Los novios MacGregor - Nora Roberts - E-Book

Los novios MacGregor E-Book

Nora Roberts

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Beschreibung

Daniel MacGregor, el poderoso patriarca de la familia MacGregor, consiguió que sus nietas se casaran. Y ahora quería hacer lo mismo con tres de sus nietos, tres buenos partidos aunque siguieran empeñados en su soltería. Así que buscó a tres mujeres capaces de tentar y hacer sufrir a D.C., a Duncan y a Ian hasta llevarlos al altar. Mientras tanto, él iba a disfrutar contemplando, con gran satisfacción, cómo se desarrollaban sus planes...

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Seitenzahl: 353

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Los novios MacGregor, n.º 55 - octubre 2017

Título original: The MacGregor Grooms

Publicada originalmente por Silhouette© Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2008

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-410-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Los MacGregor

De las memorias de Daniel Duncan MacGregor

Primera parte: Daniel Campbell

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

De las memorias de Daniel Duncan MacGregor

Segunda parte: Duncan

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

De las memorias de Daniel Duncan MacGregor

Tercera parte: Ian

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

De las memorias de Daniel Duncan MacGregor

De las memorias de Daniel Duncan MacGregor

 

A estas alturas de mi vida, los años pasan a toda velocidad, las estaciones se suceden una tras otra, así que debería saborear cada momento, vivirlo plenamente.

Por supuesto, sentía lo mismo cuando tenía treinta años.

Ahora, en esta última etapa de mi vida, he podido ser testigo de cómo cuatro de mis nietos encontraban el amor, se casaban y formaban una familia. Primero Laura, después Gwen. A Gwen le siguió Julia y el último ha sido Mac. Todos ellos han formado un hogar, están construyendo una vida junto a su alma gemela.

Y yo me pregunto, ¿por qué han tenido que esperar tanto para casarse? Si por ellos hubiera sido, todavía andarían solteros y Anna no tendría un solo bisnieto al que acunar en su regazo. ¿Pero les pido por ello gratitud? Por supuesto que no. Como cabeza de esta familia, cumplo con mi deber sin necesidad de recibir nada a cambio. Es mi obligación y, al mismo tiempo, un placer ver a todos mis polluelos convenientemente asentados.

A mí me parecía que después de tanto matrimonio, el resto de mis nietos seguiría el ejemplo. Pero no, los MacGregor siempre han sido gente cabezota e independiente. Y Dios los bendiga por ello.

Afortunadamente, todavía estoy aquí para ayudar a que las cosas se hagan como es debido. He visto a tres de mis nietas en el altar y le di un empujoncito a mi primer nieto para que se casara. Algunos lo considerarían una intromisión en su vida, pero yo digo que es una cuestión de sabiduría. Y he decidido que ya va siendo hora de volver a aplicar un poco de esa sabiduría con el nieto que lleva mi nombre, Daniel Campbell MacGregor.

Es un chico estupendo. Inteligente y sagaz, aunque también un poco temperamental. Es atractivo. Se parece un poco a mí cuando tenía su edad, así que no le falta la compañía femenina. Tal como yo lo veo, eso también es parte del problema. Demasiada cantidad y no suficiente calidad.

D.C. es un artista y, aunque yo no entienda ni la mitad de las cosas que pinta, ha tenido un gran éxito. Lo que necesita ahora ese chico es una mujer con la que compartir su éxito, su vida, una mujer que le dé hijos y le ayude a centrarse.

Por supuesto, no estoy pensando en una mujer cualquiera. Tiene que ser una mujer firme, inteligente y ambiciosa. En realidad, ya elegí a esa mujer hace tiempo, cuando los dos eran todavía unos niños. He sido paciente, he sabido esperar, conozco a ese chico y sé cómo manejarle.

Es un poco perverso ese D.C. El tipo de hombre que tuerce a la izquierda si le dices que es mejor que gire a la derecha. Supongo que eso viene de los ocho años que pasó en la Casa Blanca, cuando su padre fue presidente. Entonces vivió sometido a todo tipo de reglas.

Bueno, ahora, con un poco de ayuda de un buen amigo, conseguiré que el joven Daniel Campbell camine en la dirección correcta. Y dejaré también que piense que lo hace por sí mismo. Un hombre sabio no necesita agradecimientos, solo quiere resultados.

Primera parte

Capítulo 1

 

La luz entraba por los ventanales y se derramaba sobre aquel hombre que permanecía frente al lienzo como un soldado en el campo de batalla, blandiendo el pincel como si fuera una espada.

Tenía el rostro de un guerrero: duro, intenso, con los pómulos afilados y una boca llena, pero apretada en ese momento con un gesto de firmeza y concentración. Los ojos eran de un azul brillante y tenían la frialdad del hielo.

El pelo, de color castaño, le cubría las orejas y se rizaba a la altura del cuello. Llevaba las mangas de la camisa vaquera remangadas. Los músculos de sus antebrazos se tensaban mientras iba salpicando, aparentemente al azar, el blanco lienzo de manchas de color.

También su cuerpo era el de un guerrero: hombros anchos, cintura estrecha, piernas largas y pies descalzos en aquella ocasión.

En su mente veía explosiones de sentimientos: pasión, deseo, voracidad, avaricia. Y todo ello lo plasmaba en el lienzo mientras la música rock atronaba desde el aparato de música.

