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En esta novela sobre un MacGregor del siglo XVIII, descubrimos que su participación en la insurrección contra los británicos no podía preparar a Ian Macgregor para la batalla que tenía entre manos: la de ganar el corazón de Alanna Flynn, una indomable fierecilla irlandesa.
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Seitenzahl: 149
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1990 Nora Roberts
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Miedo al amor, n.º 57 - octubre 2017
Título original: In From The Cold
Publicada originalmente por Silhouette© Books
Este título fue publicado originalmente en español en 2008
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-9170-412-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Los MacGregor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Su apellido era MacGregor. Se aferraba a aquel hecho con la misma fuerza que agarraba las riendas de su montura. El dolor era insoportable y le atenazaba el brazo como si tuviera una docena de diablos bailándole encima. Abrasador, como un hierro de marcar, a pesar del viento y del temporal de nieve de aquel frío día de diciembre.
Ya no podía dirigir a su yegua. Se limitaba a dejarla cabalgar, confiando que el animal encontrara el camino a través de los zigzagueantes senderos realizados por los indios, los ciervos o el hombre blanco. Estaba a solas con el olor de la nieve y de los pinos, el sordo golpeteo de los cascos de su montura contra el suelo y la suave luz del atardecer. Un mundo al que los remolinos del viento entre los árboles había hecho callar. Su instinto le decía que estaba lejos de Boston en aquellos momentos, a gran distancia de las multitudes, los cálidos hogares y el mundo civilizado. Podría ser que estuviera a salvo. La nieve cubriría las huellas de su yegua y el rastro de su propia sangre.
Sin embargo, estar a salvo no era suficiente para él. Jamás lo había sido. Estaba decidido a seguir con vida por una razón de peso. Un hombre muerto no era capaz de luchar y él había jurado por todo lo que fuera sagrado que lucharía hasta que fuera libre.
Temblando a pesar de las pesadas pieles con las que se había cubierto y con los dientes castañeteándole por el frío que provenía del interior tanto como del exterior, se inclinó para hablarle a su montura en gaélico. Tenía la piel cubierta de sudor por el dolor de la herida, pero la sangre era como el hielo que se había formado sobre las ramas desnudas de los árboles que lo rodeaban. Veía perfectamente cómo la yegua exhalaba el aire que respiraba en blancos chorros a medida que iban avanzando por la nieve cada vez más profunda. Entonces, rezó como solo un hombre que siente cómo se le sale la sangre del cuerpo puede rezar. Para conservar la vida.
Aún le quedaba una batalla por pelear. Sería un maldito si moría antes de poder levantar su espada y entablar combate.
La yegua relinchó compasivamente al sentir que él se le desmoronaba sobre el cuello. Aparte del aroma de la sangre, el animal presintió que la situación era delicada. Sacudió la cabeza y, dejándose llevar por su propio instinto de supervivencia, se dirigió hacia el oeste.
El dolor que él sentía era como un sueño, que flotaba en su mente y nadaba por su cuerpo. Pensó que, si al menos pudiera despertarse, el dolor desaparecería. Igual que los sueños. Tenía otros, más violentos y vívidos. Luchar contra los británicos por todo lo que le habían robado. Recuperar su nombre y sus tierras. Luchar por todo lo que los MacGregor habían poseído con orgullo, sudor y sangre. Por todo lo que habían perdido.
Él había nacido durante la guerra. Parecía justo y adecuado que muriera también en una guerra. Sin embargo, su hora no había llegado todavía. Se animó con ese pensamiento. Su hora no había llegado todavía. La lucha acababa de comenzar.
Forzó una imagen en su pensamiento, una imagen grandiosa. Hombres ataviados con plumas y ante, con los rostros ennegrecidos por el corcho quemado y la grasa embarcando en los barcos Dartmouth, Eleanor y Beaver. Hombres corrientes, según recordaba, comerciantes, artesanos y estudiantes. A algunos los espoleaba el alcohol y a otros lo que sentían que era correcto. Cómo levantaban y hacían pedazos las cajas del detestado y maldito té. El modo tan satisfactorio en el que las cajas rotas se sumergían en las frías aguas del puerto de Boston en Griffin Wharf. Recordaba perfectamente cómo las destrozadas cajas habían salido a flote cubiertas de barro con la marea baja como si se tratara de montones de heno.
