La joya de la corona - Nora Roberts - E-Book

La joya de la corona E-Book

Nora Roberts

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Beschreibung

Durante algunas maravillosas semanas, Su Alteza Real Camilla de Cordina tendría la posibilidad de ser simplemente Camilla MacGee. Trabajar para Delaney Caine en los bosques de Vermont le ofrecía la oportunidad perfecta de huir de la prensa. Pero a medida que la rabia que le provocaba el mal genio del arquitecto se fue convirtiendo en fascinación y deseo, la princesa tuvo que admitir que estaba llegando el momento de descubrir su verdadera identidad. Del nunca había necesitado a nadie en toda su vida, por eso había aceptado a regañadientes la presencia de Camilla. Pero pronto la insinuante belleza de aquella mujer se fue haciendo un lugar en la autosuficiente vida de Del y se vio obligado a reconocer que llenaba un vacío que ni siquiera sabía que existía. El problema era que lo que sí sabía era que Camilla ocultaba algo.

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Seitenzahl: 318

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La joya de la corona, n.º 30 - agosto 2017

Título original: Cordina’s Crown Jewel

Publicada originalmente por Silhouette© Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-175-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Prólogo

 

Era toda una princesa.

Nacida, criada y meticulosamente adiestrada para desempeñar su papel. Su porte era impecable; su dicción, perfecta; sus maneras, intachables. Todo en el hermoso y pulido envoltorio que componía su imagen sugería juventud, aplomo y elegancia.

Ella sabía que tales cualidades se daban por descontadas en un miembro de la familia real de Cordina. Al menos, en la esfera pública. Y aquel baile benéfico en Washington D. C. pertenecía, no cabía duda alguna, a la esfera pública. De modo que ella, cumpliendo con su papel, saludaba amablemente a los invitados que habían pagado exorbitantes sumas por tener la ocasión de codearse con la realeza.

Observaba a su madre, Su Alteza Serenísima Gabriella de Cordina, desenvolverse por el salón sin apenas esfuerzo. O eso, al menos, parecía. Porque, en realidad, a su madre le había costado tanto esfuerzo como a ella preparar el baile.

Veía a su padre, apuesto e imponente, y a su hermano mayor, su acompañante oficial de la velada, mezclarse suavemente con los invitados. Invitados entre los que había políticos, celebridades y potentados.

Cuando llegó la hora, Su Alteza Real Camilla de Cordina tomó asiento para contemplar la primera parte del espectáculo organizado para la velada.

Llevaba el pelo recogido en un complicado moño que dejaba el fino cuello desnudo. Desnudo, salvo por el fulgor de las esmeraldas. El diseño de su elegante vestido negro parecía hecho a propósito para realzar su esbelta figura. Una figura que podía deslizarse peligrosamente hacia la excesiva delgadez. Desde hacía algún tiempo, había perdido el apetito.

Su expresión era sosegada. Su postura, perfecta. Y, sin embargo, la jaqueca parecía punzarla desde dentro de los ojos.

Era una princesa, pero también una mujer desesperada.

Sin embargo, aplaudía. Sonreía. Reía a mandíbula batiente.

Era casi medianoche cuando su madre, enlazándola por la cintura, se inclinó sobre ella y le dijo en voz baja:

—Cariño, no tienes buen aspecto.

Hacía falta la agudeza de vista de una madre para percibir el agotamiento en el semblante de Camilla. Y Gabriella tenía, en efecto, muy buena vista.

—Estoy un poco cansada, eso es todo.

—Vamos, vuelve al hotel. Y no discutas —murmuró—. Has trabajado demasiado. Deberías haber pasado un par de semanas en la granja, descansando.

—Había mucho que hacer.

—Y realmente lo has hecho. Ya le he dicho a Marian que avise a seguridad. El coche te está esperando. Tu padre y yo nos iremos dentro de un rato.

Gabriella miró a su alrededor y advirtió que su hijo estaba conversando alegremente con una cantante americana muy popular.

—¿Quieres que Kristian te acompañe?

—No —dijo Camilla dócilmente—. Déjalo, se está divirtiendo. De todas maneras, es mejor que salgamos por separado.

«Y discretamente», pensó.

—Los americanos te adoran. Quizá incluso demasiado —sonriendo, Gabriella besó a su hija en la mejilla—. Vamos, ve a descansar. Hablaremos por la mañana.

 

 

Sin embargo, aquella no iba a ser una discreta escapada. A pesar del coche camuflado, de las medidas de seguridad, del fastidioso culebreo por el interior del edificio para salir al exterior por una entrada lateral, la prensa olfateó su rastro.

Apenas había puesto un pie en la acera cuando se encontró cegada por los flashes de las cámaras. Los gritos arreciaron, golpeando su cabeza como martillos. Percibió el tumulto, el roce de manos que la tocaban, y se llenó de miedo al sentir que las piernas le flaqueaban y que los guardaespaldas la llevaban en volandas hasta la limusina.

