NUEVOS HORIZONTES - Nora Roberts - E-Book
SONDERANGEBOT

NUEVOS HORIZONTES E-Book

Nora Roberts

0,0
5,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 5,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Kate Kimball le había dado la espalda a la fama y el glamour y había vuelto a casa a empezar una nueva vida. Lo único mejor que el espléndido y ruinoso edificio donde iba a montar su escuela de danza era Brody O´Connell, el fascinante contratista que iba a encargarse de la remodelación del lugar. No era habitual encontrarse con una mujer tan bella, sensual, provocativa... y tan irritante como Kate. Pero Brody estaba empeñado en resistir su arrebatador encanto. Aquella mujer era ni más ni menos que la hija mimada y perfecta de Natasha Stanislaski... no era para nada la mujer indicada para él. Sin embargo, cada milímetro de su ser le suplicaba que luchara por hacerla suya...

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 257

Veröffentlichungsjahr: 2012

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2001 Nora Roberts. Todos los derechos reservados.

NUEVOS HORIZONTES, Nº 190 - febrero 2012

Título original: Considering Kate

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicado en español en 2002

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™ Harlequin Oro ™ Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-510-8

Editor responsable: Luis Pugni

Imagen de cubierta: DIGITALVISION

ePub: Publidisa

A mis chicos

Capítulo 1

Iba a ser perfecto. Cada paso, cada etapa, cada detalle, todo sería realizado con la precisión que había imaginado hasta que su sueño se convirtiera en realidad.

Conformarse con menos sería desperdiciar el tiempo.

Y Kate Kimball no era una mujer que desperdiciara nada.

A los veinticinco años, había acumulado más experiencia de la que muchas personas reunían a lo largo de toda una vida. Cuando otras chicas se dedicaban a hablar de chicos o a preocuparse por la moda, ella estaba en París o en Bonn, vistiendo trajes glamurosos y realizando empresas extraordinarias.

Había bailado para reinas y había compartido mesa con princesas. Había bebido champán en la Casa Blanca y se había empapado de triunfo en el Bolshoi.

Siempre les estaría agradecida a sus padres y a su familia por haberle dado la oportunidad de hacer todo aquello. Todo se lo debía a ellos.

Y ya era hora de comenzar a merecérselo.

Bailar había sido su sueño desde siempre. Su obsesión, como habría dicho su hermano Brandon. Y acertadamente, reconoció Kate. No había nada malo en tener una obsesión, siempre y cuando fuera una obsesión enriquecedora y se estuviera dispuesto a trabajar por ella.

Y el cielo sabía cuánto había trabajado ella para la danza.

Veinte años de práctica, de estudio, de alegría y dolor. De sudor. De sacrificios, pensó. Suyos y de sus padres. Kate comprendía lo difícil que tenía que haber sido para ellos dejar que la pequeña de la familia se fuera a estudiar a Nueva York con sólo diecisiete años. Pero en todo momento le habían ofrecido su apoyo.

Por supuesto, sabían que aunque abandonara su pequeña ciudad de Virginia Occidental, Shepherdstown, por la gran ciudad, estaría siempre rodeada y protegida por la familia. De la misma forma que sabía que habían confiado en ella lo suficiente como para dejarla marchar.

Kate había ensayado, trabajado y bailado tanto para ellos como para sí misma. Cuando se había unido a una compañía de baile y había estrenado su primera función, su familia había estado a su lado. Y cuando había llegado a ser primera bailarina, también había contado con la presencia de su familia.

Había bailado profesionalmente durante seis años, había conocido el brillo de los focos y la emoción de la música en el interior de su cuerpo. Había viajado por todo el mundo convertida en Giselle, Aurora, Judith y docenas de otros personajes trágicos. Y había apreciado cada segundo.

Nadie se había sorprendido más que ella misma cuando había decidido abandonar los focos y retirarse de los escenarios. Y sólo tenía una forma de explicar aquella decisión.

Quería volver a casa.

Quería disfrutar de una vida real. Por mucho que adorara la danza, había comenzado a darse cuenta de que absorbía y devoraba cualquier otro aspecto de su personalidad. Las clases, los ensayos, las representaciones, los medios de comunicación… La carrera de una bailarina era mucho más que deslizarse en puntas bajo los focos. O al menos lo había sido para Kate.

