Lejos de todo - Nora Roberts - E-Book

Lejos de todo E-Book

Nora Roberts

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Beschreibung

Vance Banning estaba harto de la competitividad del mundo de los negocios y de las mujeres ambiciosas que intentaban atraparlo por su dinero, así que decidió refugiarse en una pequeña localidad rural y hacerse pasar por carpintero. Como sólo quería paz, tranquilidad y mantenerse alejado de las mujeres, lo último que necesitaba era una vecina guapa, afable y muy persistente; sin embargo, Shane Abbott tenía un encanto especial, y él era incapaz de ignorarla. Vance estaba convencido de que su falsa identidad bastaría para mantener a raya a su preciosa vecina, pero Shane estaba decidida a quebrantar su resistencia. Vance ya se había quemado una vez, y había aprendido la lección. Sabía que sólo un tonto volvería a dejarse engañar por una apariencia supuestamente inocente, pero no tenía ni idea de lo resuelta que podía llegar a ser Shane Abbott cuando decidía echar una mano... o entregar su corazón.

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Seitenzahl: 320

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1984 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Lejos de todo, n.º 15 - junio 2017

Título original: First Impressions

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises

Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-157-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

 

 

Para Georgeann, mi vecina y amiga.

Uno

 

El sol matinal bañaba las montañas con su luz, y enfatizaba los tonos rojos y dorados que centelleaban entre el verde de las hojas. En algún lugar del bosque, un conejo volvió a meterse en su madriguera mientras un pájaro gorjeaba animadamente en una rama. La valla que bordeaba la carretera estaba perfilada por matas de madreselva, y el suave aroma de las escasas flores que aún quedaban perfumaba el aire. En un prado distante, un granjero y su hijo recogían los últimos fardos de heno.

Un coche pasó por la carretera, de camino hacia el pueblo, y su conductor hizo un gesto de saludo con la mano que Shane devolvió. Era fantástico estar de vuelta en casa.

Mientras paseaba por la hierba del arcén, arrancó una flor de madreselva y, tal y como solía hacer de niña, inhaló su olor dulzón. La fragancia se intensificó brevemente cuando apretó la flor entre los dedos. Era un aroma que asociaba a la época veraniega, igual que el del humo de la barbacoa y el de los nuevos brotes de hierba; sin embargo, el verano ya estaba llegando a su fin.

Shane esperaba con impaciencia la llegada del otoño, ya que en aquella estación las montañas estaban en su apogeo. En otoño, los colores quitaban el aliento y el aire era limpio y fresco, y cuando soplaba el viento, el mundo se llenaba de sonidos y de hojas volando de un lado a otro. Era la época en la que el aire se impregnaba con el olor de la leña quemada de las chimeneas, y el suelo se cubría de bellotas caídas.

Era extraño, pero sentía como si nunca se hubiera ido de allí, como si aún tuviera veintiún años y acabara de salir de casa de su abuela para ir a comprar leche y pan a Sharpsburg. Las calles abarrotadas de Baltimore, las aceras y el gentío incesante de los últimos cuatro años parecían un sueño. Era como si no se hubiera pasado esos cuatro años trabajando de profesora en un instituto del centro de la ciudad, corrigiendo exámenes y asistiendo a las reuniones del claustro.

Pero habían pasado cuatro años, y tanto la casa de dos pisos de su abuela como los tres acres de terreno boscoso que la rodeaban habían pasado a sus manos; además, aunque las montañas y los bosques eran los mismos, ella había cambiado.

Desde un punto de vista físico, era prácticamente igual a la joven que se había ido de aquella zona del oeste de Maryland para trabajar en un instituto de Baltimore. No era demasiado alta, tenía una constitución delicada y una figura esbelta que no había desarrollado las curvas que a ella le habría gustado tener, y su tez era pálida pero con un cálido toque de color. Su sonrisa sacaba a la luz unos hoyuelos descarados, sus pómulos carecían de la elegancia que ella habría deseado que tuvieran, y durante toda su vida había tenido que aguantar que la gente usara la palabra «traviesa» para describir su nariz, que era pequeña, pecosa y un poco respingona.

Bajo sus cejas finas y suavemente arqueadas, sus grandes ojos oscuros solían reflejar todas sus emociones, y sólo se mostraban inexpresivos en contadas ocasiones. Su pelo corto color miel le enmarcaba el rostro. Como tenía un temperamento alegre, su cara solía estar animada y su boca curvada en una sonrisa. El adjetivo que solía usarse para describirla era «mona», y aunque había llegado a aborrecer aquella palabra, había aprendido a vivir con ella; al fin y al cabo, era imposible convertir un atractivo vital y dinámico en una belleza seductora.

Al doblar la última curva de la carretera antes de llegar al pueblo, relampagueó en su mente el recuerdo de tantas otras veces que había recorrido aquel camino en el pasado… siendo una niña, una adolescente, una joven a punto de convertirse en mujer… y experimentó una reconfortante sensación de seguridad y de pertenencia. En la ciudad no había encontrado nada que le diera el simple placer de sentirse parte de un todo.

