La rendición de Suzanna - Nora Roberts - E-Book

La rendición de Suzanna E-Book

Nora Roberts

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Beschreibung

Suzanna Calhoun y sus hermanas pidieron ayuda al ex policía Holt Bradford para encontrar el collar de esmeraldas de su bisabuela. Además, sabían que Holt era el nieto del hombre al que Bianca siempre había amado, así que quizá tuviera alguna información sobre el paradero del collar. Holt siempre había sentido una atracción especial por la inalcanzable Suzanna, y por fin tenía la oportunidad de proteger su vida y de intentar que se interesara por él.

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Seitenzahl: 316

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1991 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La rendición de Suzanna, n.º 50 - octubre 2017

Título original: Suzanna’s Surrender

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2001

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-405-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

 

 

A mi madre, con amor

N.R.

Prólogo

 

Bar Harbor, 1965

 

En cuanto la vi, mi vida cambió. Han pasado más de cincuenta años desde aquel momento, y ya soy un hombre viejo de pelo blanco y cuerpo frágil. Sin embargo, mis recuerdos rebosan color y fuerza.

Desde que sufrí el ataque al corazón, he de descansar todos los días. Por eso he vuelto aquí, a su isla, donde todo comenzó para mí. Ha cambiado, igual que yo. El gran incendio del cuarenta y siete destruyó mucho. Han llegado edificios nuevos y también personas nuevas. Los coches atestan las calles sin el encanto del cascabeleo de los carruajes. Pero soy afortunado de poder verla como fue y como es.

Mi hijo ahora es un hombre, un buen hombre que eligió ganarse la vida en el mar. Jamás nos hemos entendido, pero sí nos hemos llevado bastante bien. Tiene una mujer preciosa y un hijo. El joven Holt me produce un júbilo especial. Quizá es porque en él puedo verme a mí mismo con gran claridad. La impaciencia, el fuego, las pasiones que una vez fueron mías. Quizá él también sienta y desee demasiado. Pero no puedo lamentarlo. Si pudiera decirle una sola cosa, insistiría en que se aferrara a la vida y tomara lo que esta le ofreciera.

Mi vida ha sido plena y doy gracias por los años que he tenido con Margaret. Yo ya no era joven cuando se casó conmigo. Lo que compartimos no fue un resplandor, sino el calor sereno de un fuego controlado. Me brindó cariño y yo espero haberle dado felicidad. Lleva ausente casi diez años, y los recuerdos que tengo de ella son dulces.

Sin embargo, es el recuerdo de otra mujer el que me persigue. Es un recuerdo dolorosamente claro, completo. El tiempo no puede consumirlo. Los años no han mitigado la imagen que tengo de ella ni han alterado un ápice el amor desesperado que sentí. Sí, que todavía siento… que siempre sentiré, aunque esté perdida para mí.

Quizá ahora que he estado tan cerca de la muerte pueda abrirme otra vez a aquel amor, permitirme recordar lo que nunca he sido capaz de olvidar. En el pasado fue demasiado doloroso, y ahogué el dolor en una botella. Cuando allí no encontré consuelo, enterré mi desdicha en el trabajo. Volví a pintar y viajé. Pero siempre, siempre, regresaba aquí, donde una vez había comenzado a vivir. Donde sé que algún día moriré.

Un hombre ama de esa manera solo una vez, y únicamente si es afortunado. Para mí, fue Bianca. Siempre ha sido Bianca.

Era junio, el verano de 1912, antes de que la Gran Guerra desgarrara el mundo. El verano de la paz y la belleza, del arte y la poesía, cuando el pueblo de Bar Harbor se abrió a los ricos y les brindó refugio a los artistas.

Ella apareció en los riscos donde yo trabajaba, sosteniendo la mano de un niño. Con el pincel aún entre los dedos, aparté la vista del lienzo, imbuido todavía del estado de ánimo del mar y del cuadro. Ahí estaba, esbelta y preciosa, con el pelo bañado por el crepúsculo. El viento se lo agitaba junto con la falda del vestido de color azul pálido que llevaba. Tenía los ojos del color del mar que con tanta furia yo trataba de plasmar en el lienzo. Me observaron, curiosos, cautos. Su piel exhibía la palidez y luminosidad de los irlandeses.

En cuanto la vi, supe que debía pintarla. Y creo que supe, mientras nos azotaba el viento, que debería amarla.

Se disculpó por interrumpir mi trabajo. Su voz suave y cortés tenía el leve deje musical de Irlanda. El niño, que ya había pasado a sus brazos, era su hijo. Se llamaba Bianca Calhoun y era la mujer de otro hombre. Su casa de verano se hallaba en el saliente de arriba. Las Torres, la magnífica mansión que Fergus Calhoun había construido. Aunque yo llevaba poco tiempo en Mount Desert Island, había oído hablar de los Calhoun y de su hogar. Ciertamente, había admirado sus líneas arrogantes y llamativas, las torretas, las torres y los parapetos.

