Nuevos tiempos - Nora Roberts - E-Book

Nuevos tiempos E-Book

Nora Roberts

0,0
5,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Jacob Hornblower siguió a su hermano Caleb al pasado con la esperanza de devolverlo a su hogar y a su tiempo. Pero, cuando conoció a Sunny, se dio cuenta de que, incluso para él, que se creía inmune al amor, corrían nuevos tiempos... y quizá por eso tomar una decisión sería todavía más doloroso.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 298

Veröffentlichungsjahr: 2017

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1990 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Nuevos tiempos, n.º 62 - octubre 2017

Título original: Times Change

Publicada originalmente por Silhouette© Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2002

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises

Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-417-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

 

 

Para Isabel, que siempre ha estado por delante de su tiempo

 

1

 

Conocía los riesgos. Y él era un hombre deseoso de correrlos. Un paso en falso y todo habría terminado casi antes de empezar. Siempre había pensado que la vida era como un juego. A menudo, quizá demasiado a menudo, se había dejado arrastrar por sus impulsos y había acabado enredándose en situaciones potencialmente peligrosas. Pero, en aquel caso en particular, había calculado minuciosamente todas las probabilidades.

Se había pasado dos años de su vida calculando, probando, construyendo. Hasta el mínimo detalle había sido registrado, informatizado y analizado. Era un hombre muy paciente… al menos en lo que se refería a su trabajo. Sabía lo que podría suceder. Y había llegado la hora de demostrarlo.

Más de un amigo suyo sospechaba que había traspasado la barrera que separaba el genio de la locura. Incluso aquellos que más entusiastas se mostraban con sus teorías habían empezado a preocuparse. No era la opinión pública lo que le importaba, sino el resultado. Y el resultado de aquella experiencia, la más grande de su vida, sería personal. Muy personal.

Instalado frente al gran panel de control, se asemejaba más a un bucanero en la proa de su barco que a un científico en la cumbre de su descubrimiento. Pero la ciencia era su vida, y era la ciencia lo que lo había convertido en un explorador de la estirpe de los míticos Colón y Magallanes.

Creía en el azar, en el más puro sentido de la palabra. En la imprevisible posibilidad de la existencia. Y estaba dispuesto a demostrarlo. Además de sus cálculos, de sus conocimientos y de la tecnología, necesitaba un elemento más. El factor que todo explorador necesitaba para tener éxito. Suerte.

Sí. En aquellos precisos momentos, se hallaba al fin solo en la inmensidad del espacio sideral, fuera de las rutas interestelares más transitadas. Saboreando aquella especial intimidad entre el ser humano y sus sueños imposibles de disfrutar en un laboratorio. Por primera vez desde que había comenzado su viaje, sonrió. Demasiado tiempo había pasado encerrado en los laboratorios.

La soledad era relajante, incluso tentadora. Casi se había olvidado de lo que significaba estar verdaderamente solo, acompañado únicamente por sus propios pensamientos. Sí. Allí, en las últimas fronteras del universo civilizado, con su propio planeta convertido en una pequeña bola brillando en la lejanía, disponía de tiempo. Y el tiempo era la clave.

Registró sus coordenadas: velocidad, trayectoria, distancia. Todas meticulosamente calculadas. Sus largos y finos dedos se movían fluidamente por teclas y sensores. El panel de control se iluminó de verde, proyectando un aura casi mística sobre su rostro de acusados rasgos.

Fue la concentración más que el temor lo que le hizo fruncir el ceño y apretar los labios mientras se dirigía hacia el sol. Sabía perfectamente lo que le sucedería si había errado en sus cálculos por el más estrecho margen. La fuerza gravitatoria de la brillante estrella se lo tragaría. La nave y su ocupante se desintegrarían en un santiamén.

El último fallo, pensó mientras contemplaba la luminosa estrella que ocupaba todo el campo de visión de la cabina. O el último éxito. Era una visión maravillosa, con aquella luz que bañaba por completo la nave y le hacía entornar los párpados. Incluso a aquella distancia, el sol conservaba toda su capacidad de dar vida o muerte.

