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Esta arrebatadora novela, que llegó a ser finalista del prestigioso Premio Minotauro, es un intersantísimo ejercicio literario que mezcla fantasía, ciencia ficción y mitología. En ella seguiremos la epopeya de Norte, encargado de descubrir el secreto de la Xfinge, un cubo de un mineral desconocido sito en un lejano planeta, y que encierra un misterio en su interior. Hasta conseguirlo, le esperan innumerables aventuras, batallas, enemigos y aliados.
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Seitenzahl: 362
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Víctor Conde
Saga
Mystes
Copyright © 0, 2021 Víctor Conde and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726831764
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Para Thais.
Que tu sonrisa ilumine todos los días del mundo.
MYSTES: Vocablo que alude al adepto a los misterios,
al que fuerza la vista para mirar lejos.
«Si fueses un animal, ¿qué serías?
Un pájaro carpintero, respondió el pájaro carpintero».
El hombre al que llamaron Norte, últimoacto.
CUENTOS DEL FUTURO DISTANTE (I)
1023 -Procesos-por-segundo chapoteó en el agua del riachuelo con jovialidad, contemplando las colonias de líquenes que florecían en la ribera. Eran formas inusuales para ese periodo solar, pero habían prosperado asombrosamente creciendo sobre sus propios desechos, anclándose a las piedras que delimitaban el curso del afluente.
Las admiraba como solo se puede admirar a la materia funcional en su nivel más básico. En esas simples reacciones químicas alimenticias estaba la clave de su propia naturaleza, de lo que sus antepasados habían sido una eternidad atrás, antes que la evolución desembocara en algo como él.
El xenólogo se detuvo, esperando a que las ondas se extinguieran y regresara la calma a la superficie especular. Aparte de los líquenes y él mismo, el riachuelo reflejaba más cosas: la Vía de Luces, cruzando el cielo de extremo a extremo como un relámpago de estrellas. Unas pocas nubes. Lluvia en suspensión. La noche estaba serena, tanto que incluso el roce del líquido contra las piedras resonaba con un vaivén estruendoso.
Mientras chapoteaba a la luz de las estrellas, 1023 pensó en su casa. Ya hacía tiempo que tendría que haber cambiado de función para adaptarse a las nuevas generaciones, de forma tan radical que incluso a él le costaría reconocerla cuando volviera. Pero no le importaba. Había partido de allí cientos de órbitas atrás en busca de placeres como el que ahora disfrutaba, observando el liquen de los arroyos.
Buscó de nuevo ese sentimiento, esa sensación de apertura. La textura del entorno lo transportó a un momento muy lejano de la historia, cuando altas torres enclavadas en profundos agujeros habían perforado el cielo en aquel lugar. Giró en redondo, admirando por enésima vez el Valle de los Fósiles: pese a las eras transcurridas, todavía seguía habiendo canales en el suelo, delimitando parcelas de propósitos ignotos.
Aquí, una hilera de obeliscos había saludado al sol, místicos y pragmáticos en alineaciones geométricas precisas. Allí, donde se elevaban sotos de árboles petrificados, piernas humanas habían recorrido palacios de cristal en busca de alimentos o artículos de utilería pintados con vivos colores. Ojalá se hubiese salvado tan solo uno de aquellos objetos, deseó: uno muy pequeño. Cuánta información podría haber extraído de él sobre la época legendaria en que fue construido.
107 órbitas solares en el pasado. La noche de los tiempos.
Aburrido, el xenólogo dejó atrás el riachuelo y flotó con la delicadeza de un jirón de niebla hacia su parcela favorita, que él mismo había bautizado «de las piedras tatuadas». El epígrafe informativo permanente, inscrito en un cubo de pares de quark —de apenas un milímetro de arista y longevidad eterna, creado por él para que fuera consultado en el futuro por estudiosos de las culturas antiguas—, contenía una explicación más precisa: a lo largo de una extensión de casi veinte mil metros cuadrados, las rocas del manto afloraban a la superficie. Sobre ellas yacían miles de fósiles, huellas de los pobladores de la familia Sapiens que habitó el lugar. 1023 conservaba la nomenclatura de sus medidas —parte de la escasa información fidedigna que había logrado extraer de textos inscritos en un material de valencia 7— como homenaje a su desaparecida civilización.
En el fondo se resistía a llamarlos así. Fósiles. Aquellas imágenes no eran restos de criaturas calcificadas que al evaporarse hubiesen dejado huecos en la roca; más bien, parecían instantáneas de la vida de entonces, congeladas en superficies tenaces por obra de algún proceso de alta energía. Aquí y allá, sombras de entidades de ambos sexos lo saludaban desde las posiciones más estrafalarias, como si la muerte los hubiese sorprendido de manera confusa y no planificada.
Vagabundeando, llegó a su lugar favorito.
Aunque sus ojos podían verla a la perfección, el contorno de la Sombra de los Amantes no destacaría sobre la roca en la que estaba cincelado hasta que rompiera el día, cuando la luz barriera los colores abandonados por la noche. Él lo apreciaba con claridad en su visión absoluta: cada barrido instantáneo con haces de luz de sincrotón analizaba hasta los huecos intercelulares, desnudando sus secretos, su armonía interna. El mensaje atemporal que lo obsesionaba.
Aquella sombra era distinta a las demás, pero le había costado casi dos órbitas enteras de minucioso análisis darse cuenta del porqué.
Advirtió la presencia de un segundo explorador a diez kilómetros de allí. Se acercaba lentamente al valle anunciando su presencia con señales de radio. Extrañado, 1023 esperó su llegada. No tenía noticias de ningún otro erudito que estuviera realizando trabajos de campo en los planetas interiores. Por la baliza que emitía, debía tratarse como mínimo de un Ancestro, un ser mucho más avanzado que él. ¿Pero qué hacía algo con su nivel de complejidad en esta esfera?
