culpa–. No has respondido a mi pregunta.

–No, no lo he hecho –Ruth levantó el vaso de Perrier y dio un pequeño sorbo, pero no pudo evitar el brillo de furia en sus ojos.

–Ruth, ¿lo sigues viendo?

–No es asunto tuyo –intentó hablar con un tono ligero, pero la dureza era evidente.

–Eres un miembro de la compañía. Y yo soy el director.

–¿También has adquirido el papel de confesor? –replicó ella–. ¿Tus bailarines tienen que informarte de sus amantes?

–Ten cuidado de cómo me provocas –le advirtió él.

–No tengo que justificar mi vida social, Nick –espetó Ruth–. Voy a clase, soy puntual en los ensayos. Trabajo duro…

–¿Te he pedido que justifiques algo?

–No, pero estoy harta de que te comportes conmigo como un padre o un tío severo –frunció el ceño y se acercó a él–. Ya tengo un tío así y no necesito que me estés vigilando.

–¿No? –volvió a enroscar un dedo en los mechones que se le desprendían.

–¡No! –gritó enfurecida–. Deja de tratarme como a una niña.

Nick la agarró por los hombros, en un gesto tan violento que la sorprendió. Se quedó apretada contra él, con el cuerpo amoldado a aquellos músculos que tan bien conocía. Pero esa vez era distinta. Esa vez no había música ni pasos de baile. Ruth podía sentir su enfado… y algo más. Sabía que él podía llegar a enfurecerse mucho, pero también sabía cómo tratarlo. Sin embargo, en esos momentos…

Se quedó perpleja al notar cómo respondía su propio cuerpo. Los dos corazones latían enfrentados, los dedos de Nick se hundían en su carne, pero no había dolor.

Entonces, él bajó la mirada hasta sus labios y una punzada de deseo la atravesó. Era una sensación más dulce y afilada que ninguna que hubiera experimentado antes, y la dejó aturdida por completo.

Con lentitud, Ruth se inclinó hacia delante preparándose para el beso. Sentía el susurro de su respiración en los labios. Los separó ligeramente y pronunció su nombre.

Nikolai murmuró algo en ruso y la apartó.

–Deberías conocerme mejor –le espetó–, y no hacerme enfadar de manera tan deliberada.

–¿Era eso lo que estabas sintiendo? –preguntó ella, asombrada por su rechazo.

–Quédate con tu diseñador –le murmuró mientras se volvía hacia el piano–. Ya que parece irte tan bien.

Dicho eso, se sentó y empezó a tocar, despreciándola con su silencio.

2

 

Tendría que habérselo imaginado, pensó Ruth mientras se duchaba. Revivió el deseo que había experimentado en los brazos de Nick, e intentó convencerse una y otra vez de que se equivocaba. Había estado entre sus brazos en innumerables ocasiones, y nunca había sentido nada parecido. Y después, cuando volvieron a los ensayos, él la abrazó media docena de veces por lo menos.

Había habido algo, reconoció a regañadientes al recordar la tensión en el aire cuando interpretaban los pasos. Algo parecido al disgusto, a la irritación.

Ruth dejó que el agua corriera por su piel y le empapara el pelo pegado a la espalda desnuda. Estando sola intentó explicarse su reacción al abrazo de Nick.

Su respuesta había sido claramente corporal y desesperadamente apremiante. Por otra parte, podía recordar el cálido placer de los besos de Donald; aquella tentación tan suave y fácilmente reprimible. Donald usaba palabras corteses y su seducción era la propia de un caballero. Las flores y las cenas íntimas con velas le resultaban… tan especiales. Ni con él ni con ningún otro hombre había experimentado nada que fuera algo más que agradable.

Y de repente, un hombre con el que llevaba años trabajando, un hombre que podía enfurecerla con tan solo una palabra o hacerla llorar con un baile había hecho que algo explotara en su interior. No había sido precisamente agradable.

Nunca la había besado, ni la había abrazado como lo haría un amante, pero…

No había sido más que un accidente, se dijo mientras cerraba el grifo. Un desliz ocasional, una simple reacción provocada por la pasión de la danza y la furia de la discusión.

Agarró una toalla y empezó a secarse. Su cuerpo era pequeño, esbelto y delgado, de miembros largos y flexibles. Ruth lo conocía a fondo, como podía hacerlo una bailarina. Había sido su cuerpo, propio de la danza clásica, lo que la había llevado hasta Lindsay años atrás.

Lindsay… Ruth sonrió al recordar nítidamente su actuación en Don Quijote, un ballet que Lindsay había protagonizado antes de que las dos se conocieran. Pero la sonrisa se transformó en una mueca de tristeza cuando recordó el primer encuentro con la consagrada bailarina. Fue años más tarde, en su pequeña escuela de danza. Ruth había estado sobrecogida y aterrorizada, pero juró que algún día ella también bailaría en Don Quijote.

Y lo hizo. El tío Seth y Lindsay fueron a verla, aunque Lindsay ya estaba en su octavo mes de embarazo. Su amiga lloró de emoción, y Nick se burló de ella.

