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Laine Simmons estaba, por fin, preparada para enfrentarse al pasado, y viajó hasta Hawai para reconciliarse con un padre al que apenas recordaba. Sin embargo, no había atravesado medio mundo para que Dillon O'Brian, el atractivo socio de su padre, la acusara de tener motivos ocultos. ¿Cómo se atrevía a meterse en sus asuntos familiares y, además, tener la audacia de encender su corazón siempre que estaba cerca?
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Seitenzahl: 177
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1982 Nora Roberts
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La isla de las flores, n.º 17 - junio 2017
Título original: Island of Flowers
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-9170-159-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Para mi madre y mi padre
La llegada de Laine al Aeropuerto Internacional de Honolulu fue tradicional. Ella hubiera preferido mezclarse con la multitud, pero parecía que viajar en clase turista la había puesto en aquella misma categoría. Unas muchachas de piel dorada y sonrisa de marfil, vestidas con un pareo de colores, les daban la bienvenida a los pasajeros. Después de aceptar un beso y un collar de flores, Laine se dirigió, entre la gente, hacia el mostrador de información. En otras circunstancias habría disfrutado del momento, pero la tensión que sentía ahogaba cualquier diversión. Llevaba quince años sin poner los pies en suelo norteamericano, y la tierra fértil y exuberante de acantilados y playas que había visto desde el avión no le transmitía la sensación de estar volviendo a casa.
La Norteamérica que Laine imaginaba se abría paso en su mente en forma de recuerdos, y desde la perspectiva de una niña de siete años. Norteamérica era un olmo retorcido que hacía guardia junto a la ventana de su habitación. Era una extensión de hierba verde salpicada de florecillas de oro. Pero, sobre todo, Norteamérica era el hombre que la había llevado a selvas africanas imaginarias, y a islas desiertas. Sin embargo, había orquídeas en vez de margaritas. Las gráciles palmeras y los helechos de Honolulu eran extraños para ella, tanto como su padre. Y había atravesado medio mundo para ir a buscarlo. Parecía que había pasado una vida entera desde que aquel divorcio la había arrancado de sus raíces.
Laine pensó con desesperación que tal vez, la dirección que había encontrado entre las cosas de su madre podía llevarla a una gran decepción. No sabía cuánto tiempo podía tener aquel pedazo de papel pequeño y arrugado. Tampoco sabía si el capitán James Simmons seguía viviendo en la isla de Kauai. No había hallado ninguna otra cosa entre las facturas de su madre. No había correspondencia, nada que pudiera indicar que aquella dirección todavía era válida. Lo más práctico hubiera sido escribir a su padre, y Laine había luchado contra la indecisión durante una semana. Al final, se había decantado por un encuentro cara a cara. Sus ahorros apenas podían proporcionarle una semana de alojamiento, pero, aunque sabía que aquel viaje era impetuoso, no había sido capaz de resistirse. Además de sus dudas, padecía el temor de que al final de aquel viaje le esperara el rechazo. No había motivos para esperar algo distinto. ¿Por qué iba a importarle ella, de adulta, al hombre que no había ejercido de padre mientras crecía?
Relajó la mano con la que agarraba el bolso y recordó la promesa que se había hecho a sí misma, la de aceptar lo que la esperara al final de aquel viaje. Hacía mucho tiempo que había aprendido a adaptarse a lo que la vida le ofreciera. Ocultaba sus sentimientos con aquella costumbre que había adquirido durante su adolescencia.
Rápidamente, se caló el sombrero blanco sobre el halo de rizos rubios, pálidos, y alzó la barbilla. Nadie habría podido percibir la ansiedad que sentía. Tenía una apariencia distante y elegantísima con su traje de seda azul claro heredado, y arreglado para que se ajustara a su figura esbelta y no a las curvas amplias de su madre.
La chica del mostrador de información estaba manteniendo una animada conversación con un hombre. Laine se quedó aparte y los observó con un interés vago. El hombre era moreno, y muy alto. Seductor. Tenía un rostro curtido y el pelo negro, rizado, y la piel bronceada por el sol de Hawai. Su perfil tenía algo de desenfado, una sensualidad básica que Laine reconocía, pero que no comprendía. Pensó que tal vez se le hubiera roto la nariz alguna vez, pero en vez de estropear la línea del perfil, la falta de simetría lo mejoraba. Iba vestido de manera informal, con unos pantalones vaqueros desgastados y una camisa también vaquera, que dejaba a la vista un pecho fuerte y unos brazos musculosos.