Riendo, echó a correr y entró como una exhalación en la tienda de comestibles. La campanilla que había sobre la puerta tintineó con fuerza.

–¡Hola!

–Hola –le contestó la dependienta, con una sonrisa–. Hoy has salido muy temprano, ¿no?

–Cuando me he levantado, me he dado cuenta de que me había quedado sin café –al ver la caja de dónuts en el mostrador, fue a echar un vistazo de inmediato–. Madre mía, Donna… ¿están rellenos de crema?

–Sí –Donna soltó un suspiro cargado de envidia al ver que Shane elegía uno y le daba un mordisco. A lo largo de los últimos veinte años, la había visto comer a dos carrillos sin engordar ni un gramo.

Aunque habían crecido juntas, eran tan distintas como el día y la noche. Shane era rubia, y Donna morena; la primera era menuda, y la segunda alta y curvilínea. Durante la mayor parte de sus vidas, Shane había sido la líder, la aventurera, y Donna había seguido su liderazgo; aunque no dudaba en señalar los puntos débiles de los planes que urdía su amiga, siempre acababa formando parte activa de ellos.

–Bueno, ¿qué tal va el traslado?

–Bastante bien –contestó Shane, con la boca llena.

–Apenas te hemos visto el pelo desde que volviste.

–Tengo un montón de cosas por hacer, mi abuela apenas pudo encargarse de la casa durante los últimos años –comentó, con una voz rebosante de cariño y de dolor–. Siempre le interesó más su huerto que las goteras del tejado, a lo mejor si me hubiera quedado…

–No empieces a culparte, sabes que quería que aceptaras el puesto en el instituto –la cortó Donna–. Faye Abbott vivió hasta los noventa y cuatro años, muchos desearían llegar a esa edad; además, fue una luchadora hasta el final.

Shane soltó una carcajada.

–Sí, eso es verdad. A veces, me parece verla sentada en su mecedora de la cocina, vigilándome para asegurarse de que fregaba los platos por la noche –el recuerdo hizo que sintiera añoranza por la infancia que había quedado atrás, pero se obligó a animarse–. He visto a Amos Messner con su hijo, recogiendo heno –terminó de comerse el dónut, y se limpió las manos en los pantalones antes de añadir–: creía que Bob estaba en el ejército.

–Lo dejó la semana pasada, va a casarse con una chica que conoció en Carolina del Norte.

–¿En serio?

Donna sonrió con satisfacción. Como era la propietaria de la tienda de comestibles, se jactaba de ser los oídos y los ojos del pueblo.

–Va a venir a visitarlo el mes que viene, trabaja de secretaria.

–¿Cuántos años tiene? –le preguntó Shane, para ponerla a prueba.

–Veintidós.

Shane se echó a reír.

–Donna, eres fantástica. Siento como si nunca me hubiera marchado.

Donna sonrió al oír aquella risa desinhibida tan familiar.

–Me alegro de que hayas vuelto, te hemos echado de menos.

Shane apoyó la cadera contra el mostrador, y le preguntó:

–¿Dónde está Benji?

–Arriba, con Dave –Donna sonrió al pensar en su marido y en su hijo–. Cuando está aquí abajo no deja de hacer travesuras, después de comer yo me quedaré con él mientras Dave se ocupa de la tienda.

–Vivir encima de tu negocio tiene sus ventajas.

Donna aprovechó la oportunidad para sacar un tema del que quería hablar con su amiga.

–Shane, ¿aún estás planteándote lo de remodelar tu casa?

–No estoy planteándomelo, estoy decidida a hacerlo –antes de que Donna pudiera interrumpirla, se apresuró a añadir–: una tienda de antigüedades es un buen negocio, y el museo hará que destaque por encima de las demás.

–Pero es un riesgo enorme –protestó Donna, más preocupada que nunca al ver el brillo de excitación de los ojos de Shane. Era un brillo que había visto antes, cada vez que su amiga tramaba uno de sus planes–. Los gastos…

–Tengo bastante ahorrado para poner en marcha el negocio, y de momento, la mayor parte de los artículos que ponga en venta saldrán de la casa. Donna, quiero hacerlo. Quiero tener mi propia casa, mi propio negocio –recorrió con la mirada la tienda, y comentó–: estoy segura de que lo entiendes.

–Sí, pero yo tengo la ayuda de Dave. No creo que fuera capaz de montar o de dirigir un negocio por mi cuenta.

–Estoy segura de que va a funcionar –Shane fijó la mirada más allá de Donna, como si estuviera contemplando sus propios sueños–. Puedo ver cómo será cuando esté listo.

–Vas a tener que hacer un montón de remodelaciones.

–La estructura básica de la casa quedará intacta. Sólo habrá que hacer modificaciones y reparaciones, y la mayoría las habría hecho de todas formas.