A los pocos minutos, la silueta del visitante se hizo visible en la vertical del valle. Descendió emitiendo señales de paz y alegría, de gozo ante el reencuentro con alguien de su especie. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, 1023 experimentó un cosquilleo nervioso.
Sí, era un Ancestro, pero más antiguo que cualquiera que hubiese encontrado antes. Su cuerpo permanecía anclado al mismo nivel de realidad del planeta, alimentándose de su pozo de gravedad y de las partículas de alta energía que lo atravesaban, pero había algo más: una mutilación voluntaria de sus estados complejos. Su edad aparente garantizaba que el xenólogo no debería de haberlo podido ni siquiera percibir en condiciones normales.
El ente tocó el suelo.
—Te saludo, Hélice —pronunció con voz amable, haciendo que sus palabras cabalgaran haces de luz que encerraban la lógica para ser entendidos—. Y te conozco. Eres 1023 -Procesos-por-segundo, el legado de Ramael. Es un placer reunirme al fin con uno de los más prestigiosos xenólogos e historiadores de este sistema.
—El honor es mío —correspondió 1023 , rozando la Metaesfera para enviar tensores de pensamiento—. Jamás esperé ver un Ancestro de vuestra edad antes de abandonar este cuerpo. Habéis hecho feliz el nuevo día que despunta.
—Mis motivos no son tan prístinos, créeme. Pero es cierto: el amanecer promete ser memorable.
—Perdonadme si me equivoco, pero vos sois Hidrógeno-por-Pi, ¿verdad? El guía de los que escrutan en estrellas ultradensas.
—Por ese nombre me conocen, en efecto. Todavía eres joven, pero veo que has estado realizando una exhaustiva labor de compilación de datos sobre esta cultura. —Dirigió sus pasos hacia el cubo-memoria de pares de quark. Rozándolo con un dedo, leyó sus archivos—. Bien... Has llegado a sugestivas conclusiones, sobre todo en lo referente al propósito de la arquitectura. Pero creo que malinterpretas algunas cosas, juzgando apresuradamente la capacidad de supervivencia de aquella gente.
—¿A qué os referís?
El Ancestro miró al valle.
—¿Cuál es el misterio que más te atrae de los que yacen aquí?
1023 flotó hasta la roca de los Amantes.
—Este. —Señaló la sombra de las dos personas abrazadas con desesperada pasión, como si el destino los hubiera condenado a prolongar un fatídico beso a lo largo de milenios. Una trama de líneas rizadas atravesaba como un embudo el lugar donde los cuerpos se encontraban, uniéndolos por el abdomen, los brazos y el rostro.
1023 recitó sus correspondencias geométricas en una cantinela, unos datos que se sabía de memoria hasta el sexto decimal. Había llegado a apreciar cierta belleza en los ángulos que ligaban las zonas más quemadas con las menos expuestas.
—Este es el misterio que me obsesiona. Un profundo análisis de la sombra me ha llevado a pensar que alberga algún tipo de mensaje oculto, no incidental. He encontrado similitudes geométricas en su estructura que, sencillamente, no pueden ser casuales.
El Ancestro observó la piedra con la tranquilidad propia de su condición, y así pasaron dos días completos, durante los cuales ninguno de los dos hizo el menor movimiento. Simplemente, miraban.
1023 sintió crecer la esperanza. Tal vez, el Ancestro supiera dar con la clave del enigma. Tal vez... fuera tan amable como para facilitársela.
Al amanecer del tercer día hubo un cambio. Hidrógeno-por-Pi asintió reflexivamente, retomando el pensamiento que había interrumpido más de cincuenta horas atrás. Abriendo sus canales de comunicación, emitió tensores de pensamiento y haces coherentes en torno a 1023 y a la piedra. El xenólogo los analizó con avidez, esperando asombrarse con los descubrimientos.
Había algunos, y tremendamente interesantes. Las oscilaciones de pensamiento vibraban en armónicos de lógica, evolucionando por sí mismas de sencillos indicios a completos apotegmas. Borbotones de información que danzaban sugiriendo nuevas formas de interpretación estallaron en su urdimbre cognitiva, lo que en episodios anteriores de la evolución otros sapientes habían denominado «cerebro».
1023 tembló con el gozo del conocimiento avanzado, con la música de la cognición cooperativa. Notaba con inmensa alegría que el Ancestro sumaba sus habilidades mentales a las suyas para generar sentencias más eficientes. Cuando Hidrógeno-por-Pi acabó su discurso, dando por terminada aquella eufonía de gambitos lógicos, entendió que había aprendido algo nuevo.
Había estado equivocado todo aquel tiempo respecto a la Sombra de los Amantes.
No había ningún mensaje encerrado en ella, sino algo muy, muy diferente.
LA CIFRA DE LA BESTIA
Sueño.
Muerte del inconsciente. Mundos al límite de la imaginación. El coro de los ofendidos acreedores del tiempo que escala tonos de bemol en sus oídos, protestando por todas las promesas que no vieron cumplidas en vida.
Veit Bach.Del honroso linaje de los Bach, que tanto amor supo arrancarle al viento. En qué terrible desgracia habría dispuesto el destino que cayeran él o su familia para que de sus pesadillas surgieran pentagramas tan terribles, tensos y manchados de notas sin mástil. Eriales de puntos y renglones y claves marchitas. Tan estéril fue su composición que la sequedad de su armonía no admitía matices dramáticos. Ahora, Marius querría tener entre sus dedos no los fronterizos yunques del piano, sino unas cuerdas que rasgar para que el sonido de su punteo añadiera algo de claridad a las líneas melódicas, y el mensaje de la pieza sonara más claro.
El comendador sudaba. Sus dedos volaban raudos por el escalar de teclas, provocando choques y rugidos sordos que repicaban con la exquisitez del llanto. Su público aguardaba expectante al desenlace de la pieza, entre rumor de abanicos.
Un murmullo amenazó con destruir la singular cadencia de arpegios. Marius logró aislarse de lo que lo rodeaba. Apretando los párpados, se concentró en un crescendo y dejó que su pulgar sentenciara el punto y final de la estrofa.