Ella quería una vida, quería un hogar. Había descubierto que quería hacer algo para devolver todo lo que había disfrutado. Y podría lograr todo ello con su futura escuela de danza.

Lo conseguiría, se dijo a sí misma. En primer lugar, porque el apellido Kimball era un apellido muy respetado en su comunidad. Y, en segundo lugar, porque ella era Kate Kimball y eso significaba algo en el mundo de la danza.

Y, en poco tiempo, la escuela se labraría un nombre por sí misma.

Había llegado el momento para un nuevo sueño, se recordó mientras giraba por aquella enorme y vacía habitación. La Escuela de Danza Kimball era su nueva obsesión. Y pretendía que fuera tan enriquecedora, intrincada y perfecta como lo había sido su antiguo sueño.

Con los brazos en jarras, estudió aquellas paredes grises que en otro tiempo habían sido blancas. Volverían a serlo. Enormes lienzos blancos de los que colgarían fotografías enmarcadas de los mayores genios de la danza. Nuréyev, Fontayne, Baryshnikov, Davidov, Bannion…

Y dos paredes estarían completamente cubiertas de espejos. Aquella vanidad profesional era tan necesaria como respirar. Una bailarina tenía que vigilar hasta el mínimo de sus movimientos, cada arco, cada flexión, para perfeccionar sus posturas.

En realidad, era más una ventana que un espejo, pensó Kate. La bailarina miraba a través del cristal para poder ver la danza.

El techo también tendría que ser restaurado. Y los muebles, pensó mientras se frotaba los brazos helados, definitivamente sustituidos. El suelo habría que pulirlo hasta convertirlo en una superficie resplandeciente. Y habría que ocuparse también de las luces, la electricidad, las cañerías…

Bueno, su abuelo había sido carpintero antes de jubilarse. O semijubilarse, pensó con cariño. Y ella tampoco era una completa ignorante en cuestiones de restauración. Y estudiaría más, haría preguntas hasta que comprendiera perfectamente el proceso y pudiera dirigir al contratista que eligiera para hacer la obra.

Cerró los ojos, imaginándose aquella sala restaurada, y se inclinó en un pronunciado plié. Su cuerpo, elástico y esbelto, descendió fluidamente con aquel movimiento hasta que la pelvis llegó casi a tocar los tobillos.

Kate recuperó la posición normal y se apartó el pelo de la cara, impaciente por volver a ver lo que pronto sería suyo. Con el movimiento, había perdido alguna horquilla, dejando escapar algunos mechones que caían en caracolas negras y resplandecientes hasta su cintura, dándole un aspecto salvajemente romántico.

Sonrió con aire soñador y su rostro adquirió un suave resplandor. Kate tenía la tez morena de su madre y sus pómulos marcados. De su padre había heredado los ojos grises y la barbilla decidida.

Era una combinación fascinante de gitana, sirena y reina de las hadas. Algunos hombres al mirarla reparaban únicamente en la delicadeza de su aspecto y la consideraban una mujer frágil y romántica, sin adivinar el acero de su carácter.

Lo que era, siempre, un error.

–Un día de éstos te quedarás así y tendrás que desplazarte saltando como una rana.

Kate dio media vuelta y abrió bruscamente los ojos.

–¡Brandon! –con un aullido, cruzó la habitación a toda velocidad y se arrojó a sus brazos–. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cuándo has llegado? Creía que estabas jugando en Puerto Rico. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte?

Brandon era apenas dos años mayor que ella, un accidente temporal que había utilizado para atormentarla cuando eran niños, al contrario que su hermanastra, Frederica, que a pesar de ser mayor que ambos jamás había intentado dominarlos. Aun así, Brandon era el amor de su vida.

–¿Qué pregunta quieres que conteste primero? –riendo, Brandon la apartó de él para mirarla divertido–. Continúas siendo una flacucha.

–Y tú un fortachón. Hola –lo besó con cariño–. Ni mamá ni papá me han dicho que pensabas venir.

