La novela de mi amigo - Gabriel Miró - E-Book

La novela de mi amigo E-Book

Gabriel Miró

0,0

Beschreibung

La novela de mi amigo es una historia de corte intimista del escritor Gabriel Miró. Narra el crecimiento personal y artístico de su personaje principal. Federico Urios, pintor nacido en un pueblo valenciano y que descubre el arte al mismo tiempo que la vida.-

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 100

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Gabriel Miró

La novela de mi amigo

 

Saga

La novela de mi amigo

 

Copyright © 1908, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726508956

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

A la memoria del maestro Lorenzo Casanova

«Mis ojos han desfallecido de miseria.

Pobre soy yo y en trabajos desde mi juventud».

(Libro de los Salmos, LXXXVII)

I. Su infancia

Mi madre fue lavandera; mi padre, albañil. Tuve una hermanita que se llamaba Lucía. La vida de esta hermana puedo decir que se redujo al espanto de su muerte... Mi padre había salido a la faena; mi madre, a lavar en una acequia muy honda que pasaba cerca de nuestra casa. Lucita quedó a mi cuidado. Tenía yo diez años; ella no llegaba a tres; ¡qué digo tres: ni dos y medio! Jugamos con un gato largo y flaco, de piel de conejo de patio, manso, paciente por comodidad y egoísmo; cuando lo tomábamos guardaba sus viejas uñas y se fingía dormido. Después, jugamos a tiendas; es decir, era yo solo quien hacía de mercader y de criada que compraba azafrán, perejil, arroz, pimiento molido, cebollas, lentejas (fíjese en la humildad de nuestro comercio; y es que copiábamos en bromas las veras de lo que mercaba nuestra madre). Y Lucía, sentadita, con los ojos muy anchos... ¿Usted ha observado cómo miran los hermanitos a los hermanos grandes? ¡Qué admiración tan tierna y verdadera tienen esos ojos! Pues Lucita contemplaba mis manos y mi boca porque yo remedaba la voz, las falacias, los ademanes del abacero y la charla gritadora de las mujeres de su parroquia. Siendo tan chiquitina, demostraba saber su debilidad y menoría. Le pasmaba mi destreza para hacer cucuruchos de periódicos, y más que todo admiraba mi peso de cortezas de naranja... Pero también nos cansamos de las riendas. Entonces le dije si quería pan, porque yo tenía hambre. Busqué en la alacena. Y el pan era duro.

-Lo torraremos, ¿verdad? -le propuse-, y yo seré un hornero que cocería el pan que tú trajeses al horno, ¿quieres?

Lucía se levantó del suelo muy contenta; daba saltitos como una pajarita en los bancales recién segados. ¿Sabe usted qué pajaritas digo?... Pues de esas tan finas, tan leves, tan inquietas... La comida caliente de mi padre se cocía en una olla negra, a fuego de ascuas. Hundí entre ellas el pan, y pronto hizo llama ruidosa como de leña seca. ¡Se quemaba nuestro pan! ¡Del puchero del padre salía humo y desbordaba caldo, que chirrió doloroso, como si tuviese vida y se quejase! Me pareció que era mi mismo padre quien se derretía. Mi hermana me miraba con ansiedad... Acaso piense usted que todo esto era muy pequeño, muy simple; ¡no lo crea!; yo le digo que era muy enorme. Fíjese: estábamos solos, es decir, yo, yo estaba solo; de mí dependía la cazuela, y el pan, y el humo, y el chillido de atormentado de aquella agua hirviente, olorosa, que rugía... Y vi al gato junto a mí. Entonces me pareció un diablo o una fiera. Miraba erizado al fuego; acechaba mis manos... Y toda la casa en silencio. ¡Qué no hubiese dado yo por oír los pasos de mi madre!... Porque las cosas no son grandes ni menudas, sino indiferentes. ¿Que no? Mire; una hormiga, asustada, se asoma al agujero de sus tinieblas, sale al sol y silencio de una senda campesina; un águila escapa loca de su nidal de los Andes, espantada de una convulsa sacudida geológica que despedaza las cumbres; pues bien; ¿cree usted que las tierras del sendero y las rocas de los Andes que vieron salir a la hormiga y oyeron el grito desdichado del águila han asistido a lo menudo y a lo grande? ¿Lo cree usted? Pues yo, no. Humanizaré el ejemplo. ¿Conocerá usted La Ilíada, verdad? ¡La conozco yo! Elija usted la hazaña que más le plazca y entusiasme de Aquiles, Héctor o Agamenón, y póngala junto al lanceamiento que hizo Don Quijote en el rebaño que tomara por huestes de Pentapolín, o al lado de otra aventura de nuestro caballero. ¿Son las primeras empresas superiores a las segundas?... ¿Distintas, dice usted? ¡Nunca, nunca!... ¡Si para el delirante hidalgo eran hombres enemigos y desaforados los mansos corderos! Los hechos se trenzan indiferentemente... No; no nos entenderemos. No; yo sí que me entiendo; y es lástima que a usted no le ocurra lo mismo... Y esto lo decía yo por... por... ¿Por qué lo decía yo?