Para Daniel, la pintura era una guerra, y estaba decidido a ganarla batalla tras batalla. Cuando estaba de humor para ello, era capaz de pintar hasta sufrir calambres en los dedos. Cuando no era así, podía ignorar los lienzos durante días e incluso semanas.

Mientras sujetaba el pincel entre los dientes, giró la espátula para hacer resaltar una mancha de color esmeralda y sus ojos adquirieron un brillo triunfal.

Por fin lo tenía. Comenzaba a vislumbrar el final de aquella batalla. Una línea de sudor descendía por su espalda. El sol brillaba con fuerza y el calor del estudio era insoportable. Había olvidado conectar el aire acondicionado o abrir la ventana para dejar que entrara la brisa de la primavera.

También se había olvidado de comer, y de mirar el correo, contestar el teléfono o contemplar las vistas que se disfrutaban desde las ventanas de su apartamento.

Retrocedió con el pincel todavía entre los dientes y sonrió lentamente.

–Eso es –musitó.

Dejó el pincel en un frasco con aguarrás y comenzó a limpiar la espátula con expresión ausente.

–Deseo –decidió–. Se titulará Deseo.

Por primera vez desde hacía horas, fue consciente del calor sofocante de la habitación y del olor de la trementina y los óleos. Cruzó la estancia de suelo de madera, abrió de par en par una de las ventanas y tomó aire.

Precisamente aquellas ventanas, y la vista que ofrecían del canal de Chasepeake y Ohio, eran las que le habían impulsado a comprar el apartamento cuando decidió volver a Washington. Se había criado en aquella ciudad, había pasado ocho años viviendo en la Casa Blanca cuando su padre era presidente.

Durante algún tiempo había vivido y trabajado en Nueva York. Después se trasladó a San Francisco, una ciudad que le gustaba, pero durante aquella década agitada de su vida, entre los veinte y los treinta, había algo que continuamente lo aguijoneaba. Al final, había decidido ceder a aquel sentimiento y había regresado a casa.

Permaneció frente a la ventana con las manos hundidas en los bolsillos de los vaqueros. Los cerezos estaban en flor y el agua del canal resplandecía bajo la luz de la tarde.

D.C. se preguntó qué día era. Al darse cuenta de que estaba muerto de hambre, se dirigió a la cocina.

Aquel ático tenía dos plantas. En la segunda, diseñada para ser el dormitorio principal, D.C. había instalado su estudio. Él dormía en un colchón que había dejado en la habitación de invitados. Ni siquiera se había preocupado todavía de comprar una cama.

La mayor parte de su ropa continuaba en las cajas en las que había llegado dos meses atrás.

La primera planta tenía una espaciosa zona de comedor rodeada de ventanales. En ella había un sofá, una mesa con un centímetro de polvo y una lámpara de suelo con una pantalla metálica. El suelo de madera de pino estaba pidiendo a gritos una aspiradora.

El comedor anexo a la cocina estaba sin amueblar y la cocina hecha un caos. Los platos y cacharros que no se acumulaban en el fregadero estaban en cajas. D.C. fue directamente hasta la nevera y se llevó la amarga sorpresa de descubrir que dentro solo había tres cervezas, una botella de vino blanco y dos huevos.

Rebuscando en los armaros, encontró un par de rebanadas de pan, un paquete de café, seis cajas de copos de maíz y una solitaria lata de sopa.

Resignado, abrió una de las cajas de cereales y comió un puñado mientras intentaba decidir qué le apetecía más, si un café o una ducha. Acababa de tomar la decisión de prepararse un café e ir después a la ducha cuando sonó el teléfono. Contestó sin dejar de masticar cereales.

–Ahí está mi nieto.

El gesto duro de su boca se suavizó mientras se recostaba contra el mostrador de la cocina.

–Hola, abuelo, ¿qué pasa?

–Algunos dirían que nada bueno –tronó Daniel–. ¿Es que no contestas los mensajes? He hablado con esa maldita máquina por lo menos una docena de veces. Tu abuela estaba a punto de montar en un avión para asegurarse de que no estabas muerto en la cama.

D.C. arqueó una ceja. Era de todos sabido que Daniel utilizaba la coartada de su esposa cuando quería presionar a sus nietos.

–He estado trabajando.

–Estupendo, eso está muy bien, pero puedes descansar de vez en cuando, ¿verdad?

–Ahora mismo estoy descansando.

–Tengo que pedirte un favor, D.C., y creo que no te va a gustar –suspiró–. No te va a gustar nada en absoluto, y el cielo sabe que no puedo culparte por ello. El caso es que tu tía Myra…

–¿Está bien?

D.C. se irguió inmediatamente. Myra Ditmeyer era la mejor amiga de su abuela, su madrina y un miembro honorario del clan MacGregor. D.C. la adoraba y se recordó, sintiéndose culpable, que no había ido a verla desde su regreso a Washington.

–Tu tía está perfectamente, muchacho. Sigue siendo tan luchadora como siempre. Pero, bueno, el caso es que tiene otra ahijada. No creo que te acuerdes de ella, pero la has visto un par de veces. ¿Te acuerdas de Layna Drake?

Concentrándose, D.C. consiguió hacerse una vaga imagen de una niña larguirucha.

–¿Qué pasa con Layna?

–Ha vuelto a Washington. Supongo que conoces Drake’s, ese centro comercial. Es propiedad de su familia. Layna está trabajando ahora en la tienda principal de la cadena y Myra… Bueno, será mejor que lo diga directamente. Mañana hay un baile benéfico y Myra está preocupada porque su ahijada no tiene acompañante. Así que ha acudido a mí para pedirme…

–Maldita sea, abuelo.