Un lugar así hacía honor a la mujer que tenía delante. Poseía una belleza atemporal, una firmeza serena, una gracia que jamás se podría adquirir por la enseñanza, y pasiones contenidas que hervían en sus enormes ojos verdes. Sí, ya estaba enamorado, pero entonces solo era de su belleza. Siendo un artista, quería interpretar esa belleza a mi propia manera, al óleo o al carboncillo. Quizá la asusté al mirarla tan fijamente. Pero el niño, cuyo nombre era Ethan, se mostraba intrépido y amigable. Ella parecía tan joven, tan inmaculada, que me costó creer que era suyo, y que además tenía otros dos hijos.

Aquel día no se quedó mucho tiempo, sino que se llevó a su hijo y se fue a su casa junto a su marido. La observé caminar entre las rosas silvestres, con el sol en su cabello.

Aquel día me fue imposible pintar el mar. Su rostro ya había comenzado a perseguirme.

Capítulo 1

 

No lo anhelaba, pero sabía que había que hacerlo. Suzanna arrastró hasta la camioneta una bolsa de mantillo de veinticinco kilos y la subió a la parte de atrás. Esa pequeña tarea física no representaba el problema. De hecho, le agradaba hacer que la entrega fuera su segunda parada de camino a casa.

Era la primera parada la que le habría gustado evitar. Pero para Suzanna Calhoun Dumont, el deber jamás se podía esquivar.

Le había prometido a su familia que hablaría con Holt Bradford, y era una mujer que mantenía sus promesas. «O eso intento», pensó mientras se pasaba el antebrazo por la frente sudorosa.

Maldición, estaba cansada. Había trabajado todo el día en Southwest Harbor, ajardinando una casa nueva, y al día siguiente tenía la agenda completa. Sin contar con que su hermana Amanda se casaba en poco más de una semana, ni con que Las Torres era un caos por los preparativos para la boda y la restauración del ala oeste. Ni siquiera tenía que ver con el hecho de que la esperaban dos hijos llenos de vitalidad que esa noche querrían, y merecerían, el tiempo y la atención de su madre. Ni con el papeleo que se amontonaba en su escritorio… ni con que uno de sus empleados a tiempo parcial se había ido aquella mañana.

«Bueno, quería mi propio negocio», se recordó. Y lo había conseguido. Giró la cabeza para observar su tienda, Jardines de la Isla, con el escaparate de flores de verano, y el invernadero justo detrás. Cada pensamiento, peonía y petunia eran de ella, «y del banco», pensó con una leve sonrisa. Había demostrado que no era la incompetente perdedora que una y otra vez su exmarido la había acusado de ser.

Tenía dos hijos preciosos, una familia que la quería y un negocio de paisajismo que salía adelante. Ni siquiera creía que en ese momento pudiera sostenerse la afirmación de Bax de que era una mujer aburrida. No cuando se hallaba en una aventura que había comenzado ochenta años atrás.

Desde luego, no era algo corriente la búsqueda de un collar de esmeraldas de valor incalculable, o que le siguieran los pasos unos ladrones internacionales de joyas que no se detendrían ante nada por apoderarse del legado de su bisabuela Bianca.

«Aunque hasta el momento no he desempeñado más que un papel secundario», reflexionó mientras subía a la camioneta. Todo lo había iniciado su hermana C.C. al enamorarse de Trenton St. James III, de los Hoteles St. James. Él había tenido la idea de transformar parte del hogar familiar acosado por los acreedores en una especie de hotel balneario. Al hacerlo, la antigua leyenda del collar Calhoun se había filtrado a una prensa ansiosa, provocando una reacción en cadena, cuyo curso había pasado de lo absurdo a lo peligroso.

Había sido Amanda la que había estado a punto de morir cuando el desesperado y obsesionado ladrón llamado William Livingston había robado unos papeles familiares con la esperanza de que lo condujeran hasta el collar perdido. Y había sido la vida de su hermana Lilah la que se había visto amenazada durante el último intento.

En la semana transcurrida desde aquella noche, la policía no había encontrado rastro alguno de Livingston, o del último alias por el que se lo conocía, Ellis Caufield.

«Es extraño cuánto han afectado a toda la familia Las Torres y el collar», pensó al sumarse a la corriente de tráfico. Las Torres habían unido a C.C. y a Trent. Luego había llegado Sloan O’Riley para diseñar el hotel balneario y enamorarse de Amanda. El tímido profesor de Historia, Max Quartermain, había perdido el corazón por la independiente hermana de Suzanna, Lilah, y los dos habían estado a punto de morir. Y una vez más por el collar de esmeraldas.

Había ocasiones en las que Suzanna deseaba que todos pudieran olvidar el collar que otrora había pertenecido a su bisabuela. Pero sabía, al igual que los demás, que el destino del collar que Bianca había escondido antes de morir era ser encontrado.