...Hablo neciamente. ¡Si yo hubiera dejado quietecita a la hormiga en su hórreo, al águila en su peña y a los héroes homéricos que siguieran reposando bajo las losas del gran poema, y al ingenioso aventurero guardado en su almario de oro, no se habría extraviado mi cuento!...

No, no fumo. No me gusta; pero me es igual; fumaré, si usted quiere... Los recuerdos, para mí, no habitan sólo en la memoria, sino dentro de toda mi carne... Lo que me intranquiliza con más intensidad es lo pasado, y no se me presenta con tristeza dulce y pálida de cuadro antiguo, como veo que sucede en otros hombres, sino que atormentan todo mi cuerpo. Vea qué raro: me parece mi cuerpo completamente vacío, hueco, sin más entrañas que el corazón como un peñasco encerrado en mi osamenta color de sol y muy fuerte... Fíjese, fíjese en mis costillas: son enormes... ¿Ha visto usted en los muladares alguna bestia casi devorada? Parece un barco náufrago mostrando la armazón de sus costados... Sí, sí; más que de mula, es de navío el esqueleto de mi pecho... ¿Ve usted?, no puedo fumar. Se me enreda el humo dentro de la garganta (como los recuerdos) y me la ciega y ahoga; se me deslía el cigarro entre los dedos; ¡qué dedos tengo!, ¿verdad?, ¡de raíces de huesos!

...Decía... decía que las memorias no se guardan en mí estrechadas en un lugarejo del cráneo, sino que ruedan por dentro de todo mi cuerpo; es un tronador oleaje de recuerdos que se rompe en espumas amargas contra mi única entraña... ¿la recuerda?, el corazón, y llegan a mi frente, salpicándola... ¡mírela qué sudada!; es el rezumor de aquella amargura... Ya verá; mi muerte ha de ser la quietud de esas olas; después su pérdida, su filtración y... nada más... ¡Ah, la pobre muerte de la niña hermana, de Lucía! ¡La había olvidado! ¿Usted, no? ¡Y no me alumbró, no me guió cuando me perdí!... ¿Ve usted? Ahora fumaría... ¡Pero, no, déjelo!

...No sé si he dicho que para enternecer nuestro pan lo cubrí de fuego, y el pan crepitó en hoguera. Lucita lloró al verlo. ¡Qué angustia, Dios! Para suponerla es preciso saber lo torvo, lo imponente que era mi padre... no nos dejaba salir a jugar con muchachos en la calle... Estábamos solos; pero, ¿y si hubiera entrado mi padre? Y eso es lo que yo imaginaba. Me quité una alpargata y con ella derrumbé el fuego. Dio el gato un salto cobarde y desapareció. Lumbre de leña y pan de fuego se esparcieron en el piso. Lucita arrebató un mendrugo ardiente, muy afilado. No me acuerdo si es que yo lo deseaba para mí o si temí su daño, pero quise arrancárselo; y entonces mi hermana, por defenderlo, se lo escondió, se lo puso bajo sus ropitas, encima de su carne. Bruto, loco, la abracé para quitarle el pan; ella gritó, quejándose, y se derribó en el suelo... Tenía la boquita torcida y las pupilas escondidas, ojos blancos, de ciega... Vi su camisa quemada, y en el costado, humeante, hincada el ascua del mendrugo... Le derramé una cántara de agua; la llamaba, la besaba, y ella, postrada, inmóvil, blanca... Grité. El gato apareció subido a la artesa y nos miraba como si no nos conociera. Me aterraron más sus ojos de brasas. Todo era fuego; olía la carne abrasada, olía el pan; y grité, grité, y siempre solo con mi hermanita, crispada, tendida en la tierra... y el gato... ¡Dios!... No soy piadoso, ¡yo no soy piadoso!; es que siento pasado mi pecho por un puñal de pan encendido, y, mire, he de abrir mis ropas y verme, porque hasta percibo olor caliente de carne quemada... La imagen me da la sensación de lo fingido. ¿A usted no le pasa? Yo he leído en un libro francés que cuando Flaubert, ¿Flaubert?, sí, Flaubert, escribía el envenenamiento de Emma Bovary, se envenenó él mismo imaginativamente con tanta verdad, que sintió el gusto del arsénico y tuvo dos indigestiones reales, con vómitos y dolores atroces... No soy piadoso. Me horrorizo de la ficción de mi tormento...

