5,99 €
A pesar de que profesionalmente era su rival, durante años Matt Bates había deseado a Laurel Armand, desde que la vio en la foto enmarcada que tenía Curt, el hermano de ella, en la mesa de la habitación que compartieron en la universidad. Pero en cuanto los dos reporteros rivales se enteraron de que debían investigar un asesinato en la calurosa Nueva Orleans, Matt tomó la decisión de convertir a su hermosa adversaria en su dispuesta compañera en la pasión. En el camino descubrieron sórdidos secretos de una familia poderosa y que los sueños no siempre están a la altura de lo que representan, pero también que la realidad puede convertirse en un romance sustentado en sólidos valores.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 277
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1985 Nora Roberts
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Más que rivales, n.º 44 - agosto 2017
Título original: Partners
Publicada originalmente por Silhouette© Books
Este título fue publicado originalmente en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-189-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Dedicatoria
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Para Bruce, quien cambió mis planes.
Caos. Teléfonos que sonaban continuamente. Gente que gritaba, farfullaba o maldecía, sentada o a la carrera. Las teclas de las máquinas de escribir traqueteaban a diferentes velocidades desde todas las direcciones. Había olor a café rancio, pan fresco, humo de tabaco y sudor humano. ¿Un manicomio? Varios de los ocupantes habrían coincidido con esa definición de la sala de noticias locales del New Orleans Herald, en especial a la hora de cierre.
Para casi todo el personal, el caos pasaba desapercibido, igual que pasa desapercibido respirar. Había ocasiones en que cada uno se hallaba tan enfrascado en su propia crisis o triunfo diarios, que no era consciente de las que surgían a su alrededor. No era que se prescindiera del trabajo en equipo. A todos los ligaba su amor u obsesión por el trabajo en la comunidad exclusiva de los periodistas. No obstante, cada uno se concentraría en su propia historia, en sus propias fuentes y en su propio estilo, que cuidaría con avidez. Un periodista de éxito prospera con la presión, la confusión y una pista candente.
Matthew Bates se había fogueado en los periódicos. Los conocía desde todos los ángulos. Desde repartidor en el Lower East Side de Manhattan hasta articulista. Había llevado cafés, hecho de corrector, escrito obituarios y cubierto exposiciones florales.
La habilidad de descubrir una historia y sacarle el máximo partido no era algo que había aprendido en sus estudios de periodismo; había nacido con ella. Sus años de clases estructuradas, de estudio y de práctica habían afilado el estilo y la técnica de un talento inherente a él como el color de sus ojos.
A la edad de treinta años, exhibía un cinismo casual pero no carente de humor ante los giros que daba la vida. ¿De qué otro modo podría trabajar en una sala llena de locos en una profesión que constantemente dejaba al descubierto y explotaba las debilidades de la especie humana?
Terminó una historia y llamó al repartidor, luego se recostó y dejó que su mente descansara por primera vez en tres horas. Un año atrás, había dejado Nueva York para aceptar el puesto en el Herald, queriendo, quizá necesitando, un cambio. «Descontento e inquieto», pensó en ese momento. Había estado inquieto por… algo. Y Nueva Orleans era una ciudad tan dura y exigente como Nueva York, con aristas más elegantes.
Trabajaba el circuito policial y le gustaba. Era un mundo duro, y el asesinato y la desesperación eran partes de él que no se podían soslayar. El homicidio que acababa de cubrir había sido absurdo y cruel. Había sido la vida; noticia. En ese instante, desterró de su mente la muerte de la chica de dieciocho años. Lo primero era la objetividad, a menos que quisiera probar una nueva profesión. Sin embargo, necesitó un esfuerzo concentrado para borrar de la cabeza la imagen y el final de la joven.
No tenía el aspecto de un reportero veterano y duro, y lo sabía. Con veintitantos años lo había exasperado parecer más un surfista despreocupado que un periodista. En ese momento, le divertía.
Poseía un cuerpo fibroso y sutilmente musculado, que se hallaba mucho más cómodo en unos vaqueros que en un traje. Era alto, con el pelo rubio oscuro, que se ondulaba un poco sobre las orejas y en la nuca y potenciaba la imagen de un hombre tranquilo y relajado que preferiría estar sentado en la playa antes que recorriendo el asfalto. Más de una de sus fuentes había hablado libremente por su fachada, sin comprender del todo al hombre que había detrás de la imagen.