Aturdida y cegada por los focos, procuró mantener la compostura mientras la arrastraban entre el gentío, comprimida entre dos guardaespaldas.

Hacía un calor espantoso, agobiante. Sin duda por eso se sentía enferma. Enferma, débil y absurdamente asustada. En realidad, no supo si se cayó dentro del coche, si la empujaron o si se metió de cabeza en él.

Cuando la puerta se cerró y los gritos se convirtieron en algo semejante al rugido del mar desde el interior de un rascacielos de acero y cristal, Camilla se estremeció, tiritando, al sentir la repentina corriente del aire acondicionado. Y cerró los ojos.

—Alteza, ¿se encuentra bien?

Ella oyó vagamente la voz preocupada de uno de sus escoltas.

—Sí, gracias. Estoy bien.

Pero no era cierto.

1

 

Dijeran lo que dijeran, y sin duda dirían muchas cosas, no fue una decisión impulsiva. Su Alteza Real Camilla de Cordina no era mujer que se dejara arrastrar por sus impulsos.

Sin embargo, era una mujer desesperada.

Debía admitir, aun de mala gana, que la desesperación llevaba largos meses forjándose en su interior. Y que, pese a todos sus esfuerzos, aquella sofocante noche de junio la desesperación se apoderó de ella como una fiebre. Aquella noche, la jauría de paparazzi que la asaltó al intentar escabullirse discretamente del baile benéfico fue la gota que colmó el vaso. Los guardaespaldas contuvieron al gentío y ella consiguió deslizarse en la limusina haciendo acopio de dignidad, pero por dentro su mente gritaba desesperada: «Dejadme respirar. Por piedad, dejadme respirar».

Dos horas después, mientras se paseaba sin descanso por la suntuosa suite del hotel, dentro de ella seguía girando un torbellino hecho de rabia, de nerviosismo, de ansiedad y de impotencia.

A menos de tres horas de viaje hacia el sur se hallaba la granja en la que había pasado la mitad de su niñez. A varios miles de kilómetros hacia el Este, al otro lado del océano, se encontraba el diminuto país donde había pasado la otra mitad. Su vida se había dividido siempre entre esos dos mundos. Aunque los amaba a ambos por igual, no dejaba de preguntarse si alguna vez encontraría en ellos su sitio.

Y ya era hora de que lo encontrara, fuera donde fuera.

Pero, para eso, primero tenía que encontrarse a sí misma. ¿Y cómo iba a hacerlo si siempre estaba rodeada de gente? Lo cierto era, pensó con desaliento, que empezaba a sentirse continuamente acosada. Tal vez todo habría sido diferente de no ser ella la mayor de las tres jóvenes princesas de Cordina y, durante los años anteriores, la más accesible debido a que, siendo su padre americano, pasaba en Estados Unidos gran parte del año.

Pero las cosas eran así, qué se le iba a hacer. En ese instante, le parecía que toda su vida estaba sujeta a las conveniencias políticas, al protocolo y a las exigencias de la prensa. Peticiones, requerimientos, citas, obligaciones, y un largo etcétera. Había cumplido con su deber como secretaria de la Fundación de Ayuda a los Niños Discapacitados al organizar el baile benéfico, tarea que había compartido con su madre. Creía en lo que hacía. Sabía que sus deberes eran importantes. Incluso necesarios. Pero ¿por qué tenía que pagar un precio tan alto?

Le había costado largas semanas organizar el baile, pero la satisfacción de comprobar que su esfuerzo rendía fruto había quedado arruinada por el profundo agotamiento que sufría. Cómo la cansaban, pensó, todos aquellos cámaras, todas aquellas caras.

Hasta su familia, bendita fuera, parecía agobiarla en exceso en los últimos tiempos. Intentar explicarle sus sentimientos a su asistente personal le parecía una muestra de deslealtad y de ingratitud y, por lo tanto, un imposible. Pero el caso era que su asistente era también su mejor y más antigua amiga.

—Me pone enferma ver mi cara en la portada de las revistas y leer las tonterías que cuentan sobre mis supuestos amoríos. Marian, te aseguro que estoy harta de que sean otro quienes me definan.

—La sangre real, la belleza y el sexo venden revistas. Y las tres cosas juntas las venden como churros —Marian Breen era una mujer práctica, y su tono así lo dejaba entrever. Y, dado que conocía a Camilla desde niña, su voz también traslucía más sorna que respeto—. Sé que lo de esta noche ha sido horrible. No me extraña que estés enfadada. Si descubro quién dio el soplo de tu ruta de salida…

—El mal ya está hecho. ¿Qué importa quién haya sido?

—Son como una jauría de sabuesos —murmuró Marian—. Pero, en fin, tú eres la princesa de Cordina, ese lugar mágico que a los americanos en particular les recuerda a un cuento de hadas. Te pareces a tu madre, lo cual significa que eres preciosa. Y atraes a los hombres como la miel a las moscas. La prensa, sobre todo la más agresiva, se ceba con eso.