–Vas a necesitar licencias y permisos…

–Ya está todo solicitado.

–Tendrás que pagar un montón de impuestos…

–Ya me he puesto en contacto con un contable –Shane sonrió al ver que su amiga hacía una mueca de resignación–. Tengo una buena ubicación, un conocimiento sólido sobre antigüedades, y puedo recrear todas y cada una de las batallas de la Guerra Civil.

–Eso está claro, lo haces a la más mínima oportunidad.

–Como no tengas cuidado, voy a volver a recrear para ti la batalla de Antietam.

Donna soltó un exagerado suspiro de alivio cuando se abrió la puerta.

–Hola, Stu –le dijo al recién llegado.

Durante los diez minutos siguientes, los tres se entretuvieron cotilleando mientras Donna empaquetaba el pedido de Stu, y Shane no tardó en enterarse de los pocos cambios que habían ocurrido en los cuatro años que había pasado fuera.

Sabía que se la consideraba una rareza… la chica del pueblo que se había marchado a la ciudad y que había vuelto cargada de grandes ideas, y que para los habitantes de más edad seguía siendo la nieta de Faye Abbott. Formaban una comunidad bastante cerrada, y la consideraban una de ellos. No se había casado con el hijo de Cy Trainer como todo el mundo esperaba, pero por fin había vuelto al redil.

–Stu sigue siendo el mismo –comentó Donna, cuando volvieron a quedarse solas–. ¿Te acuerdas de nuestro primer año en el instituto? Él estaba en el último curso, era el capitán del equipo de rugby y el chico más guapo de todos.

–Sí, y tenía la azotea prácticamente vacía –dijo Shane con sequedad.

–Siempre te gustaron los intelectuales –antes de que Shane pudiera protestar, añadió–: oye, creo que tengo uno perfecto para ti.

–¿Un qué?

–Un intelectual. Al menos, eso parece por la pinta que tiene; además, es tu vecino –la sonrisa de Donna se fue ensanchando por momentos.

–¿Mi vecino?

–Ha comprado la propiedad de los Farley, se mudó la semana pasada.

–¿En serio? –dijo Shane, sorprendida–. La casa estaba prácticamente destrozada por el fuego, ¿quién podría ser tan tonto como para comprar un sitio tan destartalado?

–Vance Banning, de Washington, D.C.

–Bueno, supongo que el terreno vale la pena, aunque la casa sea una ruina –Shane se acercó a un estante, agarró un paquete de café y lo puso sobre el mostrador sin comprobar el precio–. Supongo que lo ha comprado para ahorrarse impuestos, o algo así.

–No creo, está arreglando la casa –Donna marcó el precio en la caja registradora, mientras Shane sacaba el dinero del bolsillo trasero del pantalón.

–Así que es un tipo valiente –comentó Shane, mientras se metía el cambio en el bolsillo con gesto distraído.

–Y además está solo. No creo que le sobre el dinero, porque no tiene trabajo.

–Vaya.

Shane sintió una punzada de lástima por el hombre, consciente de que el problema del desempleo podía afectar a cualquiera; el año anterior, había habido una reducción de plantilla del tres por ciento en su instituto.

–He oído que es bastante mañoso –siguió diciendo Donna–. Archie Moler le llevó unas tablas de madera hace unos días, y me dijo que ya ha acabado de arreglar el porche. Pero parece que apenas tiene muebles… unas cajas de libros, y poco más.

Shane ya estaba pensando en lo que podía dejarle; tenía varias sillas de sobra que…

–Además, es muy guapo –añadió Donna.

–Oye, te recuerdo que estás casada.

–Pero aún puedo mirar, ¿no? Es bastante alto –Donna soltó un suspiro de apreciación. Ella medía casi un metro ochenta, así que le gustaban los hombres altos–. Es moreno, y tiene una cara con personalidad… ya sabes, con líneas de expresión y firme. Y tiene unos hombros fantásticos.

–Siempre te fijas en los hombros.

–Está un poco delgado para mi gusto, pero es guapísimo. Aunque parece un tipo bastante solitario, apenas habla ni se relaciona con la gente del pueblo.

–Es duro ser un forastero –Shane lo sabía por experiencia propia–. Por no hablar de estar en el paro. ¿Qué crees que…? –se interrumpió al oír el tintineo de la campanilla de la puerta, y cuando se volvió, la mente se le quedó en blanco.

Era alto, tal y como había dicho Donna. Sus miradas se cruzaron, y Shane asimiló en cuestión de segundos cada detalle de su físico. Aunque estaba delgado, tenía unos hombros anchos y la camisa remangada revelaba unos brazos musculosos. Tenía el rostro bronceado y una mandíbula firme, y el pelo negro y liso.

Su boca era preciosa, plena y perfectamente esculpida, pero Shane supo de forma instintiva que podía llegar a ser cruel; además, sus ojos azules tenían una mirada impenetrable y reservada. Tenía un aire de arrogancia distante, pero aquella frialdad parecía pugnar con una potente energía subyacente.