Cuando lo elegía, podía ser encantador, incluso elegante. Pero los ojos azules risueños eran capaces de convertirse en fuego o, lo que era más peligroso, en hielo. Bajo el exterior campechano anidaba una determinación férrea e inamovible y un temperamento incandescente. Él lo aceptaba con un encogimiento de hombros. Era humano y tenía derecho a ser ridículo.
Con una media sonrisa, se volvió hacia la mujer que tenía sentada frente a él. Laurel Armand, con un rostro tan romántico como su nombre. Exhibía un aura de delicadeza que nacía de huesos finos y piel marfil que hacía que un hombre anhelara tocarla, y tocarla con suavidad. El cabello le caía en nubes de negro brumoso, retirado del rostro y cubriéndole los hombros. Los ojos eran del color de las esmeraldas, oscuros e intensos.
Era el rostro de una belleza del siglo diecinueve cuya vida giraba en torno a una indolencia amable y un refinamiento sereno. Y su voz era igual de femenina. Convertía las vocales en algo líquido al tiempo que suavizaba las consonantes. Jamás se aplanaba ni se tornaba nasal, sino que fluía como una corriente acompasada.
«La voz», reflexionó al ampliar la sonrisa, «es tan engañosa como la cara». La dama era una reportera aguda y ambiciosa, con una veta obstinada y un temperamento fogoso. Uno de sus pasatiempos favoritos era encenderlo.
Tenía las cejas levemente ceñudas mientras terminaba la última línea de su historia. Satisfecha, extrajo la hoja de la máquina de escribir, llamó a un repartidor y luego se centró en el hombre que tenía frente a ella. Automáticamente, irguió la espalda. Ya sabía que iba a provocarla y que ella, maldita fuera, iba a morder el anzuelo.
–¿Tienes algún problema, Matthew? –preguntó con voz suave y tono levemente aburrido.
–Ninguno, Laurellie –vio la irritación asomarse a sus ojos al emplear su nombre completo.
–¿No tienes un asesinato o un robo a mano armada con el que ir a jugar?
Él esbozó una sonrisa encantadora que acentuó las líneas de su cara.
–Por el momento, no. ¿Tú ya has terminado con tus tribunas improvisadas por hoy?
Ella apretó los dientes para contener el torrente de palabras furiosas. Jamás cesaba de burlarse de las emociones que se filtraban en sus trabajos y ella jamás cesaba de defenderlas. «No esta vez», se dijo mientras cerraba las manos bajo la mesa.
–Te dejo el cinismo a ti, Matthew –repuso con una dulzura que no casaba con las dagas que salían de sus ojos–. Eres tan bueno en eso.
–Sí. ¿Quieres apostar qué historia sale en primera plana?
La vio enarcar una ceja frágil… gesto que admiraba.
–No querría quitarte el dinero, Matthew.
–A mí no me importa quitarte el tuyo –con una sonrisa, se levantó para rodear el escritorio e inclinarse junto a su oído–. Cinco pavos, magnolia. Aunque tu papi sea el dueño del periódico, nuestros editores conocen la diferencia entre reportajes y cruzadas.
Sintió la subida de calor, oyó la suave exhalación de aire. Resultaba tentador, muy tentador, aplastar la boca sobre esos labios suaves y enfurruñados para probar su furia. A pesar de esa necesidad, se recordó que no era el modo de superarla.
–Acepto, Bates, pero que sean diez –Laurel se puso de pie. La enfureció tener que echar la cabeza atrás para mirarlo a los ojos. La enfureció más que esos ojos se mostraran seguros, divertidos y fueran hermosos–. A menos que sea demasiado para ti –añadió.
–Cualquier cosa con tal de satisfacerte, encanto –enroscó un mechón de pelo en torno a un dedo–. Y para demostrarte que hasta los yanquis tienen caballerosidad, con lo que gane te invitaré a comer.
Laurel le sonrió y se inclinó lo suficiente como para que sus cuerpos apenas se rozaran. Matt sintió que una sorprendente descarga de calor le recorría el cuerpo.
–Cuando el infierno se congele –le informó, luego lo hizo a un lado.
