Obras Completas vol. XII - Gabriel Miró - E-Book

Obras Completas vol. XII E-Book

Gabriel Miró

0,0

Beschreibung

Obras completas del autor español Gabriel Miró. En ellas el autor muestra una habilidad especial para diseccionar la sociedad de su época mientras denuncia la intolerancia y el oscurantismo religioso que lo rodeaba. Destacan estas historias por su cuidada prosa, su variado léxico y su sensibilidad exacerbada. Este volumen recoge el título «Años y leguas».-

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 505

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Gabriel Miró

Obras Completas vol. XII

AÑOS Y LEGUAS

PRÓLOGO POR EL DUQUE DE MAURA

Saga

Obras Completas vol. XII

 

Copyright © 1932, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726508758

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PROLOGO

Admirador espontáneo de Gabriel Miró desde que leí sus primeros escritos, transcurrieron aún algunos años antes de que se me deparase oportunidad para conocerle personalmente. Pero ya en 1914 me unió con él, a través de la lejanía, un vínculo afectivo que penetraba hasta lo entrañable. En La Vanguardia barcelonesa y bajo el epígrafeJornadas y comentarios de Sigüenza, habían aparecido estas reflexiones sobre la actualidad política nacional de entonces:

—“En aquellos días de violencia, de odio y de es- ”truendo, no veía Sigüenza la figura del hombre abo- ”rrecido. Un humo de hoguera, de polvo, lo cegaba. ”Pero muchos rugían: ¿Es que no veis cómo mira, ”cómo se ríe y alza la frente? Todo en él es reto exe- ”crable... Vino el reposo, la claridad del aire. Y aquel ”hombre ya no estaba. Sigüenza pensó:—Se han ”cumplido los anhelos de la multitud, ¿no comenza- ”rán ahora los tiempos de la timidez de las almas fe- ”lices? Para nuestra dicha sobraba un hombre, el cual ”ha desaparecido.

”— Ha desaparecido—decían algunos—,pero ”¿y si volviese?

”— Y cómo ha de volver—replicaban los otros—. ”¿Por ventura faltará quien codicie y pueda matarlo?

”No, no; ellos no deseaban su muerte; pero era ”tan posible que sucediese, que la aceptaban como ”un hecho; y el “hecho” lo naturalmente realizable, ”tiene una mitigación en la ética de las muchedum- ”bres”...

”Le parece a Sigüenza que la ausencia, que in- ”quieta y se siente de un modo complejo y agudo y ”hondo, llega a confundirse con la presencia. Cuanto ”más se apartaba aquel hombre, más se le miraba y ”se oían sus pasos y se pronunciaba su nombre. La ”emoción de este hombre traspasó toda una raza que ”se cuidaba de él más que de sí misma, y le amaba y ”le aborrecía, como nos queremos y maldecimos a ”nosotros mismos”.

El hombre a quien aluden esos párrafos, era mi padre. Periférico al igual que Miró, nacido en cuna mediterránea, pero también capaz como él de sentir y de servir desde Castilla la unidad nacional, actuaba en la política española no menos incomprendido que Miró en nuestra literatura.

Fraternizadores así entrambos en ética, en estética, y en infortunio, hubieron de estimarse recíprocamente. Escojo al azar, dos pruebas documentales, entre las varias que piadosamente se conservan en el archivo familiar de los Miró y en el mío,heredado.

Extracto de una carta fechada en Barcelona, calle Diputación, 339, 3.º el 3 de agosto de 1914:

—“Sin merecimientos,nicrianza, nigustos para ”la política,no hesentido nunca las tentaciones de ”ella. Si alguna figura de caudillo, digna de ser un- ”gida por toda una raza, quería yo trazarme y sentir ”con recogida emoción de artista, la suya, señor, era ”siempre la que se me aparecía en el cielo de España.

”Y ahora que los hombres menuditos que bullían ”a sus pies se han apartado para jugar a grandes y ”queda Vd. como un bronce glorioso en una soledad ”histórica augusta, todavía destaca su contorno y se ”oye su palabra con más honda pureza.

”Han traspasado su vida todos los dolores de la ”excelsitud en nuestra patria. Los pobres hombres se ”regocijan cuando llegan a una cumbre. Usted es la ”cumbre misma.

”Precisamente porque ni siquiera yo ignoro que ”de su nombre se ha formado la más inagotable bi- ”bliografía española de encendidos conceptos, de ala- ”banzas y odios, y porque sé que no sirvo para la ob- ”jetiva aplicación de ninguna “buena nueva”, me per- ”mito estas líneas devotas”...

Devotas, efectivamente, como escritas para un caído en desgracia.

Durante el verano de 1921 el derrumbamiento militar de la Comandancia de Melilla en los campos de Anual,conmueve a España entera, y obliga a requerir el concurso político de Maura, que sólo se echa de menos cuando sobrevienen apuros nacionales. Llega él a la capital urgentemente convocado por el Rey, en la madrugada del 13 de agosto; jura a prima tarde de ese mismo día, por quinta y última vez, el cargo de Presidente del Consejo de Ministros y, con fecha de 14, escribe a Miró este tarjetón autógrafo:

“Querido amigo: Al traerme a Madrid los tur- ”bios remolinos de los asuntos políticos, hallé sobre ”mi mesa el descaminado tomitoEl ángel, el molino, ”el caracol del faro, que me prometo leer en los fur- ”tivos respiros del oficio al cual he necesitado re- ”tornar”.

“No recuerdo si cumplí o tenía pendiente, en me- ”dio de mis veraniegas andanzas de un lado para otro, ”el propósito que formé de felicitarle por el otro to- ”mito(Nuestro Padre San Daniel) donde las seque- ”dades, esquinas espirituales, incomprensiones afec- ”tivas, y mansas, aburguesadas y decorosas iniquida- ”des del fiero egoísmo humano, aparecen retratadas ”con implacable fidelidad. Por lo mismo que la fina ”observación de Vd. extrajo de la cotidiana vulgari- ”dad aquel zumo, y que en delgados hilillos hizo el ”tejido de aquella historia su pluma de maestro, el ”efecto es intenso. Salúdale. - A. Maura.”

La obra de Miró predilecta de mi padre, fuéFiguras de la Pasión. Cuando supo al evocador de ellas víctima zarandeada de la cerril mogigatería sacristanesca, quebrantó su hasta entonces invariable norma de no entremeterse, ni aun terciar amistoso, como director de la Real Academia Española, en polémica ninguna literaria, y escribió y suscribió esta opinión, con destino a la publicidad...

— “No me causa maravilla que las personas muy ”versadas en lecturas piadosas y en meditaciones reco- ”gidas y cordialmente efusivas acerca de la Pasión, ”lean con extrañeza las páginas de Miró y noten como ”irreverencia el acto mismo de tomar los asuntos por ”el solo lado estético, aun tratándolos magistral y de- ”licadamente. Paréceme a mí que no se lesiona con ”esto la piedad de los creyentes, puesto que la pluma ”profana no pierde el respeto un solo instante; y no ”acierto a reputar vedada a la pluma una artística ”reproducción en que los pinceles de los más afama- ”dos pintores se ejercitaron siglo tras siglo, por en- ”cargo y bajo el patrocinio de las mayores autorida- ”des de la Iglesia”.

