La imagen del amor - Nora Roberts - E-Book

La imagen del amor E-Book

Nora Roberts

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Beschreibung

A pesar de su sofisticada belleza, el corazón de la modelo Hillary Baxter seguía estando en el pequeño pueblo de Kansas en el que nació. ¿Cómo iba a ser capaz de resistir el arrollador encanto de su nuevo jefe, el fascinante magnate de las revistas de moda Bret Bardoff? Bret conocía muy bien lo que debía hacer y decir para destruir las defensas de una mujer. Sin embargo, a medida que fue descubriendo la encantadora inocencia que había detrás del rostro mundialmente famoso de Hillary, fue Bret el que se quedó sin defensas... contra los impulsos de su propio corazón.

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Seitenzahl: 226

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1982 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La imagen del amor, n.º 41 - agosto 2017

Título original: Blythe Images

Publicada originalmente por Silhouette© Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-186-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

I

 

La joven se giró bajo los focos. El brillante cabello negro formó un remolino a su alrededor al tiempo que una miríada de expresiones se reflejaban en su impresionante rostro.

–Eso es, Hillary. Ahora frunce un poco los labios. Son los labios lo que queremos vender –dijo Larry Newman, que seguía los movimientos de la joven al ritmo con el que se abría y cerraba el obturador de su cámara–. Fantástico –exclamó tras levantarse del suelo, sobre el que estaba agachado–. Ya basta por hoy.

Hillary Baxter se estiró y se relajó un poco.

–Menos mal. Estaba agotada. Ahora, me voy a casa a darme un buen baño caliente.

–Sólo piensa en los millones de lápices de labios que tu rostro va a vender, cielo.

Larry apagó las luces. Su atención ya empezaba a vacilar.

–Asombroso.

–Mmm. Así es –respondió él, de modo ausente–. Mañana tenemos la sesión del champú, así que asegúrate de que tienes el cabello en el perfecto estado en el que se encuentra habitualmente. Casi se me había olvidado –añadió. Entonces, se dio la vuelta para mirarla directamente–. Tengo una reunión de negocios por la mañana. Tendré que buscar a alguien para que me sustituya.

Hillary sonrió con afectuosa indulgencia. Llevaba tres años trabajando como modelo y Larry era su fotógrafo favorito. Trabajaban bien juntos y, como fotógrafo, él era excepcional. Tenía un talento natural para los ángulos, el detalle y para captar el ambiente más adecuado para una fotografía. Sin embargo, era muy desorganizado y distraído sobre todo lo que no tuviera que ver con su adorado equipo.

–¿De qué reunión se trata? –preguntó Hillary con paciencia, sabiendo muy bien lo fácilmente que Larry confundía asuntos tan mundanos como las horas y los lugares cuando éstos no tenían que ver directamente con su cámara.

–Oh, es cierto. No te lo había dicho, ¿verdad? –preguntó. Hillary negó con la cabeza y esperó a que él continuara–. Tengo que ver a Bret Bardoff a las diez en punto.

–¿A Bret Bardoff? –replicó Hillary, completamente atónita–. No sabía que el dueño de la revista Mode se reuniera con simples mortales. Creía que sólo lo hacía con miembros de la realeza y con las diosas de la moda.

–Bueno, pues a este plebeyo le ha concedido una audiencia –respondió Larry muy secamente–. De hecho, la secretaria del señor Bardoff se puso en contacto conmigo y lo organizó todo. Me dijo que él quería hablar sobre un proyecto o algo por el estilo.

–Buena suerte. Por lo que he oído de Bret Bardoff, es un hombre al que no se puede ignorar. Duro como el acero y acostumbrado a salirse con la suya.

–No estaría donde está hoy si fuera inocente como un niño –dijo Larry defendiendo al ausente señor Bardoff–. Tal vez su padre consiguiera amasar una fortuna al inaugurar Mode, pero Bret Bardoff ha agrandado la suya dos veces al expandirse y desarrollar otras revistas. Es un hombre de negocios con mucho éxito y un buen fotógrafo. No le asusta mancharse las manos.