—La realeza no es ningún mérito. Es cosa de nacimiento. Igual que la belleza. Y en cuanto a los hombres… —Camilla hizo un soberbio gesto de desdén—, ni uno solo de ellos se siente atraído por mí, sino por lo que represento. Para empezar, son ellos los que compran esas estúpidas revistas.

Mientras Camilla paseaba arriba y abajo, Marian se comía distraídamente las uvas del opulento cesto de frutas que había enviado la dirección del hotel. Aunque parecía tranquila, su amiga la inquietaba. Camilla estaba demasiado pálida. Y parecía enflaquecida.

Pero, de todos modos, pensó para tranquilizarse, todo se arreglaría en cuanto pasara unos días en Virginia. La granja era tan segura como el palacio de Cordina. El padre de Camilla se había asegurado de ello.

—Sé que es una lata estar rodeada de guardaespaldas y de paparazzi cada vez que sales a la calle —continuó—, pero ¿qué vas a hacer? ¿Huir y esconderte?

—Sí.

Riendo, Marian arrancó otra uva. Pero se le cayó de los dedos al advertir el brillo de los ojos castaños de Camilla.

—Está claro que bebiste demasiado champán en el baile.

—Sólo bebí una copa —dijo Camilla tranquilamente—. Y ni siquiera me la acabé.

—Habrá sido más de una. Mira, voy a volver a mi habitación como una buena chica para que puedas meterte en la cama y dormir un poco, a ver si se te pasa la ventolera.

—Llevo semanas pensándolo —en realidad, pensó, sólo había jugueteado con la idea. Pero esa noche la haría realidad—. Necesito tu ayuda, Marian.

—Non, non, c’est imposible. C’est completement fou!

Marian casi nunca hablaba francés. En el fondo, era tan americana como la tarta de manzana. Sus padres se establecieron en Cordina cuando ella tenía diez años, y desde entonces Camilla y ella eran inseparables. Aquella mujer menuda, con el pelo castaño recogido aún en el moño que había lucido en el baile, respondió en la lengua de su país adoptivo porque de pronto empezó a sentir pánico.

Marian conocía aquella expresión del rostro de su amiga. Y la temía.

—No es imposible. Y tampoco es una locura —respondió Camilla con desenfado—. Es posible y además razonable. Necesito unas semanas de descanso. Y voy a tomármelas. Como Camilla MacGee, no como Camilla de Cordina. He vivido con el título casi sin descanso desde que mi abuelo… —se interrumpió de repente. Todavía se emocionaba al hablar del príncipe Armand, pese a que habían transcurrido casi cuatro años desde su muerte—. Él era nuestro asidero —continuó, procurando sobreponerse—. Aunque había traspasado casi todo el poder a su hijo, mi tío Alex, seguía gobernando. Desde su muerte, todos hemos tenido que arrimar el hombro. No es que me queje. No me importa asumir más responsabilidades oficiales.

—¿Pero? —preguntó Marian, sentándose precariamente en el brazo del sofá.

—Necesito alejarme de este torbellino. Me siento perseguida —dijo Camilla, llevándose una mano al pecho—. Acosada. No puedo salir a la calle sin que me persigan los fotógrafos. Estoy volviéndome loca. Ya no sé lo que quiero. A veces ni siquiera tengo la impresión de ser yo misma.

—Necesitas un descanso. Unas vacaciones.

—Sí, pero no es sólo eso. Es mucho más complicado. La verdad, Marian, es que no sé lo que quiero hacer con mi vida. Mira a Adrienne —añadió, refiriéndose a su hermana menor—. Casada a los veintiuno. Puso los ojos en Philippe cuando tenía seis años, y no tuvo que pensárselo más. Sabía lo que quería: casarse con él y criar a sus hijos en Cordina. En cuanto a mis hermanos, son como las dos caras de mi padre. El uno, granjero. Y el otro, experto en seguridad. Yo, en cambio, voy sin rumbo fijo, Marian. No tengo ningún talento en particular.

—Eso no es cierto. En el colegio sacabas unas notas brillantes. Tu cabeza es como un condenado ordenador en cuanto encuentras algo que despierta tu interés. Eres una magnífica anfitriona y trabajas sin descanso por causas encomiables.

—Eso no son más que deberes de mi rango —murmuró Camilla—. Destaco en esas cosas, pero ¿qué me dices del placer, del ocio? Sé tocar el piano y cantar un poco. Pinto un poco. Hago un poco de esgrima. Pero ¿dónde está mi pasión? —cruzó las manos entre los pechos—. Voy a encontrarla. O, por lo menos, pasaré un par de semanas intentando encontrarla. Sin escoltas, sin protocolo y sin la maldita prensa. Mucho me temo —añadió suavemente— que, si no me alejo de los paparazzi, acabaré rompiéndome en pedazos.

—Habla con tus padres, Camilla. Ellos lo entenderán.

