Luz en la tormenta - Nora Roberts - E-Book

Luz en la tormenta E-Book

Nora Roberts

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Beschreibung

Embarazada, sola y en plena huida para proteger al hijo que llevaba en el vientre, Laura Malone se quedó atrapada en una carretera nevada de Colorado, y a merced de un desconocido. Afortunadamente, el único propósito de Gabriel Bradley era darle cobijo. Ella era un ángel rubio de ojos azul oscuro, y Gabe habría pensado que había surgido de la noche nevada para salvarlo... si creyera en ese tipo de cosas; sin embargo, había perdido toda esperanza desde la muerte de su hermano, y ya sólo hallaba consuelo en su soledad. Mientras esperaban a que amainara la tormenta, se confesaron sus secretos más íntimos y surgió entre ellos una poderosa pasión. Cuando las carreteras se despejaron, quedaron unidos por una promesa, ya que Gabe sabía que Laura necesitaba protección para conservar la custodia de su hijo en la batalla que se avecinaba. Estaba dispuesto a ofrecerle matrimonio para ayudarla, aunque sus motivos no eran realmente tan puros. Lo cierto era que aquella hermosa y vulnerable desconocida le había ofrecido un regalo de incalculable valor... le había dado una razón para vivir, la valentía de recuperar la esperanza y de soñar con tener el futuro y la familia que él siempre había deseado.

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Seitenzahl: 357

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1989 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Luz en la tormenta, n.º 64 - octubre 2017

Título original: Gabriel’s Angel

Publicada originalmente por Silhouette© Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2007

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-419-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

 

 

Para Tom y Ky y Larry, por tener el buen sentido de casarse con las personas adecuadas.

Uno

 

Maldita nieve. Gabe redujo a segunda, aminoró la velocidad del todoterreno a veinticuatro kilómetros por hora, soltó un juramento y forzó la vista al máximo; sin embargo, lo único que podía verse más allá del frenético vaivén de los limpiaparabrisas era una pared blanca. Aquélla no era una ventisca invernal de cuento de hadas, y los copos de nieve que caían parecían tan grandes y amenazadores como un puño.

Sería inútil pararse a esperar a que la tormenta escampara, se dijo mientras tomaba la siguiente curva lentamente. Después de seis meses conocía a la perfección aquella angosta y serpenteante carretera y podía conducir por ella casi con los ojos cerrados, así que podía considerarse afortunado, pero un recién llegado se habría encontrado indefenso. Incluso con aquella ventaja, tenía los hombros y la parte posterior del cuello completamente tensos. Las nevadas en Colorado podían ser tan peligrosas en primavera como en pleno invierno, y durar una hora o un día; además, aquélla había tomado por sorpresa a todo el mundo… tanto a los residentes como a los turistas y al Servicio Nacional de Meteorología.

Sólo ocho kilómetros más y podría descargar las provisiones, encender el fuego y disfrutar de la ventisca de abril en el acogedor interior de su cabaña, con una taza de café caliente o una cerveza fría.

El todoterreno fue ascendiendo por la cuesta como un tanque, y Gabriel se sintió agradecido por su resistencia y su solidez. Aunque tardara tres veces más en recorrer los treinta y dos kilómetros hasta su casa, por lo menos conseguiría llegar.

Los limpiaparabrisas trabajaban incansables, pero lo único que se apreciaba entre los segundos de falta de visibilidad total era una cortina blanca. Si no amainaba, al anochecer la nieve tendría más de medio metro de altura. Gabe intentó animarse diciéndose que para entonces ya habría llegado a casa, pero sus imprecaciones resonaron en el interior del vehículo. Si no hubiera perdido la noción del tiempo el día anterior, habría podido comprar antes las provisiones y el mal tiempo no le habría afectado lo más mínimo.

La carretera serpenteó en una curva perezosa, y Gabe la tomó con sumo cuidado. Le resultaba muy difícil conducir lentamente, pero a lo largo del invierno había adquirido un sano respeto por las montañas y por las carreteras que las atravesaban. La valla de seguridad era muy sólida, pero al otro lado esperaban unos barrancos escarpados que no perdonaban un error. Aunque tenía confianza en sí mismo y en la fiabilidad del todoterreno, tenía que tener en cuenta la posibilidad de que hubiera algún coche a un lado o en medio de la carretera.

Necesitaba fumar. Apretó las manos en el volante, deseando encender un cigarro, pero sabía que tendría que esperar para poder permitirse ese lujo. Sólo cuatro kilómetros y medio más.

Sintió que la tensión de sus hombros empezaba a relajarse. No había visto un solo coche en más de veinte minutos, y era dudoso que se encontrara con alguno a aquellas alturas, ya que cualquiera con la más mínima sensatez habría buscado refugio. A su lado, la radio no dejaba de hablar de carreteras cortadas y eventos cancelados.

Siempre lo había sorprendido que la gente planeara tantas fiestas, cenas, recitales y representaciones para un mismo día, aunque suponía que ésa era la naturaleza humana. Siempre planeando reuniones para juntarse unos con otros, aunque sólo fuera para vender un puñado de pasteles y galletas. Él prefería estar solo, al menos de momento; de no ser así, no habría comprado la cabaña ni habría permanecido enclaustrado en ella durante los últimos seis meses.

La soledad le proporcionaba libertad para pensar, para trabajar, para curarse, y había logrado las tres cosas en cierta medida.