–Tú sientes simpatía por cualquiera que sepa distinguir una Nikon de una Brownie –le dijo Hillary con una sonrisa–, pero esa clase de hombre no tiene ningún atractivo para mí. Estoy segura de que a mí me daría un susto de muerte.

–A ti nada te asusta, Hillary –afirmó Larry mientras observaba cómo la alta y juncal mujer recogía sus cosas y se dirigía hacia la puerta–. Tendré a alguien para que tome esas fotografías aquí a las nueve y media de mañana.

Ya fuera del estudio, Hillary tomó un taxi. Después de tres años en Nueva York, se había acostumbrado completamente a aquel gesto. Casi había dejado de pensar en la Hillary Baxter procedente de una pequeña granja de Kansas para sentirse como en casa en la bulliciosa ciudad de Nueva York.

Tenía veintiún años cuando tomó la decisión de ir a Nueva York para tratar de abrirse paso en el mundo de la moda. Pasar de ser una muchacha de una pequeña ciudad a convertirse en modelo de la Gran Manzana había resultado difícil y en ocasiones aterrador, pero Hillary se había negado a sentirse atemorizada por la dinámica y abrumadora ciudad y, con resolución, había recorrido todas las agencias con su book.

Durante el primer año, los trabajos habían sido muy escasos, pero había aguantado. No quería rendirse para tener que regresar a casa completamente derrotada. Lentamente, se había ido construyendo una reputación y, poco a poco, se la había requerido con más frecuencia. Cuando empezó a trabajar con Larry recibió el espaldarazo necesario para lanzar su carrera. En la actualidad, su rostro aparecía casi constantemente en las portadas. Su vida se desarrollaba tal y como ella había deseado. El hecho de que su caché fuera el de una top-model había propiciado que pasara de vivir en un tercer piso sin ascensor a hacerlo en un cómodo apartamento cerca de Central Park.

Para Hillary, ser modelo no era una pasión sino un trabajo. No había ido a Nueva York en busca de un sueño de fama y glamour, sino con la resolución de tener éxito y de ganarse la vida. La elección de trayectoria profesional había parecido inevitable, dado que poseía una gracia y un aplomo naturales, además de un físico espléndido. Su cabello negro como el azabache y sus marcados pómulos le daban un aire de exótica fragilidad. Sus ojos grandes, de largas pestañas y de un profundo color azul, constituían un atractivo contraste con su dorado cutis. Tenía unos labios gruesos y bien formados, que esbozaban una hermosa sonrisa a la menor provocación. Además de su esplendorosa belleza contaba con una fotogenia innata que contribuía a su éxito en el mundo de la moda. La habilidad para componer un amplio abanico de poses para la cámara era algo natural en ella y no le suponía esfuerzo alguno. Después de que se le dijera el tipo de mujer que tenía que reflejar, Hillary se transformaba en ella inmediatamente. Sofisticada, sensual…, lo que se requiriera.

Tras entrar en su apartamento, se quitó los zapatos y hundió los pies en la suave moqueta de color marfil. No tenía ningún compromiso aquella noche, por lo que estaba deseando prepararse una cena ligera y pasar unas horas de sosiego en su hogar.

Treinta minutos más tarde, envuelta ya en una vaporosa bata azul, estaba en la cocina preparándose el festín de una modelo: una sopa y panecillos sin sal. Entonces, el timbre de la puerta interrumpió aquella cena tan poco digna de un gourmet.

–Hola, Lisa –dijo saludando a su vecina del otro lado del pasillo con una automática sonrisa–. ¿Te apetece algo de cenar?

Lisa MacDonald arrugó la nariz con un gesto de desdén.

–Prefiero engordar unos cuantos kilos que morirme de hambre como tú.

–Si me dejo llevar por la gula demasiado a menudo –afirmó Hillary mientras se golpeaba el liso vientre–, no haría más que importunarte para que me encontraras un empleo en ese bufete en el que tú trabajas. Por cierto, ¿cómo le va al joven y prometedor abogado?

–Mark ni siquiera sabe que estoy viva –se quejó Lisa mientras se desplomaba sobre el sofá–. Estoy desesperada, Hillary. Creo que es posible que pierda la cabeza y que lo asalte en el aparcamiento.