Laine lo escrutó con una ligera irritación. Observó su actitud encantadora e indolente, y la expresión burlona de su sonrisa. «Yo he visto antes a tipos como éste», pensó con resentimiento. «Son de los que revoloteaban alrededor de Vanessa como cuervos alrededor de la carroña». Recordó también que, cuando la belleza de su madre se había marchitado, la bandada se había alejado en busca de presas más jóvenes. En aquel momento, Laine sólo sintió gratitud por el hecho de que su contacto con los hombres hubiera sido limitado.
Él volvió la cara y vio a Laine. Arqueó una ceja oscura mientras la observaba. Estaba irracionalmente enfadada con él, demasiado como para apartar la mirada. La sencillez del traje revelaba la elegancia de sus curvas jóvenes. El ala del sombrero proyectaba su sombra sobre media cara aristocrática, de rasgos bien definidos, nariz recta, boca seria, y sobre unos ojos tan azules como el cielo. Tenía las pestañas espesas y doradas, aunque a él le parecieron demasiado largas como para ser auténticas. La catalogó como una mujer fría y dueña de sí misma.
Lentamente, y con deliberada insolencia, él sonrió. Laine mantuvo la mirada y se esforzó por no ruborizarse. La azafata, al ver que su interlocutor había transferido su atención, miró hacia Laine, y frunció el ceño.
–¿En qué puedo ayudarla? –preguntó, y esbozó su sonrisa de trabajo.
Laine hizo caso omiso del hombre y se acercó al mostrador.
–Gracias. Necesito un medio de transporte para llegar a Kauai. ¿Podría decirme dónde puedo encontrarlo? –preguntó, con un ligero acento francés.
–Por supuesto. Sale un vuelo chárter para Kauai dentro de… –la señorita miró el reloj y sonrió de nuevo–. Veinte minutos.
–Yo salgo ahora mismo.
Laine miró al hombre, y se dio cuenta de que tenía los ojos verdes como el jade.
–No tendría que recorrer el aeropuerto y –continuó él con una sonrisa–, mi Cub no está tan abarrotado ni es tan caro como el chárter.
Laine arqueó una ceja con desdén, pero él no se sintió impresionado.
–¿Tiene un avión? –le preguntó ella con frialdad.
–Sí, tengo un avión. Siempre viene bien ganar un poco de dinero con los que viajan entre islas.
–Dillon –dijo la azafata, pero él la interrumpió con una sonrisa y con un gesto de la cabeza.
–Rose le dará referencias mías. Trabajo para Canyon Airlines, en Kauai –dijo, presentándole a la señorita con una sonrisa. Ella movió unos papeles.
–Dillon… El señor O’Brian es muy buen piloto –dijo Rose después de carraspear–. Si prefiere no esperar el chárter, puedo garantizarle que su vuelo será igualmente agradable con él.
A juzgar por su sonrisa irreverente y la mirada de diversión de sus ojos, Laine pensó que el viaje no iba a ser tan agradable. Sin embargo, tenía poco dinero, y sabía que debía conservarlo en la medida de lo posible.
–Muy bien, señor O’Brian. Si me dice cuál es su tarifa, estaré encantada de pagarle cuando hayamos aterrizado.
–El resguardo de su equipaje –respondió él con una sonrisa–. Es parte del servicio, señorita.
Ella inclinó la cabeza para esconder su rubor, y rebuscó el papel en su bolso.
–Muy bien. Vamos allá.
Él tomó el resguardo y la agarró del brazo, y se la llevó mientras se despedía de la azafata de información mirando hacia atrás:
–Hasta la próxima, Rose.
–Bienvenida a Hawai –dijo Rose, por costumbre, y después, con un suspiro, se quedó mirando la espalda de Dillon.
Laine no estaba acostumbrada a que la guiaran con tanta firmeza, y con tanta prisa, y se esforzó por mantener el ritmo mientras trotaba a su lado.
–Señor O’Brian, espero no tener que ir corriendo hasta Kauai.
Él se detuvo y le sonrió de nuevo. Laine intentó, sin éxito, no jadear. Descubrió que su sonrisa era un arma extraña y poderosa para la que ella todavía no tenía defensa.