–Lo sé, lo sé –Daniel utilizó uno de sus suspiros más sentidos–. Mujeres, ¿qué quieres que te diga? Pero le he dicho que te lo pediría.

–Si la tía Myra y tú estáis intentando buscarme pareja…

Daniel le interrumpió con una carcajada que le hizo fruncir el ceño a su nieto.

–Esta vez no. Esta chica no es para ti. Es guapa y educada, pero no está hecha para un hombre como tú. Es demasiado fría para mi gusto, y un poco altiva. No, no me gustaría verte mirando en esa dirección. Si no puedes acompañarla, le diré a tu tía que te he localizado demasiado tarde y que ya tenías otros planes, inventaré cualquier excusa.

–¿Mañana por la noche? –se pasó la mano por el pelo. Odiaba los actos benéficos–. ¿Hay que ir de etiqueta?

–Eso me temo –respondió Daniel en tono compasivo–. Pero no te preocupes. Llamaré a Myra y le diré que no puedes ir. Es absurdo que pierdas el tiempo con una chica con la que te vas a terminar aburriendo, ¿no te parece? Será mejor que empieces a buscar una posible esposa. Ya va siendo hora de que sientes cabeza, Daniel Campbell. A tu abuela le preocupa que termines viejo y solo, sin un solo hijo. He pensado en una chica para ti. Se llama…

–Iré –lo interrumpió D.C. en un acto reflejo.

Si Daniel no tenía una gran opinión de la ahijada de Myra, eso significaba que después no estaría llamándole constantemente para ver cómo iba su relación.

–Dime a qué hora y dónde tengo que ir a recoger a esa chica.

–Que Dios te bendiga. Te debo una. El acto es a las ocho, en el hotel Shoreham. Layna vive en la que era la casa de sus padres –Daniel le dio la dirección mientras se examinaba las uñas–. D.C., te agradezco que me hayas sacado de este lío.

 

 

–Tía Myra, no me digas eso, por favor –Layna Drake permanecía frente a su madrina en ropa interior con un vestido de seda blanco en el brazo–. ¿Una cita a ciegas?

–En realidad no es una cita a ciegas –Myra sonrió–. Os conocisteis cuando erais niños. Sé que es una imposición, pero Daniel rara vez me pide algo. Solo será un anoche y, al fin y al cabo, pensabas ir.

–Pero yo pensaba ir contigo.

–Iré de todas maneras. Es un joven muy amable, cariño. Un poco quisquilloso, pero un buen hombre –sonrió feliz–. Por supuesto, todos mis chicos son maravillosos.

Myra continuó sonriendo mientras se sentaba y estudiaba con atención a su ahijada. Era una mujer pequeña con el pelo blanco y suave como la nieve. Y tenía una mente tan afilada y rápida como una navaja automática. Cuando se veía obligada a hacerlo, como en aquel momento, era capaz de adoptar un aire de frágil indefensión.

–Daniel está preocupado por él –continuó diciendo–. Y yo también. Ese muchacho pasa demasiado tiempo solo. Pero, sinceramente, no me habría imaginado nunca que al mencionarle a Daniel que habías vuelto a Washington pudiera metérsele esa idea en la cabeza. Yo solo… –movió las manos con un gesto de impotencia–. El problema es que no supe decirle que no, pero soy consciente de que para ti es una imposición.

–No te preocupes –Layna transigió al final. Era incapaz de ver sufrir a su madrina–, pensaba ir de todas formas –se puso el vestido–. ¿Nos vamos a encontrar con él allí?

–Eh… –Myra se levantó–, la verdad es que no tardará en venir a buscarte. Nosotras nos veremos allí. Dios mío, mira qué hora es. Mi chófer debe de estar preguntándose qué me ha pasado.

–Pero…

–Te veré dentro de una hora –se despidió Myra, moviéndose a una velocidad sorprendente en una mujer de su edad–. Estás guapísima –añadió, una vez a salvo en las escaleras.

Layna, enfundada ya en el vestido de seda blanco, dejó escapar un suspiro. Típico de Myra, se dijo. Su madrina ponía hombres constantemente en su camino, lo que la dejaba a ella en la incómoda posición de tener que apartarlos.

El matrimonio era algo que había descartado. Tras haber crecido en una casa en la que las formas eran más importantes que el amor y las ocasionales aventuras de sus padres eran convenientemente ignoradas, no tenía ninguna intención de reproducir una relación similar. Y en aquel momento, su carrera profesional era mucho más importante que tener a alguien con quien cenar un sábado por la noche.

Pretendía continuar su firme ascenso en la empresa de la familia. Según sus cálculos, dentro de diez años podría llegar a ser directora ejecutiva de la empresa.

Drake’s no era solo un gran almacén, era toda una institución. Estando soltera, podría dedicar todo su tiempo y sus energías a mantener su estilo y su reputación.

Ella no era como su madre, pensó Layna frunciendo ligeramente el ceño, que pensaba que Drake era su armario particular. O como su padre, que siempre había estado más preocupado por los beneficios que por las innovaciones o las tradiciones. Para Layna, Drake’s era al mismo tiempo una responsabilidad y un motivo de alegría. Era, suponía, su verdadera familia.

Algunos podrían considerar triste aquella afirmación, pero ella se encontraba cómoda en su situación.