Dirigió Maura la Academia Española con prestigio inquebratado hasta el fin de su vida, porque no puso nunca el ascendiente presidencial al servicio de parcialidad ninguna, ni siquiera de la suya propia. En el concurso abierto para optar al Premio Fastenraht correspondiente al año 1917, compitieron nada menos que veintidós obras, de las cuales sólo dos quedaron finalistas, como se dice hoy en la jerga deportiva. Fué la una, Figuras de la Pasión, y la otra, cierta en verdad muy estimable novela, típicamente galdosiana. Nadie ignoró en la “docta Casa” que el Director otorgaría su voto a la primera; pero no se le sumaron sino cinco académicos más, contra los once que decidieron por mayoría la adjudicación del premio.

Las Academias no son en España, ni pueden ser en ningún país, voltariamente vanguardistas. Cuantos pensadores siguen rodadas tradicionales, ascienden hasta esas Corporaciones mucho más llana y prontamente que los innovadores de ideas estéticas o de modos estilísticos, sea cual fuere el valor personal de cada uno y el mérito de sus producciones respectivas.

Si el modernismo de Gabriel Miró puso en guardia hostil a la grey beata, ¿cómo no había de chocar con la inercia literaria de la generación anterior a la suya, que ocupaba aún las eminencias intelectuales y sociales? Quienes, al par que él, alcanzamos la mayoría de edad en los primeros años de este siglo, no pudimos obtener, ni aun precozmente, medallas académicas sino a lo largo de su segunda o tercera década, y al término de esta última perdimos para siempre al maestro del idioma, de cuya coetaneidad con nosotros tanto nos envanecíamos. El transcurso de un breve lapso más, habría bastado con holgura (aun sin nuevas admirables aportaciones) para que la Academia decana, renovada en la casi totalidad de sus individuos de número desde 1917, llamara a su seno al literato innovador por votación unánime y aun reparadoramente aclamatoria. Puedo afirmarlo así con pleno conocimiento de causa.

Cierto que el daño inferido a las letras españolas por la incomprensión cortical y retardataria de nuestro público lector, era ya irremediable. Defraudado como precursor de una nueva interpretación estética de lasSagradas Escrituras, notifica Miró a mi padre su desistimiento, con fecha 10 de marzo de 1918, desde su nuevo domicilio barcelonés en Bonanova, 7:

“LasFiguras de la Pasión — declara allí su ”autor — no significan para mí un libro más, sino el ”principio de un estado de conciencia literaria y la ”primera jornada de un camino nuevo y costoso. Por ”eso yo no busqué el premio académico como un tér- ”mino, sino como un sostén para seguir caminando. ”Porfiadamente lo quise y he sido rechazado, de modo ”que son imposibles más intentos”.

Pero no soy poeta ni novelista, sino historiador por vocación exclusiva y sé bien cuán frecuentemente ocurre que los precursores humanos en cualesquiera trayectorias del espíritu o de la acción, sucumban desventurados antes de llegar a la tierra prometida, al punto de que su máximo consuelo se reduce alguna vez a poder contemplarla próxima.

La popularidad trivial, remuneradora de los triunfos fáciles, es moneda de vellón, presto dilapidada. El oro de la gloria no se acuña sino laboriosa y pausadamente en la Ceca del tiempo; y el tiempo extremó con Miró la avaricia cronológica, cortándole la vida en la plenitud de sus fuerzas físicas y de su talento preclaro. Mas como, a fuer de veraz es, a la larga, justo, está retribuyéndole ahora con la merecida gloria póstuma.

No llegué a cruzar la palabra de silla a silla con mi tocayo inolvidable, sino algunos años después de haber sufrido él su consabido fracaso académico. Advertí que todavía no se lo explicaba. Sus ojos, varonilmente claros y serenos, miraban de continuo panoramas y horizontes sin haber reparado nunca, no por miopes ni por présbitas, sino por absortos, en las ineludibles realidades de la existencia. Me apliqué a persuadirle de que la profesión literaria no puede ser ascética, como la religiosa, ni ejercerse lucrativamente desde señera torre de marfil. El místico no necesita sino de Dios, mientras que el escritor ha menester de sus congéneres humanos para zona de reclutamiento de amigos y contertulios, de modelos vivos y de clientela remuneradora. Pero si la tónica divina es perennemente misericordiosa, la del mundo propende a la interpretación peyorativa, e indulgente a veces con la mediocridad, extrema siempre sus rencores con la excelsitud, y no perdona jamás los desdenes de la altivez, por nobles que sean y justificados que estén.

Alguna mella debieron de hacer mis razones en su ánimo (mezclada no obstante con irreprimibles ensueños temperamentales), puesto que el 11 de agosto de 1920 me escribía así, desde su recién instalado albergue madrileño, en Rodríguez San Pedro, 46:

“Querido y admirado Gabriel Maura: Acabo ”de regresar de Barcelona. Creyendo muy remotas ”mis realidades burocráticas, decidí trocarme en ”hombre de negocios. No es que la calentura de la ”llanada de Castilla me haya torrado el cerebro, ni ”que, a estas horas, me llegue el contagio de las qui- ”meras y ambiciones crematísticas de Balzac; sino ”que antes de avillanar o de cansar mi Arte, deter- ”mino emprender una nueva ruta. Seré Agente de ”Seguros Marítimos, de Automóviles, de Incendios, ”etcétera, etc., un año, dos años, y ya casi rico, siquie- ”ra con la mediana hacienda del Caballero del Verde ”Gabán, me apartaré en una vieja casa mediterránea, ”con parral y todo, y allí me llamaré, me buscaré ”a mí mismo, y todavía he de encontrarme.

”¿No me dijo Vd., amigo mío, que el estudio de ”los negocios y de sus hombres, integraban su pulso ”y su horizonte de observación, sin impedirle el re- ”cogimiento emocional de historiador? Vea Vd. cómo ”ha sido Vd. casi responsable del brinco de mi vida”.

No se logró al poeta mediterráneo transformarse en hombre de negocios madrileño; pero sí en buró- ”crata, inscrito en nómina presupuestaria del Ministerio de Trabajo, primero, y del de Instrucción Pública, después, con íntima y acerba rebelión de las potencias de su alma. La voluntad, punzada y dolorida, impuso tenaz a las otras dos el acerbo sacrificio para provecho común, como lo revela este párrafo de una carta del flamante covachuelista, enviada el 19 deenero de 1922, a Prudencio Rovira, Secretario y confidente casi filial de Maura:

“Mis libros comenzados, otros recién nacidos, y”esos otros recónditos en nuestra sangre, que nos lla- ”man, que nos golpean de sién a sién, esperan que yo ”me encuentre a mí mismo”.

Gabriel Miró, protagonizado por Sigüenza, se encontró al fin a sí mismo, en una vieja casa mediterránea, con parral y todo, emplazada en Polop de la Marina. “Polop, moreno y apretado con su torre como ”un cántaro de asas chiquitinas y la corona antigua ”de su cementerio”.

De la raíz emocional de ese encuentro nació este libro que se titulaaños y leguas. He aquí cómo:

“Veinte años de distancia equivalían a la edad ”sensitiva de este paisaje suyo, porque sólo desde ha- ”cía veinte años comenzó este paisaje a pasar y en- ”vejecer humanamente referido a su vida. Ahora al ”verse, se contemplaban en el tiempo y se perten- ”ecían”.

La belleza del terruño natal le entra al ausente recién retornado, por los cinco sentidos. Los nombres de la toponimia comarcana le saben a fruta, “fruta ”que aunque la lleven otros terrenos, no es como la ”del frutal propio”.