–Pensaba que tenía prisa, señorita…
Miró el resguardo, y ella vio que la sonrisa se le borraba de los labios. Cuando él alzó la vista, no quedaba ni rastro de buen humor en sus ojos. Tenía un gesto grave, y despedía vibraciones de hostilidad.
–¿Laine Simmons? –preguntó él, en un tono de acusación.
–Sí, ha leído correctamente.
Dillon entornó la mirada.
–¿Viene a ver a James Simmons?
Laine abrió unos ojos como platos. Durante un instante, sintió una chispa de esperanza, pero él continuó con su actitud hostil, y ella tuvo que contener el impulso de hacerle cientos de preguntas, mientras notaba que él le apretaba el brazo con fuerza.
–No sé por qué debe importarle eso, señor O’Brian –dijo–, pero sí. ¿Conoce a mi padre? –preguntó, y notó un sabor agridulce al hacer aquella última pregunta.
–Sí, lo conozco… mejor que usted. Bueno, Duquesa –dijo él, y la soltó como si su contacto le resultara ofensivo–. Dudo que sea mejor llegar quince años tarde que nunca, pero ya veremos –inclinó la cabeza y le hizo una reverencia a medias–. El viaje corre por cuenta de la casa. No puedo cobrarle a la hija pródiga del propietario –comentó.
Dillon recogió su equipaje y salió de la terminal en silencio. Laine lo siguió, asombrada por su animosidad y por la información que le había dado.
Su padre tenía una aerolínea. Recordaba que James Simmons era piloto, y que tenía el sueño de poseer sus propios aviones. ¿Cuándo se habría hecho realidad aquel sueño? ¿Y por qué aquel hombre, que estaba metiendo las elegantes maletas de su madre en un avión pequeño, había sentido tanta antipatía al conocer su apellido? ¿Cómo sabía que habían pasado quince años desde la última vez que había visto a su padre? Abrió la boca para preguntárselo a Dillon, mientras él se dirigía hacia la parte delantera del avión, pero volvió a cerrarla al ver su mirada de enfado.
–Arriba, Duquesa. Tendremos que soportarnos el uno al otro durante veintiocho minutos.
La tomó por la cintura y la subió al avión como si no pesara más que una pluma. Después, él se sentó junto a ella. Laine percibió su virilidad y se sintió incómoda, e intentó ignorarlo, concentrándose intensamente en el acto de abrocharse el cinturón de seguridad. Por debajo de las pestañas vio que él manipulaba los controles, justo antes de que el motor se pusiera en marcha.
El mar se abrió por debajo de ellos. Las playas blancas se extendían contra su borde, salpicadas de turistas amantes del sol. Las montañas se erguían, escarpadas y primitivas, como los eternos soberanos de las islas. A medida que ganaban altura, los colores del paisaje se hicieron tan intensos que parecían artificiales. Pronto se mezclaron; el marrón, el verde y el amarillo se unieron antes de desvanecerse. El avión ascendió a toda velocidad hacia el cielo.
–Kauai es un paraíso –dijo Dillon, en el tono de un guía. Se apoyó en el respaldo del asiento y encendió un cigarrillo–. En la Costa Norte desemboca el río Wailua, que forma la Gruta de los Helechos. La vegetación es excepcional. Hay kilómetros y kilómetros de playas, y campos de caña de azúcar y palmeras. También merece la pena ver las Cataratas de Opeakea, la Bahía de Hanalei y la Costa de Na Pali. En la Costa Sur –continuó, mientras Laine adoptaba la actitud de una atenta espectadora–, tenemos el Parque Estatal de Kokie y el Cañón de Waimea. Hay árboles y flores tropicales en los Jardines de Olopia y Menehune. Se pueden practicar deportes acuáticos en casi todas las zonas de la isla. ¿Por qué demonios ha venido?
Aquella pregunta, tan brusca y repentina después del recitado mecánico, consiguió que Laine diera un respingo.
–A… a ver a mi padre.
–Pues se ha tomado su tiempo –murmuró Dillon–. Supongo que estaba muy ocupada con las clases en esa elegante escuela para señoritas.
Laine frunció el ceño al pensar en el internado que había sido a la vez su hogar y su refugio durante quince años. Decidió que Dillon O’Brien estaba loco, y no tenía sentido contradecir a un lunático.