Se subió la cremallera del vestido con un movimiento rápido. Parte de sus responsabilidades hacia Drake’s consistían en asistir a diferentes actos sociales. Para ella era simplemente como un cambio de marchas, pasar de una fase del trabajo a otra. Y parte de su trabajo también consistía en ir convenientemente acompañada a esos actos.

Por lo menos, en aquella ocasión su tía Myra no parecía tener ningún interés en casarla. Se trataría solamente de pasar la velada con un desconocido.

Se volvió y se puso los pendientes de perlas y diamantes que había elegido para aquel vestido. La habitación en la que se encontraba reflejaba su gusto, una elegancia sencilla con un toque de lujo. El antiguo cabecero de madera de cerezo, la superficie pulimentada de la mesa, los jarrones de flores… Su casa, pensó con orgullo. Porque había conseguido hacerla suya.

Frente a la chimenea de mármol había un agradable rincón para sentarse y un tocador con toda una colección de frascos de perfume de colores llamativos.

Seleccionó una esencia y se perfumó con aire ausente mientras, por un instante, solo por un instante, se permitía desear pasar la noche tranquilamente en casa.

Había pasado diez horas trabajando en Drake’s. Le dolían los pies, tenía el cerebro entumecido y el estómago vacío. Pero dejando todo eso de lado, se volvió hacia un espejo de cuerpo entero para ver cómo le quedaba el vestido. Era un vestido que descendía en línea recta hasta los tobillos, dejándole los hombros al descubierto. Completó su atuendo con una chaqueta corta, se puso los zapatos y revisó el contenido del bolso.

Cuando sonó el timbre, suspiró. Por lo menos era puntual.

Recordaba vagamente a D.C. de la infancia. En aquel entonces, estaba demasiado impresionada y nerviosa por la posibilidad de conocer al presidente de los Estados Unidos como para fijarse en nadie más. Pero había seguido oyendo hablar de él durante años.

Era pintor, se recordó mientras comenzaba a bajar las escaleras. De un estilo contemporáneo que ni siquiera intentaba comprender. Ella siempre había preferido la pintura figurativa más clásica, que podía descifrar y disfrutar. Recordaba vagamente un escándalo entre D.C. y una bailarina; ¿o sería una actriz?

En fin, pensó, suponía que cualquier cosa que hiciera el hijo de un expresidente se convertía en noticia. Ella prefería con mucho trabajar en un segundo plano.

Y obviamente, aquel hombre no podía tener tanto éxito con las mujeres como se suponía si ni siquiera era capaz de encontrar por sí solo una cita para la noche del sábado.

Esbozó una sonrisa y abrió la puerta. Y solo los años de educación con las monjas suizas y la disciplina que con ellas había aprendido impidieron que le mirara boquiabierta. ¿Era posible que aquel hombre de aspecto peligroso, con el pelo del color de su preciada mesa de caoba y los ojos tan azules que parecían desprender fuego necesitara que su madrina le concertara una cita?

–¿Layna Drake?

Debía haberse equivocado de casa, fue lo único que D.C. pudo pensar. Aquella mujer resplandeciente enfundada en un vestido de seda blanco no tenía nada que ver con la niña que él recordaba. El pelo fino y rubio de antaño se había convertido en una melena dorada y sedosa que enmarcaba un rostro que podría haber estado esculpido en marfil. Tenía los ojos verdes, muy brillantes.

Layna consiguió recuperarse y sin perder la sonrisa, le tendió la mano.

–Sí. ¿Daniel MacGregor?

–D.C., Daniel es mi abuelo.

–D.C. entonces –en otras circunstancias, le habría invitado a pasar, pero había algo en aquel hombre que la hacía sentirse incómoda. Era demasiado masculino, decidió–. Bueno –salió y cerró la puerta tras ella–, ¿nos vamos?

–Claro.

Fría y altiva, había dicho su abuelo, y D.C. decidió que había dado en el clavo. Definitivamente, era una princesa de hielo.

Layna miró al antiguo deportivo que había aparcado en la acera y se preguntó cómo demonios iba a meterse en ese coche con un vestido como el que llevaba.

«Tía Myra», le preguntó mentalmente a su madrina, «¿en qué lío me has metido?».

Capítulo 2

 

Layna se sentía como si estuviera dentro de una caja de zapatos con un gigante. Aquel hombre debía medir por lo menos dos metros. Y, sin embargo, parecía encantado conduciendo un coche de juguete, a toda velocidad, por cierto, por las transitadas calles de Washington.

Layna se aferró al tirador de la puerta, comprobó el estado de su cinturón de seguridad y rezó para no terminar aplastada contra el parabrisas antes de que comenzara la velada.

Un poco de conversación, decidió, la ayudaría a borrar aquella desagradable imagen de su mente.

–Tía Myra me ha contado que nos conocimos hace años, cuando tu padre era presidente –la última palabra terminó con un graznido ante el intento de D.C. de meter el coche entre un autobús y una limusina.

–Sí, eso es lo que me han dicho. ¿Hace poco que has vuelto a Washington?

–Sí –al darse cuenta de que había cerrado los ojos, Layna alzó la barbilla y volvió a abrirlos de nuevo en un acto de valor.

–Yo también –olía maravillosamente, pensó D.C. Pero su fragancia le distraía, así que abrió la ventanilla para que entrara aire en el coche.

–¿De verdad? –tenía el corazón en la garganta. ¿Acaso no se había dado cuenta de que el semáforo estaba en rojo?–. ¿Llegamos tarde?