La gente tardó en aplaudir, pero la ovación fue sincera. El piano todavía vibraba cuando sus manos se apartaron relajadas de sus dientes.
La paz del silencio. Cuán agudo es el llanto de la música cuando las notas se te clavan en el alma.
Marius parpadeó para que sus ojos se acostumbraran de nuevo a la luz. Aquel sonido cadencioso persistía. Se levantó del sillín del instrumento, disculpándose ante el respetable, y se asomó a la ventana. Buscó el origen de la interferencia entre los aparatos que navegaban por las torres huecas del palacio flotante. No tardó en descubrirlo: un centenar de metros más abajo, tras un laberinto de vigas que daba cuerpo a un gigantesco cigoñal, se acercaba un transporte con las velas extendidas. Era un bajel con planta de cruz carolingia, entrando desde la puerta en órbita baja.
Haciendo vibrar el aire en bolsas térmicas, el aparato ascendió los veinte niveles que lo separaban de la cima de la torre y esperó. Ningún orificio se abrió en los relieves que adornaban su casco, pero el velamen se replegó como un océano de seda.
El bajel del mensajero.
Marius tragó saliva. ¿Cuán importante podía ser un despacho emitido desde los mundos de la Rejilla para que un correo de esas características se dignara a entregarlo en persona? El escudo de la nave, visible solo tras una laboriosa decodificación en la cognoscitiva local, revelaba su pertenencia al colectivo Pandu.
Marius cerró la tapa del piano. Mientras sus invitados se retiraban, bajó a toda prisa los peldaños y se dirigió a la balconada más cercana al aparato. Tras arremangarse la camisa para que los caracteres de confidencialidad, visibles al ultravioleta sobre las venas de su brazo, quedaran expuestos a los ojos del mensajero, atravesó el volumen de aire que titilaba en torno al bajel y se cuadró.
Tuvo que esperar casi cinco minutos. Al fin, una abertura se hizo visible en el casco como una incisión de luz. De ella surgió un pequeño animal de los mundos interiores, un cruce entre felino y ratón de la especie de los krats. Sacudía sus ojillos recelosos, pero no se movió hasta que un ayudante de Marius lo llevó con infinito cuidado a las cunas.
Desde algún lugar en el interior del aparato, el mensajero ordenó silenciosamente al fuselaje sanar aquella herida e inicializó los ciclos de despegue. Marius comprendió que allí nada más habría para él.
Haciendo una reverencia, se retiró para dejar que las velas se desplegaran anchas, tensas en su pulso de gravedad. El bajel perdió peso y ganó altura hasta desaparecer entre las nubes.
Marius corrió hacia las cunas. Alrededor del pequeño krat, la cognoscitiva que controlaba los cerebros computacionales de la torre desplegó sus tentáculos, explorando sus impresiones visuales. El animal miró las pantallas. De manera natural, se sintió atraído por algunas formas reconocibles y rechazó otras. La cognoscitiva descubrió lo que el krat deseaba y lo que despreciaba: un mensaje a nivel profundo grabado en su esquema de instintos naturales, indescifrable para quien no supiera leer en su mapa de instintos.
<Peligro>, leyó Marius: <El escenario imposible se acerca. Emplazamiento crítico: Ciudad de Cruces, Veletia Cignus, racimo estelar del Dragón. Se sabe de la inminente llegada a su capital de un convoy que transporta una comisión de la Rejilla, liderada por un administrador de clase cinco, con el objeto de mejorar la política de aislamiento del planeta y recoger los frutos del experimento con ciudades platelminto [cfg: anexo 3]. Nuestros analistas prevén el comienzo de una crisis de alcance indeterminado>.
El comendador se envaró. ¿Una crisis?
Cignus, pensó. El hogar de las ciudades-platelminto.
<Hallazgos no previstos>, proseguía el mensaje: <Entes exóticos. Posiblemente variaciones naturales de cubos Xfinge con acertijos inéditos en su interior. Tenemos la imperiosa necesidad de un informe detallado sobre su naturaleza y alcance>.
Ah, vale. Eso justificaba que le hubiesen pedido ayuda. El colectivo Pandu siempre estaba en alerta ante la aparición espontánea de tecnología exótica, para evaluar sus potencialidades y el peligro de que cayera en malas manos. Aunque muchos aparatos de cierta naturaleza carecieran de aplicación práctica, siempre resultaba más tranquilizador poseer el enigma y esconderlo a que una facción enemiga llegara a descubrir su funcionamiento.
Y si el hallazgo resultaba ser una nueva Xfinge...
Se rascó la mejilla. Sus dedos recorrieron una epidermis llena de pliegues y hendiduras insensibles que él se empeñaba en seguir considerando parte de su cuerpo.Un mapa de arrugas que parecían las redes de un pescador abandonadas en el fondo de la cala.
Cognoscitivas en Cignus. Máquinas circumpensantes.
Un ayudante se le acercó.
—¿Desea que enviemos un acuse de recibo al colectivo Pandu, mi señor?
Marius ocultó los tatuajes de sus brazos.
—No. Preparad un transporte de paralelaje cuántico. Me marcho inmediatamente a la Rejilla Pancultural.
El ayudante obedeció, dejando al comendador acariciando la cabeza del krat. Las disposiciones de seguridad aconsejaban matar al animal una vez descifrado su mensaje; los correos improntados eran difíciles de interceptar, pero a la larga constituían un problema de almacenaje. Tales impresiones en un cerebro recién nacido tendían a durar toda la vida del animal, sobre todo si estaban escritos en sus instintos, y a modificar su comportamiento según patrones fácilmente rastreables. Un tiempo de vida demasiado largo para un mensaje confidencial, que además tendería a perpetuarse.