Estuvo a punto de suspirar aliviado al ver… bueno, al notar… que el coche volvía a tomar una pendiente, ya que sabía que aquélla era la última cuesta antes de su desviación. Ya sólo quedaba un kilómetro y medio. Su cara, que había estado tensa de concentración, empezó a relajarse. Era un rostro demasiado delgado y angular para resultar meramente atractivo; además, tenía la nariz ligeramente desviada a causa de un acalorado desacuerdo que había tenido con su hermano menor en la adolescencia, pero Gabe no le había guardado rencor por ello.

Se le había olvidado ponerse un sombrero, y su largo pelo rubio oscuro le enmarcaba la cara y le llegaba hasta el cuello del anorak con aspecto desgreñado, ya que se lo había peinado con dedos apresurados horas antes. Sus ojos, de un cristalino tono verde oscuro, empezaban a escocerle después de estar tanto tiempo fijos en la nieve.

Mientras los neumáticos se deslizaban por el asfalto acolchado, echó un vistazo al cuentakilómetros, y levantó la vista de nuevo tras comprobar que sólo faltaba medio kilómetro. Entonces fue cuando vio el coche que se acercaba hacia él fuera de control.

Sin tiempo ni para soltar una palabrota, viró bruscamente hacia la derecha justo cuando el otro coche pareció derrapar. El todoterreno patinó en la nieve, y se balanceó peligrosamente antes de que las ruedas consiguieran aferrarse a la carretera para obtener algo de tracción. Por un instante, Gabe creyó que iba a dar una vuelta de campana, pero cuando su vehículo se estabilizó no pudo hacer otra cosa que permanecer allí sentado, mirando con la esperanza de que el otro conductor tuviera tanta suerte como él.

El coche descendía ladeado a toda velocidad, y aunque todo estaba ocurriendo en cuestión de segundos, Gabe tuvo tiempo de pensar en lo fuerte que sería el impacto cuando diera de lleno contra el todoterreno; sin embargo, en el último momento el conductor consiguió enderezar el vehículo, viró bruscamente para evitar la colisión, y empezó a deslizarse sin remedio hacia la valla de seguridad. Gabe puso el freno de mano, y salió del todoterreno justo cuando el otro coche chocaba contra el metal.

Estuvo a punto de caerse de cabeza, pero gracias a sus botas de montaña consiguió mantener el equilibrio mientras corría por la nieve hacia el vehículo accidentado. Era un coche pequeño y compacto… aún más después del impacto, ya que la parte derecha había quedado metida hacia dentro y el capó parecía un acordeón por el lado del pasajero. En un instante de lucidez, se horrorizó al pensar en lo que podría haber pasado si el coche hubiera golpeado por el lado del conductor.

Cuando consiguió llegar al coche a través de la nieve, vio una figura desplomada sobre el volante e intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada. Con el corazón en la garganta, empezó a aporrear la ventanilla.

La figura se movió, y al ver la espesa cabellera rubia que caía sobre los hombros de un abrigo oscuro se dio cuenta de que era una mujer. En ese momento, ella se quitó el gorro de esquí que llevaba, se volvió hacia la ventanilla y fijó la vista en él.

Estaba muy pálida, blanca como el mármol, e incluso sus labios parecían demacrados. Tenía unos ojos enormes y oscuros, con los iris casi negros debido a la conmoción… y era hermosa, tan increíblemente hermosa que quitaba el aliento. Como artista vio las posibilidades en aquel rostro con forma de diamante, en los pómulos altos y en el carnoso labio inferior, pero como hombre apartó de su mente aquellos pensamientos y volvió a golpear en la ventanilla.

Ella parpadeó y sacudió la cabeza, como si estuviera intentando despejársela, y Gabe vio que sus ojos eran de un tono azul medianoche cuando la conmoción en ellos empezó a desvanecerse y dejó paso a una expresión preocupada.

La mujer se apresuró a bajar la ventanilla, y le preguntó antes de que él pudiera articular palabra:

–¿Está herido?, ¿le he dado?

–No, ha dado contra la valla de seguridad.

–Gracias a Dios –dijo ella, antes de apoyar la cabeza en el respaldo del asiento por unos segundos. Tenía la boca seca, y aunque luchaba por controlarlo, el corazón parecía martillearle en la garganta–. El coche empezó a resbalar al empezar a bajar por la cuesta, y creí que a lo mejor podría recuperar el control, pero entonces vi su todoterreno y pensé que iba a darle de lleno.

–Lo habría hecho, si no hubiera girado hacia la valla.

Gabe miró de nuevo el capó del coche, consciente de que el daño podría haber sido mucho mayor. Si ella hubiera ido a más velocidad… pero no tenía sentido perderse en especulaciones inútiles, así que se volvió hacia ella de nuevo e intentó ver algún signo de trauma en su rostro.

–¿Se encuentra bien?

–Sí, creo que sí –ella volvió a abrir los ojos, mientras intentaba esbozar una sonrisa–. Lo siento, debo de haberle dado un buen susto.

–Y que lo diga –pero el sobresalto ya había pasado, y estaba a menos de medio kilómetro de su casa, varado en la nieve con una desconocida que no iba a poder sacar su coche de allí en varios días–. ¿Qué demonios está haciendo aquí?

Ella ignoró la brusquedad de sus palabras mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad; había estado respirando hondo para intentar serenarse, y ya se encontraba mucho mejor.

–Debo de haberme equivocado de dirección por la tormenta, porque estaba intentando llegar a Lonesome Ridge para esperar a que amainara. Según el mapa, es la población más cercana, y tenía miedo de pararme en el arcén… bueno, en el pequeño margen que hay –miró hacia la valla de seguridad, y se estremeció–. Supongo que no voy a poder sacar mi coche de aquí.