La observó marcharse; luego metió las manos en los bolsillos y soltó una carcajada. En la confusión de la sala de noticias locales, nadie se dio cuenta.
–¡Maldita sea! –Laurel juró mientras maniobraba el coche por el agobiante tráfico.
Matthew Bates era el hombre más irritante que había conocido. Si su hermano Curt no lo hubiera conocido en la universidad, jamás habría aceptado el puesto en el Herald. Entonces, sería insoportable en Nueva York en vez de serlo a menos de un metro de su trabajo cotidiano.
La sinceridad la obligó a reconocer, a pesar de que le dolía, que era el mejor reportero del diario. Era minucioso e intuitivo y poseía el instinto de un sabueso. Pero eso no hacía que le resultara más fácil tragarlo.
Su artículo sobre el homicidio había sido limpio, conciso y excelente. Deseó que se hubiera tragado los diez dólares. Eso le habría dificultado regodearse al recibirlos.
En los doce meses desde que lo conocía y trabajaba con él, jamás había reaccionado hacia ella como lo hacían otros hombres. No mostraba deferencia ni admiración. El hecho de que despreciara que le mostraran deferencia no hacía que lo tolerara mejor.
Nunca la había invitado a salir… y con firmeza se recordó que tampoco lo deseaba. Salvo por perderse el placer de poder rechazarlo. A pesar del hecho de que se había mudado a su bloque de apartamentos, de que prácticamente vivía al lado de ella, jamás había llamado a su puerta con alguna excusa. Durante un año había esperado que lo hiciera… para poder cerrarle la puerta en la cara.
Pero lo que sí hacía era convertirse en una molestia de doce maneras diferentes. Hacía pequeñas observaciones sobre sus citas… más irritantes porque siempre eran certeras. En ese momento el blanco predilecto de él era Jerry Cartier, un concejal ultraconservador y algo denso. Lo veía porque era demasiado bondadosa para no hacerlo, y porque de vez en cuando le ofrecía algún artículo en exclusiva. Pero Matt la ponía en la intolerable posición de tener que defenderlo en contra de su propia opinión.
Consideraba que la vida sería más sencilla si Matthew Bates aún siguiera en Manhattan. Y si no fuera tan imposiblemente atractivo. Lo desterró, junto con los diez dólares, de su cabeza.
Aunque el sol estaba bajo, el cielo aún se veía brillante. El calor y la luz se filtraban a través de los cipreses para proyectarse sobre el asfalto. Y entre la profundidad de los árboles, estaban las sombras y el sonido musical de los insectos y los pájaros, de las criaturas de las marismas. Siempre había sabido que había secretos en las marismas. Secretos, sombras, peligros. Sólo incrementaban su belleza. Había algo estimulante en saber que otro estilo de vida, primitivo, depredador, medraba tan próximo a la civilización.
Al desviarse al camino que conducía a su casa ancestral, experimentó la habitual mezcla familiar de orgullo y tranquilidad. Cada lado del sendero estaba protegido por cedros, que convertían el paseo en un túnel abovedado, fresco y sombrío. Esporádicamente el sol lograba filtrarse por ese dosel herboso, proyectando fragmentos de luz sobre el suelo. Mientras avanzaba por el sendero Promesse d’Amour, el reloj volvió atrás. La vida era fácil.
Al final del paseo, se detuvo para mirar la casa. Tenía dos plantas extensas de fachada de ladrillo encalado de blanco, rodeadas de azaleas, camelias y magnolias. Los colores, vivos y delicados; los olores, exóticos y suaves, potenciaban la sensación de estilo e indolencia de tiempos anteriores a la guerra civil. Con la ventanilla bajada, podía oler la mezcla de calor y fragancia.
Había veintiocho columnas dóricas que aportaban dignidad antes que ostentación. Las enredaderas se aferraban a cada rincón. Las rejas en la terraza circundante eran tan delicadas como encaje negro y unas puertas correderas conducían a ella desde cada habitación. El efecto de la casa era de durabilidad, seguridad y belleza. Laurel la veía como a una mujer que se había enfrentado a los años para emerger con carácter y gentileza. Si la casa hubiera sido de carne y hueso, no habría podido quererla más.