Pero Marius era incapaz de hacerlo. Había matado a hombres y mujeres traidores al régimen con sus propias manos, pero jamás había consentido que se dañase a un animal indefenso. Siempre metía los mensajes en zoos de la ciudad y pagaba su manutención, esperando que el tiempo y la influencia del medio borrasen los instintos de su juventud. Un sentimentalismo que, imaginaba, algún día le costaría caro.
El pequeño krat ronroneó con gusto.
¿Será verdad? ¿Habrá aparecido una nueva Xfinge?
Sumido en sus pensamientos, ordenó a la cognoscitiva que enviase el animal al zoo y fue a prepararse para el viaje.
El viajero que decidió dar su último paso hacia el norte en la colina de los rododendros había escuchado antes aquella canción.
Intrigado, se desvió del camino para acercarse a una cabaña, una vivienda con una única ventana que se dejaba rodear por un jardín sembrado de flores. La voz femenina que cantaba provenía de allí, pero la música no surgía de un laúd, instrumento habitual. Más bien, parecía algún tipo de cordófono capaz de dividir el aire en hilos tan finos que podrían ser usados para tejer un vestido.
Indeciso, acabó llamando con los nudillos en la puerta.
La melodía se extinguió.
Lo recibió un cuchillo de carnicero. Su propietario era un hombre de unos treinta años, no excesivamente agraciado y de melena oscura y ensortijada. Vestía una túnica de maestro que llamaba la atención por sus insignias: el cáliz con la serpiente enroscada del conservatorio de lógica de Ciudad de Cruces.
—¿Quién eres y qué buscas? —preguntó con voz poco amable.
El viajero no se inmutó, pero alzó las manos para demostrar que no llevaba armas.
—Os deseo buenas tardes, señor. Perdonadme si he invadido vuestro jardín, pero tengo hambre y sed y no se me da bien subsistir con la comida del bosque. ¿Podríais ofrecerme algo de fruta y un trago de vino? Pagaré generosamente.
El hombre lo estudió con expresión malhumorada. Su cuchillo no se relajó hasta que el viajero hurgó en sus bolsillos y enseñó el brillo de unas monedas.
—No busco problemas, ni tampoco robaros lo que es vuestro. Como veis, tengo suficiente dinero como para no necesitar nada más. Pero el dinero no se come.
—En eso tiene razón —dijo el hombre del cuchillo, al tiempo que una mano se posaba con afán apaciguador en su hombro.
—¿Qué ocurre, Hésperus?
Una mujer gruesa y de mirada firme apareció en el umbral. Su voz era la misma que había interpretado la canción.
—Es solo un errante. Solicita comida, y tiene dinero para pagarla.
—Déjalo entrar, entonces.
—Muchas gracias. Os agradezco vuestra hospitalidad. Más mi estómago que yo, de hecho —sonrió el viajero.
—No lo haga. La va a pagar sobradamente.
Entró en la cabaña. Un fuerte olor a hierbas emanaba de un caldero medio lleno de sopa de pollo. Un instrumento parecido a un arpa de cuerdas entorchadas descansaba en una esquina de aquella habitación, de la cual formaban parte tanto el recibidor como el comedor y la cocina.
El viajero depositó sus bártulos, un viejo hatillo y una mochila de escalador, cerca de la puerta. La mujer lo invitó a sentarse a la mesa frente a un plato ya servido.
—Coma de ahí. —Cruzó los brazos—. ¿De dónde viene, señor? ¿De Cruces?
—Abandoné la ciudad hace tiempo, a comienzos del otoño. He estado vagando por las tierras colindantes al vado del Elos.
—En esa zona hay muchos campamentos. Podría haber solicitado asilo en uno.
—En la medida de lo posible, me es más conveniente no tropezar con los militares.
—¿Es un fugitivo? —El hombre entornó las cejas.
—Eso soy —confesó—. Pero no he matado a nadie. Cometí un agravio contra el régimen que no me perdonarán: deserté.
—La traición es una falta que se castiga con la pena capital.
—Lo sé.
El llamado Hésperus se sentó al extremo de la mesa mientras su mujer continuaba removiendo la sopa.
—¿Por qué se detuvo aquí?
—Escuché una melodía. Y tenía mucha hambre. No sé qué me atrajo más, si el olor de la cazuela o esa música tan hermosa. ¿Era usted quien tocaba?
—Me temo que sí.
—Permítame que le diga que es un virtuoso. Solo había escuchado interpretar esa pieza en dos ocasiones, anteriormente, y ninguna sonó con tal limpieza.
Hésperus agradeció el cumplido.
—Es muy amable. Me ha costado años de esfuerzo dominar ese cordófono.
—Por su atuendo, deduzco que es un erudito. ¿Música?
—Matemáticas. Busco la contemplación en el retiro.
El viajero se sorprendió gratamente.
—Oh, qué casualidad: yo entiendo bastante de matemáticas. Muchísimo, en realidad. He leído algo sobre el álgebra de los sonidos, pero no había conocido ningún experto con anterioridad. ¿Es sonoterapeuta?
—Musiarquitecto: busco semejanzas entre las formas naturales y las imágenes sonoras. De hecho, construí esta casa para Amber a partir de una marcha nupcial.
—Qué poético. Yo investigaba fronteras matemáticas en la universidad. En ocasiones trabajé con música, pero me resultaba muy difícil deducir las correspondencias fractales.
Hésperus anticipó el placer de hablar con alguien de su tema favorito, a sabiendas de lo inusual que era encontrar una mente instruida en conceptos tan abstractos.
—Más que difícil, es laborioso —sonrió—. A veces se complican por la influencia de los armónicos, pero he desarrollado algoritmos que permiten limpiar la fórmula de toda esa basura geométrica. Silbo los ángulos complementarios y retorno en arpegios los más limpios.
—¿Ha probado a utilizar poesía como herramienta de simplificación de polinomios? —preguntó el viajero, llevándose una cucharada tras otra de sopa a los labios. Por los dioses, estaba deliciosa.