Bajó la pantalla protectora contra la luz solar. Activó los mandos para aumentar la velocidad al máximo. Según el indicador de calor, la temperatura exterior se había incrementado dramáticamente. Esperó, sabiendo que detrás de la pantalla protectora la intensidad de la luz era tal que le habría quemado las córneas. Un hombre viajando hacia el sol se exponía a quedar ciego y a perecer irremisiblemente… sin haber alcanzado nunca su destino.

Siguió esperando cuando sonó la primera llamada de alerta, y también cuando la nave dio una sacudida bajo las fuerzas de la gravedad y de su propio impulso. La tranquila voz del ordenador le indicó los datos de velocidad, posición y, lo más importante, tiempo.

Aunque podía escuchar el latido de su corazón resonando en los oídos, no le tembló la mano mientras aumentaba la velocidad de los motores.

Viajaba disparado hacia el sol, más rápido de lo que ningún hombre lo había hecho jamás. Apretando la mandíbula, aceleró un punto más. La nave se estremeció, se balanceó y, por último, comenzó a girar una, dos, tres veces, sin que pudiera enderezarla. Se aferró con todas sus fuerzas a los mandos mientras la inercia lo aplastaba contra el sillón. Y la cabina explotó en medio de una mar de luces y sonidos.

Por un instante se le nubló la visión, y temió que, en lugar de abrasarse con el calor del sol, la nave reventaría por la fuerza gravitatoria de la estrella. Pero no. Su nave seguía volando libre, como la flecha disparada por un arquero. Se había salvado. Jadeando sin aliento, volvió a revisar los controles y prosiguió aquel viaje hacia su destino.

 

 

Fue el espacio, la vasta amplitud, lo que más impresionó a Jacob. En cualquier dirección hacia la que mirara, solo veía rocas, y árboles, y cielo. Todo estaba tranquilo. No silencioso, sino tranquilo, con aquel rumor de pequeños animales moviéndose en la espesura y los gritos de las aves en lo alto, volando en círculos. Unas huellas en la nieve alrededor de la nave indicaban que animales bastante más grandes habían estado rondando el territorio. Y, lo que era más importante: la propia nieve le decía que sus cálculos habían errado en, por lo menos, varios meses.

Por el momento, sin embargo, tendría que conformarse con haber llegado aproximadamente a donde había querido llegar. Y con seguir vivo.

Tan meticuloso como siempre, volvió a la nave para registrar hechos e impresiones. Había visto imágenes y vídeos de aquel tiempo y de aquel lugar. Durante el último año había estudiado cada retazo de información que había podido encontrar del final del siglo XX. Maneras de vestir, de hablar, ambiente sociopolítico. Como científico, se había sentido fascinado. Y, como hombre, a medias divertido y a medias seducido. Y asombrado de que su hermano hubiera escogido vivir allí, en aquella época tan primitiva. Por culpa de una mujer.

Jacob sacó una fotografía de un compartimento. Un buen ejemplo de tecnología del siglo XX, reflexionó mientras examinaba aquella instantánea de cámara Polaroid. Se fijó primeramente en su hermano. Sí, la impenitente sonrisa de Caleb siempre en su lugar. Parecía sentirse muy cómodo, sentado en los escalones de una pequeña estructura de madera, vestido con unos viejos vaqueros y un suéter. Rodeaba con un brazo los hombros de una mujer. Una mujer que se llamaba Libby. Indudablemente era atractiva. Tal vez no tan espectacular como las que respondían al tipo usual de Cal, pero, desde luego, de apariencia completamente inofensiva.

Entonces, ¿qué era lo que tenía esa mujer para haber persuadido a su hermano de que renunciara a su hogar, a su familia y a su libertad?

Jacob volvió a guardar la fotografía. Vería a Libby en persona. Y juzgaría por sí mismo, sin dejarse engañar por las apariencias. Por último, haría entrar en razón a su hermano y se lo llevaría de vuelta a casa. Pero antes tenía que tomar algunas precauciones.

Abandonó la cubierta de vuelo para entrar en su dormitorio, donde se despojó de su traje. Los vaqueros y el suéter, que le habían costado una verdadera fortuna, seguían colgados de la percha. Mientras se ponía los pantalones, pensó que eran unas reproducciones excelentes, una obra maestra. Y, además, extremadamente cómodos: eso era innegable.