La súbita atracción física que sintió hacia él la tomó completamente desprevenida, porque siempre se había sentido atraída por hombres sencillos y afables; sin embargo, a pesar de que sabía que aquel hombre no era ninguna de las dos cosas, lo que sentía era innegable. Por un instante, su ser entero pareció volverse hacia él con una certeza tan básica como la química y tan insustancial como los sueños. El momento no debió de durar más de cinco segundos, pero con eso fue más que suficiente.

Shane sonrió, pero él fue hacia el otro extremo de la tienda después de hacer un gesto de saludo casi imperceptible con la cabeza.

–Bueno, ¿cuánto vas a tardar en poder abrir? –le preguntó Donna con exagerado entusiasmo, sin dejar de mirar con disimulo hacia el recién llegado.

–¿Qué? –le preguntó Shane, cuya atención seguía centrada en el hombre.

–Que cuánto tiempo vas a tardar en abrir tu negocio.

–Ah. Supongo que unos tres meses, hay mucho trabajo por hacer.

El hombre se acercó al mostrador con un cartón de leche, y se sacó la cartera del bolsillo. Donna se apresuró a cobrar, y le lanzó una mirada de reojo a su amiga antes de devolver el cambio. El hombre se fue sin haber pronunciado ni una sola palabra.

–Ése era Vance Banning –dijo Donna.

–Sí, lo suponía.

–¿Ves lo que te decía? Es muy guapo, pero bastante huraño.

–Eso parece. Bueno, me voy. Hasta luego –Shane se dirigió hacia la puerta.

–¡Shane, que te dejas el café!

–¿Qué…? Ah, sí. Claro. Gracias, Donna.

Shane salió de la tienda, y Donna se quedó mirando la puerta con expresión perpleja antes de bajar la mirada hacia el paquete de café que seguía en su mano.

–¿Qué bicho le ha picado? –murmuró.

Shane emprendió el camino de vuelta a casa, mientras intentaba aclararse las ideas. Aunque era una persona muy emocional, podía ser analítica en caso necesario, y en ese momento estaba intentando entender lo que acababa de ocurrirle; desde luego, no había sido simplemente una reacción normal ante un hombre atractivo.

De forma inexplicable, había sentido como si su vida entera hubiera sido un periodo de espera hasta aquel breve y silencioso encuentro, como si algo en su interior hubiera reconocido a aquel hombre de forma instintiva, como si de alguna forma hubiera sabido que aquél era «el hombre».

Se dijo que era ridículo, una completa idiotez. No lo conocía de nada, ni siquiera le había dirigido la palabra. Nadie en su sano juicio se sentiría tan atraído por un perfecto desconocido… seguramente, su reacción se debía a que había estado hablando de él con Donna justo cuando había entrado.

Al dejar la carretera principal y empezar a subir la cuesta que llevaba hacia su casa, se recordó que el tipo ni siquiera era amable. Había contestado a su sonrisa con un gesto casi imperceptible, y no se había dignado a mostrar la más mínima cortesía; además, sus ojos azules habían permanecido fríos y distantes. Estaba claro que no se parecía en nada al tipo de hombres que solían atraerla, pero su reacción hacia él había ido mucho más allá de una mera atracción.

Como siempre, Shane sintió una profunda satisfacción al ver la casa. Todo aquello era suyo. La densa arboleda, que empezaba a mostrar los primeros signos del otoño, el arroyo, las rocas que afloraban aquí y allá… todo suyo.

Se detuvo en el puente de madera que cruzaba el arroyo, y contempló la casa. Era innegable que necesitaba algunos arreglos. Había que cambiar algunas de las tablas del porche, y el tejado estaba bastante mal; aun así, era un sitio precioso, enmarcado por colinas y bosques, y con las montañas distantes de fondo. Se había construido más de un siglo atrás con piedras de la zona, y aunque la lluvia enfatizaba los colores del antiguo material y hacía que brillara como nuevo, en los días soleados como aquél tenía un plácido tono gris.

Tenía una estructura simple, basada en líneas rectas que buscaban la durabilidad en detrimento de la sofisticación. El camino de entrada llegaba hasta el primer escalón del porche, que estaba roto; obviamente, lo que iba a dar problemas no era la piedra, sino la madera.

Shane dejó a un lado las posibles trabas, y se centró en la belleza de lo familiar. Las últimas flores del verano ya estaban marchitándose, y los primeros brotes de otoño empezaban a surgir. El agua murmuraba suavemente al pasar entre las rocas, el susurro del viento mecía las hojas de los árboles, y el zumbido de las abejas arrullaba los sentidos.

Su abuela había guardado celosamente su intimidad, así que Shane podía dar un giro completo sin ver ni una sola casa. Sólo tenía que andar menos de medio kilómetro si le apetecía tener algo de compañía, y si quería estar sola, le bastaba con quedarse en casa. Después de pasarse los últimos cuatro años en aulas llenas de ruidosos estudiantes, estaba más que lista para disfrutar de algo de soledad.