–No, esta noche no.

Con expresión ceñuda, Gabe se metió las manos en los bolsillos. La nieve seguía cayendo y la carretera estaba desierta, así que si la dejaba sola, era posible que muriera congelada antes de que apareciera por allí un vehículo de emergencia o una máquina quitanieves. Por mucho que quisiera desentenderse de aquella responsabilidad, no podía dejar a una mujer varada en medio de aquella tormenta.

–Lo único que puedo hacer por usted es llevarla a mi casa.

Su voz era seca, carente de amabilidad, pero ella no se sorprendió por ello. Era normal que estuviera enfadado e impaciente, ya que casi había chocado con él y además iba a tener que seguir ayudándola.

–Lo siento.

Él movió ligeramente los hombros, consciente de que había sido muy grosero.

–El desvío que lleva a mi casa está en la cima de la colina, tendrá que dejar aquí su coche y venir conmigo en el todoterreno.

–Muchas gracias –dijo ella. Con el motor apagado y la ventanilla abierta, el frío estaba empezando a calar en su ropa–. Perdone las molestias, señor…

–Bradley, Gabe Bradley.

–Yo me llamo Laura –acabó de quitarse el cinturón de seguridad que había evitado que sufriera alguna herida grave, y añadió–: llevo una maleta en la parte de atrás, ¿le importaría echarme una mano con ella?

Gabe agarró las llaves y fue a regañadientes a buscarla, pensando que si se hubiera puesto en marcha una hora antes, ya estaría en casa, y solo.

La maleta no era muy grande, y distaba mucho de estar nueva; al parecer, la mujer sin apellido viajaba ligera de equipaje. Mientras la sacaba del coche, se dijo que no era justo enfadarse ni mostrarse tan descortés; al fin y al cabo, si ella no hubiera conseguido virar y lo hubiera esquivado, a esas alturas necesitarían un médico en vez de una taza de café y de algo para calentarse los pies.

Gabe decidió mostrarse un poco más civilizado, y se volvió hacia ella para decirle que fuera al todoterreno. La mujer había salido de su coche y estaba de pie mirándolo, con la nieve cayéndole sobre el pelo suelto, y fue entonces cuando se dio cuenta de que no sólo era muy hermosa, sino que además estaba muy embarazada.

–Madre de Dios –consiguió decir.

–De verdad que siento causarle tantos problemas, y le agradezco muchísimo que quiera ayudarme –empezó a decir Laura–. Si puedo llamar desde su casa y conseguir que venga alguien a remolcar mi coche, a lo mejor arreglaremos esto rápidamente.

Gabe no oyó ni una palabra de lo que le estaba diciendo, incapaz de apartar la vista del bulto cubierto por su abrigo oscuro.

–¿Está segura de que está bien?, no sabía que estaba… ¿necesita un médico?

–No, no hay problema –su rostro, que había recuperado el color gracias al frío, se iluminó con una amplia sonrisa–. El niño está perfectamente, aunque por las patadas que me está dando, yo diría que se ha molestado un poco con todo este revuelo. No hemos chocado con la valla, más bien nos hemos deslizado contra ella, así que apenas hemos notado el impacto.

–Puede que haya… –sin saber demasiado bien cómo seguir, Gabe optó por decir–: que la sacudida le haya… dañado algo.

–Estoy bien –repitió ella–. Tenía puesto el cinturón de seguridad, y la nieve amortiguó el golpe –al darse cuenta de que él no parecía demasiado convencido, se echó atrás el pelo con algo de impaciencia. Aunque llevaba unos guantes de cuero ribeteados en seda, los dedos estaban empezando a entumecérsele–. Le prometo que no voy a ponerme de parto aquí en medio… a menos que nos quedemos aquí plantados durante las próximas semanas.

La mujer tenía razón… o al menos, eso esperaba Gabe; además, empezaba a sentirse como un idiota bajo el peso de la sonrisa con que lo miraba. Tras unos segundos se dio por vencido, y alargó una mano hacia ella.

–Deje que la ayude.

Laura sintió que aquellas palabras tan sencillas le daban de lleno en el corazón, ya que podía contar con los dedos de una mano las veces en que alguien le había dicho algo así.

Gabe no sabía cómo había que comportarse con las mujeres embarazadas, y se preguntó si serían muy frágiles. Siempre había pensado que debía de ser todo lo contrario, teniendo en cuenta por lo que tenían que pasar, pero en ese momento en que se encontraba frente a frente con una, tenía miedo de que se rompiera en mil pedazos al tocarla.

Temerosa de resbalarse en la nieve, Laura se aferró con fuerza a su brazo mientras iban hacia el todoterreno.

–Este sitio es precioso, pero la verdad es que voy a disfrutar más de la nieve cuando esté a cubierto –comentó cuando llegaron al vehículo. Al ver el escalón bastante alto que había bajo la puerta, añadió–: me parece que va a tener que ayudarme a entrar, no estoy tan ágil como antes.

Gabe metió la maleta primero, mientras se planteaba por dónde podía agarrarla. Mascullando entre dientes, le puso una mano bajo el codo y otra en la cadera, y Laura consiguió entrar en el todoterreno con una facilidad que lo sorprendió.

–Gracias.

Él gruñó su respuesta mientras cerraba la puerta de golpe. Tras rodear el vehículo, se puso al volante y consiguió reincorporarse a la carretera sin demasiado esfuerzo.