Subió los escalones laterales hacia el porche y entró sin llamar. Allí había pasado la infancia, la adolescencia. Un vestíbulo amplio dividía la estructura en dos, desde la puerta delantera a la trasera. En el aire flotaba el aroma a cera y a limón, que se mezclaba con el de unas camelias en flor. Un siglo atrás ese vestíbulo habría tenido el mismo olor. Se detuvo un instante ante el espejo de la entrada para apartarse el pelo de la cara antes de entrar en el salón principal.
–Hola, papá –fue junto a él, se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla, áspera por un día de barba.
William Armand era larguirucho y atractivo, con un pelo oscuro que comenzaba a encanecer. Así como dirigía su diario con energía, temperamento y tenacidad, elegía un ritmo más sosegado para su vida personal. Olía a buen whisky y a tabaco. En una vieja costumbre, le revolvió el pelo, que Laurel acababa de arreglarse.
–Hola, princesa. Buena historia la del alcalde –enarcó una ceja en señal de desconcierto al ver el veloz destello de irritación que pasó por los ojos de su hija.
–Gracias –volviéndose, estudió a la mujer sentada en el elegante sillón tapizado de un azul real.
El cabello era blanco puro, pero tan tupido y grueso como el de Laurel. Enmarcaba un rostro con arrugas y descaradamente maquillado. Olivia Armand no se avergonzaba de nada. Con ojos tan agudos y verdes como las esmeraldas que adornaban sus orejas, también ella estudió a su vez a Laurel.
–Abuela –con un suspiro, se inclinó para besarla–. ¿Es que no piensas envejecer nunca?
–No si depende de mí –su voz sonaba asombrosamente sensual–. Tú eres igual –continuó, tomando la mano de su nieta con la suya fuerte y seca–. Es buena sangre francesa criolla. Después de apretar la mano de Laurel, se recostó en el sillón–. William, prepárale a la pequeña una copa y de paso llena la mía al máximo. ¿Cómo va tu vida amorosa estos días, Laurellie?
Con una sonrisa, Laurel se dejó caer en un cojín a los pies de su abuela.
–No tan variada como la tuya –captó el guiño de su padre mientras le entregaba una copa.
–¡Tonterías! –Olivia se bebió el bourbon–. Te diré lo que va mal en el mundo hoy en día… demasiados negocios y poco romance. Tu problema, Laurellie… –hizo una pausa para apuntar con un dedo a su nieta–… es que pierdes el tiempo con ese pusilánime de Cartier. No tiene suficiente sangre para calentar la cama de una mujer.
–Menos mal –lanzó una mirada de agradecimiento al techo–. Ése es el último sitio donde lo quiero.
–Es hora de que tuvieras a alguien allí –replicó Olivia.
Laurel enarcó una ceja mientras su padre trataba de no atragantarse con su copa.
–No todos tenemos –indicó con suavidad–, ¿cómo decirlo?, tu predisposición obscena.
Olivia soltó una carcajada y golpeó el reposabrazos del sillón.
–No todo el mundo lo reconoce, ésa es la diferencia.
Incapaz de resistir el descaro de su abuela, Laurel sonrió.
–Curt va a llegar pronto, ¿verdad?
–De un momento a otro –William se sentó–. Llamó justo antes de que llegaras. Viene acompañado.
–Espero que de una chica. El muchacho tiene la nariz demasiado metida en sus libros de leyes –comentó antes de acabarse el bourbon–. Entre vosotros dos –añadió, incorporando otra vez a Laurel–, jamás me haréis bisabuela. Estáis demasiado enfrascados en el mundo de las leyes y de la prensa como para encontrar amante.
–No estoy preparada para casarme –indicó Laurel con tranquilidad mientras alzaba la copa a la luz.
–¿Quién ha mencionado el matrimonio? –suspiró y miró a su hijo–. Los hijos modernos no saben nada.
Laurel reía cuando oyó el sonido de la puerta delantera.
–Será Curt. Creo que iré a advertirlo de la predisposición que exhibes hoy.
–Condenada preciosidad –musitó Olivia cuando Laurel salió.
–Es tu viva imagen –comentó su hijo al tiempo que encendía un cigarro.
–Condenadamente preciosa –rió Olivia.
En cuanto salió al pasillo, la sonrisa de Laurel se desvaneció y la mandíbula se le puso tensa. Sus ojos dejaron a su hermano y se posaron en el hombre que lo acompañaba.