–¿Por qué lo dices?

–Pareces tener prisa.

–No particularmente.

–Acabas de saltarte un semáforo en rojo.

–Estaba en ámbar.

–Yo pensaba que cuando el semáforo estaba en ámbar, lo que había que hacer era reducir la velocidad y prepararse para parar el coche.

–No si quieres llegar a donde vas.

–Ya entiendo. ¿Siempre conduces así?

–¿Así cómo?

–Como si estuvieras huyendo después de haber atracado un banco.

D.C. pensó en ello y sonrió ante aquella descripción.

–Sí.

Giró hacia el hotel y detuvo el coche con un chirrido de frenos.

–Se ahorra tiempo –dijo sin darle importancia. Desplegó aquellas piernas larguísimas y salió del coche.

Layna continuó sentada, intentando recuperar la respiración y agradeciendo al cielo el haber llegado de una pieza. Cuando D.C. rodeó el coche, le tendió las llaves al aparcacoches y le abrió la puerta, todavía no había movido un solo músculo.

–Tendrás que desatarte el cinturón de seguridad.

Esperó a que lo hiciera y le tendió la mano para ayudarla a salir. Su cercanía volvió a hacerle consciente de su fragancia, al igual que del tacto y la forma de su mano.

Era guapísima, de acuerdo, se dijo. Unos ojos de sirena en un rostro que parecía salido de un camafeo. Un contraste intrigante. Aunque no trabajaba retratos, a veces dibujaba rostros que le parecían interesantes. E imaginó que podría apetecerle pintar aquel.

Layna sentía las piernas débiles, pero continuaba viva. Tomó aire lentamente.

–A las personas como tú no deberían dejarles conducir. Y menos aún una lata con ruedas.

–Es un Porsche –como Layna no parecía tener mucho interés en moverse por sí misma, le retuvo la mano para que avanzaran hasta el vestíbulo del hotel–. Si querías que fuera más despacio, ¿por qué no me lo has pedido?

–Estaba ocupada rezando.

D.C. sonrió al oírla. Pero su sonrisa no restó a su rostro ni un ápice de aquel aspecto peligroso.

–Pues parece que tus ruegos han sido escuchados. ¿Adónde demonios tenemos que ir ahora?

Apretando los dientes, Layna se giró hacia los ascensores y presionó un botón. Después, se metió en el ascensor y, ardiendo de rabia, presionó el botón que los llevaría al salón de baile.

–¿Sabes…? –cómo demonio se llamaba. Ah, sí–. Layna, si vas a estar de mal humor, esta va a ser una noche muy larga.

Layna mantuvo la mirada fija e intentó no perder la paciencia.

–No estoy de mal humor –pero en su voz había tanto calor como en un invierno en el Ártico.

Solo los buenos modales que le habían inculcado impidieron que saliera a grandes zancadas del ascensor cuando se abrieron las puertas. En cambio, salió, se volvió con elegancia y esperó a que D.C. estuviera a su lado.

La furia había teñido sus mejillas de color, advirtió él mientras la agarraba del brazo. El rubor añadía pasión a aquel rostro frío y de facciones clásicas. Si tuviera algún interés en ella, se dijo, intentaría hacer aparecer el color en sus mejillas y el brillo en sus ojos con más frecuencia.

Pero no lo tenía y lo único que le apetecía era que la velada transcurriera de la forma más tranquila y menos dolorosa posible. Se disculpó educadamente:

–Lo siento.

«Lo siento», pensó Layna mientras D.C. la guiaba hacia la pista de baile. ¿Eso era todo? Evidentemente, no había heredado ni la diplomacia de su padre ni el encanto de su madre.

Por lo menos la sala estaba llena de gente y de música, así que no tendría por qué pasar la noche hablando con un zoquete sin gracia. En cuanto pudiera hacerlo sin parecer maleducada, se alejaría de él y buscaría a alguien con quien hablar.

–¿Te apetece una copa de vino blanco? –le preguntó D.C.

–Sí, gracias.

D.C. tomó una copa de vino para ella y una cerveza para él, agradeciendo que, por lo menos, en aquella ocasión su abuelo no pretendiera casarle.

–¡Estáis aquí! –Myra corrió hacia ellos con las manos extendidas, deleitándose en lo buena pareja que hacían–. D.C., estás guapísimo –inclinó la cabeza mientras él le daba un beso en la mejilla.

–¿Me has reservado algún baile?

–Por supuesto. Están aquí tus padres, ¿por qué no te sientas un rato con nosotros? –se colocó entre los dos y agarró a cada uno de ellos del brazo–. Sé que tenéis que hablar con todo el mundo y, por supuesto, que querréis bailar. La música es maravillosa, pero creo que tengo derecho a ser un poco egoísta y a reteneros unos minutos.

Con la habilidad y el estilo que solo podían alcanzarse con la práctica, Myra los condujo entre la multitud. Se moría de ganas de verlos juntos para poder estudiar el lenguaje de sus cuerpos. Porque ella ya estaba empezando a pensar en la lista de invitados a la boda.

–Mirad a quién os traigo –anunció Myra.

–D.C. –Shelby Campbell MacGregor se levantó inmediatamente para abrazar a su hijo–. No sabía que ibas a venir.

–Yo tampoco –abrazó a su madre y se volvió después para hacer lo mismo con su padre.

El pelo plateado de Alan MacGregor resplandecía bajo las luces. Una enorme sonrisa cubría su rostro mientras observaba a su hijo.