Una vez que terminó de vestirse, se miró en el espejo. Si iba a tener que mezclarse con gente durante su estancia allí, que esperaba fuera breve… quería pasar completamente desapercibido y no despertar la menor sospecha. No tenía ni tiempo ni ganas de tener que explicar su presencia en esa época a una gente que, eso era seguro, tendría las entendederas muy cortas. Así como tampoco deseaba convertirse en pasto de la publicidad, que, según había estudiado, a esas alturas del siglo XX se había convertido en una verdadera plaga.

Aunque detestaba admitirlo, el suéter gris y los vaqueros azules le sentaban perfectamente. Llevaba el cabello algo largo, casi hasta los hombros. Y algo descuidado, ya que prestaba mucha más atención a su trabajo que a las modas de turno. En cualquier caso, proporcionaba un excelente marco a su rostro anguloso, de rasgos duros. Tenía los ojos de un color verde oscuro, y su boca, de labios habitualmente apretados, poseía un inesperado y seductor encanto cuando se relajaba lo suficiente para sonreír.

En aquel instante, sin embargo, no estaba sonriendo. Se colgó su bolsa del hombro y abandonó la nave. Orientándose por el sol y no por la hora que marcaba su reloj, decidió que sería poco más de mediodía. El cielo estaba absolutamente despejado de nubes. Era increíble permanecer bajo aquella gigantesca cúpula azul, apenas surcada por la fina hebra de humo de lo que debía de ser un antiguo transporte aéreo. Los llamaban aviones, recordó viendo cómo desaparecía el diminuto trazo blanco.

Qué paciencia debía de tener aquella gente, reflexionó, para sentarse en compañía de otros cientos de pasajeros, hombro con hombro, y tener que esperar horas para hacer un trayecto tan corto como el de Nueva York a París.

Comenzó a caminar. Era una suerte que luciera el sol. Sus preparativos no habían incluido un abrigo, o una ropa interior térmica. Pasaría bastante frío antes de que la caminata le calentara los músculos. Jacob era un científico vocacional, y podía dedicar horas, y días enteros, a cálculos y experimentos. Pero nunca se había descuidado físicamente, y su cuerpo estaba tan bien entrenado y disciplinado como su cerebro.

Utilizó su unidad de pulsera para orientarse. Al menos el informe de Cal había sido bastante específico a la hora de describir el lugar en que se accidentó su nave, así como la localización de la cabaña de Libby, en la que terminó alojándose.

Unos trescientos años después, Jacob había visitado ese lugar y excavado la cápsula del tiempo que su hermano y aquella mujer habían enterrado. Jacob había dejado su hogar en el año dos mil doscientos veinticinco. Había viajado por el tiempo y por el espacio para encontrar a su hermano. Y llevarlo de vuelta a casa.

Mientras caminaba no vio señal de ser humano alguno. Solo había un inmenso espacio desierto, hectáreas y hectáreas, un terreno completamente virgen, intacto. El sol proyectaba sombras azuladas sobre la nieve, y los árboles se elevaban sobre su cabeza como silenciosos gigantes.

A pesar de la lógica de lo que había hecho, de los meses de cálculos precisos, de sus esfuerzos por pasar de la teoría a la práctica, estaba empezando a sentir una extraña mezcla de miedo y júbilo. La magnitud de lo que acababa de hacer, del salto en el tiempo que había dado, se impuso a su conciencia. Allí estaba, con los pies en la tierra, bajo aquel cielo inmenso en un planeta que le resultaba más extraño que la luna. Se estaba llenando los pulmones de aire, que volvía a exhalar en blancas vaharadas. Podía sentir la mordedura del frío en el rostro y en sus manos sin guantes. Sí, era como si estuviese naciendo de nuevo.

¿Habría sentido lo mismo su hermano? No. Era seguro que, al principio, no habría sentido júbilo alguno. Cal se habría sentido perdido, herido, confundido. Él no había elegido viajar hasta allí, sino que había sido una víctima del destino y de las circunstancias. Luego, vulnerable y solo, se había dejado hechizar por una mujer. Ensombrecida su expresión por aquellas reflexiones, Jacob continuó caminando.