–Porque no lo sabían. Me enteré de que pretendías instalarte aquí y decidí venir a echar un ojo –miró a su alrededor–. Pero creo que ya es demasiado tarde.

–Convertiré este lugar en una escuela maravillosa.

–Quizá. Pero de momento está hecho un desastre –le pasó el brazo por los hombros–. ¿Entonces es verdad que la reina de la danza se va a convertir en profesora?

–Voy a ser una profesora maravillosa. ¿Por qué no estás en Puerto Rico?

–Nadie puede jugar al béisbol doce meses al año.

–Brandon –arqueó una ceja con expresión escéptica.

–Sufrí una mala caída y he tenido un tirón en los tendones.

–Oh, ¿es muy grave? ¿Has ido al médico? Creo que deberías…

–Caramba, Katie. No es para tanto. Estaré en la lista de lisiados durante un par de meses y volveré a la acción para los entrenamientos de primavera. Así tendré tiempo para merodear por aquí mientras conviertes tu vida en un infierno.

–Bueno, por lo menos eso te servirá de compensación. Vamos, te lo enseñaré todo. Mi apartamento está en el piso de arriba.

–Por el aspecto que tiene el techo, tu apartamento debe de estar a punto de derrumbarse.

–La estructura del edificio es completamente segura –contestó–. Aunque de momento no tenga muy buen aspecto. Pero ya tengo algunos planes para él.

–A ti nunca te han faltado planes.

Caminó con ella, cuidando la pierna derecha, a través de la habitación hasta llegar a un vestíbulo con las paredes agrietadas. Las desvencijadas escaleras conducían hacia un espacio que parecía habitado por ratones, arañas y otras muchas alimañas en las que Brandon ni siquiera se atrevía a pensar.

–Katie, este lugar…

–Tiene potencial –dijo Kate con firmeza–. E historia. Es anterior a la Guerra Civil.

–Y también a la Edad de Piedra –Brandon era un hombre que prefería las cosas perfectamente ordenadas–. ¿Tienes idea de lo que te va a costar hacer habitable este edificio?

–Claro que tengo idea. Y la concretaré en cuanto hable con el contratista. Este edificio es mío, Brandon. ¿Te acuerdas de cuando éramos niños y veníamos los tres a pasear por aquí?

–Claro que me acuerdo. Fue un bar, y después una tienda de artesanía, y después…

–Ha servido para cientos de cosas –lo interrumpió Kate–. Comenzó siendo una taberna en mil ochocientos. Cuando yo era niña, solía mirarlo pensando que algún día viviría aquí y podría asomarme a todos esos ventanales y correr por todas las habitaciones.

Un rubor apenas perceptible coloreó sus mejillas y sus ojos se oscurecieron. Una señal inequívoca, pensó Brandon, de que estaba completamente decidida a sacar ese proyecto adelante.

–Pensar eso a los ocho años es muy diferente a comprarte un edificio destrozado cuando ya eres adulta.

–Sí, claro que es diferente. La primavera pasada, cuando vine a casa, me enteré de que estaba en venta. Y a partir de entonces no fui capaz de dejar de pensar en ello.

Recorrió la habitación, imaginándose perfectamente cómo sería.

–Volví a Nueva York, volví a trabajar, pero no me podía quitar de la cabeza este viejo lugar. Y ahora es mío. Estuve segura de que lo sería en el momento en el que entré en él. ¿Tú nunca has sentido nada parecido?

Sí, claro que lo había sentido. La primera vez que había entrado en un estadio de béisbol. Suponía que, en aquel momento, cualquier persona sensata le habría dicho que jugar al béisbol era sólo un sueño de niño. Pero su familia jamás le había dicho nada parecido. De la misma forma que nunca habían desalentado los sueños de Katie.

–Sí, supongo que sí. Lo que pasa es que me parece que lo estás haciendo todo muy rápido. Y estoy acostumbrado a que hagas siempre las cosas paso a paso.

–En eso no he cambiado –le contestó Kate con una sonrisa–. Cuando decidí retirarme de los escenarios, sabía perfectamente que quería ser profesora. Y sabía que quería convertir este lugar en una escuela. Mi escuela. Y, sobre todo, sabía que quería volver a casa.