–Dios mío, cada día te pareces más a tu abuelo.

Hasta un zoquete podía tener una familia encantadora, supuso Layna. Pero una parte de ella no pudo menos de relajarse al ser testigo de lo mucho que se querían. Si se hubiera encontrado con sus padres en una situación parecida, todo se habría resuelto con un par de besos impersonales.

Shelby se volvió entonces hacia ella y arqueó las cejas con un gesto de curiosidad.

–Hola.

–Shelby MacGregor, esta es mi ahijada, Layna Drake –la presentó Myra con orgullo.

–Encantada de conocerla, señora MacGregor.

Shelby aceptó su mano y le gustó la firmeza con la que se la estrechó.

–Tú debes de ser la hija de Donna y de Matthew.

–Sí, ahora mismo mis padres están en Miami.

–Dales recuerdos cuando hables con ellos. Alan, esta es Layna Drake, la hija de Dona y de Matthew, y la ahijada de Myra.

–Myra nos ha hablado mucho de ti –Alan le tomó la mano y se la sostuvo con calor–. ¿Has venido a vivir a Washington?

–Sí, señor. Y me alegro de haber vuelto. Es un honor volver a verle otra vez. Nos presentaron cuando era una niña. Estaba aterrorizada.

Alan sonrió mientras sacaba una silla para que se sentara.

–¿Tan aterrador te parecía?

–No, señor, pero era el presidente. Yo acababa de perder dos dientes y me sentía miserablemente torpe. Me habló del Ratoncito Pérez –sonrió–, y me enamoré completamente de usted.

–¿De verdad? –Alan le guiñó el ojo a Shelby cuando esta se echó a reír.

–Usted fue mi primer amor. Tardé por lo menos dos años en sustituirle por Dennis Riley, y eso fue solo porque parecía muy fuerte con el uniforme de boyscout.

Era fascinante, pensó D.C. mientras observaba a Layna hablando con sus padres. De repente, era todo calor y animación.

Cuando reía, su risa era como un murmullo a través de la niebla. Una risa sexy, pero discreta. Tenía que admitir que era un placer contemplar la delicadeza y la economía de sus gestos; y su pelo dorado, y la suave curva de sus labios.

–D.C., por el amor de Dios –le susurró Myra, dándole sutilmente un codazo–, ¿es que no la vas a sacar a bailar?

–¿Qué?

–Invita a Layna a bailar –siseó, fingiendo impaciencia–. ¿Dónde están tus modales?

–Oh, lo siento.

Maldiciendo en silencio, D.C. posó la mano en el hombro de Layna.

Sobresaltada, ella volvió bruscamente la cabeza y sus miradas se encontraron. Había olvidado sus obligaciones, comprendió. Sonrió y se preparó para desviar la atención de aquellos padres tan encantadores hacia el zafio de su hijo.

–¿Te apetece bailar?

El corazón se le cayó a los pies. Si bailaba igual que conducía, tendría suerte si conseguía salir de la pista de baile con los pies intactos.

–Sí, por supuesto.

Sintiéndose como una condenada que arrastrara hasta el pelotón de fusilamiento, se levantó y lo siguió a la pista de baile.

Por lo menos la música era preciosa, se dijo. Lenta, soñadora. Se les habían adelantado varias parejas, así que la pista ya estaba llena. Suficientemente llena al menos como para que su pareja no se sintiera impulsada a recorrerla a toda velocidad.

Pero D.C. se detuvo, se volvió hacia ella y la sorprendió moviéndose como jamás habría imaginado Layna que podía moverse un hombre de su envergadura. La mano que posaba en su cintura no era una mano torpe o desagradable, sino una mano muy, muy masculina. Y la hizo escandalosamente consciente de que solo la casi imperceptible barrera de la seda separaba aquella mano de su piel.

Las luces parpadeaban sobre aquel rostro indomable. Tenía los hombros muy anchos, pensó Layna. Y los ojos devastadoramente azules.

Inmediatamente, intentó sacar aquellos ridículos pensamientos de su cabeza.

–Tus padres son encantadores.

–Sí, a mí me gustan.

Era flexible como un sauce, pensó D.C., como el tallo de una rosa. Observó el juego de las luces sobre su rostro sin ser apenas consciente de que la estaba acercando a él. Sus cuerpos encajaban como las piezas de un rompecabezas.

Sin pensar lo que hacía, Layna deslizó la mano sobre su hombro y le rozó el cuello con los dedos.

–Eh… –¿de qué estaban hablando?–, había olvidado lo bonito que está Washington en primavera.

–Mmm –un repentino deseo se deslizó por la espalda de D.C. y buscó refugio en sus entrañas. ¿De dónde demonios habría salido?–. Me gustaría dibujar tu rostro.

–Por supuesto –no había oído una sola palabra de lo que estaba diciendo. Solo era capaz de pensar que cualquier mujer podría ahogarse en esos ojos–. Creo que mañana va a llover –un ligero suspiro escapó de sus labios cuando D.C. extendió la mano sobre su espalda.

–Estupendo.

Si inclinara la cabeza, podría saborear esa boca, averiguar si su sabor bastaría para suavizar el filo de aquel deseo repentino que le desgarraba.

En ese momento, paró la música. Alguien tropezó con ellos, haciendo añicos la burbuja de cristal que hasta entonces parecía rodearlos. Ambos retrocedieron. Y los dos con el ceño fruncido.

–Gracias, has sido muy amable –dijo Layna, recuperando de nuevo el control de su voz.