Las flores caídas de un jazminero, dispersas en derredor del tronco, “cuajan el aire con su perfume de novia”. “Las sienes y los párpados de Sigüenza se ”le traspasaban de olor. Se le precipitó la disnea de ”beber ese olor sensual de castidad.” Este cántico de Gabriel Miró al levante alicantino armoniza deliciosamente lirismos pictóricos, colorismos poéticos, auras salobres, regustos epicúreos, voluptuosidad erótica, piedad filial, ecos arcádicos de égloga y toques goyescos de macabro impresionismo.

Pero el hado de este libro le destinaba a ser canto de cisne, y en una de sus páginas late vaticinador el angustioso presentimiento:

“Dentro del atardecer le tiembla descuidada- ”mente la vida. Un fino olor de tarde ya cansada; una ”gracia de flores pálidas; un tacto, una respiración ”de paisaje que se estremece de delicias, delicias que ”contienen la inocencia y la sensualidad, la promesa ”imprecisa y la congoja de la brevedad de la vida; ”todo sucediéndose sin conceptos. Campo suyo en su ”sangre, de su sangre antes de que cuajara en su cuer- ”po de Sigüenza, y después que se parara en su carne ”ya muerta. Predestinada y tradicionalmente, campo ”suyo y eternamente”.

Al releer ahoraAños y leguas he vuelto a sentir tan lancinante como el primer día, un dolor inicial de pérdida irreparable. ¡Qué estúpidamente destructora es la muerte cuando aniquila un cuerpo humano dentro de cuya envoltura carnal, alienta todavía un gran espíritu!

Se atribuye a Napoleón este impávido comentario a la nutrida lista de bajas francesas que registraba el boletín de una de sus victorias:

“¡Diez mil hombres!... ¡Bah! Carne de cañón...En una noche de amor lo resarcen las mujeres de París.”

La frase me parece cínicamente marcial, y el criterio monstruosamente absurdo. No creo que la cantidad pueda suplir a la calidad en contingencia ninguna; ni que las estadísticas demográficas reflejen con exactitud, por sí solas, las vicisitudes históricas de un pueblo. Cifran ellas acaso, sin error numérico, ni de proporción, las natalidades y las defunciones cotidianas; no discriminan el logro o el malogro del útil rendimiento humano en la vida nacional.

¿Qué sabio matemático sería capaz de calcular cuántos millares de hombres han de nacer en un país cualquiera, e incluso en todo el orbe terráqueo, para que pueda surgir de entre la muchedumbre de ellos un solo Gabriel Miró?

 

El Duque de Maura.

Madrid, 13 de enero de 1946.

AÑOS Y LEGUAS DEDICATORIA

Sigüenza se ve como espectáculo de sus ojos, siempre a la misma distancia siendo él. Está visualmente rodeado de las cosas y comprendido en ellas. Es menos o más que su propósito y que su pensamiento. Se sentirá a sí mismo como si fuese otro, y ese otro es Sigüenza hasta sin querer. Sean estas páginas suyas para el amigo de Sigüenza, más Sigüenza y más él.

La llegada.

Camino de su heredad de alquiler, se le aparece a Sigüenza el recuerdo de una rinconada de Madrid. Las ciudades grandes, ruidosas y duras, todavía tienen alguna parcela con quietud suya, con tiempo suyo acostado bajo unas tapias de jardines. Asoma el fragmento de un árbol inmóvil participando de la arquitectura de una casona viejecita.

Por allí se internaba muchas veces Sigüenza. La rinconada le dió su goce a costa del cansancio de la ciudad. Allí se escaparía cuando quisiera, llenándose el corazón y los ojos de todo aquello, como si se llenara, de prisa, los bolsillos.

Promesa de provincia; es decir, de infancia. Detrás de un cantón surge el horizonte de tierra labradora: follajes opulentos de la Casa Real; nieblas del río; senderitos que se tuercen y suben, y se apartan de Madrid, anda que andarás...

...Y al volver la memoria, le parecía a Sigüenza que volviese con recelo sus ojos a muchas leguas de distancia. Porque, ahora, desde la verdad rural, aquel sitio apacible, de consolación, no era sino el principio de la ciudad, un embuste de calma.

Iba Sigüenza montado en un jumento, porque así recorrió, hacía mucho tiempo, sus campos natales. Estaba muy gozoso, como entonces; no había más remedio, para guardarse fidelidad a sí mismo, al que era hacía veinte años. Y se inclinaba tocando la piel tibia y sudada de la cabalgadura, y se miró en sus ojos, gordos, dorados y dulces como dos frutos.

El animal doblaba su pescuezo frisado como si le sofocase tanta solicitud; hasta que se paró.

Entonces, Sigüenza, saltando de la enjalma de piel de borrego, se puso a caminar a su lado. El borrico, en medio del arriero y de Sigüenza, como tres amigos que se van a pasear a su antojo.

¡No tenemos prisa! – lo pensó y lo dijo Sigüenza para que se oyese, creyendo que objetivaba la realidad de su júbilo, porque veía sus palabras desnudas en el silencio, silencio desde su boca hasta las cumbres.

Y mirando en su torno toda la tarde, tan ancha, descubrió en el camino la huella de sus pies. Sería la de su bota. No; porque él acababa de sentir el contacto de su carne en la carne del camino. Y esa noche se quedarían sus pisadas, frescas de relente, bajo los cielos inmediatos y finos. ¡Cuántos años sin sentir el ahinco y marca de humanidad por el asfalto y las losas que se chafa o se pisan sin hollar!

Quizá estos aturdimientos probaban en Sigüenza el predominio de la calle. De seguro que él se creía ya en su ruralismo de antaño. Pero aun no debía serlo sino de presencia, de óptica y de tacto, porque la inquietud y el goce seguían refiriéndose a la ciudad, de la que traemos el brinco, el grito, la exaltación y la suavidad junciosa; resabio de entusiasmarse por agradar y contentarnos.

Todavía este hombre no se sentía sino a sí mismo, con acústica de recinto cerrado.

 

Un manso ruido de aire que aletea entre las mieses ya granadas. Una respiración del verano, de árboles tiernos que están junto a las aguas vivas.

Sigüenza dejó que su jumento paciese el verde de una acequia, y él se recostó en el tronco de un algarrobo.

Pasó un labriego con su azada de sol, y, mirando al forastero, le dijo:

–¡A la sombra, a la sombra!–Y en la boca seca de ese hombre, enjuto y acortezado, la palabra sombra tuvo una frescura nueva, como si acabase de crearla.

Y, antes de seguir caminando, tendióse Sigüenza a beber de un manantial que de allí cerca salía, recién nacido.

Venía un leñador, oloroso de monte, con la espalda doblada por los costales, y le saludó diciendo:

–¡A disfrutar con el agua! ¡No la hay mejor en el mundo!

Y Sigüenza, que había ya bebido, bebió más, mordiéndola en un temblor de claridades, y le goteaba un frío de luz por las mejillas, por los cabellos, por las manos.

Aquella sombra y este agua tenían categorías distintas para las gentes del campo, según las disfrutase Sigüenza o las aprovechase un jornalero. La sombra que Sigüenza buscó, era un concepto y una capacidad de delicias; el agua, un refocilo de creación en el que se gusta la caricia, el aliento y el matiz de la naturaleza que ella ha tocado en su camino. Desde la umbría del árbol de Sigüenza se ve el paisaje oloroso. Para el labriego es la sombra de un árbol concreto desde donde se cuentan los bancales de cada vecino de la comarca; el aire, es el bueno para la trilla, y el agua, la de su sed. Para nosotros, evocación; para ellos, precisión.