—Actualmente trabajo en eso. —Los ojos del dueño de la casa brillaron, contentos por revelar a alguien, aunque fuera un desconocido, parte de sus descubrimientos—. Hay días en los que creo que la poesía simplifica los sentimientos, haciéndolos más nítidos, y con ellos nuestra percepción del mundo. Uso pentavocalis, formas líricas consistentes en…
—… En escribir estrofas con una o varias palabras que contengan las cinco vocales, las conozco. Se puso muy de moda en los salones de la burguesía de finales de siglo. ¿Ha dado con alguna que posea significado algebraico?
—Pues... —El musiarquitecto se encogió de hombros—. Hasta ahora solo he construido frases simples sin mucho significado, pero que exploran dimensiones isométricas. Por ejemplo: «Un murciélago pluricéfalo ha renunciado al surrealismo secundario a su educación», en clave de sol euclidiana.
—Ja, ja, qué hermosa. Cinco palabras que contienen las cinco vocales. ¿Tiene utilidad?
—Calcula el volumen de líquidos desalojados por masas. ¿No es genial? —rio—. El principio de Arquímedes cribado por la pluma de un poeta. Eh... por cierto —añadió, centrándose ante la imperativa mirada de Amber—, todavía no nos ha dicho qué hace por estas tierras.
El viajero saboreó la sopa con avidez. Cuando logró vaciar medio plato y aplacar el ansia de su estómago, se limpió los labios y dijo:
—Estoy buscando a un monstruo. Para matarlo.
De todas las respuestas que sus anfitriones habían esperado, esa era la más asombrosa. Hésperus se inclinó hacia él.
—¿Un monstruo? Supongo que se refiere a una criatura salvaje.
—No. Es un ser supranatural.
—Vaya, esto sí que es inesperado. ¿Tiene algo que ver con la mitología?
—Más o menos. En muchos aspectos, tiene tanto de mito como de incomprensible para la gente común.
—Qué interesante —dijo Amber, sirviéndole otra cucharada de sopa. El viajero la recibió con agrado. El líquido caliente parecía soltarle tanto la lengua como un vaso de vino a un borracho—. No sabía que en la actualidad existieran monstruos, aparte de los políticos que nos gobiernan. ¿Vive por estos lares esa supuesta criatura fantástica?
—Según ciertos rumores, sí. Perdí su rastro hace tres años, cuando abandonó Cruces; un hombre la robó llevándosela a las montañas. Nunca fue encontrado. —Sorbió de la cuchara—. Los militares buscan al ladrón, pero en el lugar equivocado. No hace falta ser muy inteligente para darse cuenta de que alguien que roba algo de semejante valor no tiene interés en venderlo después. Si se lo llevó, es para conservarlo.
Hésperus se revolvió inquieto en su silla. El viajero advirtió la mirada de preocupación que intercambiaron sus anfitriones.
—¿Tiene nombre esa criatura que buscas, amigo? ¿Alguno que puedas revelar sin peligro?
El viajero tomó un sorbo de vino. Analizó al hombre que tenía delante como sopesando riesgos, y finalmente explicó:
—Es una reliquia matemática, un acertijo letal encerrado en un cubo hecho de un mineral desconocido. Una Xfinge.
El transporte de la Rejilla Pancultural se materializó en la órbita baja del planeta como una fotografía a la que se le fueran añadiendo colores. Primero los verdes, luego los azules, los rojos... Una característica física acompañaba cada agregación: peso, forma, masa, densidad. Hasta que no estuvo completa, más que una nave real se limitó a ser una alucinación del universo.
La cognoscitiva que lo pilotaba maniobró para situarlo en órbita estacionaria. La torre de control de Ciudad de Cruces le dio la bienvenida y le facilitó en décimas de segundo miles de datos útiles sobre la configuración del sistema, rutas de acercamiento y partes de guerra; el ejército estaba en alerta ante posibles ataques de segregacionistas.
Nada más procesar estos informes, la nave entró en alerta amarilla y comenzó a reconstruir los cuerpos de su tripulación. Entre ellos se encontraba algo parecido al comendador Marius.
Despertó antes de lo previsto, cuando su cuerpo trancisional aún no estaba del todo rehecho. Se miró con ojos incompletos, y vio un amasijo de carne cubierta de insectos tecnológicos. Algunas vísceras colgaban por fuera de sus lugares óptimos, sumergidas en un líquido saturado de aminoácidos. Máquinas incomprensibles lo observaban desde el otro lado de la campana que mantenía el líquido rotando en espirales de microgravedad.
El momento de desorientación pasó. Resignándose, Marius apretó los párpados y esperó a que los insectos acabaran de reconstruirlo. Ese era uno de los inconvenientes de los trayectos de muy larga distancia: el viaje a través del paralelaje cuántico no permitía que nada vivo subsistiera en organizaciones complejas. Nada mayor que una célula primitiva podía sobrevivir a sus rigores decoherentes. Al igual que el intelecto humano tenía potestad para obligar al experimento de dualidad cuántica a decidirse entre dos opciones —gatos vivos o muertos, cajas abiertas o cerradas—, el universo se negaba a mirar a sus criaturas mientras estas se desplazaban por sus túneles. Por lo tanto, había que engañarlo.
Marius contó hasta cien. Imaginó ovejas, pero por alguna razón a todas les colgaban las vísceras por debajo de la lana.
La cognoscitiva que pilotaba el transporte captó una señal de peligro. Decidió, entre todas las posibles explicaciones, que se trataba de algún tipo de proyectil, y que era enemigo. Lanzó contramedidas y radió una alerta a Cruces. Los ordenadores de tierra se comunicaron a velocidad cegadora entre sí, tratando de buscar una solución instantánea para resolver la situación: no había tiempo de consultar con humanos. Sus cerebros eran demasiado lentos, y el proyectil de naturaleza desconocida impactaría en menos de dos segundos directamente sobre el ecuador de la nave. Las cognoscitivas consultaron sus bancos de datos y tomaron decisiones en base a complejas estadísticas, pero no fue suficiente.