Mientras el sólido vehículo subía lentamente la cuesta, Laura estiró las manos y vio que por fin habían dejado de temblar.

–Si hubiera sabido que había casas por la zona, habría pedido cobijo hace rato. No me esperaba que hubiera una nevada en abril.

–Por aquí puede nevar en cualquier fecha –dijo él, y se quedó callado por un largo momento. Respetaba la privacidad ajena tanto como la suya propia, pero las circunstancias en que se encontraban se salían de lo común–. ¿Viaja sola?

–Sí.

–¿No es un poco peligroso en su estado?

–Había planeado hallarme en Denver en un par de días –posó una mano sobre su vientre, y afirmó–: no salgo de cuentas hasta dentro de seis semanas –respiró hondo, consciente de que no tenía otra opción que confiar en él, aunque fuera arriesgado–. ¿Vive solo, señor Bradley?

–Sí.

Se volvió un poco para poder verlo con claridad mientras él enfilaba por un camino lateral bastante estrecho… o lo que ella supuso que sería un camino, ya que estaba totalmente enterrado bajo la nieve. Su rostro tenía una cierta dureza, aunque era demasiado fino para resultar tosco. Era un rostro esculpido con frialdad, como el de algún mítico jefe guerrero de antaño.

Laura recordó su expresión de asombrada impotencia al darse cuenta de que estaba embarazada, y supo instintivamente que estaba segura con él. Y de todos modos tenía que creer que era así, ya que no le quedaba otra opción.

Él notó su mirada y pareció leerle el pensamiento, porque dijo con voz calmada:

–No soy un maníaco peligroso.

–Me alegro –Laura esbozó una sonrisa, y se volvió de nuevo hacia delante.

La cabaña era apenas visible a través de la nieve, incluso cuando se detuvieron justo delante de ella; sin embargo, a Laura le encantó lo poco que consiguió vislumbrar. Era un rectángulo achaparrado de madera con un porche cubierto, ventanas de paneles cuadrados y humo saliendo por la chimenea.

Aunque estaba casi totalmente enterrado bajo la nieve, había un camino de piedras planas que llevaba hasta los escalones de entrada, y los lados de la casa estaban flanqueados por árboles de hoja perenne. Nada le había dado en su vida la sensación de calidez y seguridad que le transmitió aquella pequeña cabaña en medio de las montañas.

–Es preciosa, debe de ser muy feliz viviendo aquí.

–Es práctico.

Gabe rodeó el todoterreno para ayudarla a bajar, y al inhalar su aroma pensó que olía a nieve… o a agua, aquella agua pura y virginal que descendía por las montañas en primavera. Consciente de que tanto su reacción como sus comparaciones eran absurdas, le dijo con voz algo brusca:

–Yo la entraré, dentro de nada podrá calentarse frente a la chimenea –la llevó hasta la casa, y al llegar a la puerta la dejó con cuidado de pie y abrió para que entrara–. Pase, yo traeré sus cosas.

Y sin más, regresó al todoterreno y la dejó allí sola, con la nieve derretida de su abrigo mojando la alfombra del recibidor.

Laura levantó la mirada, y se quedó boquiabierta al ver los cuadros. Cubrían las paredes, estaban amontonados en cada rincón y sobre las mesas, y aunque sólo unos cuantos estaban enmarcados, lo cierto era que no necesitaban ningún tipo de adorno. Algunos estaban a medio acabar, como si el artista hubiera perdido el interés o la motivación. Había óleos de colores vívidos y llamativos, y acuarelas en tonos suaves y etéreos que parecían sacados de un sueño. Laura se quitó el abrigo y se acercó para verlos más de cerca.

Uno mostraba una escena de París, el Bois de Boulogne, un parque que reconoció porque lo había visitado en su luna de miel. Al contemplarlo se le inundaron los ojos de lágrimas y todo su cuerpo se tensó, pero respiró hondo y se obligó a mirarlo hasta que sus emociones se estabilizaron.

Había un caballete debajo de una ventana, donde la luz podía dar de lleno sobre el lienzo, y aunque tuvo la tentación de ir a echar un vistazo, se contuvo porque ya tenía la sensación de estar invadiendo la intimidad de aquel hombre.

Sintiéndose perdida, enlazó las manos con fuerza mientras la invadía un profundo desespero. Se había metido en un atolladero, tenía el coche destrozado, apenas le quedaba dinero, y el bebé… el bebé no iba a esperar hasta que las cosas se solucionaran.

Si la encontraban en ese momento…

No, no iban a encontrarla, se dijo mientras separaba las manos con un gesto decidido. Había llegado hasta allí y nadie iba a quitarle a su hijo, ni en ese momento ni nunca.

Se volvió cuando sintió que la puerta de la cabaña se abría, y vio que Gabe dejaba un montón de bolsas apiladas en el suelo antes de quitarse el abrigo y colgarlo en una percha que había junto a la entrada.

Estaba tan delgado como había supuesto por su cara, y aunque debía de medir poco menos de un metro ochenta, gracias a su complexión fuerte y poderosa parecía mucho más alto. Mientras veía cómo se sacudía la nieve de las botas, pensó que tenía más pinta de boxeador que de artista, que aquel hombre parecía encajar mejor al aire libre que en suntuosas mansiones.

A pesar de la ascendencia aristocrática que sabía que él tenía, la ropa de franela y pana que llevaba conjuntaba a la perfección con aquella rústica cabaña. Ella provenía de un ambiente mucho más modesto, y sin embargo se sentía fuera de lugar en su voluminoso jersey de punto irlandés y su falda de lana hecha a medida.