–De acuerdo –le rodeó los hombros con el brazo y le dio un beso en la sien–. Entonces haremos tu sueño realidad. Pero ahora, vámonos de aquí. Este lugar está helado.

–Cambiar los sistemas de calefacción está en el primer lugar de mi lista.

Brandon miró por última vez a su alrededor.

–Supongo que tienes una lista muy larga.

Caminaron agarrados del brazo como cuando eran niños, azotados por el frío viento de diciembre y bajo aquellos árboles que recortaban sus ramas desnudas bajo un cielo gris plomizo.

Kate podía oler la nieve en el aire.

Los escaparates de las tiendas estaban decorados para las vacaciones navideñas, con decenas de Santa Claus de mejillas sonrosadas, guirnaldas de luces y muñecos de nieve.

Pero el mejor escaparate de todos era el de La Casa de la Diversión. El escaparate de la juguetería estaba abarrotado de tesoros. Trineos en miniatura, enormes osos de peluche, muñecas, camiones resplandecientes, castillos levantados con bloques de madera… Una mezcla deliciosa y divertida, pensó Kate.

Cualquiera podría pensar al verlo que los juguetes habían sido colocados de cualquier manera, pero ella era consciente del profundo cuidado y cariño que encerraba aquella disposición.

La campanitas de la puerta tintinearon alegremente cuando entraron.

Los clientes se paseaban relajadamente por la tienda. Un pequeño de no más de dos años tocaba salvajemente un xilófono en una esquina. Tras el mostrador, Annie Maynard guardaba un perro de peluche en una caja.

–Es uno de mis favoritos –le estaba diciendo a su cliente–. A su sobrina le va a encantar.

Las gafas se deslizaron por el puente de su nariz mientras envolvía la caja con un lazo rojo. Alzó la cabeza para colocárselas, pestañeó y gritó entusiasmada:

–¡Brandon! ¡Tash, ven a ver quién está aquí! Oh, dame un beso, precioso.

Cuando Brandon se acercó al mostrador y la besó, Annie se llevó la mano al corazón.

–Estoy casada y tengo tres hijos –le explicó a su cliente–, y aun así, este chico es capaz de hacerme sentir como una adolescente. Felices fiestas. Déjame ir a buscar a tu madre.

–No, ya iré yo –repuso Kate y sacudió la cabeza–. Brandon puede quedarse aquí, coqueteando contigo.

–Estupendo –Annie le guiñó el ojo–. Tómate todo el tiempo que quieras.

Su hermano, reflexionó Kate, había tenido a las mujeres detrás de él desde que tenía cinco años. No, desde que había nacido, se corrigió. Y era por algo más que su aspecto, aunque éste fuera espectacular. Incluso por algo más que su encanto. Kate hacía ya tiempo que había llegado a la conclusión de que era una simple cuestión de feromonas.

Algunos hombres las tenían y conseguían que las mujeres babearan. Mujeres especialmente susceptibles, por supuesto. Algo que ella nunca había sido. Un hombre tenía que tener algo más que un buen físico, encanto y atractivo sexual para despertar su interés. Había conocido demasiados hombres de aspecto atractivo pero completamente vacíos.

Se volvió entonces hacia la esquina de la tienda en la que se exhibían los cochecitos… Y estuvo a punto de derretirse.

Era maravilloso. No, «maravilloso» era un término excesivamente femenino. Y «apuesto» demasiado melindroso. Era, simplemente… un hombre.

Debía de medir cerca de dos metros, y cada centímetro era perfecto. Como bailarina, Kate apreciaba un cuerpo bien tonificado. Aquel ejemplar del sexo masculino, que en ese momento se dedicaba a estudiar los vehículos en miniatura, iba envuelto en unos pantalones vaqueros desteñidos, una camisa de franela y una cazadora vaquera demasiado ligera para aquel tiempo.

Llevaba unas botas de trabajo viejas, pero de aspecto fuerte. Y que de pronto le parecieron a Kate increíblemente sexys.