–Eso carece de clase –replicó Hillary–. ¿Por qué no intentas algo menos dramático, como ponerle la zancadilla cuando pase al lado de tu escritorio?

–Eso podría ser lo siguiente que haga.

Con una sonrisa, Hillary se sentó también y apoyó los pies sobre la mesita de café.

–¿Has oído hablar alguna vez de Bret Bardoff?

–¿Y quién no? –replicó Lisa–. Millonario, increíblemente guapo, misterioso, brillante hombre de negocios y sigue libre –añadió Lisa mientras contaba los atributos con los dedos de la mano–. ¿Por qué me hablas de él?

–No estoy segura. Larry tiene una reunión con él mañana por la mañana.

–¿Cara a cara?

–Eso es. Por supuesto, los dos hemos hecho fotografías para sus revistas antes, pero no me imagino por qué el esquivo dueño de Mode querría ver a un simple fotógrafo, aunque sea el mejor de todos. En el mundo de la moda, se habla de él con reverencia y, si hemos de creer lo que dice la prensa del corazón, él es la respuesta a las plegarias de toda mujer soltera. Me pregunto cómo será en realidad… –comentó Hillary frunciendo el ceño. Aquel pensamiento la obsesionaba–. Resulta raro… Creo que no conozco a nadie que haya tratado personalmente con él. Me lo imagino como un fantasma gigante, tomando las decisiones de un monumental conglomerado de empresas desde el Monte Olimpo de Mode.

–Tal vez Larry pueda darte todos los detalles mañana –sugirió Lisa. Hillary sacudió la cabeza. El ceño fruncido se convirtió en una sonrisa.

–Larry no se dará cuenta de nada a menos que el señor Bardoff esté en un rollo de película.

 

 

Poco después de las nueve y media de la mañana siguiente, Hillary utilizó su llave para entrar en el estudio de Larry. Como se había preparado el cabello para el anuncio de champú, éste caía en suaves y espesas ondas, con mucho volumen y muy brillante. En el pequeño tocador que había en la parte de atrás, se aplicó el maquillaje con habilidad y a las diez menos cuarto estaba encendiendo con cierta impaciencia las luces necesarias para las tomas de interior. A medida que fueron pasando los minutos, empezó a tener la incómoda sospecha de que a Larry se le había olvidado buscar un sustituto. Eran casi las diez cuando la puerta se abrió. Hillary se abalanzó sobre el hombre que entró.

–Ya iba siendo hora –le dijo, tratando de atemperar su irritación con una ligera sonrisa–. Llega tarde.

–¿Sí? –replicó el recién llegado enfrentándose a la expresión de enojo de Hillary con las cejas levantadas.

En aquel instante, ella se dio cuenta de lo atractivo que era aquel hombre. Su cabello, del color de la seda amarilla, era espeso y le crecía justo por encima del cuello del polo que llevaba puesto. Éste era de un color gris que reflejaba exactamente el de sus ojos. Tenía los labios fruncidos en una ligera sonrisa. En aquel rostro profundamente bronceado había algo vagamente familiar.

–No he trabajado con usted antes, ¿verdad? –preguntó Hillary. Se vio obligada a levantar un poco la cabeza dado que aquel hombre medía más de un metro ochenta.

–¿Por qué me lo pregunta? –quiso saber él. El modo en el que evadió la pregunta fue tan sutil que, de repente, Hillary se sintió incómoda bajo aquella penetrante mirada gris.

–Por nada –murmuró ella. Se dio la vuelta y sintió el impulso de ajustarse el puño de la manga–. Bueno, pongámonos manos a la obra. ¿Dónde está su cámara? –añadió. En aquel momento, se dio cuenta de que el hombre no portaba equipo alguno–. ¿Acaso va a utilizar la de Larry?

–Supongo que sí –contestó él. No hacía más que mirarla, sin realizar ademán alguno que indicara que se iba a poner manos a la obra con la tarea que tenían entre manos. Su actitud estaba empezando a resultar irritante.

–Entonces, pongámonos manos a la obra. No quiero pasarme todo el día con esto. Llevo ya media hora preparada.

–Lo siento.