–Gabriel Bradley –dijo, mientras señalaba con un gesto las paredes–. El golpe debe de haberme dejado confundida antes, porque no he hecho la conexión hasta ahora. Me encanta su trabajo.

–Gracias –dijo él, antes de levantar dos de las bolsas que había entrado en la casa.

–Deje que le ayu…

–No.

Gabe fue a la cocina sin añadir nada más, y ella se quedó mordiéndose el labio inferior. Sabía que él no estaba precisamente encantado de tener compañía, pero no había nada que ella pudiera hacer al respecto, y se iría en cuanto fuera razonablemente seguro hacerlo. Hasta entonces… bueno, hasta entonces Gabriel Bradley, el artista más importante de la década, tendría que aguantarse.

Estuvo tentada de sentarse y mantenerse apartada de su camino pasivamente, y en el pasado eso era lo que habría hecho, pero las circunstancias la habían cambiado. Lo siguió hasta la cocina, que era tan diminuta que pareció quedar abarrotada.

–Al menos deje que le prepare algo para beber –la vieja cocina con dos fogones no parecía demasiado fiable, pero Laura estaba decidida a ser útil.

Gabe se volvió, y cuando el movimiento hizo que rozara el abultado vientre de la mujer, se sorprendió por la oleada de incomodidad que lo recorrió… y por la punzada de fascinación que sintió.

–Aquí tiene el café –masculló, mientras le daba un paquete aún sin empezar.

–¿Tiene una cafetera?

El chisme estaba en el fregadero, que estaba lleno de un agua que en su momento había sido espumosa. Lo había dejado en remojo, para intentar quitar las manchas que habían quedado la última vez que lo había usado. Fue a sacarlo, pero al volver a toparse con Laura retrocedió un paso.

–¿Por qué no deja que me ocupe yo? –sugirió ella–. Colocaré la compra y pondré la cafetera, y mientras usted puede llamar para que venga alguien a remolcar mi coche.

–Vale. También hay leche fresca.

–Supongo que no tiene té, ¿no? –sonrió ella.

–No.

–Entonces tomaré un poco de leche, gracias.

Cuando él salió de la habitación, Laura empezó a colocar la comida. El espacio era muy reducido, así que no tuvo problemas para decidir dónde iba cada cosa; de hecho, pudo utilizar su propio sistema de organización, ya que al parecer, Gabe no tenía ninguno.

Él apareció en la puerta cuando sólo había vaciado una de las bolsas, y comentó:

–No hay teléfono.

–¿Qué?

–No hay línea, suele pasar cuando hay tormenta.

–Vaya. ¿Suele tardar mucho en arreglarse? –dijo ella, que se había quedado inmóvil con una lata de sopa en la mano.

–Depende. A veces tarda horas, y a veces una semana.

Laura enarcó una ceja, pero entonces se dio cuenta de que él estaba hablando en serio.

–Supongo que eso me deja en sus manos, señor Bradley.

Él metió los pulgares en los bolsillos delanteros de sus pantalones, y dijo con calma:

–Entonces, será mejor que me llames Gabe.

Laura frunció el ceño y bajó la mirada hacia la lata que seguía sosteniendo; cuando las cosas se torcían, uno tenía que intentar mirar el lado positivo.

–¿Quieres un poco de sopa?

–Sí. Iré a… dejar tus cosas en el dormitorio.

Aquella mujer era de armas tomar, decidió Gabe mientras llevaba la maleta de ella a su habitación. Aunque él no era ningún experto en el sexo femenino, tampoco podía considerarse un completo novato, y había notado que ella ni siquiera había parpadeado al saber que no había teléfono y que se había quedado incomunicada del resto del mundo junto a él.

Gabe se miró en el espejo que había sobre su viejo tocador. Que él supiera, nadie lo había considerado inofensivo hasta ese momento. Esbozó una sonrisa traviesa; de hecho, no siempre había sido exactamente inofensivo.

Pero aquella situación era por completo diferente, claro.

Bajo otras circunstancias, seguramente habría disfrutado de algunas saludables fantasías sobre su inesperada invitada. Aquella cara… había algo especial e indefinible en su increíble belleza, y cuando un hombre la miraba, automáticamente empezaba a imaginarse cosas; sin embargo, aunque no hubiera estado embarazada, las fantasías no habrían ido más allá. Nunca había sido hombre de aventuras ni de líos de una noche, y en ese momento no estaba preparado para tener una relación. Se había mantenido célibe durante los últimos meses, ya que el deseo de pintar lo había vuelto a seducir por fin y no necesitaba nada más.

Pero desde un punto de vista práctico, lo cierto era que tenía una invitada, una mujer sola y embarazada, además de muy enigmática. No se le había escapado el hecho de que no había mencionado su apellido, ni le había dado información alguna sobre su identidad o las razones por las que viajaba. Como dudaba que hubiera atracado un banco o que fuera una espía internacional, decidió no presionarla demasiado de momento para conseguir información.

Pero teniendo en cuenta la virulencia de la tormenta y lo aislada que estaba la cabaña, lo más probable era que tuvieran que pasar varios días juntos, así que se prometió descubrir más cosas sobre la serena y misteriosa Laura.