Al retomar la marcha, se dijo que con un poco de suerte podría abrir la tienda antes de Navidad. «Antigüedades y Museo Antietam», un nombre sobrio y conciso. En cuanto acabaran las reparaciones del exterior, se pondría manos a la obra con el interior, y tenía una idea muy clara de lo que quería.

La primera planta estaría dividida en dos secciones principales. El acceso al museo sería gratuito, y atraería a clientela potencial para la tienda. La colección familiar bastaba para llenar el museo de momento, y aún tenía seis habitaciones llenas de muebles antiguos por catalogar. Tendría que ir a unas cuantas subastas para ir ampliando el inventario, pero su herencia y sus ahorros le bastarían para empezar.

Tanto la casa como el terreno eran completamente suyos, así que sólo tenía que pagar los impuestos anuales. Como su coche también estaba pagado, sólo tenía que preocuparse por los gastos de su proyecto. Iba a tener éxito, pero lo más importante de todo era que iba a ser totalmente independiente.

De repente, se detuvo de nuevo y siguió con la mirada el sendero que se perdía en el bosque en dirección a la propiedad de los Farley. Tenía curiosidad por saber lo que el tal Vance Banning estaba haciendo con la vieja casa, y debía admitir que quería volver a verlo; además, iban a ser vecinos, así que lo mínimo que podía hacer era presentarse y empezar con buen pie.

Sin darse tiempo a pensárselo dos veces, se adentró en el bosque. Conocía al dedillo aquellos árboles, porque había jugado y paseado entre ellos desde niña, pero algunos se habían caído y descansaban cubiertos de hojas en el suelo. Sobre su cabeza, las ramas formaban un techo intermitente rasgado por los rayos del sol.

Shane siguió el estrecho sendero con paso firme, y de pronto oyó el ruido de martillazos. Aunque el sonido rompía la quietud del bosque, le resultó agradable, porque indicaba trabajo y progreso. Aceleró el paso, pero se detuvo al amparo de unos árboles cuando por fin vio a su nuevo vecino. Estaba en el porche recién reconstruido de la antigua casa de los Farley, apuntalando la baranda. Se había quitado la camisa y su piel bronceada brillaba con una fina capa de sudor, y el vello oscuro de su pecho descendía hasta desaparecer bajo la cintura de sus vaqueros ceñidos y gastados.

Cuando él levantó la parte superior de la baranda para colocarla en su sitio, los músculos de su espalda y de sus hombros se tensaron. No tenía ni idea de que alguien estaba observándolo, así que a pesar del esfuerzo físico que estaba realizando, parecía relajado y no había ni rastro de dureza alrededor de su boca ni frialdad en sus ojos.

Cuando Shane salió al claro, Vance levantó la cabeza de golpe y sus ojos se llenaron de fastidio y de suspicacia. Ella ignoró su actitud beligerante, y fue hacia él.

–Hola –lo saludó, con una sonrisa que sacó a relucir sus hoyuelos–. Soy Shane Abbott, vivo en la casa que hay al otro lado del sendero.

Él enarcó una ceja a modo de saludo y dejó el martillo sobre la baranda, mientras se preguntaba qué demonios quería.

Shane volvió a sonreír, se metió las manos en los bolsillos traseros de los pantalones y contempló la casa con interés.

–Tienes bastante trabajo, es una casa muy grande –comentó con tono amigable–. Dicen que en su día era preciosa, creo que tenía una terraza que recorría toda la segunda planta –levantó la mirada hacia la planta en cuestión, y añadió–: es una pena que el fuego destrozara el interior… y los años de abandono también han hecho estragos –miró a su nuevo vecino con interés, y le preguntó–: ¿eres carpintero?

Vance dudó por un momento antes de contestar, pero decidió que aquello no se alejaba demasiado de la verdad.

–Sí.

Shane pensó que su pequeña indecisión se debía a que se sentía avergonzado de estar en paro, y comentó con naturalidad:

–Qué bien. Para alguien de Washington, las montañas deben de ser un gran cambio –sonrió al ver su expresión de sorpresa, y añadió–: lo siento, es lo malo que tienen los pueblos pequeños. Las noticias vuelan, sobre todo cuando llega un forastero de la ciudad.

–¿En serio? –Vance se apoyó contra uno de los postes de la baranda.

–Claro. Y ten en cuenta que para todo el mundo seguirás siendo un hombre de ciudad aunque vivas aquí veinte años, y que ésta siempre será la vieja casa de los Farley.

–No importa cómo la llamen –contestó él con frialdad.

Shane frunció ligeramente el ceño, y al ver su expresión orgullosa y decidida, se dio cuenta de que aquel hombre no aceptaría ninguna muestra abierta de caridad.