Después estaba todo ese pelo; una impresionante mata de pelo en distintos tonos de rubio que enmarcaba un rostro de rasgos afilados.

No era un rostro duro, ni clásico… Era imposible etiquetarlo. Tenía una boca llena que parecía ser su único rasgo de formas suaves. La nariz era larga y recta y la barbilla perfectamente cincelada. Y los ojos…

Era difícil distinguir el color de los ojos a través de aquellas maravillosas pestañas. Pero Kate los imaginó de un azul profundo.

Kate desvió la mirada hacia sus manos, en las que sostenía uno de los juguetes. Manos anchas, fuertes…

Mientras se permitía el lujo de un instante de fantasías, fantasías completamente inofensivas, por supuesto, Kate se inclinó. Y al hacerlo provocó un inesperado accidente de coches.

El ruido resultante la sacó de su ensimismamiento y consiguió que los ojos del hombre, unos ojos que resultaron ser intensamente verdes, se volvieran en su dirección.

–Vaya –comentó Kate. Le sonrió y, riéndose de sí misma, se agachó para volver a colocar los coches–. Espero que no haya habido heridos.

–En caso necesario, tenemos aquí una ambulancia –señaló un diminuto vehículo de emergencias y se agachó para ayudarla.

–Gracias. Si conseguimos poner orden antes de que llegue la policía, no me pondrán una multa.

Aquel hombre olía maravillosamente, decidió Kate. A madera, a loción para el afeitado y a hombre. Se tensó, deliberadamente, y sus rodillas se rozaron.

–¿Vienes mucho por aquí? –le preguntó.

–Sí, la verdad es que sí –el hombre alzó la mirada y la fijó en ella largo rato. Kate reconoció inmediatamente el brillo interesado de sus ojos–. Un hombre nunca deja de jugar.

–Sí, eso he oído. ¿Y a ti con qué te gusta jugar?

Su interlocutor abrió los ojos como platos. Un hombre como él no coincidía muy a menudo con una belleza provocativa un miércoles cualquiera por la tarde. Brody estuvo a punto de tartamudear. Pero de pronto hizo algo que no había hecho desde hacía años: hablar sin pensar.

–Depende del juego. ¿Cuál es tu juego favorito?

Kate rió al tiempo que apartaba un rizo de su mejilla.

–Oh, me gustan toda clase de juegos. Sobre todo si gano.

Comenzó a levantarse, pero él se levantó primero y le tendió la mano. Kate la aceptó y descubrió con placer que era tan fuerte como la había imaginado.

–Gracias otra vez. Me llamo Kate.

–Yo soy Brody –le ofreció el pequeño descapotable de color azul que todavía llevaba en la mano–. ¿Estás buscando un coche?

–No, hoy no. Simplemente me gusta curiosear… hasta que encuentro lo que quiero… –sonrió con coquetería.

Brody tuvo que hacer un gran esfuerzo para no silbar. Había mujeres que se acercaban a él de vez en cuando, pero ninguna como aquélla. Y él se había obligado a mantenerse al margen de las mujeres durante… durante lo que de pronto le parecía demasiado tiempo.

–Kate. ¿Por qué no…?

–Katie, no sabía que ibas a pasar por la tienda –Natasha Kimball corría en ese momento por la tienda transportando una hormigonera de juguete.

–Te he traído una sorpresa.

–Me encantan las sorpresas. Pero primero, aquí tienes, Brody, tal como te había prometido. Llegó el lunes y la aparté para ti.

–Es magnífica –de su rostro desapareció todo rastro de coqueteo para dar paso a una enorme sonrisa–. A Jack le encantará.

–Y es un juguete que le durará. ¿Has conocido a mi hija? –le preguntó Natasha, deslizando el brazo por la cintura de Kate.

Brody apartó inmediatamente los ojos del camión.

–¿Tu hija?

Así que aquélla era la bailarina, pensó. Debería habérselo imaginado.

–Acabamos de conocernos por culpa de un pequeño accidente de circulación –contestó Kate sonriente, diciéndose que seguramente había imaginado la repentina frialdad de Brody–. ¿Jack es tu sobrino?

–Jack es mi hijo.