Ruth soltó un suspiro. Dejó la toalla en un montón y se puso una bata color fucsia. Solo Lindsay habría adivinado que algo no iba bien. Se abrochó el cinturón y agarró un peine. Recordó que en su última conversación telefónica le había hablado de Donald. Hablaron también de los niños, y el tío Seth le había suplicado que fuera a visitarlos en cuanto tuviera un fin de semana libre.

Pero, por encima de todas las noticias y cotilleos familiares, Lindsay había presentido algo que ni la propia Ruth había notado: no era feliz. No desgraciada, pensó ella mientras se peinaba con suavidad los cabellos mojados. Solo se sentía insatisfecha.

¿Por qué? Era algo estúpido, decidió, enfadada consigo misma. Tenía todo lo que siempre había querido. Era la mejor bailarina de la compañía y su nombre estaba reconocido en el mundo de la danza. Iba a protagonizar el último ballet de Davidov. El trabajo era duro y exigente, pero ella lo ansiaba porque era la vida para la que había nacido.

Y sin embargo, había veces en las que deseaba romper las reglas y volver a la vida de trotamundos que había conocido de niña. Tanta libertad, tantas aventuras…

Los ojos se le iluminaron con los recuerdos. Esquiando en Suiza, donde el aire era tan frío y puro que hacía daño en la garganta al respirarlo; los olores y colores de Estambul; los niños delgados y de grandes ojos en las calles de Creta; la pequeña y bonita habitación con pomos de cristal en Bonn… Durante todos aquellos años había viajado con sus padres, ambos periodistas, y no se quedaban ni siquiera tres meses en un mismo lugar. Por eso les resultó imposible establecer fuertes vínculos con nadie, excepto con ellos mismos y con la danza.

Esa había sido la única compañía que Ruth tuvo de niña. Los escenarios cambiaban sin cesar, los profesores hablaban con voces, lenguas y acentos diferentes, pero la danza siempre había estado allí para ella.

Los años de viaje habían hecho que madurase a una temprana edad. No había lugar para la timidez, solo para la autosuficiencia y la precaución. Luego tuvo que vivir con su tío Seth, más tarde llegó Lindsay y los años con los Evanston. Todos la animaron a ofrecer confianza y afecto, pero ella siguió en su propio mundo, donde solo el baile tenía razón de ser. Quizá por eso acabó convirtiéndose en una observadora empedernida. Estudiar y analizar a las personas llegó a ser algo más que una costumbre. Llegó a ser parte de su personalidad.

Y fue esa personalidad la que la había conducido a su enojo con Nick. Lo había observado aquella tarde y había sentido una alteración interior, pero no había sido capaz de ponerle nombre. Los pensamientos y sentimientos de Nick seguían siendo un misterio, y a Ruth no le gustaban los misterios.

Por eso le gustaba Donald, pensó con una media sonrisa mientras jugueteaba con los frascos del tocador.

Él era tan modesto y predecible… Parecía no tener pretensiones, y su cara era como un libro abierto. No había remolinos ni turbulencias ocultas. Pero con un hombre como Nick…

Se echó loción en la palma de la mano y se la extendió por el brazo. Un hombre como Nick era impredecible por completo, una fuente constante de disgusto y confusión. Voluble, inconstante, agotador y muy poco razonable. Estar frente a él ya la dejaba extenuada, y encima era tan difícil complacerlo… Ruth había visto a muchas bailarinas llegar al límite de la resistencia humana por darle lo que él quería. Ella misma lo hacía. ¿Qué era, entonces, lo que le hacía tan irresistiblemente atractivo?

Un golpe en la puerta la sacó de sus pensamientos. Se encogió de hombros y se levantó del tocador. No tenía sentido intentar comprender a Nikolai Davidov. Encendió una luz en la salita y se dirigió hacia la puerta. Al mirar por la mirilla, se sorprendió y quitó la cadena.

–Donald, precisamente estaba pensando en ti.

Antes de que pudiera darle un beso amistoso se encontró en sus brazos.

–Mmm… hueles muy bien.

Ella se echó a reír, pero él la hizo callar con sus labios. El beso fue más intenso y prolongado de lo que Ruth pretendía, pero aun así lo animó a seguir con su propia lengua. Quería sentir más placer del que estaba acostumbrada. Quería excitarse y estremecerse por el miedo que aquella tarde le habían producido los brazos de otro hombre. Pero cuando el beso acabó, el corazón le seguía latiendo a un ritmo sereno y su sangre seguía fría.

–Vaya, esto sí que es una forma de decir «hola» –murmuró Donald acariciándole el cuello.

Ruth se quedó inmóvil un momento, deleitándose con la protección y seguridad que le ofrecían aquellos brazos. Al final se apartó y le sonrió.

–Es también una forma de decirte que me alegro de verte. ¿Qué haces aquí?

–He venido a sacarte de aquí –dijo él, y la llevó hasta el dormitorio–. Ponte el más bonito de tus vestidos, uno de los míos, por supuesto –le acarició brevemente la mejilla–. Vamos a ir a una fiesta

–¿Una fiesta? –preguntó ella apartándose el pelo de la cara.