«Una taza de té bien grande para los peces», pensó. Sí. Aquellos hombres estaban borrachos pero contaban con un propósito. Estaban decididos. Unidos. Iban a necesitar todas aquellas cualidades para pelear y ganar una guerra que muchos no comprendían que ya había comenzado.
¿Cuánto tiempo había transcurrido desde aquella gloriosa noche? ¿Un día? ¿Dos? Había tenido muy mala suerte al encontrarse con dos soldados británicos muy borrachos y algo nerviosos justo cuando rompía el alba. Ellos lo conocían. Su rostro, su nombre, su política era muy conocida en la ciudad de Boston. No había hecho nada para granjearse las simpatías de las milicias británicas.
Tal vez solo habían tenido la intención de acosarle y reírse un poco de él. Tal vez no habían tenido intención alguna de hacer buena su promesa de arrestarlo. Sin embargo, cuando uno de ellos desenfundó su espada, la de MacGregor prácticamente le había saltado de la vaina a la mano. La lucha había sido breve… y estúpida. Por fin lo podía admitir. Aún no estaba del todo seguro de si había matado o solo había herido al impetuoso soldado. Sin embargo, su compañero llevaba la venganza escrita en los ojos cuando sacó su arma.
Aunque MacGregor se dio mucha prisa en montar, la bala del mosquete se le incrustó dolorosamente en el hombro.
La sentía en aquellos momentos palpitándole contra el músculo. Aunque el resto de su cuerpo, afortunadamente, no sentía nada, notaba perfectamente aquel doloroso y minúsculo punto de calor. Entonces la mente también dejó de sentir.
Se despertó dolorosamente. Estaba tumbado sobre la manta de nieve, boca arriba, para que pudiera ver perfectamente los remolinos de copos blancos contra el cielo gris. Se había caído de su yegua, pero no estaba lo suficientemente cerca de la muerte como para poder escapar de un hecho tan deshonroso. Con esfuerzo, se puso de rodillas y vio que la yegua estaba esperando pacientemente a su lado, mirándolo con una cierta sorpresa.
–Confío en que me guardes el secreto, muchacha.
El débil sonido de su propia voz le provocó la primera oleada de miedo. Apretó los dientes, agarró las riendas y se levantó temblorosamente.
–Un refugio…
Trató de subirse a su montura, pero comprendió enseguida que jamás encontraría la fuerza suficiente para poder montar. Se agarró con fuerza a la yegua y chasqueó la lengua. Entonces, permitió que el animal arrastrara su cansado cuerpo.
Paso a paso, se enfrentó a la necesidad de desmoronarse y dejar que el frío terminara con él. Se decía que la muerte por congelación no resultaba dolorosa. Era como quedarse dormido. Como un sueño frío e indoloro.
¿Cómo diablos podía saberlo nadie a menos que hubieran quedado con vida para contarlo? Se rio de sus propios pensamientos, pero la carcajada se transformó en una tos que lo debilitó profundamente.
El tiempo, las distancias, la situación… Eran conceptos completamente perdidos para él. Trató de pensar en su familia. Sus padres, sus hermanos y sus hermanas en Escocia. La adorada Escocia, donde luchaban para mantener vivas las esperanzas. Sus tíos y sus primos en Virginia, donde trabajaban para conseguir el derecho de empezar una nueva vida en una nueva tierra. Él, por su parte, estaba atrapado entre aquellos dos mundos, preso de su amor por lo viejo y de su fascinación por lo nuevo.
Sin embargo, en las dos tierras había un enemigo común. Pensarlo le dio fuerzas. Los británicos. Malditos fueran. Ellos habían proscrito su apellido y masacrado a los suyos. En aquellos momentos, estaban lanzando sus avariciosas manos a través del océano para que el rey inglés, que estaba medio loco, pudiera imponer sus sangrientas leyes y recaudar sus sangrientos impuestos.
Tropezó y, durante un instante, estuvo a punto de soltar las riendas. Descansó unos segundos, apoyando la cabeza contra el cuello de su yegua con los ojos cerrados. El rostro de su padre se le apareció en el pensamiento. Tenía los ojos brillantes de orgullo.
–Hazte un lugar en el mundo, hijo –le había dicho–. Jamás olvides que eres un MacGregor.
No. No lo olvidaría nunca.
Muy cansado, abrió los ojos. A través de la tormenta de nieve, vio la silueta de una casa. Se frotó los cansados ojos con la mano que le quedaba libre. La forma aún era visible. Real.