Ya se regalaba Sigüenza con estas calidades y exactitudes, que podrán haber envejecido en cualquier mediano entendimiento, pero que en él eran de una verdad virgen, cuando volvió la ciudad a tocarle la frente y el corazón, avisándole que esas complacencias campesinas vendrían principalmente de ella.

Bastaba de recelos y de acechos; quería el goce descuidado sin actuación suya. No podría contemplar en tanto que discriminase su sentir. Después de muchos años, lo primero que encontraba en su campo, era a sí mismo, atravesándolo, estampándose en todo como su sombra prolongada por el sol poniente. Había de sumergirse y de perderse en la visión como en el sueño que no nos gana sino cuando perdemos la conciencia de nuestra vida y de nuestra postura.

Tierra de labranza. Olivos y almendros subiendo por las laderas; arboledas recónditas junto a los casales; el árbol de olor del Paraíso; un ciprés y la vid en el portal; piteras, girasoles, geranios cerrando la redondez de la noria; escalones de viña; felpas de pinares; la escarpa cerril; las frentes desnudas de los montes, rojas y moradas, esculpidas en el cielo; y en el confín, el peñascal de Calpe, todo de grana, con pliegues gruesos, saliendo encantadamente del mar; una mar lisa, parada, ciega, mirando al sol redondo que forja de cobre lo más íntimo y pastoso de un sembrado, un tronco viejo, una arista de roca, un pañal tendido, y, encima de todo, el aliento de la anchura, el vaho de sal y de miel del verano levantino cuando cae la tarde. Y entonces Sigüenza percibe el grito interior sobrecogido: «¡Campo mío!» Ya se ve, sin verse, en el agua de los riegos que corría, en la cal de los cortinales, en el temblor de los chopos, en el azul, en todo lo que le rodeaba. Como en esa tarde vino en aquel tiempo. El olor de los viejos campos de la Marina, como el olor de su casa familiar en la felicidad de los veranos de su primera juventud. Pero no pareciendo que «fuese ayer», o pareciéndolo precisamente porque entonces sentimos todo lo contrario. Y porque nos oprime la verdad del tiempo devanado tuvo más fuerza alucinante la emoción de esta hora que se había quedado inmóvil para Sigüenza desde entonces. Y hasta hizo un ademán suave de tocarla, de empujarla, queriendo que volviese a caminar a su lado. Una lente lírica le acercaba a sí mismo. En ese algarrobo desgarrado, en aquella quebrada, en un contorno de una colina, en una tonalidad, en un rasgo preciso, debió de dejarse más hincada su mirada, y ahora, entre todo, se le presentaba, no el recuerdo óptico y casuístico, sino la misma mirada, la sensación de su vida, que se había envejecido allí, y ahora le salía para verle pasar, a veinte años de distancia...

Veinte años de distancia equivalían a la edad sensitiva de este paisaje suyo, porque sólo desde hacía veinte años comenzó este paisaje a pasar y envejecer humanamente referido a su vida. Ahora, al verse, se consustanciaban en el tiempo y se pertenecían.

Y Sigüenza tuvo un goce íntimo, callado, de posesión, que fué removiéndose en un ímpetu de propietario.

Vió una masía en lo raso del monte. Los grandes árboles de soportal ensanchan, anticipan el techo de familia. Desde allí se aparecerá la heredad a los barcos de vela, a los trasatlánticos, todos diminutos, infantiles, subidos en el azul vertical del horizonte. La casa y los barcos se mirarán hasta muy lejos; y ella se queda quietecita en el silencio sutil, estremecido de la altitud. Las laderas y los hondos se entornan y se apagan; y arriba, en el filo de una tapia, todavía arde un rescoldo de sol.

Sigüenza quiso esa heredad; preguntó su nombre y su precio.

Pero en un llano apacible asomó una granja. Y en seguida la hizo suya: porches viejos donde colgar las frutas; la era delante de la solana; un fondo de álamos en sendero que se va alejando y cerrando, pequeñito y azul; un pueblo cerca, con su calvario de escalones de cipreses... Sigüenza, trocado en agricultor, trae ropas de pana que crujen. Asiste a los oficios de la Parroquia. Madruga el Viernes Santo para subir al Vía Crucis;de hornacina en hornacina, un ruido bronco de rodillas de lugareños de luto que se postran y se levantan rezando; y él se vuelve, complaciéndose en sus frutales, todos de escarcha de flor pascual.

Pasa las primaveras aquí; los veranos, en la masía de la quebrada, y los inviernos..., los inviernos en la Marina, porque precisamente en la Marina acaba de ofrecerse a sus ojos un jardín, con sus mirtos y romeros esquilados; un laurel casi negro; eucaliptos que sueltan la piel de sus troncos y su hojarasca dura, de pasta de olor; una palmera estampada en la gloria del mar y de nubes de ángeles. Mañanas de Navidad; luna grande, desnuda, del mes de enero, en la soledad de las aguas. Huerto luminoso y caliente.

También lo comprará. Y rebana los bancales, planta las hoyadas baldías, abre caminos... Y como todo lo dice, el arriero le mira pasmado del trastorno de la comarca.

En una revuelta de la carretera trabajaba un peón caminero, un hombrecito abrasado y enjuto, casi del todo vegetal y mineral, de costras de leguas. Y fué desdoblándose para ver a Sigüenza desde sus anteojos de alambre de picapedrero.

–Peón caminero, peón caminero: ¿cuántos años lleva usted remendando este camino?

Le dijo que más de treinta años.

¡Más de treinta años, Señor! De modo que este buen hombre quizá le viese cuando él pasó, siendo muchacho, por estos lugares; y tendría entonces la edad suya de ahora. Con tan simples pensamientos se angustió un poco su conciencia cronológica. Pronunció el nombre de su padre, que fué ingeniero. Y principió el hombrecito a cogerse la falda de su sombrero de lona, y le salió su frontal de adobe recocido. Sus manos de leña, de pellejo y de asta, sin temperatura íntima suya, tomaron las manos de Sigüenza, que las sintió adelgazarse y rebullirle muy tiernas allá dentro. Se le mojaron los ojos de vidrio polvoriento que se empaña de la serena; y esos ojos se le paraban a su lado, como si a su lado estuviera el padre, de pie.

–¡Era un siervo de Dios!

Siervo de Dios lo pronuncia mirando despacito a Dios; lo dice con llaneza, quitándole al ingeniero toda jerarquía, jubilándolo evangélicamente; viéndole en la bienaventuranza hermanado con los humildes, que aquí, en la tierra, están sirviendo en obras públicas. Le refiere los beneficios que recibió del padre; los desmenuza, vuelve a gustarlos como pan que ha de emblandecer rosigándolo entre sus encías lisas, siempre bañadas.

A veces se encorva más, como si conversase con dos criaturas, los dos hijos del ingeniero: Sigüenza y su hermano; y después se incorpora como si se los subiese uno en cada brazo. Pregunta por su antigua casa, tan abundante, con corraliza y hortal. Bien recuerda que estaba junto a un Colegio de Padres de la Compañía de Jesús.

–Peón caminero: ya no queda casa, ni corraliza, ni hortal.

–¿Ya no?–y se rascó la cara huesuda, que le sonaba como una quijada de res. ¡Qué sabría el pobre de tener y perder haciendas!

Al despedirse le dió Sigüenza una moneda de plata para que fumase, y fumando volviese a pensar en aquel tiempo.

El viejecito le mira, le sonríe, llora; y llorando palpa y besa, callado y devoto, la limosna...