Mientras contemplaba su propio reflejo difuso en el plato que sostenía en la mano, Laura se preguntó de nuevo qué iba a hacer en aquellas circunstancias. Estaba atrapada sin poder llegar a Denver, Los Ángeles o a alguna enorme ciudad lo suficientemente lejos de Boston donde poder desaparecer. Si no hubiera sentido la necesidad imperiosa de ponerse en marcha esa mañana, si se hubiera quedado en la habitación de aquel pequeño motel otro día más, quizás a esas horas seguiría teniendo algo de control sobre la situación.

Pero no había sido así, y en ese momento se encontraba en aquella cabaña, con un perfecto desconocido. Y además no era un hombre cualquiera, sino Gabriel Bradley, un pintor adinerado y respetado que provenía de una familia igualmente adinerada y respetada. Estaba segura de que no la había reconocido, al menos de momento, y se preguntó lo que pasaría cuando él se diera cuenta de quién era ella, y de quién estaba huyendo. Era posible que los Eagleton fueran amigos de los Bradley, y la sola idea hizo que su mano se posara sobre su vientre en un gesto instintivo y protector.

No le quitarían a su hijo. Sin importar el dinero que tuvieran ni lo poderosos que fueran, no iban a poder arrebatárselo, y si estaba en sus manos, jamás lograrían encontrarlos, ni a ella ni a su bebé.

Laura dejó el plato y se volvió hacia la ventana. Era extraño mirar hacia fuera y no ver nada, y la reconfortaba la idea de que nadie pudiera verla desde el exterior. Estaba escondida tras una cortina de nieve del mundo entero… o casi, se corrigió al pensar de nuevo en Gabe.

Siempre prefería buscar el lado bueno de las cosas cuando no le quedaba otro remedio, así que le dio vueltas a la idea de que a lo mejor la tormenta había sido una bendición. Nadie podría seguirle la pista con aquel tiempo, y dudaba que a alguien se le pasara por la cabeza buscarla en una pequeña cabaña perdida en medio de las montañas. Allí podía sentirse más o menos segura, y decidió aferrarse a ello.

Oyó a Gabe moverse en la habitación de al lado, el ruido de sus pasos en el suelo de madera, y el sonido de un tronco en la chimenea. Después de tantos meses de soledad, incluso el mero sonido de otro ser humano la reconfortaba.

–Señor Bradley… ¿Gabe? –se asomó por la puerta, y lo vio colocando bien la pantalla protectora que había delante del fuego–. ¿Podrías despejar una mesa?

–¿Para qué?

–Para que podamos comer… sentados.

–Ah, sí.

Ella volvió a meterse en la cocina, mientras él intentaba pensar en lo que iba a hacer con las pinturas, los pinceles y demás artilugios que cubrían en total desorden la mesa que en su día se había utilizado para comer. Irritado por tener que renunciar a su espacio, fue dejando las cosas por la habitación.

–También he preparado unos bocadillos –dijo Laura, al volver de la cocina con platos, vasos y cubiertos sobre una bandeja metálica de horno un poco torcida.

Avergonzado y algo nervioso, Gabe fue hacia ella y se la quitó de las manos.

–No deberías cargar tanto peso –dijo en tono brusco.

Ella enarcó las cejas. Primero sintió sorpresa, ya que nadie la había mimado nunca, y aunque su vida nunca había sido fácil, en los últimos siete meses se había vuelto bastante dura. Después sintió gratitud, y lo miró con una sonrisa.

–Gracias, pero soy muy cuidadosa.

–Si eso fuera verdad, estarías en tu cama con las piernas en alto, y no atrapada en la nieve conmigo.

–Es importante hacer ejercicio –dijo, aunque se sentó y dejó que él pusiera la mesa–. Y también lo es comer –cerró los ojos, y disfrutó del aroma simple y fortificante de la comida–. Espero no haber gastado demasiadas cosas, pero una vez que he empezado, no he podido parar.

–No pasa nada –dijo él, al agarrar medio bocadillo de queso, beicon y rodajas de tomate. La verdad era que se había acostumbrado a comer de pie en la cocina, y aquella comida caliente preparada sin prisas se saboreaba más sentado y con un plato.

–Quiero pagarte por la comida y el alojamiento.

–No hace falta –Gabe tomó una cucharada de sopa de pescado mientras la observaba. La forma en que ella levantaba la barbilla revelaba su orgullo y su fuerza de voluntad, y creaba un interesante contraste con su piel cremosa y su cuello esbelto.

–Te lo agradezco, pero prefiero pagar por lo que recibo.

–Esto no es el Hilton –Gabe se dio cuenta de que ella no llevaba ninguna joya, ni siquiera un anillo–. Tú has cocinado, así que estamos en paz.

Laura quiso protestar, su orgullo se lo exigía, pero lo cierto era que tenía poco dinero, aparte de los ahorros para el cuidado del bebé que había guardado en el forro de la maleta.

–Muchas gracias –tomó un sorbo de leche, aunque no le gustaba nada, mientras inhalaba el delicioso y prohibido aroma del café–. ¿Llevas mucho tiempo aquí, en Colorado?

–Unos seis meses… no, siete.

Aquello le dio algo de esperanza. Por el aspecto de la cabaña, no creía que él pasara demasiado tiempo leyendo el periódico, y no había visto ninguna televisión.

–Debe de ser un sitio fantástico para pintar.

–De momento, sí.

–Cuando he entrado no podía creerlo, he reconocido tu trabajo enseguida. Siempre lo he admirado, de hecho, mi… un conocido mío compró varias obras tuyas. Una de ellas era una enorme selva, parecía como si uno pudiera perderse en ella y estar completamente solo.