Deteniéndose ante el arroyo, se puso a recordar. Hacía poco más de dos años, siglos en el futuro, había estado en aquel lugar. Había sido a mediados del verano, y aunque el arroyo había cambiado su curso con el tiempo, el paraje era el mismo. Entonces había pisado hierba verde en vez de nieve. Pero la hierba volvería a crecer, año tras año, verano tras verano. Y el arroyo volvería a circular rápido, en vez de verse obligado a sortear rocas y placas de hielo, como en aquellos momentos.

Sintiéndose algo aturdido, se agachó y recogió un puñado de nieve. Entonces también había estado solo, aunque por encima de su cabeza el cielo había zumbado con el rumor del constante tráfico aéreo. Además, un conjunto de hoteles de montaña se alzaba a unos pocos kilómetros hacia el este. Recordaba que, cuando desenterró la caja que su hermano había ocultado, se sentó en el suelo y se puso a meditar.

Como lo estaba haciendo en aquel momento, pero de pie. Si se ponía a excavar allí mismo, podría desenterrar la misma caja. La caja que había dejado en casa de sus padres tan solo unos días antes. La caja existía allí, bajo sus pies, tal y como había existido en el tiempo del que procedía. Tal y como él existía ahora.

Si la desenterraba ahora y se la llevaba a la nave, ya no seguiría allí para que la encontrase aquella mañana de verano del siglo XXIII. Pero si eso era cierto, ¿cómo podía estar allí, en aquel tiempo y lugar, para desenterrarla? Un acertijo interesante, reflexionó. Pensaría sobre ello mientras caminaba.

Vio la cabaña y se quedó fascinado. Por muchas imágenes, películas u hologramas que hubiera visto, aquella cabaña era real. Había placas de nieve derritiéndose lentamente en el tejado. La madera era oscura, no demasiado envejecida por el paso del tiempo. La luz del sol se reflejaba en los cristales de las ventanas. El humo… sí, podía verlo y olerlo, se elevaba desde la chimenea de piedra, perdiéndose en el cielo azul.

«Asombroso», pensó, y por primera vez en muchas horas sus labios formaron una sonrisa. Se sentía como un niño que acabara de descubrir un regalo único en el mundo debajo de su árbol de Navidad. Un regalo que era suyo, por el momento, para explorarlo, para analizarlo, para desarmarlo y desentrañar su funcionamiento.

Subió los escalones de la entrada, cubiertos de nieve. Al oír el crujido de la madera bajo su peso, su sonrisa se amplió. No se molestó en llamar. Los modales se perdían fácilmente con la euforia del descubrimiento. Abrió la puerta y entró en la cabaña.

–Increíble. Absolutamente increíble –susurró.

Estaba completamente rodeado de madera. De auténtica madera. Y piedra, una piedra sacada de la tierra y tallada para construir la chimenea. Un fuego ardía en ella, crepitando y chisporroteando detrás de una pantalla de rejilla. Olía maravillosamente bien. Estaba en una pequeña habitación, abarrotada de cosas, a cual más extraña y pintoresca.

Habría podido pasar horas solo en aquella habitación, escrutando hasta el último centímetro cuadrado. Pero deseaba ver el resto. Registrando ese pensamiento en su micrograbadora, empezó a subir las escaleras.

 

 

Sunny dio un puñetazo contra el volante de su todoterreno y pronunció una maldición. ¿Cómo podía haberse creído que deseaba realmente pasar un par de meses en la cabaña? ¡Paz y tranquilidad! ¿Quién necesitaba eso? Cambió de marcha mientras el vehículo ascendía penosamente por la colina. La idea de que unas cuantas semanas en soledad le darían la oportunidad de reflexionar sobre su vida y decidir lo que quería hacer era sencillamente… ridículo.

Ya sabía lo que quería hacer con su vida. Algo grande, algo espectacular. Disgustada, se sopló el rubio flequillo de los ojos. El único problema era que no sabía exactamente cuándo iba a hacer ese algo grande y espectacular. Pero eso no importaba tanto. Ya lo descubriría cuando tuviera que hacerlo.