–Oh, eres tú.
Matt le tomó la mano y se la llevó a los labios antes de que ella pudiera retirarla.
–Ah, la hospitalidad sureña –«santo cielo», pensó mientras la recorría con los ojos, «es hermosa. Toda esa pasión, todo ese fuego… bajo una capa de marfil y rosas. Algún día, Laurellie», se prometió en silencio, «vamos a soltarlo todo. A mi manera».
Sin prestar atención al calor que persistió en sus nudillos por los labios de él, se volvió hacia su hermano. Tenía las facciones angulosas y aristócratas de su padre y los ojos de un soñador. Entonces el temperamento contenido se suavizó por el afecto.
–Hola –apoyó las manos en los hombros de su hermano, dejándolas allí después de haberlo besado–. ¿Cómo estás?
–Bien. Ocupado –le dedicó una sonrisa distraída, como si acabara de recordar dónde estaba.
–Puede que eso último plantee algún problema esta noche –le dijo con una risita–. La abuela está con uno de sus estados de ánimo.
Le dedicó una mirada tan sufrida que Laurel rió otra vez y volvió a darle un beso. «Pobre Curt», pensó, «tan tímido y dulce». Giró la cabeza y miró directamente a Matt a los ojos. La observaba con frialdad, con algo indefinible detrás de la expresión distante. Experimentó un temblor en la columna, pero mantuvo los ojos firmes. «¿Por qué, después de un año, sigo tan insegura?». Siempre la desconcertaba que un hombre de esa energía, ingenio y cinismo pudiera mantener tan buena amistad con su hermano, tan gentil y soñador. También la desconcertaba no ser capaz de descifrarlo. Quizá por eso invadía sus pensamientos tan a menudo. Involuntariamente, posó la vista en la boca de él, que se curvó en una sonrisa e hizo que maldijera para sus adentros.
–Creo que será mejor que entremos –indicó Curt, ajeno a las corrientes subterráneas que serpenteaban a su alrededor–. Disponer de la presencia de Matt debería distraerla –sonrió con expresión juvenil que le animó los ojos–. Uno de sus mejores talentos es distraer a las mujeres.
–Apuesto que sí –bufó Laurel de forma poco femenina.
Cuando Curt entró en el salón, Matt le tomó la mano y la pasó por el brazo.
–¿Otra apuesta, Laurellie? –murmuró–. Estipula lo que quieras jugar.
Ella echó la cabeza atrás en un gesto airado que lo satisfizo enormemente.
–Si no me sueltas la mano, voy a…
–Abochornarte –finalizó Matt al cruzar el umbral que conducía al salón.
Siempre le había gustado esa habitación… los colores pálidos y la madera antigua lustrosa. En algunas ocasiones en las que se encontraba allí, olvidaba los años pasados en un reducido apartamento de un tercer piso sin ascensor, con un radiador que emitía más ruido que calor. Esa parte de su vida se había terminado. Sin embargo, de vez en cuando se colaban fragmentos a pesar del éxito. Unos zapatos que eran demasiado pequeños, un estómago nunca lleno… una ambición que amenazaba con dejar atrás las oportunidades. No, jamás daría por hecho el éxito. Había dedicado demasiados años a luchar para alcanzarlo.
–De modo que has traído al yanqui, ¿no? –Olivia le dedicó a Matt una mirada brillante y se preparó para divertirse.
–Señorita Olivia –Matt aceptó la mano extendida y la alzó hacia sus labios–. Más hermosa que nunca.
–Bribón –acusó, sin poder ocultar el placer que experimentó–. No has venido a verme en un mes… una cantidad de tiempo peligrosa a mi edad.
Volvió a besarle la mano mientras reían con las miradas.
–Sólo me mantengo lejos porque no quiere casarse conmigo.
Laurel luchó por no sonreír mientras elegía un sillón del otro lado de la habitación. Se preguntó si tenía que ser tan condenadamente encantador.
La risa de Olivia fue un sonido de pura apreciación femenina.
–Treinta años atrás, truhán, te habría perseguido, aunque seas un yanqui.
Matt aceptó la copa y la mirada de gratitud que le ofreció Curt antes de volverse otra vez hacia Olivia.