Gabe recordaba el cuadro, y por extraño que pareciera, le había transmitido la misma sensación. No estaba seguro, pero creía que lo había comprado alguien del este… de Nueva York o Boston, quizás de Washington. Si la curiosidad que sentía por aquella mujer no se desvanecía, una simple llamada a su agente bastaría para refrescarle la memoria.

–No has mencionado de dónde vienes.

–No –se limitó a contestar ella.

Aunque su apetito había desaparecido, siguió comiendo. ¿Cómo había podido ser tan tonta como para describirle el cuadro? El comprador había sido Tony, que simplemente había chasqueado los dedos y había hecho que sus abogados lo compraran en su nombre, porque a ella le había gustado.

–Llevo un tiempo en Dallas –admitió al fin.

Había vivido allí dos meses, hasta que se había enterado de que los detectives contratados por los Eagleton estaban investigando discretamente sobre su paradero.

–No tienes acento texano –comentó él.

–No, supongo que no. Debe de ser porque he vivido por todo el país –aquello era cierto, y Laura consiguió sonreír de nuevo–. Tú no eres de Colorado.

–San Francisco.

–Sí, recuerdo haberlo leído en un artículo sobre tu trabajo y tu vida –decidió hablar sobre él. Por experiencia, sabía que los hombres se distraían fácilmente si eran el centro de la conversación–. Siempre he querido visitar San Francisco, parece un sitio precioso con la bahía, las casas antiguas… –soltó un grito sofocado, y se tocó el vientre.

–¿Qué pasa?

–Nada, el niño está un poco inquieto.

Aunque ella volvió a sonreír, Gabe notó que sus ojos tenían sombras de cansancio y que había palidecido otra vez.

–Mira, no tengo ni idea de embarazos, pero el sentido común me dice que deberías estar tumbada.

–La verdad es que estoy cansada. Si no te importa, me gustaría echarme un rato.

–La cama está allí –él se levantó, y como no sabía si ella podría hacerlo por sí sola, le ofreció una mano.

–Lavaré los platos después, si… –su voz se desvaneció cuando le flaquearon las piernas.

–Espera –Gabe la rodeó con los brazos, y experimentó la extraña y apabullante sensación de notar cómo el bebé se movía contra él.

–Lo siento. Ha sido un día muy largo, y supongo que me he excedido un poco –Laura sabía que debería apartarse de él, pero había algo delicioso en poder apoyarse en el duro y sólido cuerpo de un hombre–. Estaré bien después de una siesta.

No se rompió en mil pedazos, como él había creído al principio, pero parecía tan suave y delicada que Gabe se la imaginó disolviéndose en sus manos. Habría querido reconfortarla, seguir abrazándola y sentirla apoyada contra él, confiando en él, necesitándolo. Se dijo que era un tonto por pensar así, y la alzó en brazos.

Laura empezó a protestar, pero se sintió aliviada al poder descansar los pies.

–Debo de pesar una tonelada.

–Eso esperaba, pero la verdad es que no.

Ella se echó a reír, a pesar de lo exhausta que estaba.

–Eres todo un galán, Gabe.

Él sintió que su incomodidad se iba desvaneciendo mientras la llevaba al dormitorio.

–No suelo flirtear con mujeres embarazadas.

–No te preocupes, te has redimido al salvar a ésta de una tormenta de nieve –con los ojos cerrados, Laura sintió que la dejaba sobre una cama. Quizás no fuera más que un colchón y una sábana arrugada, pero se sintió en la gloria–. Gabe, muchas gracias.

–Estás diciendo eso cada cinco minutos –la cubrió con un edredón que había visto tiempos mejores, y añadió–: si de verdad quieres darme las gracias, duérmete y no te pongas de parto.

–Vale. ¿Gabe…?

–¿Qué?

–¿Seguirás comprobando si ha vuelto la línea del teléfono?

–Sí –ella estaba casi dormida, y Gabe sintió una punzada de culpabilidad por presionarla estando tan vulnerable, ya que en ese momento no parecía capaz ni de espantar a una mosca, pero aun así no pudo evitar preguntarle–: ¿quieres que llame a alguien por ti?, ¿a tu marido?

Laura abrió los ojos. Aunque estaban nublados de cansancio, lo miró con expresión seria y él se dio cuenta de que aún seguía más que alerta.

–No estoy casada –dijo ella con claridad diáfana–. No hay nadie a quien llamar.

Dos

 

En el sueño estaba sola, pero no tenía miedo, ya que se había pasado gran parte de su vida en soledad y se sentía más cómoda así que rodeada de gente. Estaba inmersa en una atmósfera etérea, aterciopelada… como el paisaje marítimo que había visto colgado en una de las paredes de la cabaña de Gabe.

Curiosamente, podía oír el murmullo del océano en la distancia, aunque en algún rincón de su mente sabía que estaba en la montaña. Iba caminando por una niebla perlada, con la cálida arena bajo los pies. Se sentía a salvo, fuerte y extrañamente despreocupada; hacía mucho que no se sentía tan libre, tan tranquila.

Sabía que estaba soñando; de hecho, eso era lo mejor de todo, y de haber podido se habría quedado para siempre en aquella dulce fantasía. Sería increíblemente fácil mantener los ojos cerrados, y aferrarse a la paz del sueño.

Entonces el niño empezó a llorar, a gritar, y las sienes comenzaron a palpitarle al oír su llanto desesperado. Empezó a sudar, y el puro color blanco de la niebla empezó a oscurecerse hasta convertirse en un gris oscuro y amenazador. El aire perdió toda calidez, y el frío la golpeó y la heló hasta los huesos.