Solo que siempre descubría lo que no tenía que hacer cuando lo hacía. Ya sabía que no se trataba de pilotar aviones de carga… o saltar en paracaídas de ellos. Tampoco se trataba del ballet, ni de hacer giras con una banda de rock. Ni conducir un camión, ni escribir en haiku.

Mientras aparcaba el todoterreno frente a la cabaña, se recordó que no todo el mundo, a los veintitrés años, podía ser tan concreto y específico como ella acerca de lo que, por experiencia, sabía ya que no deseaba hacer. Sirviéndose del método de la eliminación, y siguiendo ese ritmo de descubrimientos, al cabo de otros diez o veinte años debería estar bien encaminada hacia la fama y el éxito…

Tamborileó con los dedos en el volante durante unos segundos mientras contemplaba la cabaña. Tenía una estructura maciza y achaparrada, y era al menos lo suficientemente acogedora para no resultar fea. Una vieja mecedora se balanceaba en el porche de entrada. Seguía allí año tras año, en verano y en invierno, desde hacía más tiempo del que podía recordar. Había, eso no podía negarlo, algo cómodo y reconfortante en aquella continuidad. Pero junto a aquella comodidad surgía siempre una inquietud por lo nuevo, por lo todavía no visto ni tocado.

Con un suspiro, se recostó en el asiento del todoterreno, ignorando el frío. ¿Qué era lo que quería que no hubiera allí, en aquel lugar? ¿O en cualquier otro lugar en el que había estado? Aun así, siempre que disponía de tiempo para hacerse esa pregunta, cuando llegaba la hora de reflexionar, siempre regresaba allí, a la cabaña.

Había nacido en ella. Había pasado los primeros años de su vida en ella y en los bosques que la rodeaban. Quizá por eso volvía siempre allí cuando le parecía que su vida carecía de sentido. Para recobrar aunque solo fuera un poco de aquella sencillez, de aquella simplicidad.

Lo cierto era que la amaba. Tal vez no con la pasión de su hermana, ni con el arraigado sentimiento de sus padres, pero sí con un fondo de ternura. Sentía por ella el mismo tipo de cariño que habría sentido una niña por una vieja y excéntrica tía.

Pero no podía imaginarse viviendo de nuevo allí, como Libby y su marido habían hecho. Día tras día, noche tras noche, sin ver a nadie. Quizá sus raíces estuvieran en el bosque, pero su corazón pertenecía a la ciudad, con sus luces y sus múltiples posibilidades.

«Solo serán unas cortas vacaciones», se prometió mientras se quitaba el gorrito de lana y se pasaba los dedos por su corto cabello. Tenía derecho a disfrutarlas. Después de todo, había ingresado en la universidad a la temprana edad de dieciséis años. «Eres demasiado inteligente para tu propio bien», le había dicho su padre más de una vez. Después de graduarse, poco antes de cumplir los veinte años, había empezado mil y un proyectos, y con ninguno de ellos se había sentido satisfecha.

Procuraba ser buena en todo aquello que se proponía hacer. Quizá por eso había recibido clases de todo tipo de actividades, desde bailar claqué hasta pintar con ceras. Pero ser bueno en algo no significaba que ese algo fuera bueno para uno. Así que siempre cambiaba de actividad, permanentemente inquieta, sintiéndose continuamente culpable por dejar las cosas a medio hacer.

Había llegado la hora de detenerse y reflexionar. Por eso había ido allí, para pensar, para reflexionar, para decidir. Eso era todo. No se estaba escondiendo, ni huyendo… solo porque hubiera perdido su último trabajo. No, sus dos últimos trabajos, se corrigió, malhumorada.

En cualquier caso, disponía de suficiente dinero para aguantar el resto del invierno… sobre todo teniendo en cuenta que no tenía ningún lugar donde gastarlo. Si seguía sus inclinaciones y tomaba el siguiente avión para Portland o Seattle, o a cualquier otro sitio donde estuvieran pasando cosas, se arruinaría en menos de una semana. Y lo último que deseaba hacer era arrastrarse frente a sus indulgentes y exasperados padres.