Por eso continuaban detrás de todas las pistas, explorando cada camino polvoriento. Y en ese momento era su turno. Durante la investigación llevada a cabo por Max, este había descubierto el nombre del artista al que Bianca había amado.

Era una historia que jamás dejaba de despertar la nostalgia de Suzanna, pero debido a su mala suerte la conexión con el artista conducía al nieto de este.

Holt Bradford. Suspiró mientras conducía por las atestadas calles del pueblo. No podía afirmar que lo conocía bien… no estaba segura de que nadie pudiera afirmarlo. Pero lo recordaba de adolescente. Hosco, malhumorado y distante. Desde luego, a las chicas les había encantado su actitud de «vete al infierno». Atracción que sin duda potenciaban su pelo oscuro y sus airados ojos grises.

Le pareció extraño ser capaz de recordar el color de sus ojos. Aunque la única vez que los había visto de cerca él prácticamente la había quemado viva con la mirada.

Se dijo que lo más probable era que hubiera olvidado el altercado. Eso esperaba. Los altercados la agitaban y la dejaban sudorosa, y ya se había hartado de ellos en su matrimonio. Holt no guardaría ningún rencor… habían pasado más de diez años. Después de todo, Holt no se había lastimado mucho cuando salió volando de la moto. «Además, fue su culpa», pensó adelantando el mentón. Ella había tenido preferencia de paso.

En cualquier caso, le había prometido a Lilah que hablaría con él. Había que seguir cualquier conexión con el collar de Bianca. Al ser el nieto de Christian Bradford, quizá hubiera oído alguna historia.

Desde su regreso a Bar Harbor unos meses atrás, Holt había residido en la misma cabaña en la que había vivido su abuelo durante el romance mantenido con Bianca. Suzanna era lo bastante irlandesa como para creer en el destino. Había un Bradford en la cabaña y varios Calhoun en Las Torres. Sin duda entre ellos podrían encontrar las respuestas al misterio que había acosado a las dos familias durante generaciones.

La cabaña daba al agua, protegida por dos hermosos sauces. La sencilla estructura de madera le recordó a una casa de muñecas, y le dio pena que a nadie le hubiera importado lo suficiente como para plantar flores. La hierba estaba recién cortada, pero su ojo profesional notó que había trozos que necesitaban ser replantados y que a toda la extensión no le iría mal un fertilizante.

Se dirigía hacia la puerta cuando el ladrido de un perro y la voz de un hombre hicieron que se desviara a un lado.

Un malecón desvencijado se extendía por encima del agua tranquila y oscura. Amarrado a él se veía un yate pequeño de un resplandeciente color blanco. Él se sentaba en la popa y con paciencia le sacaba brillo al latón. No llevaba camisa y su piel bronceada se veía tensa sobre los músculos y brillante por el sudor. El pelo negro estaba ondulado por debajo de donde habría tenido que ir el cuello de la camisa. Al parecer, no le resultaba necesario cubrirse con algo más que unos vaqueros cortos y gastados. Notó sus manos, delgadas, de dedos largos, y se preguntó si las había heredado de su abuelo artista.

El agua rompía con calma contra la embarcación. Fijó en el rostro lo que consideró una sonrisa educada y caminó hacia el embarcadero.

—Perdona.

Cuando Holt levantó la cabeza, Suzanna frenó en seco. Experimentó la rápida pero vívida impresión de que, si él hubiera tenido un arma, la estaría apuntando con ella. En un instante había pasado de estar relajado a una tensión de máxima alerta, con una especie de violencia nerviosa en la postura del cuerpo que a ella le resecó la boca.

Mientras luchaba por frenar el corazón desbocado, notó que había cambiado. El chico hosco en ese momento era un hombre peligroso. No se le ocurrió otra palabra para describirlo. El rostro le había madurado y estaba bien definido. La sombra de una barba de dos días potenciaba su aspecto duro.

Pero fueron sus ojos los que volvieron a resecarle la garganta. Un hombre con ojos tan intensos y poderosos no necesitaba ningún arma.

Holt la observó con ojos entrecerrados, sin levantarse ni hablar. Tuvo que brindarse un momento para adaptarse. De haber tenido un arma, sabía que ya habría desenfundado. Ese era uno de los motivos por los que se hallaba allí, y por el que otra vez era un civil.

Podría haberse obligado a relajarse, sabía cómo hacerlo, pero recordaba la cara de ella. Un hombre no olvidaba esa cara. Dios sabía que él no lo había hecho. En una de sus fantasías juveniles la había imaginado como una princesa, perdida y hermosa con un atuendo de seda. Y él un caballero que habría matado a cien dragones para tenerla.

El recuerdo le hizo fruncir el ceño.