El hombre sonrió. Hillary se quedó atónita al ver el cambio que aquel simple gesto producía en su ya atractivo rostro. Fue una sonrisa lenta, llena de encanto, tanto que a la joven modelo se le ocurrió que podría utilizarla como un arma letal. Se alejó un poco de él para tratar de recobrar la compostura. Tenía un trabajo que hacer.

–¿Para qué son las fotografías? –le preguntó el hombre mientras examinaba las cámaras de Larry.

–¡Dios! ¿Es que no se lo ha dicho? –replicó. Se giró de nuevo para mirarlo frente a frente y, por primera vez, le dedicó una sonrisa–. Larry es un magnífico fotógrafo, pero es distraído hasta la exasperación. No sé ni cómo se acuerda que tiene que levantarse por las mañanas –añadió. Entonces, tomó un mechón de su cabello y dio un dramático giro con la cabeza–. Cabello limpio, brillante y sexy –explicó, con el tono de voz de un anuncio de televisión–. Lo que vamos a vender hoy es champú.

–Muy bien –respondió él.

Entonces, empezó a preparar el equipo de una manera tan profesional que tranquilizó mucho a Hillary. Al menos, aquel hombre conocía su trabajo.

–Por cierto, ¿dónde está Larry? –quiso saber el hombre, de repente.

–¿Es que no le ha dicho nada? Es tan típico de él…

Hillary se colocó bajo los focos y empezó a darse vueltas. Sacudió la cabeza y creó una nube de hermoso cabello negro para que él pudiera disparar la cámara mientras se agachaba y se movía alrededor de ella para captar su imagen desde ángulos diferentes.

–Tenía una cita con Bret Bardoff –añadió Hillary sin dejar de sonreír–. Que Dios lo ayude si se le ha olvidado. Ese hombre es capaz de comérselo vivo.

–¿Consume Bardoff fotógrafos habitualmente? –preguntó él, desde detrás de la cámara, con un cierto tono jocoso en la voz.

–No me extrañaría –contestó ella mientras se levantaba el cabello por encima de la cabeza. Tras un segundo, lo dejó caer de nuevo sobre los hombros como una maravillosa capa negra–. Creo que un hombre de negocios sin piedad alguna como el señor Bardoff tendrá muy poca paciencia con un fotógrafo distraído o cualquier otra cosa que no sea perfecta.

–¿Lo conoce?

–Dios, no. Y no creo que lo conozca –dijo ella, sin ocultar su alegría–. Está muy por encima de mí. ¿Se lo han presentado a usted?

–No precisamente.

–Ah, pero todos trabajamos para él en alguna ocasión, ¿no es cierto? Me pregunto cuántas veces habrá salido mi rostro en una de sus revistas. Seguramente millones. Sin embargo, nunca he conocido al emperador.

–¿Al emperador?

–¿Cómo si no describe una a un individuo tan altivo? Además, por lo que he oído, dirige sus revistas como si se tratara de un imperio.

–Parece que no es de su agrado.

–No –afirmó Hillary encogiéndose de hombros–. Los emperadores hacen que me ponga nerviosa. Yo sólo soy una simple plebeya.

–Su imagen no es ni simple ni plebeya –replicó él–. Bueno, creo que estas fotografías deberían vender litros de champú –añadió. Bajó la cámara y la miró a los ojos directamente–. Creo que ya lo tenemos, Hillary.

La joven se relajó. Entonces, se apartó el cabello del rostro y lo miró con curiosidad.

–¿Me conoce? Lo siento, yo no puedo decir lo mismo. ¿Hemos trabajado antes juntos?

–El rostro de Hillary Baxter está por todas partes. Yo debo reconocer los rostros hermosos…

–Bueno, me parece que usted tiene ventaja sobre mí, señor…

–Bardoff. Bret Bardoff –respondió él. Entonces, disparó la cámara una vez más para captar la expresión atónita que se reflejó en el rostro de Hillary–. Ahora, ya puedes cerrar la boca, Hillary. Creo que tengo suficiente –añadió, con una amplia sonrisa en los labios. Ella obedeció inmediatamente, sin pensárselo–. ¿Te ha comido la lengua el gato?