–Señorita Olivia, yo no habría huido –se sentó en el reposabrazos de su sillón como si fuera un sobrino predilecto.
–Bueno, el tiempo para eso ha pasado –suspiró antes de mirar a Laurel–. ¿Por qué no te has ocupado con este diablo, Laurellie? Es un hombre que haría circular la sangre de una mujer.
El color, tanto provocado por la irritación como por la vergüenza, apareció en las mejillas de Laurel mientras Matt le dedicaba una sonrisa lobuna. Permaneció en pétreo silencio, maldiciendo la blancura de su piel.
–Ése sí que es un buen truco, y femenino –observó su abuela, palmeando el muslo de Matt–. Bueno para la tez también. Yo aún podía ruborizarme a mi antojo después de haber tenido un marido y tres amantes –complacida con la mirada mortífera que le lanzó su nieta, miró a Matt–. Es bonita, ¿verdad?
–Preciosa –convino éste, pasándoselo casi tan bien como la anciana.
–Engendrará hijos estupendos.
–Toma otra copa, madre –sugirió William al observar las señales de guerra en los ojos de su hija.
–Estupenda idea –le entregó la copa vacía–. No has visto los jardines, Matthew. Están en su esplendor. Laurellie, muéstrale a este yanqui cómo es un jardín de verdad.
Laurel le lanzó a su abuela una mirada gélida.
–Estoy convencida de que Matthew…
–Me encantará –concluyó él, poniéndose de pie.
Sin esfuerzo, le dedicó a él la mirada furiosa.
–Yo no…
–Quieres ser grosera –conjeturó mientras la ayudaba a levantarse.
«Claro que sí», pensó ella mientras abría los ventanales que conducían al jardín. Anhelaba ser grosera. Pero él sabía que no delante de su familia.
–Estás disfrutando con esto, ¿verdad? –siseó en cuanto el ventanal se cerró detrás de ellos.
–¿Con qué? –replicó Matt.
–Enfureciéndome.
–Es imposible no disfrutar con algo a lo que uno se le da tan bien.
A pesar de sí misma, ella rió entre dientes.
–De acuerdo, éste es el jardín –realizó un gesto amplio con el brazo–. Y no quieres verlo más que yo mostrártelo.
–Te equivocas –volvió a tomarle la mano.
–¡Quieres parar con eso! –exasperada, tiró, pero sin conseguir soltarse–. Es una costumbre nueva que has adquirido.
–Acabo de descubrir que me gusta –la sacó de la terraza a uno de los senderos que serpenteaba entre las flores–. Además, si no lo haces bien, a Olivia se le ocurrirá otra cosa.
Tuvo que reconocer que era cierto. Toleraría al hombre que llevaba al lado. Después de todo, el sol era una bola roja en el horizonte y el jardín olía como el paraíso. Hacía tiempo que no se tomaba la molestia de contemplarlo al anochecer. Caminaron bajo un enrejado abovedado con glicinas que caían como gotas de lluvia.
–Siempre me ha encantado a esta hora –comentó ella sin pensarlo–. Casi puedes ver a las mujeres con sus miriñaques contoneándose por los bordes de los senderos. Habría habido músicos en el mirador e hileras de lámparas de colores.
Había sabido que poseía una vena romántica, un toque de la ensoñación a la que era propenso su hermano, pero con anterioridad había mostrado mucha cautela en no mostrárselas. Instintivamente, supo que ésa no había sido su intención, que el jardín le había bajado la guardia. Mientras le pasaba el dedo pulgar suavemente sobre los nudillos, se preguntó qué otra debilidad podría tener.
–Entonces habría olido igual que esta noche –murmuró, descubriendo lo exquisita que parecía su piel a la luz dorada del crepúsculo–. Caluroso, dulce y secreto.
–De pequeña, a veces salía al anochecer y fingía que me encontraba con alguien –el recuerdo le provocó una sonrisa–. A veces sería con un hombre de cabello oscuro y elegante… otras rubio y alto, pero siempre peligroso e inconveniente. El tipo de hombre al que el padre de una joven apartaría de su lado –rió y pasó los dedos por una camelia–. Es extraño que hubiera tenido esas fantasías cuando mi padre sabía que era demasiado ambiciosa y pragmática para enamorarme de un…
Calló al girar la cabeza y encontrarlo cerca… tanto que era la fragancia de él la que le despertaba los sentidos y no la flor; era el aliento de Matt el que sentía sobre su piel y no la brisa del atardecer. La luz tenía vetas doradas y rosadas. Era brumosa, mágica. Bajo ella, se parecía demasiado a alguien que hubiera podido soñar.