–Dijiste que ibas a quedarte –musitó mientras abría la puerta del todoterreno–. Y te quedarás hasta que descubras el verdadero destino de Sunny Stone.

Recogió las dos bolsas de provisiones que había comprado en la ciudad y se abrió paso entre la nieve. Al menos, pensó, un par de meses en la cabaña le enseñarían a ser autosuficiente. Si antes no se moría de puro aburrimiento, claro.

Una vez dentro lo primero que hizo fue acercarse al fuego, satisfecha de que siguiera ardiendo bien. Aquellos pocos años que pasó en las girl scouts habían servido para algo. Dejó las bolsas sobre el mostrador de la cocina. Sabía que Libby no habría perdido ni un segundo en colocarlo todo en su lugar. Pero para Sunny guardar algo que tarde o temprano tendría que volver a sacar no era más que una absurda pérdida de tiempo.

Con la misma actitud descuidada, dejó su abrigo en el respaldo de una silla y se quitó las botas, que fueron a parar a un rincón. Luego sacó una chocolatina de una de las bolsas y comenzó a mordisquearla mientras volvía al salón. Lo que necesitaba era una larga tarde dedicada al estudio y la reflexión. Últimamente había estado acariciando la idea de volver a la universidad para licenciarse en Derecho. Le resultaba atractiva la idea de vivir de su habilidad para la discusión y la polémica. Junto con su ropa, su cámara de fotos, su cuaderno de notas, su grabadora y sus zapatos de baile, había llenado las dos cajas que llevaba con libros orientativos sobre las más diversas profesiones.

Durante su primera semana en la cabaña, había reflexionado en profundidad sobre la profesión de guionista de cine y había terminado descartándola por inestable. La medicina le asustaba, y abrir una tienda de ropa antigua era algo que estaba demasiado de moda.

Pero el Derecho tenía sus posibilidades. Podía imaginarse como una fría e implacable fiscal, o como una dedicada y diligente abogada de oficio. Merecería la pena probar, se dijo mientras subía las escaleras. Y cuanto antes localizara su objetivo, antes podría volver a hacer algo más excitante que sentarse a ver caer la nieve en aquella cabaña.

De repente, la chocolatina quedó a medio camino de sus labios cuando entró en la habitación… y lo vio. Estaba de pie al lado de la cama, su cama, obviamente ensimismado en la lectura de una revista de modas que ella había dejado en el suelo la noche anterior. Deslizaba los dedos por el papel satinado de sus páginas casi con reverencia, como si se tratara del más exótico tejido.

Estaba de espaldas a ella. Era alto y moreno. Llevaba el pelo lo suficientemente largo como para que las puntas le taparan el cuello del suéter. Sin atreverse apenas a respirar, continuó observándolo. Si era un excursionista, iba demasiado bien vestido. Los pantalones no estaban demasiado gastados. Y lo mismo sucedía con sus botas. No, dudaba que fuera un montañero. Y ni el montañero más temerario se habría atrevido a aventurarse a pie por las montañas en pleno invierno.

Parecía fuerte y musculoso. Si era un ladrón debía de ser muy estúpido para perder el tiempo de esa manera: hojeando una revista de modas cuando debería estar buscando cualquier cosa de valor en la cabaña.

Sunny desvió la mirada hacia la cómoda, donde guardaba la caja de las joyas. No tenía una gran colección, pero cada pieza había sido seleccionada con exquisito cuidado, sin reparar en el precio. Y eran suyas, al igual que aquella cabaña, al igual que aquella habitación que había invadido ese extraño.

Furiosa, soltó la chocolatina y se procuró el arma más cercana que encontró a mano: una botella vacía de gaseosa. Blandiéndola, dio un paso hacia delante.

Jacob oyó el movimiento. Por el rabillo del ojo, vio una mancha borrosa de color rojo. Un presentimiento lo hizo volverse, justo en el momento en que la botella pasó casi rozándole la cabeza para estrellarse contra la mesilla. El cristal sonó como un disparo al romperse.

–¿Qué…?

