La palma rota - Gabriel Miró - E-Book

La palma rota E-Book

Gabriel Miró

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Beschreibung

La palma rota es una novela de corte lírico del autor Gabriel Miró. En ella, el escritor arma un juego literario a través del personaje de Aurelio Guzmán, un soñador a la manera del Quijote de Cervantes, sumido en las mismas ensoñaciones y a quien le espera un duro choque con la realidad cuando empiece a trabajar en una peluquería para ayudar a su amigo, el señor Gráez, que pasa penurias económicas. Aurelio sueña con trabajar en la empresa de almanaques del señor Gráez e imagina para sí un futuro brillante, pero la dura realidad le deparará otros derroteros.-

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Gabriel Miró

La palma rota

 

Saga

La palma rota

 

Copyright © 1909, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726508949

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

- I -

-¿Llora usted, maestro? -decía bromeando con dulzura don Luis, el viejo ingeniero, a Gráez, el viejo músico, pálido y descarnado por enfermedades y pesadumbres.

-¡Oh, no es para tanto! -repuso irónico un abogado muy pulido y miope, con lentes de oro de mucho resplandor.

-¡Yo no sé si lloraba... pero estas páginas resuenan en mi alma como una sinfonía de Beethoven!

Y luego el músico, pasando de la suavidad a la aspereza, volviose y dijo al de los espejuelos:

-¡Que no es para tanto! ¡Qué saben ustedes los que viven y sienten con falsilla!

Y Gráez acomodose en su butaca para seguir leyendo. Tenía en sus manos un libro de blancas cubiertas: Las sierras y las almas; y encima estaba con trazos de carmín el nombre de su autor: Aurelio Guzmán.

¡Nos lo va a proclamar genio; y eso le falta a Guzmán!

¿Tan orgullosa es esa criatura? -preguntó Luisa, que atendía silenciosa enfrente de Gráez.

-Ustedes le conocen mucho. Ha sido compañero de su hermano.

-Apenas nos vemos. ¿Cuánto tiempo hace que no entra en esta casa, Luisa? -preguntó el padre.

-¡Oh, no recuerdo!

-Ni a ninguna -añadió el de los lentes.

-¿No son las águilas amigas de la soledad?

El abogado sonrió levemente como significando: ¡nos resignaremos a que Guzmán sea águila y todo lo que le plazca a este señor!

-¡Bendito sea el que resucita lo bello a la ancianidad y le mueve a amar el mismo dolor! -murmuró Gráez, y dejó salir gozosamente su mirada a los campos.

Bajo de la ventana estaba el huerto grande y frondoso, regalador cuidado de Luisa. Después de las cercas, dócilmente se tendía el valle de Aduero en llanura verde, espesa de mieses, vinales y olivar; vera ancha, umbrosa, rasgada por un río orillado de álamos; tierras fuertes, encendidas, olorosas de fertileza. Alejado en un yermo herrenal, se levantaba un torreón decrépito y rojizo al sol poniente. Una palma muy fina subía gentilmente, y se doblaba en lo alto como un brazo, protegiendo con la gracia de sus ramas la rota corona del almenaje.

El licenciado de los anteojos despidiose y salió.

-¡Qué saben ellos de esa alma ceñida siempre por nieblas de santo misterio, esas mismas nieblas que pasan delante de sus páginas!...

Don Luis sonreía. La hija miraba la tarde; pero en sus labios, en sus ojos, en su frente, había preocupación y tristeza.

* * *

Cuidaba Luisa de todo en el hogar, desde que murió su madre y su hermana. Quedaron rotos los dulces coloquios de doncellez. La plebeya condición espiritual de un hombre, su amor primero, le selló alma y labios. No tuvo ya intimidades ni expansión aliviadora de ensueños y aflicciones. Tornose desconfiada, fría, y gustaba mostrar aumentada su impasibilidad. El apartamiento y la adoración a la música la acendraron exquisitamente. Era altiva; y llegaba a rendirse de ternura por lo que no atendían los demás. En arte padecía celosa intransigencia. La música era el más supremo y alado. Las demás artes necesitaban de medios de expresión más humanos o terrenos; de modo que los músicos-genios perdían para ella la carne y hechura de hombre quedando en un misterioso androginismo, o mejor, angélicamente, sin sexo; música humanada, algo inefable, como el arte amado.

Don Luis, un ingeniero de serena inteligencia, se retrajo en su hogar desde que le hirió en los profundos del corazón la muerte de la esposa y de la hija, hija regocijada y animadora en los quebrantos. Otro hijo.

Alfredo sustituía, en lo activo y trabajoso, al padre. El cual, anualmente, y con lo guardado por la eficacia de su vida sencilla viajaba estudiando las maravillas de la ingeniería y oyendo los conciertos de triunfales virtuosos. Acompañábale Luisa. Y en los hoteles, en los paseos, en los viajes, decíanse su parecer y censura, llegando a deliciosa discusión de camaradas.

En París asistieron al glorioso concierto del maestro Gráez, el viejo violoncellista.

Salieron extenuados de sentir. Caminaban muy callados. Era una tarde de abril, y París aromaba de violetas, de primavera, de dicha. Apoyábase el padre en el brazo de la doncella.

-¡Estás temblando! -le dijo Luisa.

-Tiemblo de gozo... ¡Ha sido un español!...