Matt dejó que sus dedos jugaran levemente sobre los latidos de Laurel en la muñeca. No eran constantes, pero en esa ocasión supo que los perturbaban la furia.
–¿Un qué?
–Un truhán –logró responder pasados unos momentos.
Hablaban en voz baja, como si se contaran secretos. Las sombras se alargaron.
El rostro de él era el de un hombre que no se apartaría si en su camino surgían problemas. Los ojos eran reservados, y ya con anterioridad había notado la facilidad que tenía para ocultar sus pensamientos. Quizá ésa era la razón por la que le resultaba fácil extraer información de la gente sin que ésta se percatara. Y su boca… se preguntó cómo nunca se había dado cuenta de lo tentadora y sensual que era. ¿O simplemente había fingido no hacerlo? Cuando demoró la mirada sobre los labios, comprendió que no serían blandos, sino duros y con un sabor esencialmente masculino. Podía inclinarse un poco más y…
Abrió mucho los ojos ante el hilo que seguían sus pensamientos. Bajo los dedos de Matt, el pulso se le disparó antes de apartar la mano. Santo cielo, ¿qué se le había metido en el cuerpo? Se burlaría de ella durante meses si supiera lo cerca que había estado de quedar en ridículo.
–Será mejor que volvamos dentro –manifestó con frialdad–. Ya casi es la hora de cenar.
Matt experimentó el impuso de agarrarla y arrebatarle el beso que Laurel había tenido ganas de darle. Pero si lo hacía, perdería cualquier avance que hubiera realizado. Hacía tiempo que la deseaba, demasiado tiempo, y era lo bastante astuto como para saber que desde el principio habría rechazado cualquier insinuación corriente. Por eso había escogido el camino extraordinario, para descubrir que tenía sus momentos divertidos.
Se recordó que la paciencia era un elemento crucial del éxito… aunque se merecía una pequeña pulla por hacerlo palpitar de deseo y frustración.
–¿Tan pronto? –preguntó con voz suave y expresión irónica–. Si Olivia te hubiera enviado a mostrarle el jardín a Cartier, dudo de que hubieras cancelado tan pronto el recorrido.
–Jamás me habría enviado aquí afuera con Jerry –aseveró antes de comprender el verdadero significado de la declaración.
–Ah –fue un sonido diseñado para enfurecer.
–No empieces con Jerry –espetó Laurel.
–¿Yo? –le ofreció una sonrisa inocente.
–Es un hombre muy agradable –comenzó, espoleada–. Es educado y… e inocente.
Matt echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.
–Qué Dios no quiera que se me etiquete como inofensivo.
Ella entrecerró los ojos con frialdad.
–Te diré lo que eres tú –soltó en voz baja y vibrante–. Eres insoportable.
–Eso está mucho mejor –incapaz de resistir, se acercó y le tomó el pelo en una mano–. No tengo deseo de ser amable, educado o inofensivo.
Ella deseó que los dedos no le hubieran rozado el cuello. Dejaron un extraño hormigueo a su paso.
–Pues tu deseo se ha cumplido –manifestó con voz algo trémula–. Eres irritante, grosero y…
–¿Peligroso? –aportó, bajando la cabeza hasta que sus labios estuvieron separados por sólo unos centímetros.
–No pongas palabras en mi boca, Bates –no supo por qué sentía como si corriera el último tramo de una carrera muy larga. Luchando por nivelar la respiración, dio un paso atrás y se encontró contra la pared del enrejado.
–¿Huyes, Laurellie? –supo que los latidos que martilleaban en la base de su cuello en esa ocasión no se debían al temperamento.
Algo cálido la recorrió, como un río perezoso. Irguió la espalda y adelantó el mentón.
–No tengo que huir de ti. Ya es bastante malo que tenga que tolerarte un día tras otro en el Herald, pero que me condenen si crees que voy a quedarme aquí a perder mi tiempo. Me voy dentro –concluyó casi a gritos–, porque tengo hambre.