Pensó que prácticamente no había cambiado. La piel aún era de la palidez de las rosas y la leche irlandesas, la cara de una forma ovalada clásica. La boca había permanecido plena y románticamente suave, y los ojos de ese profundo y soñador azul, con pestañas tupidas y exuberantes. En ese momento lo observaban con una especie de alarma desconcertada mientras él se tomaba su tiempo para estudiarla.

Ella llevaba el pelo recogido en una coleta, pero Holt recordaba cómo le había caído suelto y rubio sobre los hombros.

Era alta, una característica de todas las mujeres Calhoun, pero demasiado delgada. Había oído que se había casado y divorciado, y que ambas habían sido experiencias difíciles. Tenía dos hijos, un niño y una niña. Costaba creer que esa mujer tan esbelta enfundada en unos vaqueros y una sudadera viejos hubiera dado a luz alguna vez.

Sin dejar de mirarla, siguió sacándole brillo al metal.

—¿Quieres algo?

Suzanna soltó el aire que no se había dado cuenta de que contenía.

—Lamento presentarme de esta manera. Soy Suzanna Dumont. Suzanna Calhoun.

—Sé quién eres.

—Oh, bueno… —carraspeó—. Comprendo que estés ocupado, pero me gustaría hablar contigo unos minutos. Si este es un buen momento…

—¿Sobre qué?

«Ya que se muestra tan educado», pensó irritada, «iré al grano».

—Sobre tu abuelo. Era Christian Bradford, ¿verdad? ¿El artista?

—Así es. ¿Y qué?

—Es más bien una historia larga. ¿Puedo sentarme? —al ver que él solo se encogía de hombros, se dirigió al malecón, que crujió y se balanceó bajo sus pies—. En realidad, comenzó allá por mil novecientos doce o trece, con mi bisabuela Bianca.

—Ya conozco el cuento de hadas —en ese momento podía olerla, flores y sudor, y sintió un nudo en el estómago—. Era una mujer infeliz con un marido rico y difícil. Lo compensó con un amante. En algún punto, al parecer escondió su collar de esmeraldas. Como un seguro por si tenía las agallas de marcharse. Pero en vez de partir hacia el crepúsculo con su amante, se tiró por la ventana de la torre, y el collar jamás se encontró.

—No fue precisamente…

—Ahora tu familia ha decidido comenzar una búsqueda del tesoro —continuó como si ella no hubiera hablado—. Sacasteis mucha publicidad del asunto y más problemas de los que habríais querido. Tengo entendido que hace unas semanas tuvisteis diversión.

—Si llamas diversión a que retengan a mi hermana a punta de cuchillo, sí —el fuego había llegado hasta sus ojos. No siempre era buena defendiéndose a sí misma, pero cuando se trataba de su familia, no se arredraba ante nadie—. El hombre que trabajaba con Livingston, o como se llame ahora ese canalla, estuvo a punto de matar a Lilah y a su novio.

—Cuando se tiene un collar de esmeraldas de valor incalculable unido a una leyenda, las ratas hacen acto de presencia —conocía a Livingston. Holt había sido policía diez años, y aunque había pasado casi todo el tiempo en antivicio, había leído informes sobre aquel escurridizo y a menudo violento ladrón de joyas.

—La leyenda y el collar son asunto de mi familia.

—Entonces, ¿para qué vienes a verme? Entregué mi placa. Me he retirado.

—No he venido en busca de ayuda profesional. Es algo personal —respiró hondo, queriendo ser clara y concisa—. El novio de Lilah era profesor de Historia en Cornell. Hace un par de meses, Livingston, bajo el nombre de Ellis Caufield, lo contrató para analizar los papeles familiares que nos había robado.

—No parece que Lilah haya elegido bien a su novio —siguió lustrando el metal.

—Max no sabía que los papeles eran robados —explicó Suzanna con los dientes apretados—. Cuando lo averiguó, Caufield estuvo a punto de matarlo. En cualquier caso, Max se presentó en Las Torres y prosiguió con la búsqueda para nosotras. Hemos documentado la existencia del collar y entrevistado a una criada que trabajó en Las Torres el año en que Bianca murió.

—Habéis estado ocupadas —Holt cambió de postura y continuó trabajando.

—Sí. Corrobora la historia de que ocultaron el collar y que Bianca estaba enamorada y planeaba dejar a su marido. El hombre del que estaba enamorada era un artista —aguardó un momento—. Se llamaba Christian Bradford.

Algo titiló en los ojos de Holt, pero desapareció al instante. Con lentitud deliberada dejó el trapo. Sacó un cigarrillo del cajetín, lo encendió y soltó una bocanada de humo.

—¿De verdad esperas que me crea esa pequeña fantasía?

Suzanna había contado con la sorpresa, incluso el asombro. Pero había recibido aburrimiento.

—Es verdad. Solía reunirse con él en los riscos cerca de Las Torres.