–Yo también estoy haciendo unas reformas en mi casa, pero a mi abuela le encantaba almacenar trastos viejos. ¿Podría traerte un par de sillas?, voy a tener que subirlas al desván si alguien no me hace el favor de quedárselas.

–Tengo todo lo que necesito por ahora –le contestó él, impasible.

Shane había esperado una respuesta similar, así que mantuvo el tono afable al decir:

–Ven a buscarlas cuando quieras si cambias de opinión, estarán almacenando polvo en el desván. Tienes un buen trozo de terreno –comentó, mientras recorría con la mirada los pastos que se extendían en la distancia. Había varias construcciones en bastante mal estado, y se preguntó si Vance las repararía antes de la llegada del invierno–. ¿Piensas criar ganado?

–¿Por qué lo preguntas?

Shane intentó pasar por alto el tono frío y seco de su voz.

–Recuerdo que cuando era niña, antes del incendio, solía dormir en verano con las ventanas abiertas, y oía a las vacas de los Farley con tanta claridad como si hubieran estado en el jardín de mi abuela. Era agradable.

–No tengo pensado criar ganado –le dijo él, antes de volver a agarrar el martillo en un claro gesto de despedida.

Shane se quedó mirándolo durante unos segundos, sin saber cómo reaccionar. Aquel hombre no era tímido, sino maleducado. Un completo maleducado.

–Siento haber interrumpido tu trabajo –le dijo, sin inflexión alguna en la voz–. Como eres forastero, deja que te dé un consejo: deberías vallar tu propiedad si no quieres que entre nadie –indignada, dio media vuelta y volvió por donde había llegado.

Dos

 

«Vaya una tonta», se dijo Vance mientras golpeteaba suavemente con el martillo en la palma de la mano. Sabía que había sido un grosero, pero no sentía remordimiento alguno. No había comprado un trozo de tierra en las afueras de un puntito perdido del mapa para entretener a posibles visitantes; de hecho, prefería no tener ninguna visita, sobre todo si se trataba de una mujer rubia con hoyuelos y unos enormes ojos marrones.

Se sacó un clavo de la riñonera, mientras pensaba en los motivos que podían haberla impulsado a ir a verlo. ¿Habría ido para tener una charla íntima con él?, ¿acaso había pensado que le enseñaría la casa, como un buen vecino? Soltó una carcajada carente de humor ante la idea, mientras clavaba el clavo con tres golpes certeros. Él no quería saber nada de sus vecinos, lo que quería y estaba decidido a tener era tiempo para sí mismo. Hacía muchos años que no se permitía ese lujo.

Sacó otro clavo, y lo colocó con movimientos precisos a cierta distancia del otro. No le había hecho ninguna gracia la atracción instantánea que había sentido hacia ella en cuanto la había visto en la tienda, sabía que las mujeres tenían una habilidad pasmosa para aprovecharse de una debilidad así. No iba a permitir que volviera a suceder, ya tenía bastantes cicatrices que le recordaban lo que había detrás de unos ojos enormes y aparentemente inocentes.

«Así que ahora soy un carpintero», pensó con ironía. Bajó la mirada y contempló las palmas de sus manos, que estaban endurecidas y llenas de callos. Durante demasiados años habían permanecido impecables, acostumbradas a firmar contratos y a escribir cheques, pero había vuelto durante un tiempo a sus inicios… a la madera. Hasta que estuviera listo para volver a sentarse tras la mesa de un despacho, era carpintero.

Aquella casa que estaba cayéndose a pedazos le proporcionaba una meta, la sensación de querer lograr un objetivo, y eso era algo que había echado en falta en los últimos años. Estaba acostumbrado a soportar presión, a alcanzar el éxito y a cumplir con su deber, pero había dejado de disfrutar con lo que hacía.

El vicepresidente de Construcciones Riverton tendría que arreglárselas para dirigir las cosas durante unos meses, porque él estaba de vacaciones. Y la rubia de ojos enormes tendría que quedarse en su propia casa, porque no quería saber nada de cordialidad vecinal.

Se volvió de inmediato al oír que alguien se acercaba, y murmuró una larga retahíla de imprecaciones cuando vio que Shane se dirigía de nuevo hacia la casa. Con movimientos cuidadosos que revelaban su exasperación contenida, dejó el martillo sobre la baranda.

–¿Qué? –sin añadir nada más, clavó sus fríos ojos azules en ella y esperó.

Shane no se detuvo hasta llegar al pie de los escalones. Había decidido que no iba a dejar que la intimidara.

–Soy consciente de que estás muy, pero que muy ocupado, pero he pensado que te interesaría saber que hay un nido de serpientes venenosas muy cerca del sendero… en el borde de tu propiedad –le dijo, con un tono tan gélido como el de él.

Al ver que la miraba con suspicacia, Shane se preguntó si pensaba que estaba inventándoselo para fastidiarlo. No se dejó amilanar, y dejó que el silencio se prolongara durante unos segundos antes de dar media vuelta; sin embargo, apenas había andado unos metros cuando él soltó un suspiro de impaciencia.