En aquel momento, Hillary lo reconoció por las fotografías que había visto de él en los periódicos y en las revistas que él poseía. Se maldijo inmediatamente por la actitud estúpida que había mostrado ante él. Tardó unos segundos en encontrar la voz.

–Me ha dejado que hablara de ese modo –tartamudeó, con los ojos brillantes y las mejillas ruborizadas–. Se ha limitado a tomarme fotografías que no tenía derecho alguno a hacer para dejar que yo siguiera hablando como una idiota.

–Simplemente estaba siguiendo órdenes –dijo él. El tono serio y la expresión sobria de su rostro dieron a Hillary más motivos para sentirse avergonzada y furiosa consigo misma.

–Bueno, no tenía derecho alguno a obedecerlas. Debería haberme dicho antes quién era –susurró ella. La voz le temblaba de indignación. Por su parte, él se limitó a encogerse de hombros y a sonreír.

–Nunca me lo preguntaste.

Antes de que ella pudiera responder, la puerta del estudio se abrió de par en par. Larry entró, con aspecto desazonado y confuso.

–Señor Bardoff –dijo mientras se dirigía hacia ambos–. Lo siento… Pensé que tenía que reunirme con usted en su despacho –añadió mientras se mesaba el cabello con agitación–. Cuando llegué allí, me dijeron que usted iba a venir aquí. No sé cómo me pude confundir de esa manera. Siento que haya tenido que estar esperándome.

–No se preocupe –le aseguró Bret con una sonrisa–. La última hora ha resultado muy entretenida.

–Hillary –susurró Larry, como si en aquel instante se hubiera dado cuenta de la presencia de la joven–. Dios santo… Ya sabía yo que me olvidaba de algo. Tendremos que tomar esas fotografías más tarde.

–No hay necesidad –afirmó Bret mientras le entregaba la cámara–. Hillary y yo ya nos hemos ocupado de ellas.

–¿Usted ha tomado las fotografías? –preguntó Larry, atónito.

–Hillary no vio razón alguna para desperdiciar el tiempo –contestó Bret. Entonces, volvió a sonreír–. Estoy seguro de que las fotografías resultarán adecuadas.

–De eso no me cabe ninguna duda, señor Bardoff –repuso Larry, con cierta reverencia–. Ya sé lo que es usted capaz de hacer con una cámara.

Hillary sentía unos enormes deseos de que el suelo se abriera y se la tragara. Tenía que marcharse de allí rápidamente. Nunca en su vida se había sentido tan estúpida, aunque reconocía que Bardoff había sido el culpable. ¿Cómo habría podido ser tan caradura como para dejarla creer que era un fotógrafo? Recordó cómo le había ordenado que empezara y las cosas que le había dicho. Cerró los ojos y se lamentó en silencio. Lo único que deseaba en aquellos instantes era desaparecer y, con un poco de suerte, no tener que volver a ver a Bret Bardoff en toda su vida.

Comenzó a recoger sus cosas con rapidez.

–Yo me marcharé para que podáis hablar de negocios. Tengo otra sesión al otro lado de la ciudad –anunció. Entonces, se colgó el bolso sobre el hombro y respiró profundamente–. Adiós, Larry. Ha sido un placer conocerlo, señor Bardoff –añadió. A continuación, trató de dirigirse hacia la puerta, pero Bret la agarró de la mano y se lo impidió.

–Adiós, Hillary –le dijo. Ella se vio obligada a mirarlo a los ojos. Al notar la mano de él sobre la suya, sintió que las fuerzas la abandonaban–. Ha sido una mañana muy interesante. Tendremos que volver a repetirla muy pronto.

«Cuando el infierno se hiele», le dijo ella con la mirada, sin pronunciar palabra alguna. Entonces, murmuró algo incoherente y se dirigió a la puerta. El sonido de las risas de Bret Bardoff fue lo último que escuchó antes de marcharse.