—Los viste, ¿no? —le sonrió con una expresión próxima al desdén—. Sí, yo también he oído hablar de los fantasmas —dio otra calada y con gesto perezoso soltó el humo—. El espíritu melancólico de Bianca Calhoun, que vaga por su casa de verano. Los Calhoun estáis llenos de… historias.

Los ojos de Suzanna se oscurecieron, pero la voz permaneció muy controlada.

—Bianca Calhoun y Christian Bradford estaban enamorados. El verano que ella murió, se vieron a menudo en estos riscos justo debajo de Las Torres.

Eso tocó algo en el interior de Holt, pero se encogió de hombros.

—¿Y qué?

—Que hay una conexión. Mi familia no puede pasar por alto ninguna conexión, en especial una tan vital como esta. Es muy posible que le contara dónde había guardado el collar de esmeraldas.

—No veo qué tiene que ver con el collar un coqueteo, un coqueteo sin importancia, entre dos personas hace unos ochenta años.

—Si pudieras dejar a un lado ese prejuicio que pareces tener hacia mi familia, podríamos llegar a deducirlo.

—No me interesa ninguna de las dos cosas… —abrió la tapa de una nevera pequeña—. ¿Quieres una cerveza?

—No.

—Bueno, pues me he quedado sin champán —sin dejar de mirarla, abrió la botella, tiró la chapa en un cubo de plástico y dio un buen trago—. ¿Sabes?, si lo piensas, verás que cuesta tragárselo. La señora de la mansión, de educación exquisita y rica, con el artista pobre. No encaja, nena. Será mejor que olvides el asunto y te concentres en plantar tus flores. ¿No es eso lo que haces en la actualidad?

Podía enfurecerla, pero no iba a disuadirla de su objetivo.

—Las vidas de mis hermanas se vieron amenazadas, han entrado a la fuerza en mi hogar. Hay idiotas a la caza del tesoro que entran en mi jardín y arrancan mis rosales —se irguió, alta, esbelta y furiosa—. No tengo ninguna intención de olvidarme del asunto.

—Es asunto tuyo —Holt tiró lejos el cigarrillo antes de saltar sin esfuerzo al malecón. Osciló bajo su peso—. Pero no esperes arrastrarme a él.

—Muy bien, entonces. Dejaré de desperdiciar mi tiempo y el tuyo.

Aguardó hasta que ella salió del embarcadero.

—Suzanna… —le gustaba cómo sonaba. Suave, femenino y antiguo—. ¿Llegaste a aprender a conducir?

Con expresión tormentosa, ella retrocedió un paso.

—¿Eso es lo que te mueve? —quiso saber—. ¿Sigues enfadado porque te caíste de aquella estúpida moto y te golpeaste tu hinchado ego masculino?

—Eso no fue lo único que se golpeó… o arañó o laceró —recordaba el aspecto que había tenido ella. No podía superar los dieciséis años. Había bajado corriendo del coche, con el pelo al viento, la cara pálida, los ojos llenos de preocupación.

Y él había estado tendido en el costado del camino, con el orgullo de veinte años tan despellejado como la piel que el asfalto había abrasado.

—No lo creo —dijo ella—. Sigues furioso, después de… ¿cuánto, doce años?, por algo que claramente fue culpa tuya.

—¿Culpa mía? —inclinó la botella hacia ella—. Fuiste tú quien me dio.

—Nunca le di a nadie. Te caíste.

—Si no hubiera lanzado la moto al arcén, me habrías dado. No mirabas por dónde ibas.

—Tenía preferencia de paso. Y tú ibas a demasiada velocidad.

—Tonterías —empezaba a pasárselo bien—. Ibas mirando esa bonita cara tuya en el espejo retrovisor.

—Bajo ningún concepto. En ningún momento aparté la vista del camino.

—Si hubieras tenido los ojos en donde conducías, no habrías chocado conmigo.

—Yo no… —Suzanna calló y soltó un juramento—. No pienso quedarme aquí a discutir contigo por algo que sucedió hace doce años.

—Has venido a verme para involucrarme en algo que ocurrió hace ochenta años, claro.

—Fue un error obvio —esas habrían sido sus últimas palabras, pero un perro muy grande y muy mojado atravesó el césped dando saltos. Con dos ladridos felices el animal saltó y plantó las dos patas sucias sobre su sudadera, haciéndola trastabillar.

—¡Sadie, abajo! —mientras emitía aquella orden, Holt sostuvo a Suzanna antes de que diera en el suelo. La perra se sentó moviendo el rabo—. ¿Te encuentras bien? —le preguntó a Suzanna, a quien tenía pegada al pecho.

—Sí, estoy bien —él tenía unos músculos rocosos. Era imposible no notarlo. Así como era imposible no notar su aliento a lo largo de la sien. Hacía mucho tiempo que un hombre no la tenía en brazos.

La hizo girar despacio. Por un momento, un momento demasiado largo, la tuvo cara a cara, atrapada en el círculo de sus brazos. Bajó la mirada a sus labios. Una gaviota graznó en lo alto y surcó el aire encima del agua. Sintió el corazón de ella palpitar contra el suyo. Una, dos, tres veces.