El llanto parecía venir de todas partes y de ninguna, el eco reverberaba a su alrededor mientras buscaba frenética al niño. Jadeante, intentando respirar, luchó por avanzar entre aquella niebla que iba envolviéndola y espesándose. El llanto se fue haciendo más fuerte, más desesperado, y Laura sintió que el corazón le martilleaba en la garganta, que su respiración se volvía entrecortada y que sus manos temblaban.

Entonces vio la hermosa cuna blanca, con encajes rosados y volantes color azul, y sintió un alivio tan grande que le flaquearon las rodillas.

–No pasa nada –murmuró al levantar al bebé en sus brazos–. No pasa nada, estoy aquí.

Laura sintió el cálido aliento del pequeño en su mejilla, el peso en sus brazos mientras lo acunaba y lo arrullaba. La rodeó el dulce aroma de los polvos de talco mientras lo mecía, murmurando y calmándolo, y empezó a apartar la mantita que ocultaba el pequeño rostro.

Y de repente, descubrió que lo único que sostenía en sus brazos era una manta vacía.

Gabe estaba sentado a la mesa donde habían comido, esbozando la cara de Laura y pensando en ella, cuando la oyó gritar. El sonido fue tan desgarrado, tan cargado de desesperación, que rompió el lápiz en dos antes de levantarse de un salto y salir corriendo hacia el dormitorio.

–Oye, ya está –la tomó por los hombros sin saber qué hacer, pero cuando ella empezó a sacudirse con fuerza, Gabe tuvo que luchar por controlar su propio pánico–. Tranquila, Laura, ¿te duele algo?, ¿es el niño?, Laura, dime lo que pasa.

–¡Me han quitado a mi hijo! –su voz rebosaba histeria, pero entrelazada con furia–. ¡Ayúdame!, ¡me han quitado a mi hijo!

–Nadie te ha quitado a tu hijo –ella seguía luchando contra él con una fuerza sorprendente, y de forma instintiva la rodeó con los brazos–. Ha sido un sueño, tu hijo está bien, mira –la agarró por la muñeca, donde el pulso latía desbocado, y la obligó a poner la mano sobre su vientre–. Los dos estáis a salvo, relájate antes de que te hagas daño.

Cuando sintió la vida que latía bajo su mano, Laura se derrumbó contra Gabe. Su bebé estaba seguro en su interior, donde nadie podía tocarlo.

–Lo siento, he tenido una pesadilla.

–No pasa nada –sin ser consciente de ello, Gabe empezó a acariciarle el pelo, a acunarla como ella había hecho con el niño de sus sueños, a mecerla con ternura en un movimiento ancestral de consuelo–. Haznos un favor a los dos, y relájate.

Laura asintió, sintiéndose protegida y abrigada, algo que había experimentado en escasas ocasiones a lo largo de sus veinticinco años de vida.

–Estoy bien, de verdad. Supongo que es el trauma del accidente.

Él se apartó de ella, enfadado consigo mismo al darse cuenta de que quería seguir abrazándola, amparándola. Cuando ella le había pedido ayuda, había sabido que haría lo que fuera por protegerla, aunque no había entendido por qué. Era como si hubiera estado inmerso en su propio sueño, o como si de alguna forma hubiera entrado a formar parte del de ella.

En el exterior seguía cayendo una cortina de nieve, y la única luz del dormitorio era la que entraba desde la sala de estar. Era tenue y ligeramente amarillenta, pero aun así podía ver a Laura con claridad, y sabía que ella también podía verlo. Quería respuestas, y las quería en ese mismo momento.

–No me mientas. En circunstancias normales no me metería en tus asuntos personales, pero sólo Dios sabe por cuánto tiempo vas a tener que estar bajo mi techo.

–No te estoy mintiendo –dijo ella, con voz tan calmada y firme, que habría sido muy fácil creerla–. Perdona si te he alarmado.

–¿De quién estás huyendo, Laura?

Ella se quedó mirándolo con aquellos enormes ojos azules sin decir palabra. Gabe se levantó de golpe y empezó a pasearse de un lado a otro de la habitación, pero ella permaneció inalterable; sin embargo, cuando él volvió a sentarse en la cama con un gesto brusco y le tomó la barbilla, ella se quedó tan inmóvil que él habría jurado que por unos segundos había dejado de respirar. Aunque la idea era ridícula, tuvo la sensación de que estaba preparándose para recibir un golpe.

–Sé que tienes algún problema, y quiero saber lo grave que es. ¿Quién te persigue, y por qué?

Ella permaneció muda, pero movió una mano instintivamente para proteger al hijo que llevaba en su seno. Como era obvio que el bebé era la clave del asunto, Gabe decidió empezar por allí.

–Tu hijo tiene un padre –dijo con lentitud–. ¿Estás escapando de él?

Ella negó con la cabeza.

–Entonces, ¿de quién?

–Es algo complicado.

Él enarcó una ceja, y señaló con la cabeza hacia la ventana.

–Tenemos un montón de tiempo. Si el tiempo sigue así, puede que pase una semana hasta que vuelvan a abrirse las carreteras.

–Me iré en cuanto esté despejado. Cuanto menos sepas, mejor será para los dos.

–No me vengas con ésas –Gabe permaneció unos segundos en silencio, mientras intentaba aclararse las ideas–. Creo que el bebé es muy importante para ti.

–No hay nada que sea o pueda serlo más.

–¿Crees que la ansiedad que llevas encima es buena para él?