Encerrado en su tubo de reconstrucción y sometido a microgravedad, Marius pudo sentir el lejano impacto contra el casco. Las vibraciones agitaron el líquido. Al principio no ocurrió nada, pero al cabo de un minuto se inicializaron los procedimientos de emergencia. Todo el laboratorio de reconstrucción pivotó sobre su eje, anclándose a una chalupa de escape. Marius alcanzó a ver cómo otras personas a medio fabricar se retorcían desorientadas en sus tubos.
Si la cognoscitiva había decidido expulsar el almacén de componentes orgánicos y los bancos de datos, solo podía significar que el navío se iba a pique.
La chalupa se separó del cuerpo principal. Una vorágine de fuego los alcanzó e hizo estallar algunas placas del fuselaje. Marius contempló con ojos apabullados cómo la luz del exterior entraba junto con una tromba de aire en el recinto de los tubos. Algunos se soltaron de sus anclajes y fueron absorbidos por la grieta, perdiéndose en la nada entre estertores de manos que golpeaban los cristales desde dentro.
Había sonido, un estruendo aterrador. Eso lo tranquilizó. Aire y viento significaba que les había dado tiempo de ingresar en la atmósfera antes del primer impacto. No habrían podido sobrevivir a la reentrada con el fuselaje dañado.
A través de la fisura, pudo ver cómo el exoesqueleto de motores acoplado al laboratorio trataba de alejarse del navío, una mole en desintegración de más de trescientos metros de longitud. Una lluvia de restos caería sobre la tierra o el mar —no sabía qué estaban sobrevolando—, barriendo un área de cientos de kilómetros cuadrados. La nave se partía en dos desde su ecuador, con una grieta separando las entrañas de una montaña de metal calcinado. Detonaciones de increíble violencia la sacudieron: los motores alcanzaban su punto crítico. Siete almacenes de componente orgánicos habían logrado despegarse del cuerpo principal, pero dos de ellos desaparecieron en la vorágine de la primera explosión. Las instrucciones para traer de nuevo a la vida a seiscientas personas se volatilizaron con un destello nuclear.
¿Cuál habría sido la causa del desastre? ¿Cómo no lo vieron venir? El comendador se retorcía tratando de asimilar de nuevo sus vísceras.
Los esfingistas. En guerra constante contra el régimen, representado en aquel planeta por la autoridad de Cruces, poseían un presupuesto casi ilimitado. Les habrían lanzado una nuclear, o algo peor. Marius había oído hablar de las bombas de contingencia, horribles detonadores de plegamiento cero. Eran artilugios inteligentes capaces de desgarrar la tela del espacio-tiempo, provocando cambios locales en el continuo, en los sucesos pasados que desembocaban en una serie de acontecimientos concretos en su zona de explosión. Alta tecnología militar, muy secreta. Pero los servicios de espionaje esfingistas eran legendarios: si una sola de esas bombas había caído en manos de sus ingenieros, ya las habrían fabricado por millares.
El transporte logró desintegrar casi un cuarenta por ciento de su masa antes de impactar contra el suelo: su inmenso tonelaje se precipitó contra una pequeña ciudad rodeaba de granjas, arrasándola con la contundencia de una bomba atómica. Quinientas mil personas perdieron la vida tras escuchar un silbido que caía de los cielos. Los pedazos separados del blindaje barrieron un área de doscientos kilómetros, matando otras cincuenta mil más en poblaciones dispersas. La contaminación radiactiva volvería inhabitable la zona durante no menos de un siglo estándar. Era medianoche, pero el resplandor del impacto fue tan intenso que los durmientes despertaron en la cercana Ciudad de Cruces, antes de que la onda sonora recorriera la urbe como un tsunami de vidrios astillados.
Diez minutos después, cuando los líderes humanos acabaron de despertarse y se enteraron de lo que ocurría, comenzó la primera guerra mundial de aquel planeta. Pero para entonces, ya era una decisión que los ordenadores habían tomado hacía tiempo.
Un gato canelo, un sphynx de pura raza, saltó sobre la mesa de la cocina. Miró a Hésperus, meneó los bigotes, y desapareció atravesando la gatera de la puerta.
—Nunca le he caído bien a ese animal —gruñó el musiarquitecto, ayudando a Amber a retirar los platos.
El viajero deslió su hatillo, sacando algunos enseres inesperados de su interior, entre ellos un ordenador fotónico portátil y una sofisticada pistola de raíl, absolutamente prohibida para la población civil. Pagó a su anfitriona con unos gramos de oro puro.
—Espero que esto baste para compensar la molestia y el gasto de comida. Les agradezco que me hayan acogido tan amablemente.
Amber aceptó el oro, mirando preocupada la pistola.
—Gracias a usted por la charla. ¿Piensa continuar su viaje?
El viajero arrugó la frente.
—Creo que ya no caminaré más hacia el norte. Odio ese punto cardinal, es demasiado frío. Si no encuentro lo que busco, rastrearé estas montañas y luego seguiré hacia el sur, cruzando los afluentes.
—No vaya allí. Hay rumores de guerra en el sur. Los esfingistas atacan cada vez más osadamente los convoyes del régimen. Si consiguen hacerse con armas de destrucción masiva...
—No creo que las empleen —opinó Hésperus—. Una vez resueltos los acertijos de las Xfinges, y con la última en paradero desconocido, la guerra se debe más a motivos territoriales que tecnológicos. Las filas esfingistas están constituidas en su mayor parte por nativos y empresarios que exigen recuperar sus tierras tras el expolio de Cruces. Además, dudo que nos alcancen aquí, en este valle.
—Me temo que sus fuerzas están mucho más cerca de lo que crees. Ya ha habido combates, y muy violentos —informó el viajero, el semblante sombrío—. Tanques de Cruces han arrasado varios poblados en el sur, en los campos de Vernoa. Quemaron las cosechas y repartieron ayuda humanitaria desde las bases aéreas. Se llevan a la población civil a centros de acogida.