–Oh –entonces fue ella la que retrocedió mentalmente. ¡Qué caradura! Estaba casado y había estado flirteando descaradamente con ella–. Estoy segura de que le encantará –repuso fríamente, y se volvió hacia su madre.

–Mamá…

–Katie, estaba a punto de hablarle a Brody de tus planes. He pensado que te gustaría que le echara un vistazo a tu edificio.

–¿Por qué?

–Brody es contratista. Y un carpintero maravilloso. El año pasado remodeló el estudio de tu padre. Y ha prometido cambiarme la cocina. Mi hija insiste en contar siempre con lo mejor –añadió Natasha, riendo con la mirada–. Así que, naturalmente, he pensado en ti.

–Te lo agradezco.

–No, no lo hagas. Sé que haces un trabajo de calidad y a un precio justo –le apretó cariñosamente el brazo–. Spence y yo te agradeceríamos que te acercaras a ver ese edificio.

–Sólo llevo dos días aquí, mamá, no precipitemos las cosas. Pero hace un rato me he encontrado algo que te interesará en ese edificio. Está en el mostrador, intentando encandilar a Annie.

–¿Qué…? ¿Brandon? Oh, ¿por qué no me lo has dicho? –mientras Natasha salía corriendo, Kate se volvió hacia Brody.

–Encantada de haberte conocido.

–Lo mismo digo. Llámame si quieres que le eche un vistazo a ese lugar.

–Por supuesto –dejó el cochecito que Brody le había tendido en la estantería–. Estoy convencida de que a tu hijo le encantará ese camión. ¿Es tu único hijo?

–Sí, sólo tengo a Jack.

–Supongo que os mantendrá muy ocupados a ti y a tu esposa. Y ahora, si me perdonas…

–La madre de Jack murió hace cuatro años. Pero sí, Jack me mantiene muy ocupado. Vigila esos cruces, Kate –le sugirió y se alejó con el camión bajo el brazo.

–Genial, Katie –siseó Kate para sí–. Realmente genial.

Ya sólo faltaba que saliera a buscar alguna muñeca a la que pudiera patear, para terminar de rematar la tarde.

Para Brody, una de las mejores cosas de trabajar en un negocio propio era la posibilidad de ordenar sus prioridades. Aunque había que asumir también muchas preocupaciones, había un elemento que le hacía olvidar todos los inconvenientes. Durante los últimos seis años, Brody había tenido una prioridad.

Y su nombre era Jack.

Después de esconder la hormigonera bajo una lona en la parte trasera de la camioneta, acercarse a una de sus obras para ver cómo progresaba, llamar a uno de sus proveedores y acercarse a visitar a un cliente potencial, se dirigió hacia casa.

Los lunes, los miércoles y los viernes, llegaba a casa antes de que lo hiciera el autobús escolar. Los martes y los jueves, Jack iba a casa de los Skully, donde pasaba una hora o dos con su mejor amigo, Rod, bajo la atenta mirada de Beth Skully.

Era mucho lo que Brody les debía a Beth y a Jerry, y lo más importante era el que le proporcionaran a Jack un lugar en el que sentirse seguro y feliz cuando él no podía estar en casa. En los diez meses que llevaban en Shepherdstown, había podido darse cuenta de todos los beneficios que una pequeña población podía proporcionarle a un niño.

Con treinta años, le costaba entender al joven que diez años atrás había salido huyendo de aquel lugar.

Pero seguramente había sido lo mejor, decidió mientras doblaba la curva que conducía hacia su casa. Si no hubiera abandonado la ciudad, si no hubiera estado tan decidido a labrarse un nombre en otra parte, no habría vivido ni aprendido tanto. No habría conocido a Connie.

Y no habría tenido a Jack.

El círculo estaba prácticamente cerrado. Y aunque todavía no hubiera superado del todo la brecha que se había abierto entonces entre sus padres y él, estaba haciendo algunos progresos. O, mejor dicho, los estaba haciendo Jack. Su padre no era capaz de resistirse a su nieto.

Había hecho bien en volver a casa. Brody miró los árboles que crecían a ambos lados de la carretera. Los copos de nieve empezaban a caer y las montañas se elevaban a lo lejos.