–Espera, vas a tener que enseñarme dónde está el nido.

–No tengo que hacer nada… –Shane cerró la boca de golpe al volverse y darse cuenta de que estaba hablando con la puerta. Por un momento, deseó no haber visto el nido o haber seguido sin más hacia su casa, pero sabía que después se habría sentido culpable si él hubiera acabado herido.

«Bueno, ésta será tu buena obra del día», se dijo con resignación. Le dio una patadita a una piedra, mientras pensaba en lo tranquila que estaría en ese momento si no hubiera salido de su casa aquella mañana.

Levantó la mirada al oír que la puerta de entrada se cerraba de golpe, y vio que Vance bajaba los escalones del porche con un rifle en las manos.

–Vamos –le dijo él con voz cortante.

Al ver que echaba a andar por el sendero sin esperarla, Shane apretó los dientes y lo siguió.

Los rayos de sol que se filtraban entre las ramas de los árboles dibujaban un calidoscopio de luces y sombras, y el olor de la tierra y de las hojas contrastaba con el del aceite del rifle. Shane se adelantó sin decir palabra, y finalmente se detuvo y señaló hacia un montón de rocas y de hojarasca.

–Está ahí.

Vance avanzó un paso, y vio las serpientes de inmediato. No se habría dado cuenta de que aquel nido estaba allí si ella no se lo hubiera dicho… a menos que lo hubiera pisado, claro. Y, teniendo en cuenta lo cerca que estaba del sendero, no habría sido extraño que ocurriera.

Shane permaneció en silencio mientras él agarraba un palo y apartaba las rocas. Tenía la mirada fija en las serpientes, así que no se dio cuenta de que Vance se llevaba el rifle al hombro. El primer disparo la sobresaltó, y con el corazón martilleándole en el pecho, fue incapaz de apartar la mirada mientras él disparaba cuatro veces más.

–Ya está –murmuró Vance, antes de bajar el arma y ponerle el seguro. Al volverse hacia Shane, se dio cuenta de que su piel tenía un ligero tono verdoso–. ¿Qué te pasa?

–Podrías haberme avisado –le dijo ella, con voz temblorosa–. Preferiría no haberlo visto.

Vance se volvió hacia el desagradable espectáculo, y se dio cuenta de la estupidez que había cometido. Masculló una imprecación, y agarró a Shane del brazo.

–Vamos a mi casa, allí podrás sentarte un rato.

–Sólo necesito unos segundos para recuperarme, no quiero tu «amable» hospitalidad –Shane sintió una mezcla de vergüenza y de exasperación, y de inmediato intentó zafarse de su mano.

–No quiero que te desmayes en mis tierras –le dijo él, mientras la conducía hacia el claro–. No era necesario que te quedaras después de enseñarme dónde estaba el nido.

–Vaya, de nada –Shane posó una mano sobre su estómago revuelto–. Eres el hombre más desagradable y antipático que he conocido en mi vida.

–Y yo que creía que mis modales eran impecables –murmuró él, antes de abrir la puerta de la casa.

La condujo por una gran sala vacía hasta la cocina, y al ver las paredes desnudas y la falta de muebles, Shane lo miró con una mueca que podía interpretarse como una sonrisa.

–Tienes que decirme quién es tu decorador –comentó. Le pareció oír que él soltaba una suave carcajada, pero se dijo que no podía ser.

La cocina contrastaba con el resto de la casa, ya que estaba limpia y reluciente. Las paredes estaban empapeladas, y los estantes y la encimera parecían nuevos.

–Oye, no está nada mal. Eres bueno en tu trabajo –comentó ella, mientras Vance hacía que se sentara en una silla.

–Voy a prepararte un poco de café –se limitó a decir él, mientras ponía a calentar un cazo de agua.

–Gracias.

Shane centró su atención en la cocina, decidida a olvidar el macabro espectáculo que acababa de ver. Los marcos nuevos de las ventanas se conjuntaban con el zócalo y la moldura, las vigas de madera estaban a la vista y perfectamente pulidas, y el suelo de roble estaba lijado, barnizado y encerado. Era obvio que Vance Banning sabía trabajar con la madera. El trabajo del porche era puramente mecánico, pero la cocina mostraba elegancia y preocupación por el detalle.

Era injusto que un hombre con tanto talento estuviera desempleado; seguramente, había gastado sus ahorros para dar un pago inicial por la propiedad. Era posible que le hubieran ofrecido la casa a buen precio, pero el terreno era de primera calidad. Al recordar la falta de muebles del resto de la primera planta, no pudo evitar volver a sentir compasión por él.

–Es una cocina preciosa –le dijo con una sonrisa.

Vance se dio cuenta de que sus mejillas habían recuperado algo de color, y le dio la espalda para agarrar una taza.

–Tendrás que conformarte con café instantáneo –le dijo.

Shane soltó un suspiro.