Amber contuvo un escalofrío.
—¿Cómo es posible?
—Me crucé con una columna de refugiados hace unos días. Se dirigían hacia aquí.
—¿Rebeldes?
—No. Expatriados que rechazan los cuidados hipócritas del régimen. Primero bombardean sus casas y luego los reciben con los brazos abiertos. Ayuda humanitaria, me parece que lo llaman.
Amber abrió una lata de comida para gatos y vertió el contenido en un plato.
—Me las traen de la ciudad —explicó—. De vez en cuando pasan caravanas de comerciantes por las cercanías y nos abastecen.
—¿Nos?
—A los que vivimos en las montañas, unas cuantas granjas dispersas que pagamos en especies. No nos gustan las aglomeraciones.
—Pues me temo que dentro de poco este valle se va a convertir en una pista de paso para refugiados. Y vendrán con hambre.
Amber tembló. Por su mente pasaron imágenes de gente pacífica convertida en depredadores y violadores despiadados por culpa del hambre. Por desgracia, el embrutecimiento de todo un pueblo por culpa de la guerra no era nada nuevo.
Dijo, nerviosa:
—Creo que es mejor ir directamente al grano. Los rumores que te condujeron hasta aquí decían la verdad, viajero. Encontré al fugitivo moribundo que robó el cubo Xfinge hace un par de años.
—¡Amber, no! —protestó Hésperus.
—Era un hombre vestido de negro que afirmaba haber huido de la capital. Me habló de una tradición de descifradores de enigmas y de un hombre llamado Mystes que debería resolverlos. No estoy segura de hasta qué punto él mismo creía en sus palabras: estaba enfermo y deliraba.
El viajero se puso en pie, con semblante decidido.
—Mystes no es el nombre de una persona, sino un cargo. Es el título que se le da si resuelve los enigmas maestros. —Se tocó el pecho—. Estoy enfrascado en la búsqueda de una solución para el cubo desde hace años; trato de dar una respuesta satisfactoria a la Xfinge para que nos legue sus conocimientos. Muéstremela, por favor. Es de vital importancia.
—¡Un momento! —terció Hésperus, airado—. Amber, ¿quién nos asegura que este hombre no es un espía de Cruces? ¡Lleva un arma!
—Pero no la ha utilizado. Si quisiera arrebatarnos la alhaja por la fuerza ya lo habría hecho. ¿Verdad, señor?
El viajero asintió.
—Está en un error, Hésperus, aunque entiendo perfectamente sus motivos. Soy un hombre pacífico, y no tengo intención de amenazarlos ni de exigirles nada por la fuerza. Y puedo demostrarlo.
—¿Sí? ¿Cómo?
El viajero hurgó de nuevo en su hatillo, extrayendo de una desgastada funda de cuero un sobre apolillado.
—Los primeros en encontrar las Xfinges las legaban a sus hijos o a sus discípulos aventajados como si fueran bienes familiares. Así ocurrió con los cubos ancestrales antes de ser resueltos. Mi padre encontró una Xfinge y escribió una carta dirigida al hombre que pudiera hallarla si se la arrebataban. Esta es la carta. —Se la tendió—. En ella suplica que me sea concedida una gracia, la potestad de acceder al acertijo y ayudar en su resolución.
—Conozco la tradición —gruñó Hésperus, rompiendo el sello de cera sin excesivas ceremonias—. Hace décadas que no se practica.
—Porque hace mucho que no se descubre una nueva Xfinge. Si lo que usted trata de resolver con su pentavocalis es el enigma del cubo, entonces es probable que se convenza de la bondad de mi oferta.
De mala gana, Hésperus extrajo el papel del interior del sobre y le echó un vistazo. Al principio, nada en su semblante reveló un cambio de actitud, pero en un determinado momento sus cejas se alzaron, sus mejillas enrojecieron y le tembló el pulso.
Giró la carta hacia Amber, mostrando unas expresiones matemáticas garabateadas con tinta.
—¡Las... las fórmulas de coherencia! —exclamó—. ¿Dónde las ha conseguido?
El viajero sonrió.
—Ya se lo dije: mi familia mantuvo el cubo en su poder durante muchos años, antes de que cayera en manos de los eruditos del régimen. Estudiaron profundamente el acertijo y lograron dibujar un esquema lógico de su estructura. Esas expresiones son exactas al 81 %. —Frunció el ceño—. Siempre hay un pequeño porcentaje de varianza debido a la presencia de números imaginarios, me temo.
—Dígame la verdad: si le permitimos trabajar en el cubo durante un tiempo —propuso Amber—, ¿nos ayudará cuando la llegada de los refugiados sea inminente?
—¡Amber!
—Cállate, Hésperus —cortó ella, mirando la pistola de su invitado—. El arma que trae este hombre nos ayudará ahora mismo más que cualquier secreto filosófico. ¿Sabe manejarla?
—Con algo de soltura —admitió el viajero.
Amber no se molestó en preguntarle más.
—Muy bien. Tengo un espacio en el establo donde podría caber una cama, si usted mismo se la fabrica. Si de verdad es uno de esos Mystes, o como se llamen, podrá ayudar a Hésperus a descifrar el enigma antes de que nos invadan los del régimen o los esfingistas. Dos mentes privilegiadas siempre pensarán mejor que una. Ah, y otra cosa —puntualizó—: si piensa quedarse mucho tiempo, deberá cocinarse su propia comida y darnos un nombre por el que llamarlo. No puedo tratarlo de usted toda la vida.
—Prefiero no revelar mi verdadero nombre, por su propia seguridad —dijo el viajero—, pero pueden llamarme como les plazca.
—Según explicó antes, no piensa dar ningún paso más hacia el norte a partir de aquí, ¿no es cierto? —preguntó Amber.
—En principio, sí.
—Está bien. Bienvenido seas pues a mi casa... Norte.
El comendador Marius volvió a la vida flotando en un buche de nutrientes.