Era un buen lugar para que creciera un niño, para empezar juntos de nuevo. Además, allí Jack tenía una familia que podía aceptarlo por lo que era, en vez de verlo como un recuerdo de lo que se había perdido.

Giró hacia la acera y apagó el motor de la camioneta, al lado del camino de acceso a su casa. El autobús llegaría en cuestión de minutos, Jack bajaría corriendo y se montaría en la camioneta, llenando la cabina de los acontecimientos más importantes del día.

Era una pena, reflexionó Brody, que él no pudiera comentar los acontecimientos del día con un niño de seis años.

Pero era imposible que le contara a su hijo que su corazón había vuelto a latir por una mujer. Y de forma espectacular. Y tampoco podía explicarle que por un instante, tan sólo por un instante, había considerado la posibilidad de actuar en consecuencia con aquel loco latido.

Había pasado tanto tiempo… Y además, ¿qué daño le podría haber hecho? Se trataba de una mujer atractiva que, obviamente, no tenía ningún problema para dar el primer paso. Un poco de cortejo, un par de citas civilizadas… y una no tan civilizada noche de sexo. Ambos satisfarían un deseo y nadie saldría herido.

Brody maldijo en silencio y se frotó el cuello, intentando aliviar la tensión allí acumulada.

En esas situaciones, siempre salía alguien herido.

Aun así, habría merecido la pena correr el riesgo… Si ella no hubiera sido la hija mimada y perfecta de Natasha y Spencer Kimball.

Brody ya había recorrido aquel camino y no tenía intención de navegar entre aquellos escollos por segunda vez.

Sabía muchas cosas sobre Kate Kimball. Primera bailarina, admirada y querida en el mundo del arte. Y, por encima de todo, estaba el hecho de que habría preferido que le arrancaran los dientes de una sola vez a tener que asistir a una función de ballet. Ya había tenido suficiente relación con ese mundo durante su breve matrimonio.

Connie había sido una entre un millón. Una mujer natural en un mar de faustos y pretensiones. E incluso así, había sido un camino difícil. Brody nunca sabría si habrían conseguido terminar juntos aquel camino, pero le gustaba pensar que sí.

Pero por mucho que la hubiera amado, su matrimonio con Connie le había enseñado que la vida era mucho más fácil si se relacionaba con sus iguales. Y más fácil todavía si se evitaba cualquier compromiso serio con una mujer.

Había sido una suerte que lo interrumpieran antes de que hubiera seguido su impulso y hubiera invitado a salir a Kate Kimball. Y que se hubiera enterado de quién era antes de que hubieran acordado una cita.

Y también que hubiera tenido tiempo de recordar sus prioridades. La paternidad le había hecho olvidarse del arrogante, despreocupado y a menudo imprudente joven que en otro tiempo había sido. Y lo había convertido en un hombre.

Oyó el motor de un autobús y se enderezó en el asiento con una sonrisa. No había otro lugar en el mundo en el que Brody O’Connell hubiera querido estar en aquel momento.

El autobús amarillo se detuvo. El conductor lo saludó alegremente con la mano y Brody le devolvió el saludo mientras fijaba la mirada en las puertas, ya abiertas, del autobús.

Jack era un chico bajito, pero de pies grandes. Tardaría algunos años en adecuar su altura al tamaño de sus pies. Lo vio bajar del autobús e intentar atrapar un copo de nieve con la lengua. Tenía el rostro alegre y redondo y los ojos verdes de su padre.

Al mirar a su hijo, Brody sintió que de su corazón fluía un inmenso amor.

Entonces se abrió la puerta de la camioneta y el pequeño trepó hasta el asiento.

–¡Eh, papá! Está nevando. A lo mejor nieva tanto que no podemos ir al colegio y podemos hacer un montón de muñecos de nieve y montar en trineo –anunció entusiasmado–. ¿Podremos?

–En cuanto la nieve alcance los dos metros de altura, comenzaremos a hacer muñecos de nieve.

–¿Me lo prometes?

Las promesas siempre eran un asunto importante. Y Brody lo sabía por experiencia.