—Lo siento —dijo al soltarla—. Sadie aún se considera una cachorra. Te ha ensuciado la sudadera.

—Trabajo con tierra —buscando tiempo para recuperarse, Suzanna se agachó para rascar la cabeza del animal—. Hola, Sadie.

Holt metió las manos en los bolsillos mientras Suzanna saludaba a su perra. La botella seguía donde la había tirado, con el contenido vertiéndose sobre la hierba. Deseó que ella no estuviera tan hermosa, que la risa que soltaba mientras el perro le lamía la cara no calmara tanto sus nervios.

En ese momento en que la tuvo en brazos, había encajado tan bien como una vez había imaginado que sucedería. Cerró las manos en los bolsillos porque anhelaba tocarla. No, eso ni siquiera servía para explicar lo que sentía. Quería introducirla en la cabaña, tirarla sobre la cama y hacerle cosas increíbles.

—Un hombre que tiene un perro tan agradable no puede ser tan malo —miró por encima del hombro y su cauta sonrisa murió en sus labios. El modo en que la miraba, con ojos intensos y fieros, el rostro huesudo tenso, hizo que contuviera el aliento. Alrededor de él vibraba la violencia. Ya había probado la violencia de un hombre y el recuerdo de aquello le debilitaba las extremidades.

Despacio, Holt relajó los hombros, los brazos, las manos.

—Quizá no lo sea —comentó con jovialidad—. Pero en este punto es ella mi propietaria.

A Suzanna le resultó más cómodo mirar al perro que al amo.

—Tenemos un cachorro. Aunque no para de crecer y pronto será tan grande como Sadie. De hecho, se parece mucho a ella. ¿Ha tenido alguna camada hace unos meses?

—No.

—Umm. Tiene el mismo pelaje, la misma forma de cara. Mi cuñado lo encontró medio muerto de hambre. Lo habían abandonado.

—Aún no me ha dado por abandonar cachorros desvalidos.

—No pretendía dar a entender… —calló porque una nueva idea había entrado en su cabeza. No era más descabellada que buscar collares de esmeraldas perdidos—. ¿Sabe si su abuelo tenía perro?

—Siempre lo tuvo, solía llevárselo con él allá a donde iba. Sadie es una de sus descendientes.

—¿Tuvo un perro llamado Fred? —con cuidado volvió a incorporarse.

Holt ya sabía con claridad que no le gustaba el rumbo que empezaba a tomar la conversación.

—El primer perro que tuvo se llamaba Fred. Fue antes de la Primera Guerra Mundial. Lo pintó en un cuadro. Y, cuando Fred se dedicó a inseminar a parte del vecindario canino, mi abuelo se quedó con un par de cachorros.

Suzanna se frotó unas manos súbitamente húmedas en los vaqueros. Necesitó de todo su control para mantener la voz baja y firme.

—El día antes de que muriera Bianca, llevó un cachorro a casa, para sus hijos. Un pequeño animal negro al que bautizó Fred —vio que la expresión de los ojos de él cambiaba y que disponía de su atención—. Lo había encontrado en los riscos… los mismos a los que iba para reunirse con Christian —se humedeció los labios—. Mi bisabuelo no dejó que el perro se quedara. Discutieron por eso, una discusión bastante seria. Pudimos encontrar a una doncella que había trabajado para ellos y presenciado esa discusión. Nadie estaba seguro de lo que le había pasado a ese perro. Hasta ahora.

—Aunque fuera verdad —comentó Holt despacio—, no cambia la realidad. No hay nada que yo pueda hacer por ti.

—Puedes pensar en ello, tratar de recordar si él dijo algo alguna vez, si te dejó algo que pudiera ayudarnos.

—Ya tengo suficiente en qué pensar —se alejó unos pasos. No quería verse involucrado en nada que lo pusiera una y otra vez en contacto con aquella mujer.

Ella no lo cuestionó. Tenía la vista clavada en su cicatriz, que iba desde el hombro hasta casi la cintura. Holt se volvió, se topó con su mirada horrorizada y se puso rígido.

—Lo siento, de haber sabido que vendrías, me habría puesto una camisa.

—¿Qué…? —Suzanna tuvo que tragarse la emoción que le atenazaba la garganta—. ¿Qué te pasó?

—Una mala noche, cuando era policía —no le quitó los ojos de encima—. No puedo ayudarte, Suzanna.

Ella contuvo la compasión que sin duda él odiaría.

—No quieres hacerlo.

—Lo que tú digas. Si quisiera husmear en los problemas de los demás, todavía seguiría en el Cuerpo.

—Solo te pido que pienses un poco, que nos comuniques si recuerdas algo que pueda servirnos de ayuda.

Empezaba a impacientarse. Holt consideraba que ya le había dado más de lo que le correspondía por un día.