—Mi madre, sí. Pero de mi padre no estoy tan segura —dijo, pero enseguida sonrió—. Adrienne lleva casada tres años, y mi padre todavía no se ha hecho a la idea de que ha perdido a su pequeña. En cuanto a mamá… Ella tenía mi edad cuando se casó. Otra que sabía lo que quería. Claro que antes de eso… —sacudió la cabeza negativamente y comenzó a pasearse de nuevo por la habitación—. El secuestro, los intentos de asesinato contra mi familia… Ahora todo eso forma parte de los libros de historia, pero para nosotros sigue siendo muy actual, muy cercano. No puedo culpar a mis padres por haber intentando proteger a sus hijos. Yo habría hecho lo mismo. Pero ya no soy una niña y necesito… necesito hacer algo por mí misma.

—Tú lo que necesitas son unas vacaciones.

—No. Lo que necesito es encontrarme a mí misma —se acercó a Marian y la tomó de las manos—. Has alquilado un coche, ¿no?

—Sí, lo necesitaba para… Oh, no, Camilla…

—Dame las llaves. Puedes llamar a la agencia y ampliar el alquiler.

—No puedes marcharte sola de Washington. Y mucho menos en coche.

—¿Por qué no? Conduzco muy bien.

—¡Pero párate a pensar un momento! Si desapareces así, sin más, tu familia se volverá loca. ¿Y qué pasará con la prensa?

—No te preocupes por mi familia. Llamaré a mis padres a primera hora de la mañana. Y a la prensa le diréis que me he ido de vacaciones. A un lugar remoto. Podéis dejar caer que estoy en Europa. Así no me buscarán por todo Estados Unidos.

—¿Me permites señalar que toda esta locura empezó porque te molesta ver tu cara en las portadas de las revistas? —Marian tomó una revista de encima de la mesita de café y la puso frente a su cara—. Eres uno de los rostros más conocidos del mundo, Camilla. No puedes pasar desapercibida.

—Pues lo haré —sintió un extraño nudo en el estómago al acercarse al escritorio. Pero abrió uno de los cajones y sacó unas tijeras—. La princesa Camilla —anunció, agitando la cabellera rojiza, que le llegaba a la cintura—, está a punto de cambiar de imagen.

La cara de Marian adquirió una expresión horrorizada que habría resultado cómica de no ser porque la propia Camilla también sentía un eco de aquel horror.

—¿No hablarás en serio? Camilla, no puedes… ¡no puedes cortarte el pelo a tijeretazo limpio! Ese pelo tan bonito…

—Tienes razón —Camilla le tendió las tijeras—. Córtamelo tú.

—¿Yo? Ah, no… ¡de eso nada! —Marian puso las manos a la espalda—. Lo que vamos a hacer es sentarnos, tomarnos una copa de buen vino y esperar a que se te pase este acceso de locura. Mañana te sentirás mejor.

Eso era precisamente lo que Camilla temía: que aquel arrebato de valentía se le pasara y que su vida siguiera como siempre, cumpliendo con sus obligaciones, desempeñando sus cometidos oficiales, siempre rodeada de focos y de comodidades. Y perseguida por la prensa.

Si no hacía algo, cualquier cosa, en ese momento, tal vez no lo hiciera nunca. Acabaría casándose con uno de aquellos lechuguinos dignos de su posición y de su rango, como predecían las revistas, y su vida seguiría, sencillamente, pasando.

Apretó los dientes y alzó la cabeza de un modo que hizo que Marian la mirara con espanto. Y, agarrando un largo mechón de pelo, se lo cortó.

—¡Oh, Dios mío! —sintiendo que le flaqueaban las rodillas, Marian se dejó caer en un sillón—. Oh, Camilla…

—No es más que pelo —sin embargo, le temblaba un poco la mano. Su larga melena formaba parte de su imagen pública, pero también de su vida. De modo que, cortar aquel mechón, era como cortarse una mano. Se quedó mirando la larga guedeja rojiza que colgaba de sus dedos—. Me voy al cuarto de baño a cortarme el resto. Me vendría bien un poco de ayuda para cortarme lo de atrás.

 

 

Al final, Marian cedió, como suelen hacer las amigas. Cuando acabaron, el suelo del cuarto de baño estaba cubierto de montoncillos de pelo, y Camilla tuvo que acostumbrarse a su nuevo aspecto. Un trasquilón por aquí, otro por allá. Una copa de vino para darse ánimos. Otro tijeretazo para igualar los trasquilones. Y, al fin, acabó con el pelo tan corto como el de un niño y un largo flequillo en punta para compensarlo.

—Es terriblemente… distinto —logró decir.

—Creo que voy a llorar.

—No, nada de eso —y ella tampoco, se dijo para sus adentros—. Necesito cambiarme y recoger unas cuantas cosas. Ya voy un poco retrasada respecto al horario previsto.