Lo apartó y regresó a la casa. Matt permaneció un momento donde estaba, mirándola… el pelo oscilando, los pasos largos y gráciles, la furia vibrante. Desde luego, era toda una mujer. Hacerle el amor sería una experiencia fascinante. Y pretendía vivirla, y tenerla, muy pronto.
Como aún hervía por lo sucedido la noche anterior, Laurel decidió ir andando hasta el periódico. Media hora bajo el aire cálido, abriéndose paso entre la gente, deteniéndose ante los escaparates, escuchando fragmentos de conversaciones de otros transeúntes, la ayudarían a mitigar su agitación. La ciudad, como la mansión colonial en sus afueras, era un amor antiguo y consistente. No consideraba que fuera una contradicción poder verse atraída por la atemporalidad elegante de Promesse d’Amour y el ajetreo de la zona comercial de la ciudad. Desde que tenía uso de memoria, había cabalgado entre ambos mundos, sintiéndose como en casa en los dos. Era ambiciosa… y romántica. El pragmatismo y la ensoñación eran dos cosas que formaban parte de su naturaleza, pero nunca le había importado el tira y afloja que mantenían. En ese momento, se sentía más a gusto con el ruido y el movimiento que con el recuerdo del jardín crepuscular.
«¿Qué había pretendido Matthew?», se volvió a preguntar, metiendo las manos en los bolsillos. Sentía que lo conocía lo bastante bien como para entender que rara vez hacía algo sin un propósito subyacente. Nunca antes la había tocado de esa manera. De cara a un escaparate, recordó que en todo un año apenas la había tocado. Y la noche anterior… había habido algo casi indiferente en el modo en que sus dedos le habían rozado la nuca y sobrevolado sobre la muñeca. Casi. Pero no había habido nada indiferente en la respuesta que había provocado en ella.
Era evidente que la había sorprendido con la guardia baja… «adrede», pensó ceñuda. Lo que ella había sentido no había sido excitación ni anticipación, sino simple sorpresa. En ese momento se hallaba plenamente recuperada. El jardín había sido atmosférico, romántico. Siempre había sido susceptible a los estados de ánimo cambiantes, por eso se descubría diciéndose tonterías a sí misma. Y el motivo por el que, sólo durante un minuto, había querido sentir lo que se sentía en los brazos de Matt.
Flores y crepúsculos. Una mujer podría llegar a encontrar atractivo al mismo diablo en un entorno así. Temporalmente. Se recordó que había logrado dar marcha atrás antes de hacer algo humillante.
Y luego estaba su abuela. Apretó los dientes y esperó que cambiara la luz de un semáforo. Por lo general, los comentarios estrafalarios de Olivia no la molestaban en absoluto, pero iba demasiado lejos cuando insinuaba que Matthew Bates era exactamente lo que su nieta necesitaba.
Era tan imposible como su misma abuela, pero sin el encanto de ésta. Respiró hondo el olor de la ciudad… humos, humanidad, calor. En ese momento la apreciaba por lo que era, algo genuino. No iba a dejar que un incidente absurdo en un mundo de fantasía le arruinara el día. Tomó la decisión de olvidarlo junto con el hombre que lo había causado.
–Buenos días, Laurellie.
Sorprendida, estuvo a punto de tropezar cuando una mano la agarró del brazo. «Santo cielo, ¿es que no hay ningún sitio en Nueva Orleans en el que pueda alejarme de él?». Giró la cabeza y lo miró fija y fríamente.
–¿Se te ha estropeado el coche?
Matt pensó que la arrogancia le sentaba de maravilla.
–Bonito día para dar un paseo –replicó con suavidad, sin soltarle el brazo mientras cruzaban la calle. No era tonto como para decirle que la había visto salir a pie y que lo había dominado el impulso de seguirla.
Al cruzar la calle, Laurel se soltó, preguntándose por qué diablos no se había metido en su coche como hacía cada mañana. Y si no quería montar una escena en la calle, no le quedaba más remedio que aceptar la compañía que le ofrecía. Al mirarlo otra vez, captó la expresión divertida que significaba que se había anticipado perfectamente a sus pensamientos. Después de rechazar la idea de golpearlo en la cabeza con el bolso, le dedicó una sonrisa fría.