–Sí.

La agarró del brazo de manera muy impersonal. Quería acompañarla a la mesa y escapar de su lado hasta que se la hubiera sacado de la cabeza.

Layna permitió que la guiara. Necesitaba sentarse antes de que le fallaran las piernas.

Capítulo 3

 

El gran plan de D.C. para el domingo era dormir hasta tarde, disfrutar de un suculento desayuno y pasar un par de horas en el gimnasio. Después, decidiría si quería pasar el resto de la tarde en soledad o acercarse al festival de blues de la calle M.

Pero el plan se fue al garete cuando se despertó despejado y nervioso poco después del amanecer.

Enfadado, intentó recuperar el agitado sueño que lo había perseguido durante toda la noche. Pero cada vez que empezaba a dormirse, pensaba en ella, lo que le resultaba más irritante incluso que estar despierto.

No había ningún motivo para que Layna Drake estuviera en su cabeza. El único momento de conexión física que habían compartido había sido ridículamente corto comparado con el resto de la velada. En general, habían sido escrupulosamente educados y se habían mezclado con el resto de los asistentes a la fiesta.

Al final, D.C. la había llevado a casa, respetando los límites de velocidad, habían intercambiado un correcto apretón de manos y se habían despedido en la puerta de casa de Layna. Y estaba convencido de que para los dos había sido un alivio separarse.

Así que era ridículo que no fuera capaz de dejar de pensar en ella, de recordar exactamente lo que era tenerla entre sus brazos y contemplar sus ojos mientras bailaba.

Era su rostro, se dijo. Tenía un rostro que le intrigaba. En un sentido artístico, por supuesto.

Así que fue al gimnasio y pasó un par de horas intentando sudar sus nervios. Cuando terminó, se decía a sí mismo que se sentía mejor, más alerta, con la cabeza más despejada. Cuando regresó por fin a su apartamento, estaba preparado para disfrutar de un gran desayuno.

Puso la música a todo volumen, echó el beicon en la sartén y comenzó a batir unos huevos.

Cuando sonó el teléfono, lo agarró con una mano mientras con la otra retiraba la sartén.

–Así que estás despierto –vociferó Daniel–. Baja esa música, muchacho. Te vas a quedar sordo.

–Espera –fue a bajar el volumen de la música al cuarto de estar. De regreso a la cocina, agarró una loncha de beicon–. Sí, estoy despierto. Ya he ido al gimnasio y ahora mismo estoy a punto de comenzar a bloquear mis arterias.

–¿Beicon y huevos? –Daniel suspiró–. Me acuerdo de cuando yo también desayunaba así. Pero tu abuela es muy estricta conmigo. Me consideraría afortunado si me dejara ver una loncha de beicon aunque fuera en pintura.

–Yo ahora mismo me estoy comiendo una –con una sonrisa traviesa, D.C. mordisqueó la crujiente loncha–. Está riquísima.

–Eres un sádico, jovencito –Daniel volvió a suspirar–. Llamaba para darte las gracias por haberme hecho ese favor. Supongo que pasaste una noche terrible entreteniendo a la ahijada de Myra.

–Conseguí sobrevivir.

–Bueno, en cualquier caso, te lo agradezco. Sé que tienes mejores cosas que hacer con tu tiempo. No es que no sea una buena chica, pero no es el tipo de mujer que te interesa. Para ti estamos buscando muchachas más alegres.

–Puedo buscarlas yo mismo.

–¿Entonces por qué no lo haces? Deberías estar saliendo ya con alguna mujer. Tu abuela tiene miedo de que termines intoxicándote en ese agujero en el que vives con todas esas pinturas. A tu edad, necesitas una casa espaciosa, con una mujer y llena de niños. Pero no te he llamado para recordarte tus obligaciones –añadió rápidamente–. Te agradezco lo que hiciste. Recuerdo las veladas tan aburridas que pasaba yo en esas fiestas de sociedad ante de conocer a tu abuela, con esas chicas que no tenían nada interesante que decir. Lo que tú necesitas es una mujer con la que haya chispa. No puedes perder el tiempo con alguien como Linda.

–Layna –le corrigió D.C., irritado sin saber por qué–. Se llama Layna.

–Ah, sí, es verdad. Qué nombre tan raro. Pero bueno, qué más nos da. Ya no tendrás que perder más noches con ella. ¿Cuándo vas a venir a vernos?

–Pronto, iré pronto –con el ceño fruncido, D.C. echó el resto del beicon en la fuente–. ¿Qué tiene de malo Layna?

–¿Quién? –en su despacho de Hyannis Port, Daniel tapó el auricular con la mano hasta que estuvo seguro de que podía controlar la risa.

–Layna –repitió D.C. entre dientes–, ¿qué tiene de malo Layna?

–Oh, nada, nada. Es una mujer muy atractiva. Sencillamente, no es una mujer para ti. Es muy fría, ¿verdad? Sus padres también son muy estirados, si no recuerdo mal. Bueno, ahora te dejo disfrutar de tu desayuno, muchacho –Daniel colgó preguntándose cuánto tiempo tardaría su nieto en ir a ver a Layna Drake.

 

 

Tardó casi una hora desde que descubrió que había perdido el apetito y terminó tirando los huevos. Guardó un cuaderno, unos lápices y unos carboncillos en su bolsa de cuero y se la colgó al hombro. Decidió ir andando para así tener tiempo de ordenar sus pensamientos.