Recogió lo que consideró imprescindible y se sintió un tanto sorprendida y avergonzada al comprobar que, lo que ella consideraba efectos de primera necesidad, llenaban hasta reventar una maleta entera y un bolso de considerable tamaño. Se puso unos vaqueros, unas botas, un jersey y una larga chaqueta negra.

Pensó en ponerse gafas de sol y sombrero, pero al final decidió que aquellos aditamentos harían que pareciera que iba disfrazada, en lugar de ayudarla a pasar desapercibida.

—¿Qué tal estoy? —preguntó.

—No pareces tú —Marian sacudió la cabeza y dio dos vueltas alrededor de Camilla.

El corte de pelo constituía un cambio sumamente dramático y, para sorpresa de Marian, le daba a su amiga un aire misterioso. Hacía que sus ojos ambarinos parecieran más grandes y, de algún modo, más vulnerables. El flequillo ocultaba su regia frente y le daba un aspecto juvenil. Sin maquillaje, su tez era rosa y blanca, quizá un poco más pálida de lo normal. Los altos pómulos resaltaban, y la boca grande parecía aún más carnosa.

En vez de fría, sofisticada y distante, parecía muy joven, atolondrada y un tanto temeraria.

—Pareces otra mujer completamente distinta —dijo Marian—. Si te viera por ahí te reconocería, pero me costaría un poco.

—Eso está bien —Camilla miró su reloj—. Si me marcho ahora, por la mañana estaré bastante lejos.

—¿Adónde vas a ir, Camilla?

—A cualquier parte —tomó a su amiga por los hombros y la besó en ambas mejillas—. No te preocupes por mí. Me mantendré en contacto, te lo prometo. Hasta una princesa tiene derecho a un poco de aventura —su boca grande esbozó una sonrisa—. Quizá una princesa más que nadie. Prométeme que no le dirás nada a nadie hasta las ocho de la mañana. Y que sólo se lo dirás a mi familia.

—Esto no me gusta, pero te lo prometo.

—Gracias —se colgó el bolso del hombro y recogió la maleta.

—Espera. No puedes andar así.

Sorprendida, Camilla se dio la vuelta.

—¿Cómo?

—Como una princesa. Contonéate un poquito, mueve las caderas, qué se yo, Camilla. Anda como una chica. No te deslices.

—Ah —ajustándose la correa del bolso al hombro, dio unos cuantos pasos a modo de prueba—. ¿Así?

—Mejor —Marian se llevó un dedo a los labios—. Pero intenta sacarte la vara de hierro que llevas incrustada en la espalda.

Camilla dio unos cuantos pasos más, procurando avanzar con paso más suelto, más ligero.

—Practicaré —le prometió a su amiga—. Pero ahora tengo que irme. Llamaré por la mañana.

Cuando se acercaba a la puerta de la habitación, Marian se acercó a ella corriendo.

—Dios mío, Camilla, ten cuidado. No hables con extraños. Cierra bien las puertas del coche. Y… ¿Llevas dinero? ¿Y tu teléfono? ¿Tienes…?

—No te preocupes —Camilla se dio la vuelta y le lanzó una sonrisa radiante—. Tengo todo lo que necesito. A bientôt.

Pero cuando la puerta se cerró tras ella, Marian cruzó las manos, angustiada.

—Oh, cielos. Bonne chance, m’amie.

 

 

Habían pasado diez días. Camilla iba cantando una canción que sonaba en la radio. Le encantaba la música americana. Le encantaba conducir. Le encantaba hacer lo que se le antojaba, ir adonde quería. Y no era que aquellos días hubieran transcurrido sin tropiezos. Sabía que sus padres estaban preocupados. Sobre todo, su padre. No en vano tenía espíritu de policía. Para él era muy fácil imaginar las trampas y desastres que el camino le reservaba a una mujer sola. Sobre todo, si esa mujer era su hija.

Su padre le había exigido que llamara todos los días. Ella había insistido en llamar sólo una vez por semana. Y su madre, que siempre actuaba de contrapeso, había dado por fin con una solución de compromiso. Es decir, que llamara cada tres días.

Camilla quería mucho a sus padres. Los quería por lo que significaban para ella y por lo que significaban el uno para el otro. Y también por lo que representaban para el mundo. Pero resultaba muy duro estar a su altura. Y le constaba que se sentirían espantados si supieran que sentía una necesidad tan imperiosa de no vivir conforme a las expectativas de nadie, sino conforme a las suyas propias.

Otros contratiempos habían sido más de carácter práctico que emocional. Al entrar por primera vez en un motel, había caído en la cuenta, con no poca sorpresa por su parte, de que no podía arriesgarse a usar una tarjeta de crédito. Si algún recepcionista espabilado veía el nombre «Camilla MacGee» y la reconocía, con una sola llamada a cualquier periódico local estaría «vendida», como solía decir su hermano Dorian.

Así pues, el dinero de que disponía comenzaba a escasear. Y el orgullo, la tozudez y la exasperación que le producía su falta de previsión, le impedían pedirle a sus padres que le facilitaran los medios necesarios para proseguir su viaje. Ello, a fin de cuentas, desvirtuaría uno de los propósitos de su aventura: disfrutar de unas cuantas semanas de total independencia.

Se preguntaba cómo se empeñaba un objeto. Su reloj valía varios miles de dólares. Con eso tendría más que de sobra para ir tirando. Tal vez lo intentara en su siguiente parada.

Pero, por el momento, sólo quería disfrutar del placer de conducir. Al salir de Washington, había puesto rumbo al noroeste y explorado con entusiasmo algunas zonas de Virginia Occidental y Pennsylvania.

Había comido en restaurantes de comida rápida y dormido en desvencijadas camas de moteles de carretera. Había paseado por las calles de pequeños pueblos y grandes ciudades, se había sumergido alegremente entre el gentío. Había pasado inadvertida y hasta la había piropeado el dependiente de una gasolinera una vez que se paró a tomar un refresco.

Había sido maravilloso. Nadie, absolutamente nadie, la había reconocido.

En otra ocasión, cuando paseaba por un parquecillo en una ciudad al norte del estado de Nueva York, vio a dos hombres mayores jugando al ajedrez. Se detuvo a mirar, y de pronto se encontró enzarzada en la discusión que mantenían los dos viejos sobre la política mundial. Había sido una experiencia fascinante y deliciosa.

Había disfrutado enormemente contemplando el estallido del verano en Nueva Inglaterra. Era todo tan distinto a Cordina y a su hogar en Virginia. Era tan liberador llegar sencillamente a un lugar donde nadie la conocía, donde nadie esperaba nada de ella, donde nadie la apuntaba con una cámara…

De pronto, descubrió que estaba relajada, cosa que sólo le pasaba cuando estaba con su familia o con sus amigos más íntimos.

Cada noche, sólo por placer, anotaba en un diario los acontecimientos del día y la impresión que habían producido sobre ella.

En su última anotación había escrito:

 

Estoy cansada, pero me siento bien . Mañana pasaré a Vermont. Debo decidir si desde allí quiero seguir hacia el Este, hacia la costa, o si quiero dar la vuelta. Estados Unidos es tan grande… Ningún libro, ninguna disciplina de las que he estudiado, ninguno de los muchos viajes que he hecho con mi familia o cumpliendo mis deberes oficiales me había mostrado realmente la inmensidad, la diversidad y la extraordinaria belleza del país y de sus gentes.

Soy medio americana y siempre me he enorgullecido de esa parte de mi herencia. Es extraño, pero cuanto más tiempo paso sola aquí, más extranjera me siento. Temo haber desatendido esta parte de mis orígenes. Pero ya no lo haré más.

Estoy en un pequeño motel junto a la carretera interestatal, en los montes Adirondack. Son espectaculares. De mi habitación, en cambio, no puede decirse lo mismo. Está limpia, pero es diminuta. Sus comodidades se reducen a una pastilla de jabón del tamaño de un cuarto de dólar y a dos toallas ásperas como lija. Sin embargo, si me apetece tomar algo, tengo una máquina de refrescos justo al lado de mi puerta. Me encantaría beber una copa de buen vino, pero mi presupuesto no me permite semejantes lujos.

He llamado a casa esta tarde. Mis padres están en Virginia, en la granja, con Kristian y Dorian. Los echo de menos. Añoro la sensación de comodidad y confianza que me inspiran cuando estoy con ellos. Pero al mismo tiempo me siento feliz porque al fin he salido a averiguar quién soy y qué puedo hacer sola.

Creo ser bastante autosuficiente, y más osada de lo que imaginaba. Tengo buen ojo para los detalles, un excelente sentido de la orientación y sola me aburro menos de lo que esperaba.

Ignoro qué significarán estas cosas dentro del gran plan de la providencia, pero cada uno de mis pequeños descubrimientos me produce una inmensa alegría.

Quizá, si se pone mal lo de ser princesa, pueda ganarme la vida como guía turística.

 

Vermont le encantó. Sus altas montañas verdes, sus muchos lagos y sus ríos serpenteantes la encandilaron. En lugar de dirigirse directamente a Maine o de girar hacia el Oeste, de vuelta el estado de Nueva York, tomó una ruta sinuosa que la llevó a través del estado, dejando atrás la autopista interestatal para recorrer carreteras secundarias que cruzaban pulcros pueblecitos de Nueva Inglaterra, bosques y tierras de labor.

Se olvidó de empeñar el reloj y desistió de buscar un motel. Llevaba las ventanillas del coche abiertas para que entrara la cálida brisa del verano, la radio a todo volumen y los restos de unas patatas fritas compradas en un restaurante de comida rápida en una bolsa, sobre el regazo.

No se inquietó cuando el cielo se nubló. Las nubes le daban una luz interesante a los altos árboles que flanqueaban la carretera y conferían al aire que entraba por las ventanillas una leve carga eléctrica.

No se preocupó especialmente cuando la lluvia comenzó a golpear el parabrisas, aunque ello significara subir las ventanas o empaparse. Y cuando los relámpagos azotaron el cielo, disfrutó del espectáculo.

Pero cuando la lluvia comenzó a arreciar, el viento a rugir y los rayos se hicieron cegadores, decidió que era hora de regresar a la autopista y buscar refugio.

Diez minutos después, se maldecía a sí misma mientras intentaba vislumbrar la carretera por la cortina de agua que los limpiaparabrisas agitaban de un lado a otro.

La culpa era suya, se decía con fastidio. En lugar de alejarse de la tormenta, había avanzado hacia ella hasta meterse en sus fauces. Y tenía miedo de pasarse el desvío hacia la autopista con aquella oscuridad y aquella lluvia.

No veía nada más allá del opaco resplandor del asfalto, hendido por sus propio faros, y la espesa muralla de árboles a ambos lados de la carretera. El trueno rugía y el viento zarandeaba el coche.

Pensó en parar y aguardar a que escampara. Pero su tozudez, aquella tozudez de la que tanto se burlaban sus hermanos, la impulsó a seguir adelante. Sólo un par de kilómetros más, se decía, y estaría de vuelta en la autopista. Después encontraría un motel y se encontraría sana y salva, seca y dispuesta a disfrutar de la tormenta.

Algo surgió entre los árboles y saltó frente al coche. Camilla vio fugazmente el brillo de los ojos del ciervo y dio un volantazo. El coche derrapó sobre el pavimento mojado, giró en círculo, y, tras un salto y un ominoso chillido metálico, acabó de morros en una zanja.

Durante unos minutos, Camilla no oyó más que el fuerte golpear de la lluvia y su propio aliento entrecortado. Luego, el destello de un rayo la sacó de su aturdimiento.

Respiró hondo y exhaló despacio. Normalmente, le servía con repetir tres veces aquella operación para calmarse. Pero, en esa ocasión, a la tercera vez que exhaló le salió un exabrupto. Le dio un puñetazo al volante, apretó los dientes y puso marcha atrás.

Al pisar el acelerador, las ruedas patinaron y se hundieron aún más en el barro. Intentó mover el coche hacia delante y hacia atrás y vuelta otra vez. Pero por cada centímetro que ganaba, perdía dos.

Maldiciendo en voz baja, cejó en su empeño, salió del coche y subió el talud de la zanja bajo la intensa lluvia para echar un vistazo. El coche no parecía tener ningún desperfecto, salvo el parachoques un tanto arañado. Pero, claro, estaba muy oscuro. Y, además, notó con desaliento que uno de sus faros se había roto. El coche no sólo estaba medio fuera, medio dentro de la carretera, sino que, además, tenía las ruedas delanteras encalladas en el barro.

La lluvia le había empapado la camisa y empezó a temblar. Subió de nuevo al coche y sacó el teléfono móvil. Tenía que llamar a una grúa, y no tenía ni idea de cómo hacerlo. Pero imaginaba que la operadora podría ponerla en contacto con alguna.

Encendió el teléfono y miró con asombro la pantalla. Sin cobertura.

«Perfecto», se dijo con desagrado. «Sencillamente perfecto. Me meto en una carretera perdida porque los árboles son preciosos, me lanzó en las fauces de un vendaval de verano y, además, por culpa de un estúpido ciervo voy y me salgo de la carretera y me meto en una zanja en el único sitio del país donde no hay cobertura».

Parecía que el siguiente capítulo de su aventura consistiría en pasar la noche en el coche, calada hasta los huesos.

Al cabo de diez minutos, estaba tan incómoda que volvió a salir a pesar de la lluvia y rodeó el coche para sacar sus bolsas del maletero.

«Próxima aventura: cambiarse de ropa en un coche, en la cuneta de la carretera».

Cuando sacaba la maleta, divisó el tenue resplandor de unos faros a través de la lluvia. Sin vacilar un instante, volvió corriendo sobre sus pasos, abrió la puerta por el lado del conductor y tocó el claxon tres veces. Luego, se dio la vuelta, se resbaló, estuvo a punto de caer de bruces en la zanja, subió a trompicones hasta la calzada y comenzó a agitar los brazos frenéticamente.

Ningún corcel blanco le habría parecido tan imponente como la achacosa camioneta que se detuvo rugiendo a su lado. Ningún caballero de deslumbrante armadura le habría parecido tan heroico y apuesto como la oscura figura que bajó la ventanilla y la miró con expresión de asombro.

En la penumbra, ella no logró distinguir el color de sus ojos, ni adivinar su edad. Sólo veía el vago contorno de su cara y su pelo revuelto.

—Tengo un pequeño problema —dijo, acercándose.

—¿No me diga?