Antes de que pudiera pronunciar otra palabra, perdió pie y cayó de espaldas. Desde el suelo pudo ver a una mujer alta y esbelta, de pelo corto y rubio, y ojos de un color gris casi transparente. Con las piernas flexionadas y los brazos en alto, movía lentamente las manos como si estuviera practicando una especie de arcaico arte marcial.

–Ni se te ocurra –le advirtió ella–. No quiero verme obligada a hacerte daño, así que incorpórate lentamente. Luego baja las escaleras y lárgate. Dispones de treinta segundos para hacerlo.

Sin dejar de mirarla a los ojos, Jacob se incorporó sobre un codo. Cuando tenía que vérselas con un miembro de una cultura tan primitiva, toda precaución era poca.

–¿Perdón?

–Ya me has oído, amigo. Soy cinturón negro, cuarto dan. Dame la oportunidad y te aplastaré el cráneo como si fuera una nuez.

Sin una palabra, Jacob se incorporó de un salto colocándose en una posición de lucha semejante a la de ella. Leyó la sorpresa en sus ojos. No era miedo, sino sorpresa. Consiguió parar el primer golpe que le lanzó, aunque sintió la fuerza de su impacto desde el brazo hasta el hombro. A continuación logró esquivar una patada bien dirigida a la barbilla.

Era rápida, advirtió. Rápida y ágil. Se dedicó a esquivar sus ataques, manteniéndose a la defensiva mientras la observaba. Ella no parecía sentir el mínimo temor, concluyó con una sensación de pura admiración. Sí; parecía una guerrera nata. Y si él tenía alguna debilidad inconfesable, era el placer que le producía un buen combate.

No luchó con ella. Si lo hubiera hecho, estaba seguro de que habría acabado en el suelo con un pie en la garganta. La patada que le lanzó contra las costillas, sorprendiéndolo con la guardia baja, constituía una buena prueba de ello. Pero Jacob era consciente de que la superaba en peso y estatura, y decidió aprovechar aquellas ventajas. Amagó, le paró un golpe y contraatacó con una llave que la proyectó directamente contra la cama. Antes de que pudiera recuperarse, se lanzó sobre ella y le inmovilizó las muñecas por encima de la cabeza.

Vio que jadeaba por el esfuerzo, aunque todavía no se había rendido. Echando chispas por los ojos, concentró toda su fuerza en un último golpe. Y, afortunadamente, Jacob se giró a tiempo para evitar recibir un rodillazo en los testículos.

–Algunas cosas no cambian nunca –musitó mientras la observaba, esperando a que se tranquilizara un poco.

Era impresionantemente bella. Tenía la piel ruborizada, con un delicioso tono rosado que realzaba el rubio claro de su pelo. El peinado, corto y austero, destacaba asimismo la hermosa y elegante estructura de su rostro. Tenía los pómulos salientes. Y unos ojos grandes, grises, rasgados, que brillaban de frustración pero no de derrota. Tenía la nariz pequeña y recta, y una boca de labios llenos, con el inferior ligeramente avanzado. Olía a bosque y a fronda.

–Eres muy buena –le comentó Jacob.

–Gracias –no forcejeó. Sabía cuándo luchar y cuándo ahorrar fuerzas. Aquel hombre la había vencido, pero no estaba dispuesta a rendirse–. Te agradecería que dejaras de aplastarme con tu peso.

–Ahora mismo. ¿Tienes por costumbre saludar a la gente lanzándole un botellazo y tirándola al suelo?

–¿Y tú tienes por costumbre meterte en las casas de la gente y husmear en sus dormitorios? –le preguntó Sunny, arqueando una ceja.

–La puerta estaba abierta –señaló, pero al momento frunció el ceño. Estaba seguro de encontrarse en el lugar que había estado buscando, pero aquella mujer no era Libby–. ¿Esta es tu casa?

–Así es. Propiedad privada, se le llama. Mira, ya he llamado a la policía –mintió, ya que el teléfono más cercano estaba a decenas de kilómetros de allí–. Si yo fuera tú, me largaría inmediatamente.

–Si yo quisiera evitar a la policía, sería inútil que intentara largarme –ladeó la cabeza, mirándola pensativo–. Además, no la has llamado.