...Dejé a mi hermanita sola con el gato.

En el cantón de la calle encontré a mi madre, brumada su cabeza de ropa recién lavada. La blancura de las ropas, destacándose sobre fondo del cielo, resplandecía de júbilo de azul, de oro de sol poniente y esa alegría de las cosas de fuera me afligió más, me pesó.

Mi madre era alta y enjuta, de semejanza nazarena. Llegaba entristecida. Triste siempre estaba, pero sonriendo. Tenía gesto de sumisión, de mujer antigua y desgraciada. Otras lavanderas regresaban gritándose con alborozo, hablándose sus vidas; mi madre, siempre sola. Andaba despacio, como una enferma y vieja, y era joven y no se quejaba de ningún mal. Pero ¿estaría enferma? No se quejaba nunca... Al verme, me preguntó:

-¿Qué, el padre está ya en casa?

Y no respondí.

-¿Y Lucita? -volvió a decirme.

Entonces lloré. Mi madre dio un grito ronco. Le cayeron las ropas lavadas. Vinieron mujeres y entraron con ella en mi casa. Y yo me quedé en el portal, aborreciéndome...

Oí a mi madre:

-¡Lucita... Lucita... Lucita!

Lo decía ahogándose, muriéndose, y «¡Lucita!» se oía en toda la calle.

Desde aquel momento fui ya hombre... ¡Ah!, me contradigo, me desmiento, porque ahora sostengo el predominio de los hechos... o no, ¿verdad? No sé... Yo envejecí por dentro para siempre. Me dolía el corazón de remordimiento por culpa de grande, culpa de hombre; y esto comenzó al encontrar a mi madre, y le nacieron raíces a este sentimiento de vejez y pena cuando la voz de mi madre llamaba: «¡Lucita... Lucita... Lucita!». La oigo ahora; veo la calleja en luz de la tarde... La sensación de la imagen, la sensación del recuerdo... ¿No da lástima que yo no haya sido alguna vez dichoso, con el poderío, con la virtud que tengo para resucitar lo pasado? ¡Qué hermosura!...

Me cercaron mujeres; unas llevaban en brazos a sus hijos, otras se pisaban y desgarraban las faldas por acudir a mirar y enterarse. Me preguntaban, acariciándome, ansiosas de que yo les contase nuestra desventura; pero yo las odié con toda mi alma y no les dije nada... Y la gente se espesaba ante la puerta, angustiándome, tapándome la tarde y la vida. Sonaron voces de hombres, de obreros; vi sus cabezas, sus manos; las conocía. Me aterré. ¿Vendría también mi padre? Y se escuchó su voz. Le rodearon; no le dejaban pasar. Oí, conocí su blasfemia. Apartó de un puñado a tres comadres callejeras, y, espantoso, dio un salto de tigre y pasó a nuestro cuarto... sin verme...

-¡Por Dios, por Dios! -gimió mi madre.

Las mujeres gritaban; algunas dijeron:

-¡Esa madre, esa madre! ¡Si yo fuera de él ( él debía ser mi padre), la ahogaba!

¡Ahogar a mi madre! ¡Por qué habían de matar también a mi madre!... ¿Es que seremos insuficientes y no podemos lastimarnos de unos y amar a todos, necesitando para querer un alma aborrecer a otra? ¿No le parece?

...Aquella noche murió mi hermana. Dicen que la brasa del pan le había llagado el corazón...

 

...Salimos a mis rejas, amparadas por las ramas, robustas y olorosas, de mis pinos.

Descansó el narrador su frente en el delicioso regazo de la tarde.

Y después dijo: