Obras Completas vol. X - Gabriel Miró - E-Book

Obras Completas vol. X E-Book

Gabriel Miró

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Beschreibung

Obras completas del autor español Gabriel Miró. En ellas el autor muestra una habilidad especial para diseccionar la sociedad de su época mientras denuncia la intolerancia y el oscurantismo religioso que lo rodeaba. Destacan estas historias por su cuidada prosa, su variado léxico y su sensibilidad exacerbada. Este volumen recoge el título «Nuestro padre San Daniel».-

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Gabriel Miró

Obras Completas vol. X

Novela de Capellanes y Devotos

PRÓLOGO POR SALVADOR DE MADARIAGA

Saga

Obras Completas vol. X

 

Copyright © 1932, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726508772

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PROLOGO

Nuestro Padre San Daniel es obra que revela la seriedad de la preocupación humana de Miró. Hay en este libro una subcorriente de ternura que le da un tono ligeramente melancólico. Miró no es nunca rencoroso como Baroja, ni dilettante como Valle-Inclán, ni deprimente como..., pero no hay españoles deprimentes. Es, sí, un poco triste, como si deplorase que siendo la Naturaleza tan hermosa, sean los hombres tan indignos de ella, y, al ir a dar esta conclusión, se arrepintiera. Esta actitud inspira uno de los cuentos más curiosos de su mejor libro, El ángel. El molino. El caracol del faro. Un ángel se establece en la tierra, un querubín viene a buscarle. Las alas se le han caído, le ha crecido la barba y se ha acostumbrado a las cosas de los hombres. El ángel, ya aclimatado en la tierra, da al querubín una impresión muy pesimista de la naturaleza humana. El querubín dice: “Sea. He venido a buscarte. Ven al cielo”. Pero el ángel contesta: No, y la página primorosa en la que explica por qué prefiere seguir en la tierra, puede resumirse en estas líneas, que son, quizá, la esencia de la filosofía de Miró:

“¡Qué dulce es sentirnos cerca del cielo desde la tierra!”

El libro está lleno de joyas como ésta, joyas trabajadas por un artista que penetra en la Naturaleza hasta percibir sus más minuciosos detalles, pero también creadas por un hombre que siente con intensidad las cosas del hombre — de modo que no sabemos dónde empieza el hombre y dónde la Naturaleza: tan delicada es la mano que los une. El peligro de un arte así es que a veces degenera en mera fantasía. No está exento de este defecto Gabriel Miró. En general, sin embargo, el arte de Miró nace de una imaginación luminosa, penetrante y sensible, sostenida por un sentimiento poético de tal sencillez y verdad, que sabe elevar la expresión de lugares comunes a cumbres de límpida belleza: tal esta línea serena: “El alma del agua sólo reside en la tranquila plenitud de su origen”.

* * *

Gabriel Miró está más cerca del espíritu castellano que Azorín. La luz del Mediterráneo ilumina su visión. “En mi ciudad — nos dice él mismo — desde que nacemos se nos llenan los ojos de azul de las aguas”. Esta luminosidad es todavía la cualidad predominante de su arte. Todavía se acerca a la Naturaleza por la superficie, y su mayor tendencia sigue siendo plástica, como para asir y modelar lo que perciben sus sentidos, y ante todo sus ojos. Suya es la facultad de observación minuciosa que acompaña a la actitud plástica, esa facultad que parece consistir meramente en saber decir lo que está a la vista de todos y que, sin embargo, es mucho más honda, como enraizada que está en los arcanos de la sensibilidad. También tiene del levantino la actitud deliberada. Mira a fin de ver. No se da en él esa manera “sin querer” del castellano que parece ver sin haber mirado de intento. Gabriel Miró es observador activo y artista consciente.

Como artista, es a la vez inferior a Azorín y más espontáneo. El material no sale de sus manos tan finamente trabajado por la experta mente plástica. Una frase inhábil, una palabra fuera de su sitio, un giro idiomático al que falta acuerdo o propiedad... A buen seguro, faltas menores, faltas que ni siquiera observaríamos en otros escritores, pero que aquí saltan a la vista, como arañazos en oro bruñido. Además, el material que trabaja Miró es más pesado, más denso que el de Azorín. Mientras Azorín busca su emoción estética en la atmósfera que rodea los objetos de su observación, Miró va a sentirla a las fuentes mismas de la vida que yacen ocultas dentro de las cosas. Espíritu más serio, da a las cosas más solidez. Espíritu más grave, les da más peso. De aquí la impresión de que el material que moldea es más rebelde a la mano que la luz y el aire con que Azorín pinta sus bocetos.

Y es que Miró está más influído que Azorín por el espíritu de Castilla. Su material está más cargado, más íntimamente amasado con sustancia humana. Con preferencia detienen al lector en su prosa imágenes en las que aparecen formas puramente plásticas, llenas de un contenido casi inmaterial: ”... el silencio manaba densamente de sus bocas como el agua muda de una peña sombría”. No hay apenas página en Miró que no ofrezca ejemplos análogos.

Revélase aquí su tendencia a permanecer en esa zona mental en la que el mundo y el hombre se nos aparecen, no precisamente como una misma cosa, pero sí como dos aspectos de una misma cosa, de modo que la imaginación expresa el uno en términos del otro. Es una región en la que mana poesía grande. Miró se ha adentrado, pues, más allá que su paisano por la vía plástica de acceso a las cosas, porque, si inferior como artista, le es superior en sentido de la Naturaleza y de lo humano. Y no es que falte este sentido a Azorín. No sería artista si le faltase. Pero mientras en él parece ser adjetivo a su tendencia plástica y tan sólo avalorar y hacer más delicado su talento pictórico, en Miró es tan vital y esencial como su misma tendencia plástica, que a su vez agudiza y prolonga.

Esta virtud poética es en Miró tan natural y pura que, sin esfuerzo, casi sin querer, da poesía de admirable limpidez en tres o cuatro palabras sencillas que ni siquiera cambian el tono de su prosa. Así, a propósito de un agua quieta:

“Y los follajes, los troncos, la peña, la nube, el azul, el ave, todo se ve dentro, y, muchas veces, se sabe que es hermoso porque el agua lo dice.”

Porque el agua lo dice. Esto es algo más que mera sencillez: es limpidez. Y es algo más que arte. Es un límpido manantial de poesía que mana de una mente clara y luminosa.

Salvador de Madariaga.

 

1933.

NUESTRO PADRE SAN DANIEL

I SANTAS IMAGENES

I. ⸝ Nuestro Padre San Daniel.

Dice el señor Espuch y Loriga que no hay, en todo el término de Oleza, casa heredad de tan claro renombre como el «Olivar de Nuestro Padre», de la familia Egea y Pérez Motos.

He visto un óleo del señor Espuch y Loriga: en su boca mineralizada, en sus ojos adheridos como unos quevedos al afilado hueso de la nariz, en su frente ascética, en toda su faz de lacerado pergamino, se lee la difícil y abnegada virtud de las comprobaciones históricas. Todos sus rasgos nos advierten que una enmienda, una duda de su texto, equivaldría a una desgracia para la misma verdad objetiva.

En Oleza corre como adagio: «saber más que Loriga». Loriga ya no es la memoria de un varón honorable, sino la cantidad máxima de sapiencia que mide la de todos los entendimientos.

Pues el señor Espuch y Loriga escribe que antes de Oleza–brasero y archivo del carlismo de la comarca, ciudad insigne por sus cáñamos, por sus naranjos y olivares, por la cría de los capillos de la seda y la industria terciopelista, por el número de los monasterios y la excelencia de sus confituras, principalmente el manjar blanco y los pasteles de gloria de las clarisas de San Gregorio–, antes de Oleza «ya estaba» el Olivar de Nuestro Padre. O como si escribiese con la encendida pluma del águila evangélica: En el principio era el Olivar.

De la abundancia de sus árboles y de sus generosas oleadas procede el nombre de Oleza, que desde 1565, en el Pontificado de Pío IV, ilustra ya nuestro episcopologio.

De 1580 a 1600–según pesquisas del mismo señor Espuch–un escultor desconocido labra en una olivera de los Egea la imagen de San Daniel, que por antonomasia se le dice el «Profeta del Olivo». El tocón del árbol cortado retoña prodigiosamente en laurel. Una estela refiere con texto latino el milagro. Fué el primero.

El segundo–afirma el infatigable señor Espuch–lo hizo la imagen en su escultor, dejándole manco «para que no esculpiese otra maravilla».

En un cartulario de los Archivos Capitulares de la Catedral, se habla de un imaginero que vino de «lueñes países, y se le secó la su mano derecha, y acabó mísero». Nombre y patria permanecen ocultos. Nadie, ni el señor Espuch, ha podido averiguarlo. En la obra, algunos eruditos descubren un limpio acento italiano. Pero Espuch lo niega adustamente. A su parecer «es una purísima talla española que junta la técnica de la escuela de Castilla y la pavorosa inspiración de los artistas andaluces».

El rostro demacrado y trágico de la escultura no parece avenirse con el espíritu de las profecías mesiánicas ni con la gloria del que se adueñó de los príncipes. Pero es la imagen de San Daniel. Su autor la dota de atributos de legitimidad. Le pone en un costado una foja graciosamente doblada que dice: «Yo, Daniel, yo vi la visión...»; y a los pies, tiene la olla del potaje y la cestilla de pan que le llevó Habacúc colgado de un cabello.

Tantas mercedes otorgó, que su título geórgico de «Profeta del Olivo» trocóse por el dulce dictado de «Nuestro Padre». Pero, todavía, su templo es de una pobreza rural; y la riada de 1645descuaja sus fundaciones y lo derrumba. Entre los escombros que arrastra la corriente se hincha y se abre un ropón, se tiende una cabellera. Con garfios de armadía lógrase traer al náufrago. Es Nuestro Padre. Quédale, para siempre, una morada color, una mueca amarga de asfixia, y el apodo de «el ahogao».

El misionero que predicaba la cuaresma gritó, mirando al río y tendiendo una mano hacia la ciudad: «¡Este lobo devorará a esta oveja!» Para que no se cumpla el presagio se acogen los olecenses al patrocinio de San Daniel. Levantan la iglesia caída; acumulan la limosna; todas las generaciones ponen su hombro y su corazón en la fábrica, que se renueva y crece, participando de diversos estilos, hasta rematar en una portada de curvas, de pechinas, de racimos del barroco jovial de Levante.

Los muros de la capilla del Profeta se sumergen bajo un oleaje de presentallas. Cuelgan arrobas de cera de una ortopedia y anatomía de gratitud: senos, ojos, brazos, pies, dedos, cráneos. Hay, también, un bosque de tablillas con la ingenua pintura de la gracia y de despojos de prodigios: cayados, bieldos, manceras, insignias y varas de mando; manojos de hábitos y sudarios, trenzas cortadas desde la raíz, zapatos, vendajes, muletas y cabestrillos; todo de un olor cerrado y viejo.

El templo y sus ministros constituyen el solar y casta del sacerdocio elegido. Las otras iglesias resultan casas segundonas de oración. Quieren algunos prelados favorecerlas; pero su clerecía trae vida obscura y hábito pobre.

II. ⸝ La Visitación.

Un día se divulga por Oleza que el laurel milagroso no ha nacido precisamente de la soca del olivo de Nuestro Padre, sino al lado. No se menoscaba su gloria. Ni siquiera se comprueban las murmuraciones. Es preferible admitir el milagro que escarbar en sus fundamentos vegetales.

Otro día–el de la Natividad de la Virgen–un maquilero, sordo, sale de su aceña gritando porque oye tocar campanas. Le preguntan rodeándole las gentes; pero él no percibe la voz de los hombres sino las campanas, y unas campanas cristalinas, muy hondas. Camina delante de todos, parándose para escuchar, volviéndose y doblándose para tentar la tierra. Llegados a una viña, que sube de la barranca del Molinar, se transfigura el sordo, se postra y junta la quijada con los cachos; los besa; pide un azadón; todos se precipitan y cavan hasta con las uñas; y aparece una imagen de Nuestra Señora. Es una Virgen menudita, de ojos de almendra. Tiene al Niño en su regazo de adolescente, un niño gordezuelo, desnudo, que ciñe corona y sube una mano como pidiendo una estrella.

Quieren traer la aparecida al oratorio del palacio prelaticio y no pueden, porque según la apartan del viñedo pesa irresistiblemente. Manda el obispo que la devuelvan al bancal del hallazgo, y entonces la Virgen es de una dulce levedad de tórtola. Intentan más veces lo mismo, y siempre se repite la maravilla del peso; y, ahora, ya todos oyen las recónditas campanas. Verdaderamente Nuestra Señora ha sido modelada por los Angeles, y es el cielo quien escoge su mansión. Se le erige un santuario, de hastial nítido, con dos rejas frondosas guardadas por cipreses. Se averigua que en la tierra del contorno reside una divina gracia de maternidad. Acuden alfareros al amparo de la ermita. Beber en picheles y cántaras de Nuestra Señora hace fecundas a las estériles. Virtud más grande que la de los panes amasados con yeso de la santa cueva de la leche de Bethleem, que llena los pechos exprimidos de las nodrizas.

Una casada muy hermosa no concebía aunque lo implorase con lágrimas, y bebiese y se lustrase en escudillas y vasos de la cerámica ermitaña. Desesperadamente ofreció a la Virgen todas sus joyas nupciales. Pero después, contemplando el arconcillo de sus galas, las luces de sus pulseras, de sus sortijas, de sus aderezos, duélese de su voto y le sobresalta no cumplirlo. Compadécese de su mocedad sin adornos. Mira a la imagen con infantil rencor. Van acometiéndola tentaciones y no puede resistirlas. Ha encontrado un arbitrio que la redime del poder de sus inquietudes. Entre las alhajas relumbran viejamente las que le regaló la suegra. Son de muy pobre ranciedad, y se acomodan mejor en el arcaísmo de la Virgen que en la lozanía de los pechos y brazos de la novia. Y se las presenta conmovida, como si sufriese mucho.

A los nueve meses la madre del esposo parió un niño.

Aumentan los prodigios. Pasando por el Molinar una silla de postas, se espanta el bestiaje; se quiebran las ballestas; una astilla de hierro traspasa las ancas de un mulo, clavándolo en la margen del barrancal donde sirve de cuña que contiene al coche. Los pasajeros, un hidalgo viudo, muy devoto de Nuestra Señora, y tres monjas de la Visitación, se arrodillan a los pies de la Virgen, pálidos, convulsos, pero sin ningún daño.

En pocos días muere el caballero. Fué la caída un aviso para su ánima, y deja sus bienes a las Salesas, que fundan casa al abrigo del Santuario. Vienen las fiestas de la Consagración. El Patronato quiere soltar palomas mensajeras, y se las encarga a un trajinero de la Mancha. Frente a la iglesia de Nuestro Padre se le cae el cuévano y escapan las avecitas, refugiándose en los capiteles, en las gárgolas, en los follajes y frutas de piedra... Clero y feligreses gritan con regocijo: «¡Milagro, milagro de Nuestro Padre!...» Los vecinos y sacerdotes del barrio de la Visitación les acometen rugiendo: «¡Viva Nuestra Señora del Molinar!»

Asustadas las palomas, suben y se pierden en el azul. El Patronato no satisface su importe. Principian los cultos hiperdúlicos. Nuestra Señora queda anegada en sus recientes vestiduras rígidas de bordados de obrizo.

Siéntense los afanes por un portento que quite el enojo de la huída de las aves mensajeras y pruebe el agrado del Señor hacia la nueva casa. Y el Señor lo concede a pesar de las discordias de los hombres. Ocurre en la misa de la dedicación. La primitiva lámpara de la Virgen, la que se mantuvo en el viejo ermitorio con las humildes alcuzas arrabaleras, colgaba ahora ciega y exhausta, olvidada como el exvoto de un difunto, entre la fastuosidad de la nueva hornacina. Y en medio de la mañana gloriosa de sol, truena el azul, y una invisible centella baja y enciende el vaso del sediento lamparín, que arde como una flor de ascuas.

III. ⸝ El Patrono de Oleza.

Pero la devoción a San Daniel sube en cultos y ofrendas. Confiérese a su templo jerarquía de parroquia. Las novias y paridas quieren ser allí desposadas y purificadas. El tesoro de Nuestro Padre exige ya una Junta y dos clavarios. No tienen tasa las colgaduras de damasco, de terciopelos y brocateles; los frontales de altar y frontalicos para las credencias de todos los colores litúrgicos; las capas, casullas, dalmáticas, tunicelas, gremiales, almohadas, paños de túmulo y de púlpito de rasos de flores, de estofas de tisús y espolines de oro, de brocados de tres altos.

Penden del tambor de la media naranja treinta y dos lámparas de plata; de ellas, diez y nueve con dote para arder perpetuamente. Constan en registro: veinte cálices–doce de filigrana y gemas–; cinco custodias; siete arquillas de arracadas, brazaletes, relojes, anillos, camafeos, rosarios, cadenas, sartales, leontinas, esmaltes, brinquiños y dijes. Cinco planchas de oro labradas a martillo para guarnecer el púlpito, y no se aplican porque falta una. Dos copas de Venecia que desbordan de aljófares, de ámbar, de turquesas y granates. Un San Gregorio de setenta kilos de plata y veintidós carbunclos. Un cuerpo de un mártir, donación de un noble pontificio que murió en la huerta de Murcia. Y no contaré los hacheros, candeleros, vinajeras, crismeras, portapaces, bandejas, aguamaniles, hostiarios, incensarios, relicarios, píxides, navecillas, palmatorias de metales preciosos, de lapizlázuli y ágatas...

Tiene el santo una cabellera para dentro del templo, y otra más larga, rizada y rubia, para la procesión de su fiesta. Tiene una túnica de seis mil libras de seda de ocales. Las vestiduras cubren las ropas talladas, pero prueban el primoroso ingenio de los terciopelistas y bordadoras olecenses; la fimbria resplandece de cuernos de abundancia, de viñas y cabezas aladas de querubines, resaltando un pavo real, símbolo primitivo de la eternidad, con el cuello elegantemente erguido.

No muere patricio ni hacendado sin dejar sufragios y mandas a la parroquia de Nuestro Padre. Una devota agradecida le instituye heredero de todo su caudal. Quiere que se teja un paño y se tienda en medio de la capilla durante el Triduo del 19,20 y 21 de julio; y que en estos días y en el del aniversario de su muerte se le añada algún realce de labor de brescadillo.

La piedad de la señora prende en muchos corazones el anhelo de imitarla, y el tapiz se va transmudando en lámina de pedrería y orificia. Es ya un mosaico fastuoso y prenda de fe que la imagen acoge propiciamente; y, en cambio, infunde con la encendida exactitud de una verdad revelada la de conceder uno de los tres beneficios que se le pidan de hinojos y tocando las orillas de la preciosa alfombra a la vez que resuenen las tres horas de la tarde del 20 de julio, víspera de la festividad del santo. La muchedumbre, que trae escogida la triple súplica, asalta la parroquia; se oprime, se desgarra, se maldice, se revuelca a la vera del recio paño. Gritan los sacerdotes por acallar el tumulto; gritan también los fieles; lloran las menudas criaturas; se buscan y se llaman los parientes–porque acuden enteras las familias y así puede la estirpe alcanzar el sitio de la gracia–; pero algunos desconocen la voz de la sangre, y se arrancan de la sagrada alcatifa, que reluce con magnífica frialdad de joyería. Viene de lo alto el latido de las entrañas caminantes del reloj. Recrece la disputa, el lloro, el ansia. La angustia del tiempo que ya se cumple, el pasmo de la fe, el miedo a la memoria y a la lengua en el rápido trance de las imploraciones, traspasan y aturden a la multitud. Ropa y carne rezuman. Siéntese el resistero y olor de candelas ardientes, de exvotos, de piel, de cabellos sudados. Algunos delicados cuerpos se derriban desfallecidos, y los que están detrás se precipitan, los apartan y les ganan el lugar de las eficacias. ¡Las tres! Es decir, los cuartos de las tres. Clamor y silencio. La primera campanada, y del gemir de los arrodillados prorrumpe un «¡Que se salve!»... «¡Que yo...!» «¡Mi llaga!» «¡Que no se sepa!...» «¡Que no sea pecado lo de...!» La segunda campanada: alaridos de los que tropezaron en el primer ruego; pendencias de los que se engañan y repiten la voluntad ajena. La última campanada: voces y plañidos, y el júbilo y el trueno de la muchedumbre que se empuja por salir. Los ojos de Nuestro Padre escrutan su casa, nublada por el vaho de la emigración de sus ovejas. Los ojos de Nuestro Padre, ojos duros, profundos, de afilado mirar, que atraviesan las distancias de los tiempos y el sigilo de los corazones, sobrecogen y rinden a los olecenses. Cuando rodean el altar, la mirada de Daniel se va volviendo, y les sigue y les busca. Ningún lugareño osaría acercársele de noche. De algunos que con audacia sacrílega apostaron resistir, después de las Oraciones, la mirada santa, se refiere que cegaron o murieron súbitamente; a otros, de menos culpa, les quedó un perpetuo rehilo de toda su carne, como azogados de terrores. Son los ojos que leyeron la ira del Señor contra los príncipes abominables. Y si descubrieron la castidad de Susana, bien pueden escudriñar las flaquezas femeninas; y no falta gente baldía que matricule las casadas y doncellas, conocidas por algunas deliciosas fragilidades, que nunca se arrodillan en las gradas del santo. Se sabe de maridos que recibieron anónimos reveladores instándoles a someter sus mujeres al juicio de la tremenda mirada, y no las sometieron. Es padecida y sedienta la boca de Nuestro Padre el «Ahogao». Dicen que, acercándosele mucho, se le siente el aliento. … … … … … … … … … … … … … … … … … …

En tanto que la parroquia de San Daniel se exalta con celestial poderío y arrogancia varonil, la Visitación se recoge apacible, femenina, en una quietud de dulzura mariana, de plegaria monástica.

Hasta la misma topografía semeja decidirlo: está San Daniel dentro de lo más poblado, junto al puente de los Azudes. Su torre plateresca se glorifica en los crepúsculos; el sol se va acostando detrás del pecho de la cúpula; algunos romeros olecenses recuerdan la de San Pedro de Roma. La Visitación duerme toda pulcra en el verdor de los huertos. Cuando tocan los esquilones de sus espadañas, se esparce una alegría inocente de rebaño y de aleteos de palomar.

Hay una «Pastelería de las Salesas», un «Horno de la Visitación», una «Fábrica de Jabones de las Madres», un «Obrador de Sedas de Nuestra Señora», dos «Alfarerías del Convento».

Pero hay «Chocolates del Santo»; «Mesón de San Daniel»; «Parador de Nuestro Padre»; «San Daniel: Granos, Moyuelos y Harinas»; «El Profeta: Hilados y Alpargatas»; «Carros y Aperos del Santo Olivo», y escuelas, aceites, vinos, abacerías, carnicerías, cordelerías, confiterías y tahonas con rótulos, leyendas, marcas y especialidades bajo la advocación de San Daniel.

Hay una calle de la Visitación, otra de la Aparecida y un pasadizo de Nuestra Señora del Molinar.

Tiene San Daniel tres calles tituladas variadamente, y una plaza, una rampa, un acequión y un vado.

En la iglesia de las Salesas está la cripta del fundador del monasterio y la sepultura de un arcediano de Murcia.

En la parroquia de Nuestro Padre están los pendones y enterramientos de la más rancia nobleza olecense; y sarcófagos con arcosolios para el busto del difunto, como el de Don Fr. Gabriel de Lucientes, de la Orden de Predicadores, primer Obispo de Oleza; y el de don Luis García Caballero, que convocó el segundo Sínodo diocesano. Finalmente, en una urna, en forma de tabernáculo, se guarda el corazón y la lengua de otro prelado: de don Andrés Villalonga, que murió en Orense.

Un decreto de Urbano VIII, de 23 de marzo de 1630, dispone que «en adelante sea cada pueblo quien escoja su patrono».

Oleza lo ha escogido.

II SEGLARES, CAPELLANES Y PRELADOS

I. ⸝ Casa de don Daniel Egea.

Don Amancio Espuch, sobrino del curioso cronista señor Espuch y Loriga, y heredero de sus virtudes y manuscritos, se pregunta muchas veces: «¿Cuándo principió a decírsele «Olivar de Nuestro Padre» a la heredad de don Daniel Egea?»

Don Amancio lo sabe, pero le agrada sumirse bajo las selvas de su erudición para después salir cogido de su misma mano a la vertiente de una consecuencia: «La heredad tomaría tan devoto título al mismo tiempo que el Profeta del Olivo fuera trocándose en Nuestro Padre. Es una conmovedora derivación toponímica; originándose el nombre de Oleza del antiguo olivar, recae definitivamente en el olivar la sal y la gracia del bautismo de uno de sus árboles».

Su dueño se enternecía escuchándolo, y se llamaba Daniel.

Bendecidas estaban sus tierras. No sosegaban los molinos de grano y de oliva. Don Amancio y don Cruz, canónigo penitenciario, que solían participar de la hidalga mesa, nunca dejaban de asomarse a las almazaras, y contemplándolas, y dando palmaditas en los dóciles hombros de su amigo, le decían con el Deuteronomio: «¡Bendito Aser entre todos; sea agradable a sus hermanos y bañe en aceite su planta!»

En aceite y en el río se bañaba la hacienda. La traspasaba el Segral, de aguas gordas y rojas, elevadas por azudas yrecogidas por azarbes para regar las gradas de legumbres, morenas del mantillo, ylas tierras calientes de los maizales, de los naranjos y cáñamos, tan espesos que escondieron la llegada de la facción de Lozano. En lo más hondo de la vera holgaban las vacas paridas. Se sumergían hasta la cuerna en la delicia del herbazal, azotándolo pausadamente con sus colas empastadas de estiércol. Huían los terneros revolviéndose de un brinco para arrancarse de la rabadilla el ascua de los tábanos. Los cerdos, que hozaban en la ciénaga, tenían que escapar volcándose ypisándose los pliegues de su vientre. Las polladas, las ocas, los pavos, se apretaban en los muladares yal sol de las aceñas, alargando despavoridamente los cuellos, quebrando el fino cristal del silencio con un descombro de cacareos y aletazos. Entonces, la vaca madre alzaba el hocico, verde de suco de pastura, ysonaba el aviso de prudencia de los cencerros; pero ya las crías se entraban en el agua; lo miraban todo graciosas y atónitas, y mordían la corriente con los labios, tendiendo una hebra de lumbre de baba, de leche y de río.

El secano, de viña, de cereal, de almendros y de los gloriosos olivares, era de un amplio término. Subía de margen en margen hasta las fitas de «Los Serafines» –heredamiento de la parroquia de San Daniel–, cogía a la redonda los tozales y barrancas de margas, y, bajando frente al cementerio, acababa con un seto de cactos y aromos en las afueras de Oleza, arrabal de la Judería, de tierras valladas, donde se expansionan los obradores de carros, de fraguas, de norias.

Dos pilares con cadena cerraban el tránsito del camino propio, un camino íntimo de olmos que iba dejando una vereda en cada bancal. A lo último se abría una plaza agrícola con cipreses de santuario, rinconadas foscas de mirtos, de leña y de malvas; allí estaban los aljibes, los abrevaderos resplandecientes de cal azulada entre un frescor de vides y calabaceras; las rubias bóvedas de los fenedales, y el casalicio de cantones tostados y rotos, de porches, accesorias, pasadizos y cercas de los establos, almazaras y bodegas, silos de almendra y de naranja, secaderos de higos y de ñoras, estufas de gusanos de la seda, viviendas de labradores, el horno, la troje y los lagares. El casal de los dueños quedó enclaustrado por los edificios de labor. Quedaban libres la solana de arcos lisos coronados de cuelgas de maíz, un balcón de balaustre eminente con bolas de cobre, y dos grandes rejas labradas como verjas de altar, con poyos de losas en los muros. Casi no se pasaba a ningún aposento sin gradilla o peldaño. Había muchas escaleras privadas por las que nadie subía ni bajaba; y todavía don Daniel quiso otra desde su escritorio a un ropero de arcones, donde se guardaban los rodillos de lienzo moreno, hilado por las mozas de sus abuelas, noventa y seis varas de damasco de la «granada», zafras, orzas, moldes de cuajar confituras, libros viejos y el casaquín de brigadier de los ejércitos carlistas de un hermano del padre, muy valido de don Carlos María Isidro.

Paulina, la única hija de don Daniel, y Jimena, la brava mayordoma, rechazaron el intento de otra escalera de servicio que tampoco serviría para nada. Les bastaba el entresuelo, y aun era tan grande que les llegaban ráfagas de miedo de arriba, de las salas altas cerradas, de los desnudos dormitorios en cuyos lechos de dosel agonizaron los caballeros enlutados, las damas de senos de albayalde, los niños descoloridos que miraban las soledades desde los óvalos grietosos, desde los marfiles de las miniaturas; arriba estaba el miedo del crepitar de las consolas y cómodas, anchas y tristes como túmulos, de los espejos helados, de las urnas con imágenes lívidas; el miedo de la sensación del propio suspirar, y el miedo pavoroso al miedo...

Encima de los últimos sobrados, levantó el brigadier Egea su estudio de astrólogo dejando a la sombra el cuadrante de sol. Del observatorio quedaba un trípode, un atril y un sillón de velludo, donde el apacible faccioso esperaba dormido el tránsito de las celestiales maravillas.

Sospechaba Paulina que toda la astronomía de su tío no fuese sino el prurito hereditario de otra escalera interior retorcida como un pilar salomónico. Reprendíala el padre por tanta irreverencia; pero seguía contando del remoto horizonte de su casa para que la hija lo fuese poblando con su voz. Llegó a pasmarse de haber podido vivir en aquel tiempo sin ella, cuando ahora dejaba el coloquio de sus amistades, la recreación de su herbario, todo, hasta sus oraciones, para buscar a esta criatura y verla yoírla como necesitado de una sensación de presencia yde realidad de hija.

Don Cruz le advirtió que amándola de ese modo se forjaba un padecer y casi se tentaba a Dios.

Espantóse el padre. Tuvo que confesar que casi no lo hacía a sabiendas. Muchas veces no sabemos que sentimos sed hasta que estamos bebiendo el agua riquísima. Pues ni más ni menos le pasaba con su ansiedad de hija.

–...Sin ella me hubiese ya muerto, porque, francamente, no me hacía falta vivir ni a mí mismo. ¿Qué haría yo? No haría nada. ¡Un viudo a secas! Pues, si estoy mucho tiempo solo, hay alguien que me lo dice, y me asusto de sentirlo.

Pero es que, además, la hija perpetuaba a la madre muerta.

Era una palpitación de generosidades. Su risa, su palabra, la gracia de su paso, toda vibraba en un latido. Así fué la madre: siempre animadora, exaltada por la felicidad de lo sencillo, como si cada día se le ofreciesen las cosas en una pureza de recién nacidas; y murió de sufrimiento. Había sufrido por todos. El esposo la trajo a la quietud de su amor y de su abundancia, y ella se extinguió dando en vómitos la sangre de su pecho, la sangre de su casa desaparecida.

Don Daniel renovó y selló la estirpe con su salud de hombre venturoso y sin pecado; sin pecado ysin fuerza para resistir a solas ningún pesar ni júbilo. Había de menester otra vida para verse mitigadamente en ella. Antes fué la de la esposa; después, se trasubstanciaron sus emociones en el espíritu yen la carne de la hija. En cambio, por una rara óptica interior miraba como suyos los ajenos ímpetus y bizarrías. Fácil al asombro por todo lo que creía extraordinario, se lo incorporaba hasta revivirlo episódicamente.

–¡He aquí otro riesgo de usted!–le avisaba el canónigo–. Apártese y conténgase en sí mismo, y le sobra. ¡Con el nombre que usted lleva! ¡Cuánta gloria y enseñanza puede depararle! ¡Nunca olvide que se llama usted Daniel!

–¡Qué he de olvidarme, don Cruz!

–¡Daniel, el que participó de las excelsitudes de los príncipes y pasó victoriosamente sobre todas las adversidades; el que alumbró los más escondidos misterios de los sueños y visiones de Nabucodonosor y reveló el terrible sentido de la escritura aparecida a Baltasar, porque era diez veces más sabio que los adivinos caldeos!...

–¿Diez veces?

–Sí, señor; diez veces. ¡Por algo evitan algunas conciencias los ojos de la santísima imagen! ¡Daniel, el que midió el tiempo en que habían de cumplirse las profecías; de modo que fué el profeta de los profetas!...

–¡Pero, entonces, mi Santo es uno de los más importantes!...

Don Cruz le perdonaba.

–¡Daniel: mi valedor es Dios. Recuerde cuando lo arrojaron al foso de los leones hambrientos, y los leones se le humillaron lamiéndole!

–¡Es que es verdad! ¡Daniel! ¡Se llamaba como yo, Dios mío!–y el señor Egea cruzaba valerosamente sus brazos, viéndose rodeado de feroces leones, enflaquecidos de hambre, que se le postraban y le lamían desde las rodilleras hasta sus zapatillas de terciopelo malva, bordadas por doña Corazón Motos, prima del hidalgo, y dueña de un obrador de chocolates y cirios de la calle de la Verónica.

II. ⸝ El Padre Bellod y don Amancio.

Ordenado de Epístola, tuvo viruelas el P. Bellod, y un grano de mal le llagó un ojo, precisamente el del canon de la misa. Alcanzó la dispensa: Quoties missam celebraverit, tabellam canonis in medio altaris debet habere. De carne áspera y espíritu rígido y vigilante, mereció pronto el gobierno de una parroquia, y le encomendaron la de San Bartolomé, iglesia románica, tenebrosa como una catacumba, con suelo de costras de lápidas de enterramientos.

Entre la clerecía de la diócesis era este párroco cumbre y cátedra de religiosos austeros. Tanta virtud movería a llamarle P. Bellod, como si perteneciese al claustro. Su confesonario hacía estremecer los más limpios corazones femeninos. Siempre contaba el júbilo de arcángel que sintió San Antonio cuando supo que su hermana y las cuatrocientas mujeres que la seguían conservaron la virginidad venciendo grandes peligros y tentaciones. Recordaba también que, en los primeros siglos del cristianismo, las vírgenes consagradas al Señor constituyen la aristocracia de la comunidad de los fieles. Se las menciona especialmente en las plegarias. Tienen asiento privado en las basílicas. Todos las reverencian, y las austeras matronas no salen del recinto sin besarlas. Los epitafios de sus sepulcros proclaman con elogio el título de su doncellez. Y de seguro que en los cielos resplandecen con deliciosas luces de hermosura... Y el P. Bellod veíase en las gradas celestiales rodeado de sus hijas de confesión, todas vírgenes, todas de blanco como un jardín de lirios.

Ellas no osaban rebelarse, pero tampoco se avenían a prometerle la gloria de sus ansias. El rayo de la cólera verbal de Tertuliano se encendía en la lengua del indomable justo pensando en las «indignidades del matrimonio», y viendo que sus criaturas no se amaban a sí mismas hasta el propósito de la continencia! De la abrasada Mauritania respondieron las vírgenes más principales al llamamiento del santo obispo de Milán pidiéndole el velo de esposas del Señor. ¡Y en Oleza, en Oleza!... ¡Y, después de todo, qué convites de galanía les deparaba Oleza si casi toda la juventud iba afeitada, y con alzacuello y pecherín negro de seminarista!

Era verdad; Oleza criaba capellanes, como Altea marinos, y Jijona turroneros.

Celebraba el P. Bellod la misa de alba. Desde su aposento rectoral pasaba al vestuario, alumbrándose con un libro de cerilla. Delante le corrían las sombras horrendas de imágenes y argadillos arrumbados, de ciriales, de atriles, de mangas, de cruces, del monstruo del aguamanil, de un bonete roto colgado del añalejo. Por las tarimas, por los esterones, entre las losas de las tumbas huían las ratas húmedas, velludas. El cojín de los bancos del presbiterio, un fuelle del armonium del altar de Santa Cecilia, y el tirso de azucenas de San Luis Gonzaga estaban casi devorados por las inmundas bestezuelas que, según dictamen del arquitecto diocesano, emigraban de los albañales de la residencia de los Franciscos.

El párroco porfió con la Comunidad. Llegó a odiarla. Toda la vetusta iglesia le parecía roída por las ratas más que por los siglos; en cambio, aquellos religiosos no recibían ningún daño; lo confesaban humildemente como un don inmerecido. El P. Bellod puso ratoneras en las hornacinas, en las sepulturas, en los antipendios, en la escalera del órgano y de la torre. Y todas las mañanas el sacristán, los vicarios, los monacillos, las viejecitas madrugadoras le sorprendían tendido, contemplando las ratas que brincaban mordiendo los alambres de sus cepos. El P. Bellod descogía un buen trozo del libro de candela, y con certero pulso iba torrándoles el vello, el hocico, las orejas, todo lo más frágil, y les dejaba los ojos para lo último porque le divertía su mirada de lumbrecillas lívidas. La sagrada quietud parecía rajarse de estridores y chillidos agudos. El P. Bellod concedía a las presas un breve reposo; entonces se oía el fatigado resuello del párroco. Pero comenzaba a gemir la cancela; venía más gente; ya no era posible esperar; y con las tenazas de los incensarios aplastaba las cabezas de sus enemigos, y, si se rebullían y le cansaban mucho, tenía que reventarlos por el vientre. Se horrorizaba de pensar que tan ruines animales, verdaderas representaciones del pecado, pudiesen alimentarse de las reliquias de las aras, de ornamentos, de recortes del pan eucarístico.

Luego de misa volvía a la casa rectoral, sacaba de su desnudo pupitre una vieja navaja de barbero y se rasuraba sin espejo ni jabón. Muchas veces le pidieron los coadjutores que siquiera se bañase la piel, bronca como de peña volcánica, y el siervo de Dios sonreía enjugándose con el pulgar las gotas de sangre que le caían por el duro collarín. Acabado su aliño, tomaba de un arca seis panes, y con la misma navaja los iba rebanando para socorrer a sus mendigos.

No fumaba; no tenía olfato, y el mejor manjar y gollería para su gusto eran los salazones, principalmente el cecial y cecial de melva.

En las comidas comentaba el martirio de algún santo, casi siempre de santa doncella; y dado gracias, salía con la familia eclesiástica al huerto parroquial, huerto rudo, de higueras, de malvas, de geranios y sol, con andas viejas, hacheros, tarimas de túmulos y escalinatas del monumento junto a los vallados, y gatos flacos dormidos en la balsa de una noria inmóvil.

Allí jugaban al marro y a pelota los clérigos de San Bartolomé, produciendo un estrépito de alpargatas, que era para el P. Bellod una evocación de la simplicidad y pobreza de los primitivos cristianos.

Las tardes de fiesta los sacaba a la masía de «Los Serafines», heredada por la iglesia de San Daniel, cuyo párroco, más amigo de tertulias de estrado que de solaces agrestes–y ahora ya enfermo y recogido en la molicie de su sala–, dejaba generosamente que la hacienda de Nuestro Padre fuese lugar de recreación y de jiras de toda la clerecía olecense.