Sigüenza se aparta, retozándole una suave vanagloria. Le parece que ese buen hombre le ha legitimado la llegada; sus manos de hierba y de piedra, de santo de pórtico, acaban de abrirle, de par en par, las puertas de su paisaje. Y el espolique no hacía sino mirarle y sonreír. Estaba, como él, también más gozoso.

Ya Sigüenza quiso contener su regodeo tan fácil. Siempre le era recelosa la facilidad.

Le divertió de sus menudos escrúpulos una hacienda que iba saliendo en un altozano de lleneas o fajas de bancales gruesos y rojos. Las tierras, los cultivos, todo de un color de realce, de calidad apretada; el verde jovial del maíz; el de las calabaceras de un tacto velludo; el de los frutales, tan jugoso, que trasciende a su medula dulce; el tostado de las cebadas maduras, que van desplegándose con un crujido de espigas de barbas luminosas, que se nos agarran a los dedos, como zancas de cigarrones; el frescor de la vid y del jazminero, que suben sabiamente por el casalicio recién enjalbegado... ¡Esa es la finca que Sigüenza quisiera comprarse; ésa es la deseada, y la escogida entre todas! Y su índice se tiende y la señala con arrogancia.

–¿Esa?–le pregunta el trajinero con socarronería–. Esa es del peón caminero de la limosna. Tuvo herencias de familia de Argel, y no suelta su jornal...

Sigüenza dobló la frente, sonrojándose de haber socorrido a un hacendado.

Pero vino una brisa generosa que le levantó los pensamientos. El viejecito tomó la moneda y la besó, dándole valor de limosna, no siendo pobre. ¿Era menester la gollería de la pobreza de verdad?

Y montó y empujó con los carcañales a su cabalgadura. A trechos se volvía; miraba al socorrido; miraba la abundancia del huerto deseado.

...Encima de una rambla, con ruido de fuentes, se presentó, como recodándose para mirar quién pasa, la finca de alquiler de Sigüenza. Salía luz por los balcones abiertos, luz encendida poco a poco, hecha en casa, como el pan de nuestra artesa, luz de lámpara que junta en ruedo a la familia. Ya estaba la suya esperándole. Entró bajo un envigado de parrales que apretaba la noche del campo.

Desde el balconaje vió el pueblo amontonado, negro, picudo; y junto a la torre, la cuerna amarilla de la luna. Caía una lumbre mojada en las copas de los almendros, que exhalaban en el mismo contorno suyo un humo verde, fresco, inmóvil.

No quiere Sigüenza ver ni adivinar más; y así, al otro día, todo le parecerá recién brotado.

Pueblo. Parral. Perfección.

Mañana de junio, alta, grande, precisa hasta en los confines. Sigüenza, delante. Podría ir volviéndose, mirándola toda. Pero se impuso la penitencia de beber a sorbos, de disciplinar la contemplación.

Ahora se quedará cara a cara del pueblecito, aunque los horizontes le llamen con un grito infinito de silencio para que sus ojos brinquen y se revuelquen en sus delicias.

Le acoge la alegría de tener de verdad ese pueblo en que siempre se piensa cuando contamos un cuento. «...Una vez, había un pueblecito...» Y en la mirada de las criaturas va pasando quietecitamente este pueblo. Es el hallazgo de nuestra palabra, hecha realidad. Alegría de la revelación y de la pronunciación de la palabra «pueblo», sino que éste es más moreno y más viejo. Lo que Sigüenza imaginaba o recordaba como blancura suya, es claridad que no le pertenece.

Todo el caserío se arrebata por un otero, y sube triangularmente. Las cuencas de las ventanitas y de los desvanes; los labios de los postigos; todas las casas, se fijan en Sigüenza, y le preguntan, atónitas, fisgonas, durmiéndose; y las que tienen la sombra en un rincón de la ceja del dintel, le miran de reojo. Algunas rebullen sin frente, porque en seguida les baja la visera pardal del tejado; otras tienen la calva huesuda y ascética del muro que prosigue. Arriba, la parroquia, de hastiales lisos, y en medio, el campanario, con una faz quemada de sol y la otra en la umbría; un esquilón a cada lado de la nariz de la esquina; en lo alto, la cupulilla, con las graciosas asas de los contrafuertes chiquitines, como un cántaro dorado; el follaje de la veleta se embebe y se sumerge en el azul.

Si terminase así el pueblo, resultaría de una fórmula de perfección, o de simulación intelectualista. Pero, no; todavía hay un derrocadero, crispado, roído, de belén de corcho, con figuritas aldeanas tendiendo ropa; y en cada lienzo que ponen a secar se precipita una hoguera de sol. La cima, de escombros antiguos, está tapiada; un portalillo, y en la punta de la caperuza, una cruz: el cementerio, sin un ciprés... Desde allí se verá el mar. Viene su promesa con un viento ancho, calmoso y salino; palpita entre los almendros, y parece que se hinchen unas velas gloriosas, muy blancas. La lumbre, de mediodía de Oriente, aquí no ciega; aquí unge la carne torrada de los bardales, de las techumbres, de la piedra; se coge a todos los planos y aristas, modelando con paciencia lineal las cantonadas, los pliegues, los remiendos, los paredones de albañilería agraria, la paz del ejido, la prisa de una cuesta...

 

El parral es una claustra vieja de pilares gordos, encalados; las vigas son de troncos de pino y almendro; y el artesón, de cañas enteras, con sus pieles tostadas como de panochas maduras. Las vides se tienden y se retrenzan y cuelgan. El toldo se mueve con su oreo ya cernido y vegetal, con latido y gracia de sensibilidad suya.

De seguro que estas parras fueron escogidas meditadamente. Han de ser de distinto veduño. Allí estarán los dos linajes de Valenssi: el de uvas moradas, y el de hollejo delgado y translúcido, con sus toques de canela de sol. Pesan de tanto azúcar, y se escarchan y resisten hasta la Navidad; entonces, sus granos nos crujen en la boca fríos y finos, y se nos derrama el sabor de los días grandes del verano.

Cuando le presenten a Sigüenza el frutero, un frutero de loza, desbordante de racimos, como un jarrón barroco de portal de jardín, los cogerá de las dos castas, sopesándolos y complaciéndose posesivamente en las dos; y si tomó un gajo de la blanca, antes de acabársele, se volverán sus dedos a pellizcar de las uvas negras.

No faltará la cepa de lairén y de Cambrils, de granos duros, hinchados, tirantes, de un color íntimo y sensual de amatista, con alguna desolladura de abejas que mana la sangre de su arrope.

Estará también la vid de Corinto, de uvas largas, lisas, de cera, sin granuja, casi desnudas, sólo cuajadas en su miel; femeninas y perfectas. Una balanza de químico paciente ha pesado la precisión de su zumo, de su pulpa, de su color, combinando los elementos sutiles de su forma. Fruta para los dedos y los dientes de una señora de primorosos melindres, del siglo pasado, en la desgana de una convalecencia casi sin enfermedad.

...Pero aquello del frutero en colmo, y lo de decir las calidades de los sarmientos, no es posible ahora. El parral está en cierne; los pámpanos acaban de crecer, ensortijados de zarcillos que se quiebran de tan tiernos. No comerá Sigüenza los racimos de Navidad. Los ve agraces, y el envero y maduración irá midiéndole el tiempo de su partida. Todo ha de realzarse y oprimirse a costa de nosotros mismos.

Y para que no se le pliegue su alegría, se pone a mirar las avispas, los abejorros, los escarabajos que vienen a las parras.