–Bien, muchacha –dijo, apoyándose pesadamente contra la yegua–. Tal vez, después de todo, este no vaya a ser el día de nuestra muerte.
Paso a paso, se dirigió hacia la casa. Resultó ser un granero muy grande, bien construido con troncos de pino. Abrió el pestillo y entró. Se vio envuelto por el olor y el bendito calor que desprendían los animales.
Estaba muy oscuro. Instintivamente, se acercó a un montón de heno que había en el establo de una vaca. La bovina dama se opuso a su presencia con un nervioso mugido.
Aquel fue el último sonido que él escuchó.
Alanna se puso la capa de lana. El fuego en la chimenea de la cocina ardía alegremente y olía a madera de manzanos. No era nada importante, pero a ella le agradó aquel detalle. Se había levantado muy contenta. Se imaginó que había sido por la nieve, a pesar de que su padre se había levantado de su cama maldiciéndola. A Alanna le encantaba la pureza de la nieve y el modo en el que se aferraba a las ramas de los árboles.
La tormenta ya estaba pasando y tenía trabajo que hacer. Tenía que ocuparse de los animales, recoger los huevos, reparar los arneses y cortar leña. Sin embargo, durante un instante, miró por la pequeña ventana y disfrutó de lo que veía.
Si su padre la sorprendía de aquella manera, le sacudiría la cabeza y diría que era una soñadora. Lo diría lamentándose de ello. La madre de Alanna también había sido una soñadora, pero había fallecido antes de que su sueño de tener una casa, tierras y abundancia se hiciera por completo realidad.
Cyrus Murphy no era mal hombre. Jamás lo había sido. Se había hecho así por la muerte. Demasiadas muertes lo habían convertido en un hombre duro y picajoso. Dos niños pequeños y, más tarde, la adorada madre de estos. Después, otro hijo, el guapo y joven Rory, perdido en la guerra contra los franceses.
También el propio esposo de Alanna, el dulce Michael Flynn, muerto de un modo menos dramático, pero muerto al fin y al cabo.
Alanna no pensaba en Michael a menudo. Después de todo, había estado tres meses casada y llevaba ya tres años de viuda. Sin embargo, Michael había sido un buen hombre y ella lamentaba profundamente que no hubieran podido fundar una familia.
Sin embargo, aquel no era día para lamentarse. Se colocó la capucha de su capa y salió al exterior. Aquel era día para nuevas promesas, para nuevos comienzos. La Navidad se acercaba a pasos agigantados y estaba decidida a que todos disfrutaran profundamente.
Se había pasado horas frente a la rueca y el telar. Tenía ya hechos bufandas, mitones y gorros nuevos para sus hermanos. Azul para Johnny y rojo para Brian. Para su padre, había pintado una miniatura de él y le había pagado buenos peniques al platero del pueblo para que le pusiera marco.
Sabía que sus regalos agradarían a todos, al igual que la comida que había planeado para el festín de Navidad. Aquello era lo único que le importaba: mantener unida, segura y feliz a su familia.
Vio que la puerta del granero estaba abierta. Con un gesto de enojo fue y la cerró tras franquearla. Menos mal que había sido ella la que la había encontrado así en vez de su padre. Si no, su hermano Brian se habría llevado una buena reprimenda por parte de su progenitor.
Al entrar en el granero, se quitó automáticamente la capucha y extendió la mano para agarrar los cubos de madera que colgaban detrás de la puerta. Como aún había poca luz, tomó la lámpara y la encendió cuidadosamente.
Cuando hubiera terminado de ordeñar a las ovejas, Brian y Johnny irían a alimentar a los animales y a limpiar los pesebres. Entonces, ella recogería los huevos y les prepararía a los hombres un buen desayuno.
Alanna empezó a canturrear mientras caminaba por el amplio pasillo que había en el centro del granero. Al ver una yegua junto a los establos de las vacas, se detuvo en seco.
–Dios Santo –dijo, llevándose una mano al corazón. La yegua relinchó suavemente a modo de saludo.
Si había una montura, debía de haber un jinete por alguna parte. A sus veinte años, Alanna carecía de la ingenuidad o de la juventud necesarias para creer que todos los viajeros son personas amistosas que no desean hacer mal alguno a una mujer indefensa. Podría haberse dado la vuelta y haber echado a correr o llamar a gritos a su padre y a sus hermanos, pero, aunque llevaba el apellido de Michael Flynn, había nacido siendo una Murphy. Y los Murphy protegían a los suyos.