–Absolutamente prometido.

–¡Bien! ¿Sabes qué?

Brody puso el motor en marcha y desvió la camioneta hacia la casa.

–¿Qué?

–Sólo faltan quince días para Navidad y la señorita Hawkins dice que mañana quedarán catorce y ya sólo faltarán dos semanas.

–Supongo que eso significa que quince menos uno son catorce.

–¿Qué? –Jack abrió los ojos como platos–. Bueno, entonces, si sólo quedan dos semanas y la abuela siempre dice que el tiempo vuela, es como si ya estuviéramos en Navidad.

–Así es, prácticamente –Brody detuvo la camioneta enfrente del que era su hogar, una vieja casa de tres pisos. Con el tiempo, conseguiría rehabilitarla por completo.

–Entonces, si ya estamos prácticamente en Navidad, ¿puedes darme mi regalo?

–Mmm –Brody apretó los labios y frunció el ceño, fingiendo estar considerando la propuesta–. ¿Sabes una cosa, Jack? Ha sido un buen intento. Realmente bueno. No.

–Vaya.

–Vaya –repitió Brody en el mismo tono de pesar. Soltó una carcajada y le tendió los brazos a su hijo–. Pero si me das un abrazo, prepararé una de las Asombrosas Pizzas Mágicas O’Connell para cenar.

–De acuerdo, papá –Jack lo abrazó con toda la fuerza de la que era capaz.

Y Brody supo que estaba en casa.

Capítulo 2

–¿Estás nerviosa? –Spencer Kimball observó a su hija servirse una taza de café.

Kate tenía un aspecto impecable, pensó. Llevaba el pelo sujeto en una cola de caballo que caía suavemente por su espalda. La chaqueta y los pantalones grises realzaban aquel estilo con el que parecía haber nacido. Y su rostro, que se parecía de manera increíble al de su madre, estaba sereno.

Sí, estaba impecable. Y adorable. Y muy mayor. ¿Por qué le resultaría tan duro ver cómo crecían sus hijos?

–¿Por qué iba a estar nerviosa? ¿Quieres más café?

–Sí, gracias. Hoy es el gran día –añadió su padre cuando Kate le rellenó la taza–. El día D. Dentro de un par de horas, serás propietaria, con todas las alegrías y frustraciones que eso entraña.

–Estoy deseándolo –mordisqueó la tostada que se había preparado para desayunar–. Lo he pensado todo con mucho cuidado.

–Siempre lo haces.

–Mmm. Sé que estoy arriesgándome al utilizar una parte tan grande de mis ahorros. Pero soy financieramente solvente y sé que puedo asumir los gastos de este proyecto durante los próximos cinco años.

Spence asintió y la miró atentamente.

–Tienes el sentido de los negocios de tu madre.

–Me gusta pensarlo. Y también me gusta pensar que tendré tu capacidad para la enseñanza. Al fin y al cabo, soy una artista que desciende de otros dos artistas. Y las pocas clases que impartí en Nueva York me dejaron con ganas de seguir enseñando –tomó la leche y añadió una nueva dosis al café–. Y voy a montar el negocio en un lugar en el que tengo muchos contactos.

–Eso es absolutamente cierto.

–El apellido Kimball es muy respetado en la ciudad y también mi nombre en el mundo de la danza. He estudiado danza durante veinte años, he sudado y he sufrido durante miles de horas de preparación, así que supongo que he aprendido algo más que cómo ejecutar un tour jeté.

–Eso está fuera de dudas.

Kate suspiró. Era imposible engañar a su padre. Él siempre sabía lo que le pasaba.

–De acuerdo. Tú sabes lo que es tener mariposas en el estómago, ¿verdad?

–Sí.

–Pues lo mío no son mariposas. Son ranas. Ranas que no dejan de saltar. Ni siquiera estaba tan nerviosa el día de mi primer solo profesional.

–Porque nunca has dudado de tu talento. Ahora estás en un terreno nuevo, cariño –le tendió la mano–. Tienes derecho a sentir esas ranas. De hecho, creo que me preocuparía si no estuvieras nerviosa.