Camilla vio sus ojos entonces. Eran verdes y cristalinos y la miraban torvamente bajo las cejas oscuras y fruncidas. Aquellos ojos la observaron de arriba abajo como si fuera un estorbo. Camilla sintió que se le ponía el pelo de punta, pero procuró mostrarse amable mientras estudiaba la camioneta.

—Con una tormenta como esta, debería haber parado en la cuneta —gritó él por encima del rugido del viento—, en vez de lanzarse de cabeza a ella.

—Un consejo sumamente útil, dadas las circunstancias —su voz se volvió rígida y horriblemente cortés. Cuando adoptaba aquel tono, sus hermanos la llamaban «la Princesa Retiesa». Los ojos de aquel hombre volvieron a clavarse en ella con un brillo que podía haber sido de humor. O de enojo—. Le agradecería muchísimo que me ayudara a sacar el coche de esa zanja.

—Apuesto a que sí —su voz era honda, áspera y un tanto cansina—. Pero como da la casualidad de que me he dejado el traje de Superman en Criptón, me temo que hoy no tendrá esa suerte.

Ella le lanzó una larga mirada. Tenía un rostro acerado. Sus facciones, sombreadas por una barba de varios días, eran prominentes y angulosas. Su boca tenía una expresión severa y condescendiente. Una expresión doctoral, pensó ella. Parecía a punto de soltar un sermón.

Pero Camilla no estaba de humor para oírlo. Reprimió un escalofrío y procuró mantener la compostura.

—Habrá algo que pueda hacerse.

—Sí —dijo, y al oír su suspiro de exasperación, Camilla comprendió que la idea no le hacía mucha gracia—. Suba. La llevaré a mi casa para que pueda llamar a una grúa.

¿En su coche? ¿Con él?

«No hables con extraños». La advertencia de Marian resonaba en sus oídos. Naturalmente, había hecho caso omiso de aquel consejo una docena de veces durante los diez días anteriores. Pero ¿meterse en un coche con un extraño, en una carretera desierta?

Sin embargo, si aquel hombre tenía intención de hacerle daño, no haría falta que la subiera en su coche. Podía bajarse, darle un golpe en la cabeza y hacer con ella lo que quisiera.

Así que, entre pasar largas horas encerrada en el coche hundido en el barro y arriesgarse a acompañar a aquel hombre, encontrar un refugio y, Dios mediante, una taza de café caliente, no había elección. De modo que asintió.

—Mis cosas están en el maletero —le dijo.

—Bien. Vaya a buscarlas.

Ella parpadeó, asombrada. Luego, al ver que él se limitaba a mirarla con el ceño fruncido, apretó los dientes.

—Un caballero de brillante armadura, ¡y un cuerno! —gruñó mientras se acercaba al coche bajo la lluvia para recoger sus maletas. Aquel tipo era un patán, un bruto y un grosero.

Pero, si podía ofrecerle un teléfono y una taza de café, pasaría por alto aquellos pequeños defectos.

Metió a trompicones las maletas en el asiento de atrás de la camioneta y se sentó junto a él. Entonces vio que llevaba el brazo derecho en cabestrillo, pegado al cuerpo. Y se sintió inmediatamente culpable.

Si estaba herido, no podía ayudarla con el coche, ni con las maletas, claro. Y sin duda su falta de amabilidad se debía a la incomodidad que le ocasionaba su lesión. Para compensarle por sus malos pensamientos, le lanzó una sonrisa radiante.

—Muchísimas gracias por ayudarme. Creía que iba a tener que pasar la noche entera en el coche… empapada.

—No se habría empapado si se hubiera quedado en el coche.

Camilla sintió una maldición a punto de deslizarse siseando entre sus dientes, pero refrenó la lengua. La diplomacia, aun cuando inmerecida como en aquel caso, formaba parte de su educación.

—Cierto. Pero, aun así, le agradezco que haya parado, señor…

—Caine. Delaney Caine.

—Señor Caine —ella se atusó el pelo mojado mientras él conducía el coche en medio de la tormenta—. Yo soy Camilla… —de pronto se interrumpió y vaciló fugazmente al darse cuenta de que había estado a punto de decir «MacGee»—. Breen —concluyó, dándole el apellido de Marian en vez del suyo—. ¿Qué le ha pasado en el brazo?

—Mire, dejémonos de parloteos —iba conduciendo con una sola mano, en medio de una tormenta de mil demonios, ¡y aquella mujer se ponía a charlar!—. Los dos queremos salir de esta tormenta y ponerla a usted de nuevo en la carretera rumbo adonde demonios se dirigiera.

Al diablo con los buenos modales, se dijo ella.

—Muy bien —giró la cabeza y miró fijamente por la ventanilla.

Una ventaja más, decidió. Aquel tipo no la había mirado más que una vez, y de pasada. Así que no tenía que preocuparse de que la reconociera.

2

 

Pero Delaney Caine sí se había fijado en ella. La noche era negra como boca de lobo y ella una especie de loca empapada y balbuciente. Pero poseía una belleza de esas que logran traspasar cualquier obstáculo.



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