—Era niño cuando él falleció. ¿De verdad crees que me lo habría contado si hubiera tenido una aventura con una mujer casada?

—Haces que suene sórdido.

—Algunas personas no consideran romántico el adulterio —se encogió de hombros. Fuera como fuere, para él no representaba nada.

—No me interesa tu punto de vista sobre la moralidad. Solo tus recuerdos. Y ya te he quitado suficiente tiempo.

Holt no supo qué había dicho para provocarle esa expresión triste y dolida. Pero no podía dejar que se fuera y lo atormentara con ese recuerdo.

—Creo que estás dando palos de ciego, pero, si me viniera algo a la cabeza, te lo comunicaré. Por los antepasados de Sadie.

—Te lo agradecería.

—Pero no esperes nada.

—Créeme, no lo haré —Suzanna rio y se volvió para dirigirse hacia la camioneta.

Holt la sorprendió al atravesar el césped con ella.

—Tengo entendido que has puesto tu propio negocio.

—Así es —miró alrededor—. Podrías contratar mis servicios.

—No soy un enamorado de las rosas —manifestó con desdén.

—La cabaña sí —impasible, sacó las llaves del bolsillo—. No haría falta mucho para darle un aire acogedor.

—No busco florecillas en el mercado, encanto. Jugar con los rosales te lo dejo a ti.

Suzanna pensó en los músculos doloridos con los que llegaba todas las noches a casa y subió a la camioneta para cerrarla de un portazo.

—Sí, a las mujeres nos encanta jugar en el jardín. A propósito, Holt, tu hierba necesita fertilizante. Estoy convencida de que tienes de sobra para diseminarlo por ahí.

Arrancó, puso marcha atrás y se largó.

Capítulo 2

 

Los niños salieron de la casa a la carrera, seguidos de un enorme perro negro. El niño y la niña bajaron por los desgastados escalones de piedra con el equilibrio fácil y la gracilidad de la juventud. El perro tropezó con sus propias patas y dio un salto mortal. «Pobre Fred», pensó Suzanna al bajar de la camioneta. Daba la impresión de que nunca superaría su torpeza de cachorro.

—¡Mamá! —cada niño se aferró a una de las piernas de Suzanna.

Con seis años, Alex ya era alto para su edad, y con el pelo moreno como el de un gitano. Sus piernas bronceadas tenían heridas curadas a la altura de las rodillas y arañazos a la altura de los codos delgados. Suzanna sabía que no se debía a la torpeza, sino a su espíritu travieso. Jenny, un año menor y rubia como una princesa de cuento de hadas, exhibía las mismas marcas de honor. En cuanto se agachó para besarlos, Suzanna olvidó su irritación y fatiga.

—¿Qué habéis estado haciendo?

—Construimos un fuerte —informó Alex—. Va a ser impregnable.

—Inexpugnable —corrigió su madre, pellizcándole la nariz.

—Sí, y Sloan dijo que el domingo podría ayudarnos en su construcción.

—¿Podrás tú? —preguntó Jenny.

—Después de trabajar —se inclinó para palmear a Fred, que intentaba abrirse paso entre los niños para obtener su parte de afecto—. Hola, muchacho. Creo que hoy he conocido a uno de tus parientes.

—¿Fred tiene parientes? —quiso saber Jenny.

—Eso parece —Suzanna avanzó con los niños para sentarse en los escalones. Era un lujo poder oler el mar y las flores, tener a un niño bajo cada brazo—. Creo que conocí a su prima Sadie.

—¿Dónde? ¿Puede venir a visitarlo? ¿Es bonita?

—En el pueblo —respondió a las preguntas a quemarropa de Alex—. No lo sé, y sí, es muy bonita. Grande, como va a ser Fred cuando termine de crecer. ¿Qué más habéis hecho hoy?

—Vinieron Loren y Lisa —informó Jenny—. Matamos a miles de invasores.

—Bueno, entonces esta noche podremos dormir tranquilos.

—Y Max nos contó una historia sobre la invasión de la playa de Normalía.

—Creo que era Normandía —riendo entre dientes, Suzanna besó la parte superior de la cabeza de Jenny.

—Lisa y Jenny también jugaron a las muñecas —Alex le lanzó a su hermana una mueca fraternal.

—Ella quería. En su cumpleaños le regalaron una Barbie nueva y un coche.

—Era un Ferrari —explicó Alex con aires de importancia, pero no quiso reconocer que Loren y él habían jugado con el coche cuando las chicas salieron de la habitación. Se acercó más para jugar con la coleta de su madre—. La semana próxima Loren y Lisa se van a Disney World.

Suzanna contuvo un suspiro. Sabía que sus hijos soñaban con ir a ese reino encantado que había en el centro geográfico de Florida.

—Un día iremos.

—¿Pronto? —instó Alex.

Quiso prometérselo, pero no pudo.