Las avispas vuelan con dejamiento, con descuido de sí mismas. No se preocupan ni de recogerse las patas. Deben haberse dicho: «Voy cerca, y no es menester que me suba las piernas; colgando van bien; tal como estaba, sobra...» Esas zancas llevan una media de vello arrugadita y caída. Pasan, vuelven, meciéndose en el sol, distraídas y comadres.

Los abejorros, repolludos y malhumorados, se afanan por sentir mucha prisa. Si no se fijan ni cavilan más en las cosas, no es porque les falte capacidad de atención y ahinco; y, si no, que se repare en el bramido que llevan. Pues, si se estuviesen en torno del parral, no lo podría resistir el envigado; cada pámpano se estremecería, doblándose bajo el ímpetu de su viento; una perdición. Además, es que no pueden parar. La inmensa mañana les solicita; todo ha de recibir la sensación de su diligencia.

Llegan los escarabajos con su negrura pavonada. Antenas, palpos, patas se les cruzan reciamente como un costillaje. En su sotanilla bombada y en su bonete, traen ellos todo el sol de los campos en una gota; todo el sol miniaturizado dentro de un azabache. Sus alas y elictras son un molino de hélices y exhalaciones moradas. Se pesan tanto a sí mismos que rebotan contra los pilares. Temen no haberse puesto las alas que les corresponden. Esa es su lástima. ¡Tan bien acabados, esferoidales, carbonosos, bruñidos, organizados para empresas de terquedad, y con las mangas tan cortas que no les permiten sostenerse en todo el día del cielo!

Ven la redonda entrada obscura de un cañuto del techo del parral. Las avispas y los abejorros han visto ese agujero, y nada. Pues los escarabajos no pasan delante del misterio sin escudriñarlo. Les obliga su naturaleza y su crédito. La creación les contempla. El mediodía tan grande, con tanto sol, no puede sumergirse en un tubo de caña. No importa: allí está el escarabajo. No temerá. Para él solo estaba guardada la tenebrosa aventura. Y se agarra al borde del cañuto y se va asomando. Su cuerpo tan orondo principia a sudar ycrujir, adelgazándose, afilándose para internarse en el abismo. Después, se queda silencioso; y en silencio, blandamente, se hunde. Fuera, está toda la mañana esperándole. ¿Qué sabrá, a estas horas, el desaparecido? ¿Cómo podrá salir?

El desaparecido sale reculando, y en seguida se le encienden en su espalda y en su sombrero de luto los negros fanalillos de sol. Y se pasa a otra caña horadada. Es otro misterio. No se cansará el investigador. Vuelve a sumirse; vuelve a salir; y acude insaciable al cañuto de al lado. ¿Qué hace dentro? Está encogido, atendiendo lo que piensa de él la gloriosa mañana. A otro cañuto, después al siguiente; todos los pesquisa; y nunca acaba, porque tiene el goce doctísimo de volver a penetrar en los mismos misterios de los mismos cañutos de antes, sin darse cuenta...

Tocan las campanas, muy poco, cabeceando con pereza. Tocan lo preciso para acentuar «las doce». Mediodía exacto. Todo el pueblo se sienta a comer; y los jornaleros que están en la labor, dejan hincada la azada y la reja, y buscan su atadijo de pan, companaje y navaja.

 

El mediodía se queda sin nadie. Ahora parece más inmóvil el pueblo, recortado calientemente. Sol. Sol en cada teja, en cada guija, en cada brillo. El pueblo es un cantarero apretado de jarras que resudan, y en lo hondo duerme el frescor de una paz viejecita.

Aprovechándose de la soledad viene una araña invisible por el azul y cuelga la tela de una nube blanca y delgada desde el cementerio a un asa del campanario. El silencio es tan grande y tan fino que Sigüenza no se atreve a gozarlo por si se rompe como un vidrio precioso.

Y se quiebra la urna diáfana, rajándola hasta lejos de la herida el regruñir candente, rojo y retorcido de una piara furiosa.

Toda una piara alborotada en los gañiles de un cerdo. No había sino uno, atado por la pezuña enfangada a una olivera.

Y Sigüenza baja a la huerta para mirarlo. En el portal se le junta el labrador; y se sientan en la umbría de la noria.

Este cerdo, y su cerda que está criando en la tibia pocilga, los mercó y los trajo el labrador dentro de la faja, dormidos, plegados como el pañuelo de hierbas.

Y le va contando a Sigüenza que este cerdo ha sido cebado nada más que con dassa, maíz, maíz en grano y en harina. Otros le dan de comer al suyo patatas, desperdicios y hasta cadáveres, como hacía el sepulturero de un pueblo de Valencia.

La carne, la enjundia, el tocino, los quebrantos, todo en su cerdo ha de ser muy gustoso, porque además de su legítima mantenencia, le viene de raza. Es de raza murciana: la mejor, y costosa de engordar. El cerdo murciano crece apretándose; no como el americano, que se hincha y se engrasa pronto y flojo.

Sigüenza ha de recordar los ejemplares yanquis. El cerdo de Norteamérica es alto, blanco, sonrosado, limpio como si lo bañasen y adobasen ayos masajistas de bata esterilizada. Parece un cerdo de celuloide. Su cabezota es tan grande que, a veces, semeja postiza. No tiene mirada feroz, sino un cansancio, una cortedad de ojos rubios. Es un cerdo sinónimo del cerdo, es decir, su imitación; y, como todas las imitaciones y las restauraciones, excede a la verdad originaria. Claro que el cerdo de América es cerdo hasta en la torcedura de su rabo rudimentario, aunque lo apócrifo surja en su traza y en lo íntimo de sus sabores.

Este cerdo de la heredad de Sigüenza acaba de tenderse en la sombra del olivo; el oleaje de su vientre se le queda dormido y volcado en la gleba, y le rebullen de moscas dos verrugas. Esas verrugas son la ejecutoria de su pureza étnica. No hay sino mirarle las nalgas rotundas y grises como de pórfido, perniles vivos y ya curardos; el rabo que brota de la hendedura es moño de vieja y pezón de calabaza. Y arranca, en seguida, la comba del lomo, poderosa y tirante capacidad que no se rompe y su perfección hace palidecer la piel entre rodales de pelo rígido; y luego del arco robusto de la espalda, la testa obtusa, rápida y fragosa; entre los andrajos de las orejas, la sensación de una mirada de ojal oblicuo; la rodaja de caucho del hocico con quijadas de fuelle, y, al abrirse, surgen dos colmillos nítidos, resplandecientes, guardando la pasta tierna de la lengua color de rosa.

Todo el enorme animal se despertó, volviéndose un poco hacia Sigüenza; resopló en la inmundicia, y su mirada de cicatriz le decía:

–Esto se acaba, porque llego a la plenitud de mi gordura. ¡Soy perfecto!

Era verdad. A la siguiente mañana lo degollaron.

Tocan a muerto.

Tocan a muerto! El claror que pasa por los postigos todavía tiene la palidez fresca de la madrugada. Pero ¡tocan a muerto!

Y Sigüenza brinca de la cama.

Es viernes; y el lunes, en un atajo, encontró al barbero del lugar que iba de jornada de quijales, de masía en masía; y Sigüenza le dijo:

–¡Aquí no hay entierros!

–Aquí, sí, señor, que hay; cinco o seis por año, de los viejos que se van muriendo poco a poco.

–¿Y cuántos viejos quedan ahora?

El barbero se puso a cavilar, y fué recordándolos por el apodo y por el mal que padecían.

Pues uno acabaría de morir. Y Sigüenza se lava y se viste a puñados.

Tocan a muerto. Algunos sones se quedan balbucientes en los labios de las campanas; otros, vuelan con temblor de murciélagos en torno de la parroquia; otros, salen anchos, claros, enteros.