–Me alegro de que le parezca bien –respondió con frialdad–. Es una pena que usted no pudiera asistir. Es asombroso lo que se puede lograr con las personas toscas.
–No, gracias, Duquesa. Prefiero un poco de ordinariez honesta.
–Parece que tiene una buena cantidad.
–Me las arreglo. La vida en una isla puede llegar a ser muy incivilizada –dijo con una sonrisa–. Dudo que se adapte a sus gustos.
–Yo puedo adaptarme muy bien, señor O’Brien –dijo ella, encogiéndose de hombros con elegancia–. También puedo soportar cierta descortesía durante cortos periodos de tiempo. Veintiocho minutos está dentro de mis límites.
–Magnífico. Dígame, señorita Simmons –continuó él con un exagerado respeto–, ¿cómo es la vida en el Continente?
–Maravillosa. Los franceses son cosmopolitas y educados. Una se siente muy a gusto con la gente de sus mismas inclinaciones.
–Muy cierto –dijo él irónicamente, con los ojos clavados en el cielo mientras hablaba–. Dudo que encuentre a mucha gente de sus mismas inclinaciones en Kauai.
–Tal vez no, o tal vez la isla me parezca tan agradable como París.
–Seguro que los hombres le parecen agradables –replicó Dillon con una mirada furiosa, y Laine se sintió gratificada por aquella ira.
Al recordar los pocos hombres con los que había tenido contacto durante su vida, tuvo que contener una carcajada. Sólo se le escapó una sonrisita.
–Los hombres a quienes yo conozco –dijo, y le pidió mentalmente disculpas al anciano padre Rennier– son hombres elegantes, cultos y con clase. Inteligentes, de buen gusto, con modales y sensibilidad, virtudes que por el momento no he vislumbrado en sus equivalentes americanos.
–¿De veras? –preguntó Dillon suavemente.
–Sí, señor O’Brien, de veras.
–Bueno, pues no vamos a estropear la puntuación –dijo él.
Puso en marcha el piloto automático, se giró en el asiento y la capturó. Le aplastó la boca con la de él, antes de que Laine se diera cuenta de sus propósitos.
Estaba atrapada entre sus brazos, y sus forcejeos no tuvieron ninguna oportunidad contra la fuerza de aquel hombre. Laine se sintió abrumada por su sabor y su contacto. Él aumentó la intimidad de aquel momento separándole los labios con la lengua. Para escapar de unas sensaciones que eran mucho más agudas de lo que ella hubiera creído posible, se aferró a su camisa.
Dillon levantó la cara y frunció el ceño al ver la expresión de asombro de Laine, al ver su vulnerabilidad. Ella lo miraba con una especie de conocimiento nuevo, y también con desconcierto. Se apartó de ella y recuperó el control manual de la avioneta, y volvió a fijar su atención en el cielo.
–Parece que sus amantes franceses no la han preparado para la técnica norteamericana.
Laine, furiosa por la debilidad que acababa de descubrir, se volvió hacia él.
–Su técnica, señor O’Brien, es tan grosera como usted mismo.
Él sonrió y se encogió de hombros.
–Agradezca, Duquesa, que no la tire al mar. Llevo conteniéndome veinte minutos.
–Sería inteligente si consiguiera reprimir tales deseos –replicó Laine.
Cada vez estaba más furiosa, pero no iba a perder los estribos. No iba a darle a aquel hombre detestable la satisfacción de saber que la ponía muy nerviosa.
De repente, la avioneta cayó en picado. El mar se aproximaba a ellos con una velocidad terrorífica mientras el pequeño pájaro de acero daba vueltas sobre sí mismo. El cielo y el mar se convirtieron en una masa de azules intercambiables con el blanco de las nubes. Laine se agarró al asiento y cerró los ojos con todas sus fuerzas. No podía protestar. Había perdido la voz y el corazón. Siguió agarrada, rezando para que su estómago permaneciera inmóvil. La avioneta se enderezó y siguió el vuelo estabilizada, pero dentro de la cabeza de Laine, el mundo seguía girando. Entonces, oyó que su acompañante se reía de buena gana.
–Puede abrir los ojos, señorita Simmons. Vamos a aterrizar en un minuto.
Laine se volvió hacia él y estalló en un análisis largo y detallado de su carácter. Al final se dio cuenta de que estaba dando su opinión en francés. Respiró profundamente.