 

 

Mientras se vestía para una cita aquella noche, Hillary trató, sin éxito, de olvidarse de lo ocurrido aquella mañana. Sentía la completa seguridad de que su camino no volvería a cruzarse nunca con el de Bret Bardoff. Después de todo, en realidad había sido un estúpido accidente que se conocieran. Rezó para que fuera cierto el viejo adagio de que un rayo nunca cae dos veces en el mismo sitio, porque ella, efectivamente, se había sentido como atravesada por un rayo cuando él reveló su nombre. Al recordar aquel momento y el modo en el que ella le había hablado, las mejillas se le tiñeron de un color muy parecido al vestido de punto que llevaba puesto.

El sonido del teléfono la sacó de sus pensamientos. Cuando respondió, descubrió que la persona que la llamaba era Larry.

–Vaya, Hillary, me alegro de haberte pillado en casa –dijo. Su excitación era casi tangible.

–Pues ha sido por los pelos porque estaba a punto de salir por la puerta. ¿Qué ocurre?

–Ahora no puedo darte muchos detalles. Ya lo hará Bret mañana por la mañana.

Hillary se percató de que Larry se había desprendido ya de lo de «señor Bardoff».

–¿De qué estás hablando, Larry?

–Ya te lo explicará Bret mañana –contestó–. Tienes una cita con él a las nueve en punto.

–¿Cómo dices? –preguntó ella, atónita–. Larry, ¿de qué estás hablando?

–Es una oportunidad tremenda para los dos, Hillary. Bret te lo contará todo mañana. Ya sabes dónde está su despacho –afirmó. Todos los que trabajaban en el mundillo de la moda sabían dónde estaba el cuartel general de Mode.

–Yo no quiero verlo a él –replicó Hillary. Al pensar en los ojos grises de Bardoff, sintió que el pánico se apoderaba de ella–. No sé lo que te ha contado de lo que ocurrió esta mañana, pero hice el ridículo completamente. Pensé que se trataba de un fotógrafo. En realidad –añadió, con renovado enojo–, tú tienes en parte la culpa porque…

–No te preocupes de eso ahora –la interrumpió Larry–. No importa. Sólo limítate a estar allí mañana a las nueve. Hasta pronto.

–Pero, Larry…

Inmediatamente se interrumpió al darse cuenta de que no había razón alguna para seguir hablando. Larry había colgado. Desesperada, pensó que aquello era demasiado. ¿Cómo podía Larry esperar que fuera a aquella cita? ¿Cómo podía enfrentarse a Bret Bardoff después del modo en el que le había hablado? Decidió que la humillación era algo para lo que ella no estaba preparada y cuadró los hombros. Seguramente, Bret Bardoff sólo quería otra oportunidad para reírse de ella por su estupidez. Muy bien, pues no iba a poder con Hillary Baxter. Con firme orgullo, se dijo que no se arredraría ante él. Aquella plebeya se enfrentaría al emperador y le demostraría de qué pasta estaba hecha.

 

 

Hillary se vistió para su cita de aquella mañana con mucho cuidado. El vestido blanco de fina lana y cuello de chimenea era muy hermoso por su simplicidad y se basaba en las formas que cubría para resultar atractivo. Se había recogido el cabello en lo alto de la cabeza para añadir un aire de profesionalidad a su apariencia. Aquella mañana, Bret Bardoff no se encontraría frente a una mujer que tartamudeaba y se sonrojaba con facilidad, sino con una fría y segura de sí misma. Se colocó unos suaves zapatos de piel y quedó satisfecha con el efecto que daban a su imagen. Los altos tacones de los zapatos añadían centímetros a su altura, por lo que no tendría que levantar la mirada para ver los ojos grises de Bardoff, sino que los miraría de frente.

Mantuvo la confianza en sí misma durante el breve trayecto en taxi y hasta llegar a lo alto del edificio en el que Bret Bardoff tenía sus oficinas. Cuando estaba en el ascensor miró el reloj y se alegró de ver que iba a llegar con puntualidad a su cita. Tras el enorme mostrador de recepción encontró a una morena muy guapa a la que le dio su nombre. Después de una breve conversación telefónica, la mujer acompañó a Hillary por un largo pasillo hasta llegar a unas pesadas puertas de roble.

Entró en una sala grande y bien decorada en la que fue recibida por otra mujer muy atractiva que se presentó como June Miles, la secretaria del señor Bardoff.