Sigüenza corre rasgando un viento velludito de humedad. No es temprano; es que el día no puede crecer porque se topa con el techo de un nublado fosco. Detrás de las sierras rueda la tronada blandamente, con llantas de nubes hinchadas, algodonosas que, lejos, se deshilan en lluvia perpendicular y azul.

Una larga blancura sube por todo el filo roto de la cumbre de Bernia.

Bernia es un galeón volcado, con la quilla quebrada a martillo; y entre las púas y rajaduras de esa carena de pedernal se carda, se descrina la nube; va cayendo torrencial, toda de espuma, y en la vertiente se parte formando corderos muy gordos que caminan bajando ysubiendo, aprovechándose de la soledad del monte. La soledad de siempre, se significa, se cuaja hoy en un color morado. Bernia aparece sin rasgo, sin denominación vegetal para los ojos. Su plana de labrantío, de huertas tiernas, de pinar joven; los ramblizos, los breñales de sus laderas, todo está inmóvil, empastado del mismo color; toda la serranía lisa, únicamente morada.

Aun baja más el nublado. Todo el paisaje se cierra en un mismo recinto y en un mismo silencio. El olor del viento, que viene de otros campos embebidos, se desploma en la quietud de aquí.

En el secano, el temporal derribó un almendro que está tendido, descansándose con un codo, y así puede subir la frente de follaje mirando la lejanía. Labra una yunta; va dejando la reja un crujido fresco, el único ruido preciso, pronunciado en la mañana, y entre la tierra roja estalla el oleaje del pedregal nuevo. Se paran las mulas volviéndose a Sigüenza.

–Tocan a muerto. ¿Quién habrá muerto en el pueblo?

Y no lo sabe el labrador.

Ahora el nublado se rebulta, se raja, y camina cayéndose; tiene costas y abismos, blancuras de candeal, bronces, gredas, paños. Se amontona un tránsito de apóstoles de barbas dobladas por el vuelo, de sayales gordos; de vírgenes lisas; de ángeles con las alas rotas; todos los pobladores del cielo venerado en las parroquias pobres, todos han salido como estaban en la obscuridad de los retablos, sin andas, sin luces, sin devotos, y se arremolinan en la media naranja del día; se empujan, se desgarran y aplastan; y en ese tumulto procesional de las nubes sale también el Señor, el Señor en las multiplicadas formas de hombre, de flor, de pastor, de piedra angular, de torre, de carnero, de Abel, de árbol de la vida, de Pontífice; todas las estampas de los nombres que han ido dándole San Justino, San Clemente, San Efrén... Todo el cielo ha salido revuelto por la tormenta; todo el cielo se ha quedado sin gloria y sin nadie. De pronto, la tronada se desgaja encima de Sigüenza; y le cae una lluvia crujidora, que levanta un humo oloroso del tempero de los bancales. Las campanas doblan emblandecidas, esfumadas detrás del cáñamo recio del agua.

Sigüenza se refugia en el parador de la carretera.

Vaho de gente de camino; tartanas forasteras; frailes de San Francisco, ruidosos de rosarios y crucifijos que se golpean contra sus sombrillas empapadas, sus sombrillas de paseo rural. Sigüenza pregunta por el difunto a un hombre corpulento, de chaquetón de pana desollada, que está escurriendo la lluvia de su sombrero de palma de Argel. Pero este hombre se ríe, porque es el sanaor, el castrador de cerdos; acaba de llegar bajo la tormenta, y no le importa el difunto.

Y es que, además, no hay difunto. No ha muerto nadie. Tocan las campanas al funeral de un novicio que murió aquí, en la heredad de su familia; y hoy se conmemora el aniversario.

Ya se abre más el día. Apariciones de azul desnudo; glorias de nubes de tabernáculos; el arco iris perfecto desde el mar a Ponoch; debajo de los colores pasa un cuervo: distancias de sol crecido; una respiración mojada y caliente; estruendo recial de las avenidas de los arroyos. Los follajes, los cardos, las bardas, las urdimbres de las arañas se han cristalizado de gotas de lluvia retenida.

Suben los frailes a la Parroquia. En los portales aparecen gentes de luto. Abuelos y mujeres con un brazado de hierba, con una cabra atada, y detrás las crias, que rebotan oblicuas; y de cantón en cantón, sale la tonada de la ocarina del sanaor recogiendo los gorrines.

Sigüenza principia la cuesta del cementerio escombrada de muladares. Las hornacinas del Vía⸝crucis se han derrumbado sobre plastas y costras de vertedero que hierven de moscardas. La máscara de una quijada entera de macho cabrio se descarna riéndose; su cuerna podrida se estremece de hormigas. Y sobre los hombros de Sigüenza una voz fonda le dice:

–Ahí está tres años; todo está así tres años, desde que se me quedó baldada la mujer.

Es un viejo con el cráneo calzado de pelo duro, y la espalda agobiada, como si le bramase un costal de leña; su osamenta de encina le pliega y le empuja el pellejo; tiene la cara bronca, y una sonrisa mansa; y por los brocales de sus órbitas le asoman unos ojos menudos y buenos. Se le para un tábano en la sien, y no se lo siente.

Como Sigüenza se queda mirándole, él se presenta alejado históricamente en tercera persona.

–Es Gasparo Torralba, el que se cuida de lo de arriba–. Y va sacando de las alforjas de su faja la llave oxidada del cementerio–. Antes, yo y la mujer...

Y Gasparo pasa el portal refiriendo su vida y su oficio. Pero Gasparo es una promesa para otro día. Ahora, no; ahora la mañana rodea inmediatamente a Sigüenza. Se le aparece el mar, y en seguida le llega su olor; aliento de anchura. Inmóvil, dormido, con una nieve virgen de sol. Las costas nuevas, recién cortadas. Los pueblos de la orilla, con una gracia ligera, fina, gozosa, de vida vegetal que acaba de surgir.

Bernia ya no es un galeón volcado; no parece sino lo que es: una montaña; nace en la claridad del mar; yse interna entre serranías, coordinando y renovando paisajes. Se desdoblan otras cumbres con una fluidez, una movilidad de realces de los cultivos, de las arideces, de piel rosada de bojas; la sierra de Tárbena, de colores maduros; el Chortá gordo y rapado; la crestería sollamada del Serrella.

Al otro lado, Aitana, la sierra madre criadora; sus collados, sus raíces, todos sus ímpetus se paran, de pronto, en las espaldas del Ponoch, que prorrumpe sin preparación de laderas, vertical, encarnado, rebanado a cercén por las sienes.

Gasparo se asoma por el tapial. Le agradaría mostrarle a Sigüenza su huerto de cruces. Sigüenza ha de volver. Conversarán de sepultura en sepultura. Ahora nada más verá la del novicio, imaginándose que así le ve y le conoce antes de su funeral.

Es una casilla, una celda de argamasa, con el portal de hierba. Dentro, en un rincón, se hincha el suelo con un vientre acortezado de ladrillos, como una artesa. Zumban las moscas gordas y azules; corren las cochinillas tropezando despavoridas; se ensortijan y atirantan las lombrices en la frialdad de su suco. El cortezón abollado de adobes es como un lienzo ceñido que transparenta todo el franciscanito: frágil, menudo, con una pelusa de gramínea en la boca intacta y en la barbilla de almendra, y sus manos anatómicas abiertas sobre su hábito de cartón. Un San Francisco infantil y calcinado de Cimabué.

Allí se siente el pulso de la quietud de fuera.