–Espero que me dé su nombre y su ocupación –dijo. Solo le respondió la yegua. Cuando estuvo lo suficientemente cerca del animal, le tocó suavemente la nariz–. ¿Qué clase de amo tienes que te deja aquí, completamente empapada y ensillada? –añadió. Entonces, enfadada por la situación del caballo, dejó los cubos sobre el suelo y levantó la voz–. Muy bien, salga de ahí. Está usted en la tierra de los Murphy.
Las vacas comenzaron a mugir.
Con una mano en la cadera, Alanna miró a su alrededor.
–Nadie le niega refugio de la tormenta –añadió–. Ni un desayuno decente, pero le aseguro que tendré una conversación muy seria con usted por haber dejado a su montura de esta manera.
Al ver que nadie respondía, sintió que se despertaba su ira. Tras lanzar una maldición, comenzó a quitarle ella misma la silla de montar a la yegua. Mientras lo hacía, estuvo a punto de tropezarse con un par de botas.
«Unas botas muy buenas», pensó. Salían de uno de los pesebres de las vacas y, a pesar de ser muy buenas, estaban empapadas de agua y barro. Alanna se acercó un poco más para ver que las botas estaban unidas a un par de largas y musculosas piernas enfundadas en ante.
En su vida había visto unas piernas tan largas. Mordiéndose el labio, observó cómo los pantalones de montar se ceñían gloriosamente a aquellas masculinas extremidades. Tras acercarse un poco más, vio esbeltas caderas, la cintura y un torso cubierto con un grueso chaquetón y una capa de piel.
No recordaba haber visto jamás un hombre más guapo. Dado que él había escogido su establo para dormir, le pareció que tenía todo el derecho del mundo a mirarlo a placer. Se dio cuenta de que era un hombre corpulento, mucho más alto que ninguno de sus hermanos. Se acercó un poco más para ver el resto.
Tenía el cabello rojizo. No llevaba barba, pero esta le estaba empezando a cubrir la barbilla y el contorno de la hermosa boca. Con estima femenina, decidió que, efectivamente, era muy hermosa. Un rostro fuerte y huesudo, con cierto aire aristocrático, de rasgos acerados y frente alta. Se trataba de la clase de rostro por el que una mujer se volvería loca. De eso estaba segura. Sin embargo, a ella no le interesaban esa clase de asuntos. Quería que aquel hombre se levantara y se marchara para que ella pudiera ordeñar a las vacas.
–Señor… –dijo, golpeándole suavemente la bota con la punta de la suya. No hubo respuesta. Se colocó las manos en las caderas y decidió que aquel hombre estaba completamente borracho. ¿Qué otra cosa podría hacer que un hombre permaneciera completamente dormido como si estuviera muerto?
–Despiértese, necio. No puedo ordeñar a las vacas.
Le dio una buena patada en la pierna y, en aquella ocasión, obtuvo un leve gruñido como respuesta.
–Muy bien, usted lo ha querido…
Se inclinó para zarandearle a su gusto. Estaba preparada para encontrarse con el olor del alcohol, pero, en vez de eso, notó el aroma acre de la sangre.
Rápidamente se olvidó de su ira y se arrodilló para retirarle la piel de los hombros. Al ver la enorme mancha de sangre que le cubría toda la pechera, contuvo la respiración. Cuando trató de tomarle el pulso, los dedos se le mancharon de sangre.
–Bueno, veo que sigue usted vivo –murmuró–. Con la voluntad de Dios y un poco de suerte, conseguiremos que siga siendo así.
Antes de que pudiera levantarse para llamar a sus hermanos, el hombre le agarró con fuerza una muñeca y abrió los ojos. Alanna vio que eran verdes con un poco de azul. Como el mar. Sin embargo, aquellos ojos estaban llenos de dolor. La compasión hizo que se acercara un poco más a él para ofrecerle su consuelo.
Entonces la mano tiró más de ella y le hizo perder el equilibrio hasta que quedó tumbada prácticamente encima de él. Su grito de indignación se vio ahogado por los labios de aquel desconocido. El beso fue breve, pero sorprendentemente firme. Cuando volvió a dejar caer la cabeza, el desconocido le dedicó una rápida y descarada sonrisa.
–Bueno, al menos sé que no estoy muerto. Labios como esos no tienen en el infierno.
En lo que se refería a los piropos, Alanna los había recibido mucho mejores. Sin embargo, antes de que pudiera decírselo a aquel desconocido, él se desmayó.