Su abuelo tenía razón, por supuesto, pero le irritaba que estuviera tan decidido a eliminar a Layna como candidata. Tanto como que seleccionara a posibles esposas.

Él era perfectamente capaz de tomar sus propias decisiones.

Por supuesto, no estaba pensando en Layna en esos términos. Lo único que quería era dibujar su rostro. Y como habían quedado más o menos de acuerdo en que se acercaría a su casa, era preferible acabar con aquel asunto cuanto antes.

Layna no contestó cuando llamó a la puerta. Vagamente irritado, D.C. se cambió la bolsa de hombro y se dijo a sí mismo que sería más inteligente acercarse a la calle M y hacer allí algunos bocetos. Pero llegaron hasta él las notas de un concierto de Chopin. Así que, encogiéndose de hombros, intentó abrir la puerta. Al descubrir que no estaba cerrada con llave, entró.

–¿Layna?

Miró a su alrededor con interés. El vestíbulo tenía el suelo de madera y las paredes de un blanco ligeramente tostado. Sobre una mesa antigua de alas abatibles había un jarrón con tulipanes blancos.

Dos dibujos a lápiz le llamaron la atención. Eran escenas urbanas, inteligentemente plasmadas. Se acercó a las escaleras y posó la mano en la barandilla. Consideró la posibilidad de subir, pero decidió que sería más inteligente mirar antes en la planta baja.

Layna no estaba en el salón, un salón elegantemente amueblado, con una enorme estantería llena de libros y que olía a cuero y a rosas. Para cuando terminó de mirar en el salón, el comedor y la cocina, ya se había hecho una idea del gusto y el estilo de vida de Layna.

Elegante, tradicional y ordenada, con algunos toques ocasionales de color. Una mujer tradicional a la que le gustaban las cosas bonitas, con un gusto clásico para los muebles, la lectura y la música.

La vio por la ventana de la cocina, que daba a un jardincillo rebosante de flores. Layna estaba plantando más tulipanes blancos y pensamientos amarillos.

Llevaba guantes de jardinera, un sombrero de paja y un delantal encima de unos sencillos pantalones beiges y un jersey de verano. Parecía, pensó D.C., una imagen sacada de un artículo sobre el atuendo más elegante para pasar una mañana en el jardín.

La luz era perfecta, decidió mientras sacaba el cuaderno y se disponía a hacer unos bocetos.

Le divertía y le intrigaba la precisión con la que Layna trabajaba. Tomaba la tierra con la pala, la mezclaba con fertilizante y colocaba la planta exactamente en el centro del agujero que le había preparado. Después, llenaba el agujero con delicadeza.

Alineaba las plantas como si fueran soldados.

Layna estaba tan concentrada en su primera incursión en el mundo de la jardinería que cuando oyó que se abría la puerta del jardín, el corazón le dio un vuelco. La pala cayó a un lado, los pensamientos a otro mientras ella gritaba y volvía la cabeza bruscamente.

–Lo siento, te he asustado.

–¿Cómo has conseguido entrar? –se llevó la mano al corazón mientras clavaba en él la mirada.

–He cruzado la casa. No has contestado cuando he llamado a la puerta.

Dejó la bolsa en una mesa de hierro forjado situada en el centro del jardín y se fijó en el manual de jardinería que allí había dejado Layna.

–No se puede entrar de esa manera en una casa.

–Sí, claro que se puede –se sentó a su lado y le tendió el pensamiento–, cuando la puerta está abierta. Además, te había dicho que pensaba venir.

–Eso no es cierto.

–Claro que sí. Deberías plantar esos pensamientos más juntos, y no en línea. Dales un poco de dinamismo –con los ojos entrecerrados, la tomó por la barbilla y le hizo girar la cabeza hacia la izquierda–. Te dije que quería dibujarte.

Layna se apartó con un gesto brusco, tan molesta por aquel gesto como por su crítica.

–Pues no me acuerdo.

–Cuando estábamos bailando. Me gusta esta luz. Será perfecta –se levantó para sacar su cuaderno–. Tú sigue trabajando.

¿Cuando estaban bailando? Layna intentó recordarlo. Pero la verdad era que no podía recordar nada de lo que había pasado mientras bailaban, excepto que había sido un momento de locura.

–No tienes que posar –continuó diciendo D.C. con una sonrisa que a ella le llegó directamente a las entrañas–. Sigue trabajando como si yo no estuviera.

–No puedo trabajar contigo ahí sentado, mirándome. Y quiero terminar de plantar esto. Han dicho que esta tarde va a llover.

–Solo te queda media docena, así que puedes tomarte un descanso –empujó otra de las sillas con el pie–. Siéntate aquí a hablar conmigo.

Layna se levantó y se quitó los guantes.

–¿No quedó ayer suficientemente claro que no tenemos nada que decirnos?

–¿Ah, sí? –D.C. sabía cómo seducir a una modelo reacia, así que utilizó su sonrisa sin piedad–. Te gusta la música, y a mí también. Hablemos de música. Te pega mucho Chopin.

–Y supongo que a ti, como buen nieto de escocés, te van los gaiteros.

–¿Tienes algo en contra de los gaiteros?

Layna resopló antes de sentarse.

–Mira, D.C., no quiero ser maleducada, pero…

–Tú nunca serías maleducada, a no ser que te lo propusieras. Bonita sonrisa –comentó mientras dibujaba–. Es una pena que no la prodigues más.

–Lo hago, cuando alguien me gusta.