–Vance… –esperó a que él se volviera de nuevo hacia ella, y entonces le dijo–: creo que hemos empezado con mal pie. No soy una vecina entrometida y fisgona, sólo tenía curiosidad por ver los cambios que estabas haciendo en la casa y quería presentarme. Conozco a todo el mundo de la zona –se levantó de la silla antes de añadir–: no era mi intención molestarte.

Shane se dirigió hacia la puerta, pero cuando pasó por su lado, él la tomó del brazo y se dio cuenta de que su piel aún estaba fría.

–Shane… venga, siéntate.

Ella lo observó durante unos segundos. Su rostro parecía inflexible y distante, pero le pareció detectar una cierta amabilidad contenida. Más relajada, le dijo:

–Me gusta el café con leche y tres cucharadas de azúcar.

Él esbozó una sonrisa a pesar de sí mismo, y comentó:

–Eso es asqueroso.

–Sí, ya lo sé. Tienes azúcar, ¿verdad?

–Sí, sobre la encimera.

Vance llenó la taza de agua caliente, y tras vacilar por un segundo, llenó otra y las llevó las dos a la mesa.

–Esta mesa es preciosa –comentó Shane, mientras recorría la superficie del mueble con los dedos–. Cuando acabes de restaurarla, tendrás una verdadera joya –después de echar leche en su taza, añadió tres cucharadas de azúcar y vio que Vance hacía una mueca antes de tomar un sorbo de su café solo–. ¿Te interesan las antigüedades?

–No especialmente.

–Pues a mí me fascinan; de hecho, pienso abrir una tienda. Yo también estoy en pleno traslado, porque he vivido durante cuatro años en Baltimore, enseñando historia –Shane se apartó un mechón de pelo de la frente, y se reclinó en la silla.

–¿Has dejado la enseñanza? –Vance se dio cuenta de que tenía unas manos pequeñas, acordes con el resto de su cuerpo. La sombra azul de sus venas bajo la palidez de su piel hacía que pareciera muy delicada, y tenía unas muñecas estrechas y unos dedos largos y finos.

–Había demasiadas normas, demasiados reglamentos –le explicó ella, mientras sus manos gesticulaban de forma expresiva.

–¿No te gustan las normas?

–Sólo las mías –admitió ella, con una carcajada–. La verdad es que era una profesora bastante buena, pero tenía un problema con el tema de la disciplina. No se me da nada bien ponerme firme.

–¿Y tus alumnos se aprovechaban de eso?

–Claro, siempre que podían.

–Pero te quedaste allí cuatro años, ¿no?

–Quise esforzarme al máximo –Shane colocó el codo sobre la mesa, y apoyó la barbilla en la palma de la mano–. Pensé que la ciudad era mi gran oportunidad, es algo muy común en los que nos criamos en pequeños pueblos rurales. Luces brillantes, montones de gente, ajetreo… quería excitación a lo grande, pero con cuatro años he tenido más que de sobra –tomó un sorbo de café, y añadió–: al parecer, hay gente de ciudad que cree que la respuesta a sus problemas es irse a vivir al campo, para criar unas cuantas cabras y plantar unos tomates. Está claro que queremos lo que no tenemos.

–Sí, eso parece –Vance se dio cuenta de que sus ojos tenían pequeños reflejos dorados, y se preguntó cómo era posible que hubiera tardado tanto en verlos.

–¿Por qué has elegido Sharpsburg?

Él se encogió de hombros con indiferencia, ya que quería evitar a toda costa hablar de sí mismo.

–He hecho algunos trabajos en Hagerstown, y me gusta la zona.

–Vivir tan lejos de la carretera principal puede ser un poco fastidioso, sobre todo en invierno, pero nunca me ha importado quedarme aislada por la nieve. Una vez, nos quedamos sin electricidad durante treinta y dos horas, y mi abuela y yo tuvimos que turnarnos para mantener el fuego encendido. Las líneas de teléfono también estaban cortadas, así que parecía como si fuéramos las dos únicas personas que existían en el mundo.

–¿Te gustó la experiencia?

–Bueno, sólo fueron treinta y dos horas, no soy una ermitaña. Hay gente de ciudad, gente de playa…

–Y tú eres una persona de montaña.

–Exacto.

La sonrisa que Shane había empezado a esbozar murió en sus labios cuando sus miradas se encontraron, ya que su reacción fue similar a la que había tenido en la tienda; de hecho, fue más bien un eco de aquel momento inicial, pero le resultó aún más preocupante. Sabía que era algo que iba a repetirse, así que necesitaba un poco de tiempo para decidir lo que iba a hacer al respecto. Nerviosa, se levantó de la silla y fue a enjuagar la taza al fregadero.

Vance se sintió intrigado por su reacción, y decidió ponerla a prueba.

–Eres una mujer muy atractiva –comentó, con voz deliberadamente seductora.

Shane soltó una carcajada, y se volvió a mirarlo.