–Señor O’Brien –terminó en inglés–, es usted el hombre más odioso que he conocido.
–Gracias, Duquesa –respondió él, y complacido, empezó a canturrear.
Laine se esforzó por mantener los ojos abiertos mientras Dillon comenzaba el descenso. Tuvo una breve impresión de verdes y marrones que se fundían con el azul, y de nuevo, vio las montañas antes de que la avioneta se posara en el asfalto y fuera aminorando la velocidad.
Por fin se detuvieron, y ella miró a su alrededor. Había hangares y filas de avionetas y aviones de pasajeros, y otras aeronaves de diferentes clases. «Tiene que haber un error», pensó Laine. «Todo esto no puede ser de mi padre».
–No se haga ilusiones, Duquesa –le dijo Dillon al percibir su mirada de asombro–. Ha perdido el derecho a su parte. Y aunque el capitán quisiera ser generoso, su socio le pondría las cosas muy difíciles. Va a tener que buscarse la vida en otro lugar.
Después, bajó a tierra de un salto, ante la mirada de incredulidad de Laine. Ella se desabrochó el cinturón de seguridad y se dispuso a bajar de la avioneta. Él la agarró por la cintura antes de que sus pies se hubieran posado en el suelo. Durante un instante, él la mantuvo suspendida. Sus caras estaban a pocos centímetros de distancia, y Laine se quedó atrapada en sus ojos. Nunca había visto unos ojos tan verdes, ni tan atrayentes.
–Tenga cuidado –le dijo él, y la soltó.
Laine dio un paso atrás para apartarse de la hostilidad de su voz. Reunió valor, alzó la barbilla y se mantuvo firme.
–Señor O’Brian, ¿le importaría decirme dónde puedo encontrar a mi padre?
Él la miró durante un instante y, bruscamente, señaló hacia un pequeño edificio blanco.
–Su oficina está allí –le ladró.
Después se dio la vuelta y se alejó.
El edificio al que se aproximó Laine era una cabaña de tamaño mediano. En la entrada había palmeras y anturios. Laine entró, con las manos temblorosas. Tenía la sensación de que iban a fallarle las rodillas, y de que le iba a estallar el corazón. ¿Qué iba a decirle al hombre que la había dejado vivir en soledad durante quince años? ¿Qué palabras podrían cruzar el abismo y expresar la necesidad que no había muerto nunca? ¿Tenía que hacer preguntas, o podía olvidar los motivos y aceptar, simplemente?
Laine recordaba a James Simmons perfectamente. El paso del tiempo no había hecho borrosa su imagen. Sería mayor; pero ella también había crecido. Ya no era una niña que soñaba con su ídolo, sino una mujer que iba a reencontrarse con su padre. Ninguno de los dos era como antes, y tal vez eso fuera una ventaja.
La primera sala de la cabaña estaba vacía. Laine miró por encima los muebles y las alfombras. Se sintió sola e insegura. Y entonces, como un fantasma del pasado, le llegó la voz de su padre, retumbando a través de una puerta abierta. Se aproximó al sonido y lo vio hablando por teléfono, en su escritorio.
Percibió cómo había cambiado con el tiempo, aunque sus recuerdos eran bastante acertados. Tenía la piel morena, y algunas arrugas más, pero sus rasgos no le resultaron extraños. Sus cejas gruesas se habían vuelto grises, y conservaba todo el pelo, aunque canoso, como las cejas. Mientras ella lo observaba, él alzó la mano y se la pasó por el cabello con un gesto que ella recordaba bien.
Cuando colgó, Laine apretó los labios y tragó saliva. Después habló con suavidad.
–Hola, Cap.
Él giró la cabeza y ella vio su expresión de sorpresa. En sus ojos aparecieron muchas emociones distintas, y en algún punto, entre el principio y el final, Laine distinguió el dolor. Su padre se puso en pie, y ella se dio cuenta, con asombro, de que era más bajo de lo que le hacía recordar su perspectiva de niña.
–¿Laine?
Pronunció su nombre con vacilación y con reserva, y aquello aplastó su impulso de correr hacia él. Inmediatamente, Laine supo que no la iba a recibir con los brazos abiertos, y aquel rechazo estuvo a punto de terminar con su sonrisa.
–Me alegro de verte –