-Ah, ¿era un español?

-¿No te entusiasma, no estás orgullosa?

-Para mí sólo era un músico, ni hombre siquiera.

Luego, humanando al artista, sintió fraternal ternura; y vencida su helada apariencia, aquella frialdad de distracción y altivez, oprimió las manos del padre diciéndole:

-¡Es muy hermoso que sea nuestro!

De París pasaban a Baireuth.

Próxima la partida del tren, cercaron el departamento ocupado por el ingeniero y su hija, gentes bulliciosas, graves, descuidadas, opulentas. Estallaban arpegios de risas y voces femeninas que prometían la delicia de cuerpos fragantes como jardines, de blancura de magnolias y luna. Mezclábase el habla rápida y trinada parisién con patricias palabras castellanas; y un hombre gallardo, suntuoso, de labios bermejos y pupilas de carbones encendidos, parecía, cuando hablaba, reventar en su boca un bulbo azucarado y jugoso, derramándose la miel del lenguaje de la Toscana, de cuyas doradas ánforas del idioma sacó la dulzura de su Cortesano el galanísimo conde Baltasar Castiglione.

Enmudeció el grupo; y despidiose de damas, artistas, diplomáticos, un viejo alto, enjuto, de mirada noble y entristecida, cejas muy rectas, nariz, bigote y barba grandes de hidalgo, y melenuda cabeza tocada por amplia boina parda, puesta con abandono que mostraba la cima pálida de su frente. Vestía un negro traje, un ancho y largo gabán, casi blanco y velludo.

El padre y la hija se transmitieron su alegría mirándose, porque el nuevo viajero era Gráez.

...Salió el tren a la verdura terciopelada y húmeda del paisaje de Francia.

Gráez iba también romero al santísimo lugar de Wagner. Y lazos de patria y de religión artística acercaron efusivamente aquellos corazones, que se estremecieron y anhelaron unidos, cuando de los bosques de Baireuth parecía elevarse a los cielos ideálicos la sagrada forma del dios hecho música para los hombres de buena voluntad.

Allí, Luisa vio al viejo músico tierno de lágrimas por desfallecimientos de soñador y amarguras de padre; allí le vio gozoso y expansivo, y áspero y zahareño como ave de abrupta cumbre.

Gráez era viudo y también tenía, como el ingeniero, una hija. ¿Por qué se admiraba Luisano iba en las peregrinaciones artísticas del músico? Se lo preguntó al amigo en la santidad de una tarde. El viejo había sollozado aspirando en el silencio la tristeza dejada, como un perfume de corazón abrasado, por el Nocturno 13 de Chopín. «¡Oh, mujer excelsa en cuya alma prende el arte alas de sublimidad, y no te reduce ni marchita como a mi hija!».

Un noble gozo iluminó a Luisa escuchándole. De nuevo le preguntó por su hija.

Gráez lo confesó.

El violoncello, la suma de las voces del sentimiento de lo dulce y magno, elegido y amado entre todas las expresiones de su Arte, el violoncello le quitaba la hija, porque lo augusto y religioso de su sonoridad la había llevado a vocación enfermiza de claustro. ¡La misma música de Gráez, una sublime creación de los Salmos a un Dios que infunde constantemente la vida, a un Dios que sólo puede presentirse en el Arte, en el Amor, en los profundos dolores, en raptos inefables; su música era incentivo para que la hija buscase a un Dios adorado entre cirios ardientes! «Aun es novicia... ¡Quizás broten hojas nuevas en el mustio rosal de su alma antes que se cumpla la profesión!».

...Juntos retornaron a España. Y en Madrid se despidieron con promesa de avisarse para siguientes viajes.

Mas, pasado un año, fue el mismo Gráez quien trajo sus noticias a la paz de Aduero.

-¡Oh, maestro, qué envidia me da usted! -exclamó Luisa al abrazarle filialmente-. ¡Usted que vendrá de paso, a recogernos; es decir, a tentarnos y hacerme sufrir, porque nosotros no salimos este año!

-¿De modo que tampoco salís vosotros?

-¿Cómo tampoco? ¿Es que usted no se marcha?

-Yo vengo a quedarme mucho tiempo al lado de ustedes.

-¡Y los conciertos, y los viajes... y la gloria!

-Me he jubilado yo mismo. ¡Todo acabó!...

Y bajo el sol de la vida del artista se interpusieron nubes de dolor que apagaron su frente y sus ojos.

Después, el amigo le ofreció un aposento en su hogar.

Le prometían soledad, independencia. La hija le pidió que aceptase. Harían música por las tardes, por las noches; saldrían al campo. Ella, aunque aliviada de aquel romántico deseo de retraerse, no frecuentaba lugares de reunión y divertimiento.

No consintió Gráez.

He venido a Aduero por ustedes. Pero también elijo con egoísmo de viejo este pueblo cálido y tranquilo. Estoy enfermo y el mal me vuelve indómito, insoportable...

-¡Enfermo, dice, y quiere que le dejemos solo! No y no. Vendrá con nosotros y le cuidaré yo como una Hermanita de la Caridad...

Y Luisa detuvo su comparación, que asociaba la idea de la rota paternidad de Gráez.

Pero Alfredo inutilizó la delicadeza por equivocada cortesía, y le preguntó de la hija.