–Por favor, entre sin esperar, señorita Baxter. El señor Bardoff la está esperando –le dijo a Hillary con una sonrisa.

Tras atravesar una puerta doble, Hillary casi no tuvo tiempo de examinar el despacho ni su fabulosa decoración. Su mirada se centró inmediatamente en el hombre que estaba sentado tras un enorme escritorio de roble, con una vista panorámica de la ciudad a sus espaldas.

–Buenos días, Hillary –dijo él levantándose para acercarse a ella–. ¿Vas a entrar o te vas a quedar ahí todo el día?

Hillary se irguió y contestó muy fríamente.

–Buenos días, señor Bardoff. Es un placer volver a verlo.

–No seas hipócrita –afirmó él suavemente, mientras la conducía a un asiento que había cerca del escritorio–. Te habría gustado mucho más no volver a verme.

Hillary no pudo encontrar réplica alguna a aquella observación tan certera, por lo que se contentó con sonreír vagamente.

–Sin embargo –prosiguió él, como si ella le hubiera dado la razón–, conviene muy bien a mis propósitos que estés hoy aquí a pesar de tu reticencia.

–¿Y cuáles son sus propósitos, señor Bardoff? –preguntó ella. La ira que sentía por la arrogancia de Bardoff aceró sobremanera el tono de su voz.

Él tomó asiento y miró a Hillary de la cabeza a los pies. Lo hizo de un modo lento, con el que esperaba desconcertarla. A pesar de todo, ella permaneció completamente serena. A causa de su profesión, la habían estudiado de aquel modo antes, por lo que estaba decidida a no permitir que aquel hombre supiera que su mirada estaba acelerándole el pulso.

–Mis propósitos, Hillary –dijo, mirándola a los ojos–, son, por el momento, estrictamente profesionales, aunque eso puede cambiar en cualquier momento.

Aquella afirmación resquebrajó en mil pedazos la fría coraza de Hillary y le provocó un ligero rubor en las mejillas. Se maldijo por ello mientras trataba de mantener la mirada firme.

–Dios Santo –comentó Bardoff levantando las cejas con un cierto tono jocoso–. Te estás sonrojando. Yo creía que las mujeres ya no se sonrojaban –añadió, sonriendo más ampliamente, como si estuviera disfrutando con el hecho de que sus palabras provocaran un rubor aún más profundo en las mejillas de la joven–. Probablemente eres la última de una especie en peligro de extinción.

–¿Podríamos hablar del asunto por el que estoy aquí, señor Bardoff? –preguntó ella–. Estoy segura de que es usted un hombre muy ocupado y, aunque no lo crea, yo también tengo muchos asuntos que atender.

–Por supuesto. Recuerdo perfectamente lo de «pongámonos manos a la obra». Tengo un nuevo proyecto para Mode, un proyecto muy especial –dijo mientras encendía un cigarrillo. Inmediatamente ofreció uno a Hillary, que ella declinó con un leve movimiento de cabeza–. Llevo pensando en la idea bastante tiempo, pero necesitaba al fotógrafo adecuado y a la mujer adecuada. Creo que ahora los he encontrado a ambos.

–Supongo que me dará más detalles, señor Bardoff. Estoy segura de que no suele entrevistar a las modelos personalmente. Esto debe de ser algo especial.

–Sí, eso creo –afirmó él–. La idea de este reportaje es la de una historia fotográfica sobre las diversas caras de una mujer –añadió. Entonces, se puso de pie y se apoyó sobre la esquina del escritorio. Inmediatamente, Hillary se vio afectada por su potente masculinidad, el poder y la fuerza que emanaban de su esbelto cuerpo–. Quiero retratar todas las facetas de la mujer: la mujer profesional, la madre, la atleta, la sofisticada, la inocente, la tentadora… Es decir, un retrato completo de Eva, la Mujer Eterna.

–Parece fascinante –admitió Hillary–. ¿Cree usted que yo resultaría adecuada para algunas de las fotos?

–Sé que eres adecuada… para todas las fotografías.

–¿Va a utilizar una única modelo para todo el proyecto? –preguntó ella, muy sorprendida.

–Voy a utilizarte a ti para todo el proyecto.