La máquina ensambladora bañó sus tejidos con un líquido pegajoso, magro engrudo para mantener sus miembros en su lugar. Un bombeo galvánico y la sangre volvió a fluir en la dirección de la vida por sus arterias.
Unas manos de mujer lo ayudaron a salir del saco de gel y lo limpiaron, frotando telas orgánicas contra su piel cuarteada. Se miró al espejo y se encontró con un viejo achacoso, una momia de genitales ridículos y tantas arrugas en el cuerpo que parecía vestido con cristal astillado. La cognoscitiva que palpitaba dentro de la máquina de resucitación se arriesgó a cederle el control del corazón a su cerebro, liberando las funciones de los demás órganos. Fue como si decenas de pequeños comerciantes protestaran exigiendo combustible para sus fábricas. Su sistema glandular tuvo que hacer algo de lo que apenas tenía memoria: poner en orden las funciones corporales en un esfuerzo de coordinación desconocido desde los tiempos del vientre materno.
Llorando como un bebé senil, luchando por mantener en su sitio unos ofensivos pañales, el alto comendador Marius regresó al mundo.
El comandante en jefe de las tropas de infantería de Ciudad de Cruces lo esperaba en la sala de estrategia. Lapierre Ladoux era un hombre tan cuadriculado que parecía salido de un molde. Ni siquiera se molestaba en lucir ostentosas insignias que alabaran su rango; vestido con el uniforme marrón de campaña y una boina negra, su inflexibilidad de carácter se ponía de manifiesto en los ángulos obtusos en que se dividía su mentón.
Marius lo saludó como un civil al entrar. Ladoux señaló con una vara de roble un mapa de la región colgado de la pared.
—Bienvenido, señor —saludó—. El patio que puedo ofrecerle hoy está tranquilo, por fortuna.
—Es un placer conocerlo en persona, comandante —correspondió Marius, estrechando su mano—. No me gusta colocarme de buenas a primeras por encima de usted en el escalafón.
—La Rejilla sabe lo que se hace, no se preocupe. ¿Ha comido ya?
—No me dejarán hacerlo hasta dentro de noventa horas. Tendré que aguantar con nutrición parenteral.
—Lo siento mucho. No fuimos capaces de prever un ataque de tal magnitud. Me da vergüenza reconocerlo, pero ni siquiera imaginábamos que poseyeran armamento nuclear táctico.
—¿Cómo burlaron las defensas?
—Nuestro servicio de inteligencia cree que detonaron la ojiva desde dentro de la nave.
—¿Y eso?
—Es imposible que ningún otro vehículo volara en un radio de doscientos kilómetros; lo habríamos detectado, y con él a cualquier proyectil automático. Creemos que el misil fue disparado desde el propio transporte. Luego giró e impactó contra el casco, matando al propio grupo terrorista. Lo planearon bien.
Marius se sirvió una copa de un mueble bar, pero se limitó a mojarse los labios en el vino y a oler su buqué.
—Habrá que informar a la Rejilla con vistas a mejorar la seguridad. ¿Le han informado del porqué de mi presencia aquí?
—Todavía no, señor.
—Ha aparecido otra Xfinge en este planeta.
El comandante tensó la espalda.
—¿¿Qué??
—En realidad, no es nueva. Ya la conocíamos y estudiamos hace tiempo, en la época en que no sabíamos todavía si su distribución matemática derivaría en un acertijo. La robaron de los laboratorios mitocondriales.
—¿Esfingistas?
—No lo sabemos. Pero tenemos motivos para creer que se encuentra en las cercanías de Cruces.
—Entonces, el asunto es serio. Eso explica por qué los esfingistas han recrudecido sus ataques. Van detrás de la reliquia.
—Es lo más probable. Se trata de una máquina cognoscitiva extraña: su expresión geométrica es la de un cubo, perfecto en sus dimensiones hasta el noveno decimal, de aproximadamente un palmo de anchura. Le proporcionaré toda la información disponible durante la próxima reunión del comité.
—Me encargaré personalmente de llevar este asunto —prometió Ladoux—. Vista la ineptitud de los servicios de inteligencia, prefiero retomar el sano hábito castrense de caminar al frente de mis tropas. Estoy harto de este despacho.
El comendador asintió.
—Me parece bien. Encuentre esa Xfinge, cueste lo que cueste. Es preferible que obre en nuestro poder a arriesgarnos a que caiga en manos de terroristas. Quién sabe lo que harían con sus secretos si consiguieran resolverla.
—Pues peinemos todo el continente hasta dar con ella. Buscaremos debajo de cada piedra aunque haya que levantar hasta los cimientos de las casas. Luego, pondremos a nuestros pensadores a trabajar en el enigma.
—Me temo que el problema no es tan sencillo como parece —sonrió Marius—. El enigma es un puzle de complejidad fractal. Aunque sepamos cuáles son las fórmulas de coherencia, habrá que sortear muchas dimensiones lógicas hasta dar con la solución. Y solo conozco a un hombre capaz de hacerlo.
—¿Trabaja para nosotros?
—Trabajaba. Ahora está en el exilio, acusado de alta traición.
Ladoux frunció el ceño.
—Podría haberse pasado al otro bando, entonces, y estar a sueldo del enemigo.
—Lo dudo. El Mystes es un hombre demasiado precavido como para depositar en nadie su amistad. Es un genio al que solo le importa una cosa en este mundo —gruñó—: resolver todos y cada uno de los enigmas ancestrales por el puro placer de hacerlo.
—Un mercenario intelectual.
—Un nihilista matemático, más bien. Aunque seamos los primeros en dar con el cubo, antes deberemos encontrarlo y convencerlo para que trabaje para nosotros.
El comandante clavó sus ojos en la tinta hipsométrica del mapa que colgaba de la pared.
—Si se sabe tan importante para ambas facciones, quién sabe dónde estará a estas alturas.
—Ha regresado. Puede poner la mano en el fuego —le aseguró Marius.
—¿Cómo está tan seguro?