—Un día —repitió. El cansancio había retornado cuando se levantó para tomar a cada uno de la mano—. Corred y decidle a la tía Coco que estoy en casa. Necesito darme una ducha y cambiarme de ropa. ¿Vale?

—¿Podemos acompañarte al trabajo mañana?

Apretó la mano de Jenny.

—A Carolanne le toca mañana estar de guardia en la tienda. Yo tengo que ir a una casa —sintió la decepción de su hija con tanta intensidad como la suya propia—. La semana próxima. Id ahora —instó al abrir la sólida puerta delantera—. Miraré vuestro castillo después de la cena.

Satisfechos, corrieron vestíbulo abajo con el perro pisándoles los talones.

«No piden mucho», pensó Suzanna al subir por la escalera a la primera planta. Y quería darles mucho más. Sabía que eran felices y que se hallaban a salvo y seguros. Tenían una familia enorme que los adoraba. Con una de sus hermanas casada y las otras dos prometidas, sus hijos tenían suficiente presencia masculina en su vida. Quizá los tíos no reemplazaran a un padre, pero era lo mejor que podía hacer ella.

Hacía meses que no sabían nada de Baxter Dumont. Alex ni siquiera había recibido una postal en su cumpleaños. La pensión de mantenimiento de los niños volvía a retrasarse… como todos los meses. Bax era demasiado buen abogado como para descuidar por completo los pagos, pero se aseguraba de que llegaran algunas semanas más tarde de su fecha. Sabía que lo hacía para ponerla a prueba a ella. Para ver si llegaba a suplicar.

Agradecía a Dios no haber necesitado hacerlo hasta el momento.

Hacía un año y medio que les habían concedido el divorcio, pero él seguía utilizando en su contra a los niños… lo único realmente valioso que habían hecho juntos.

Quizá esa era la causa por la que aún tenía que superar la persistente desilusión, la sensación de traición y pérdida. Ya no amaba a su exmarido. Ese amor había muerto antes de que naciera Jenny. Pero el dolor… movió la cabeza. Estaba trabajando en ello.

Entró en su habitación. Como la mayoría de las habitaciones de Las Torres, el dormitorio de Suzanna era enorme. Su bisabuelo había construido la casa a comienzos de siglo. Había sido una pieza de exposición, un testamento a su vanidad, a su gusto por lo opulento y a su necesidad de rango. Tenía cinco plantas de sombrío granito con llamativas torres, parapetos y terrazas escalonadas. El interior tenía techos altos, madera noble y pasillos laberínticos. Parte castillo, parte mansión, primero había sido una casa de verano, luego una residencia permanente.

A lo largo de los años y de los reveses financieros, la casa había visto tiempos duros. El dormitorio de ella, como todas las habitaciones, mostraba grietas en la escayola. El suelo estaba rayado, el techo tenía filtraciones y las tuberías una mente propia. Los Calhoun adoraban su casa familiar. En ese momento, cuando estaban habilitando el ala oeste para convertirla en un hotel, esperaban que pronto comenzara a ser independiente y cubriera sus gastos.

Fue al armario en busca de una bata y pensó que había sido afortunada. Había podido llevar allí a sus hijos, un hogar verdadero, cuando el suyo propio se había desmoronado. No había tenido que entrevistar a desconocidos para que cuidaran de ellos mientras trabajaba. La hermana de su padre, que había criado a sus hermanas y a ella a la muerte de sus padres, en ese momento también se ocupaba de sus hijos. Aunque Suzanna era consciente de que Alex y Jenny tenían demasiada energía, sabía que no había nadie mejor preparado para la tarea que la tía Coco.

Y un día encontrarían el collar de esmeraldas de Bianca y todo volvería a lo que era normal en la familia Calhoun.

—Suze —Lilah llamó a la puerta y asomó la cabeza—. ¿Lo has visto?

—Sí.

—Estupendo —Lilah, cuyo pelo rojo caía en ondas hasta su cintura, entró. Se extendió en posición diagonal sobre la cama y apoyó la almohada contra el cabecero. No le costó nada adoptar su postura favorita: la horizontal—. Bueno, cuéntame.

—No ha cambiado gran cosa.

—¿Ah, no?

—Se mostró bastante brusco y grosero… —se quitó la sudadera—. Creo que hasta pensó en dispararme por entrar sin permiso en su propiedad. Cuando traté de explicarle lo que pasaba, fue desdeñoso —recordó la expresión al tiempo que se bajaba la cremallera de los vaqueros—. Básicamente, fue desagradable, arrogante y grosero.

—Umm. Parece un príncipe.

—Cree que nos lo inventamos todo para conseguir publicidad para Las Torres cuando abramos el hotel el año próximo.

—Vaya un imbécil —eso molestó a Lilah lo suficiente como para sentarse—. Max estuvo a punto de morir. ¿Es que nos considera locas, por no decir unas mentirosas?