Sigüenza baja a la Parroquia; y Gasparo Torralba se queda porque aguarda que suban los frailes y la familia del difunto después del oficio. Rezarán, llorarán y le darán limosna.

Acabó la misa; y Sigüenza nada más alcanza el responsorio. El Requiem vibra como un himno de consagración; y hasta el pobre órgano, de resuello cansado, se esfuerza hoy en exclamaciones tan juveniles, tan claras, que parece pasar el sol por todos sus caños como a través de una vidriera de colores. Toda la nave retiembla por un empuje coral de mozos de rondalla; y el chantre, el organista, los artesanos de la música del pueblo, se agrupan sobrecogidos escuchando. Desde las bancas, los abuelos de cráneos ascéticos y cayadas de pastor, miran inmóviles hacia el coro. Las viejecitas, dentro de sus mantos o de la toca de sus mismas haldas, se complacen en su Parroquia y lloran. A veces han de secar sus dulzuras para coger de un puñado a los chicos que se amontonan en el túmulo dejando su olor de escuela. El túmulo parece vestido de mortajas rígidas, con orlas de un galón amarillo como las luces de los hachones y, en medio, una calavera estampada. Allí remansan los frailes con sobrepelliz y estola, con capa pluvial, con dalmáticas negras. Y los dos capellanes del pueblo, los amos de la casa, sirven humildes a los forasteros, dándoles el acetre, el hisopo, el libro, el incensario.

Terminan las preces, rectas, exactas, con un tono triunfal de doxología; y los ojos y los corazones se alzan como si viesen la asunción del frailecito.

Ya sale la gente al sol de la plazuela. La familia de luto recibe el parabién de pésame. Mediodía magnífico que va embebiéndose los olores húmedos. Los frailes abren sus sombrillas. Andan con reposo de plenitud, de contento afirmativo. Han empujado a su novicio desde lo hondo de la artesa de adobes hasta lo alto de la gloria. Y comerán en la heredad del difunto.

El Cristianismo incorporó a su liturgia funeraria el festín pagano de los ritos de la muerte. La cena novem⸝dialis; la comida in memoriam en torno de la tumba, es un arroz con pollastre en la comarca levantina.

Y a Gasparo Torralba le zumban las moscas gordas y azules de la sepultura de argamasa. Sale al portalillo; mira la cuesta de muladares y escombros.

No sube nadie.

Doña Elisa y la eternidad.

Doña Elisa, la dueña de la heredad, quiere visitar a la familia de Sigüenza. Lo ha dicho la labradora.

Sigüenza se promete quejarse a doña Elisa de que estén cegadas las ventanas mejores del casalicio: las del lado de la sierra Bernia, la sierra del amanecer donde rebrota, todos los días, el sol nuevo, encarnado, fresco, goteante de mar; y las de poniente, bajo el monte Ponoch, en cuyos hombros rueda el sol viejo; se hunde la luna amarilla, descortezada; se desgranan las luces arcaicas de las constelaciones; pasa volcándose toda la gloria y todo el cansancio del firmamento.

Dice el Eclesiastés que la risa, el habla y el andar del hombre muestran su corazón. Pues el ánimo del dueño de estas heredades se manifiesta en las ventanas; aquí, aun sin querer, pone su tono, sus resabios, sus cavilaciones, sus conceptos, singularmente el de la interinidad de la vida. Crece el edificio; va cuajándose su fisonomía con los rasgos de los balcones, de las rejas... (Una ventana encima de un huerto, del mar, de las soledades de un monte, nos comunica las complacencias de los que están junto a la vidriera mirando.) Y apenas se acaban estas órbitas, el dueño les baja unos párpados de ladrillos. En la faz tapiada se endurece una mueca de avidez, como la de los tuertos y sordomudos. La ventana no es sólo la mirada, es también el grito, la ansiedad, la sonrisa hacia los senderos, las nubes, los caminantes, las aves, los rebaños, la lluvia, las estrellas... Su dueño pensó: «Por ahora dejaremos cerrados los huecos de esas ventanas.» Ya no hay remedio. La obra envejecerá lisiada y precaria.

...La mujer labradora llama desde los parrales para recordar a Sigüenza que hoy ha de venir doña Elisa.

Sigüenza sube a los sobrados. Serían los aposentos más sensitivos a la claridad, a las distancias, al silencio del paisaje; y también están ciegas las fenestras de su predilección. Nada más quedó acabado el hastial de la entrada de la carretera; pero, arriba, los postigos no tienen vidrios, y pasa y sale un alboroto de golondrinas que fraguan sus nidos de una arcilla tierna y carnosa, y las avispas amasan sus cartujas diminutas en el yeso de los rincones. Retumban los pasos de Sigüenza, y al pararse sigue el latido de las carcomas que van rosigando cofres desollados, butacones retorcidos entre harneros, calabazas, cofines, que todavía dejan olor rural. Recostada en un odre de aceite hay una caja grande, redonda; y, al levantar la hoja de cartón, se le aparece a Sigüenza una corona de difunta, como una enorme araña que se ha desjugado, que se ha congelado; una estrella de mar, glacial y profunda; un trenzado de alambres, de follajes de tela, de abalorios, todo de una blancura agrietada; y aun le queda el asa para colgarlo de una lápida. Le parece a Sigüenza que haya abierto un pomo de olor de años, de años de una virginidad ya sin cuerpo. Y vuelve a poner la losa de tiempo y de cartón.

 

...Ya viene, ya viene doña Elisa por la carretera. Principia la siesta. Sol. No rebullen los árboles. Los bancales cavados son de color de naranja, y, encima, pasa como un trazo de frescura el ruido de las fuentes de la rambla que resplandece de pedrizal.

Viene a lo lejos doña Elisa. Es decir, vienen dos mujeres muy despacito. Hace tiempo que están bajando la cuesta. Las dos solas en todo el camino, y sus haldas dejan un humo de tierra.

Viste la señora hábito del Carmen de mucha ropa, y le baja hasta el vientre una mantellina de pana. La cubre un paraguas de ballenas combas que trae su sobrina, también vieja, menudita y dura; el filo de la espalda le sale bajo el manto; todo lo mira con humildad y con antiguo rubor de soltera. Las dos calzan alpargatas grises.

Sigüenza les da sillas; elogia el casal, y se duele de las ventanas tabicadas.–Esas ventanas...–Pero no pudo decir más. Es que en seguida la señora, cansándose, desmemoriándose y enmendándose, inocente y terca, lo habla todo. Todo lo recuerda como si lo viese bajo un vidrio empañado. Saca exclamaciones, anécdotas, lloros, risas, refranes; y con los dedos, rígidos y estremecidos, parece que se lo deje en la falda; se le olvida y después lo toma y lo descoge. A veces le lloran los ojos sin pena; o le solloza la vocecita, con los párpados enjutos; y la mirada se le duerme en un telo, en una niebla de desolación.

Y Sigüenza se dice: Es que se sumerge en una quietud de eternidad; es el presentimiento velado de la eternidad; ¡es la eternidad!...–Todavía no se le quejará de las ventanas.

La señora pertenece a la casa de más hacienda y rango de todo el término; como que a su padre lo secuestró una cuadrilla de ladrones para exigir rescate.

–¿Es que iba de camino y solo por esos montes?–le pregunta Sigüenza.

No; no iba de camino, sino que estaba paseando al sol, en esta misma heredad. Porque entonces la heredad estaba más lejos del pueblo que ahora; el pueblo no bajaba tanto; se apretaba todo al amor de la parroquia; y no había carretera.