–Quizá lo haya hecho y quizá no. ¿Qué es lo que quieres? En esta cabaña no hay nada que merezca la pena robar.

–Yo no he venido a robar.

Sunny experimentó una rápida punzada de pánico, que enseguida fue ahogada por otra de furia.

–No te lo pondré fácil.

–De acuerdo –Jacob no se molestó en preguntarle por lo que había querido decir–. ¿Quién eres tú?

–Creo que soy yo la que debe hacerte esa pregunta –replicó–. Aunque tampoco puede decirse que esté muy interesada –el corazón se le había empezado a acelerar, y confiaba en que él no pudiera notarlo. Estaban tumbados uno sobre el otro en una cama sin hacer, en una postura tan íntima como la de dos amantes. Sus ojos, de un color verde profundo, clavados con tanta fijeza en los suyos, la estaban dejando sin aliento.

En aquel instante Jacob sí que descubrió el pánico en su mirada, apenas un leve destello, y aflojó la presión sobre sus muñecas. El pulso le latía muy rápidamente, causándole a él una reacción semejante. Sí, podía sentir el acelerado latido de su propio corazón mientras sus ojos viajaban inconscientemente hasta los labios de aquella mujer.

Se preguntó qué se sentiría al besarla. Solo un roce, un experimento. Una boca de aspecto tan suave y apetecible parecía haber sido creada para tentar a un hombre. ¿Lucharía o se resignaría? Disgustado por aquella distracción, volvió a mirarla a los ojos. Tenía un objetivo que cumplir. Un objetivo del que nada lo detendría.

–Lamento haberte asustado, o haber invadido tu intimidad. Estaba buscando a alguien.

–Aquí no hay nadie salvo… –se interrumpió–. ¿A quién dices que estás buscando?

Jacob se dijo que era mejor obrar con prudencia. Si había cometido algún error de cálculo con el tiempo, o si el informe de Cal había sido incorrecto, lo mejor sería guardar algunas precauciones.

–A un hombre. Creía que vivía aquí, pero quizá mi información no era la correcta.

–¿Cómo se llama? –le preguntó Sunny, soplándose el flequillo de los ojos.

–Hornblower –respondió Jacob, sonriendo por primera vez–. Se llama Caleb Hornblower –la sorpresa que leyó en su mirada fue todo lo que necesitaba. Instintivamente, sus dedos se tensaron sobre sus muñecas–. ¿Lo conoces?

Una multitud de pensamientos y sospechas sobre el misterioso marido de su hermana asaltó la mente de Sunny. ¿Era un espía, un fugitivo, un excéntrico millonario vagando por el mundo? Lo ignoraba. Pero la lealtad familiar era lo primero, y habría preferido la tortura antes que traicionar a su hermana.

–¿Por qué debería conocerlo?

–Lo conoces –insistió Jacob. Al ver que alzaba la barbilla con un gesto de obstinación, suspiró, frustrado–. He hecho un largo camino para venir a verlo –se sonrió, pensando en el profundo significado de aquella frase–. No puedes imaginarte lo largo que ha sido. Por favor, ¿me puedes decir dónde está?

–Evidentemente, aquí no.

–¿Es que no se encuentra bien? –le preguntó Jacob, soltándole las manos para agarrarla de los hombros–. ¿Le ha pasado algo malo?

–No –respondió, conmovida por el tono de preocupación de su voz–. No, claro que no. No quería decir que… –se interrumpió de nuevo. Si aquello era una trampa, estaba cayendo de lleno en ella–. Si quieres sacarme alguna información más, tendrás que decirme quién eres y por qué quieres verlo.

–Soy su hermano. Jacob.

Sunny puso unos ojos como platos. ¿El hermano de Cal? Suponía que eso entraba dentro de lo posible. La forma de su rostro y el color de su cabello eran similares. Y ciertamente aquel hombre se parecía más a su cuñado que ella misma a Libby.

–Bueno –pronunció tras un breve debate interno–, el mundo es un pañuelo, ¿eh?

–Desde luego es más pequeño de lo que tú te imaginas. Entonces ¿conoces a Cal?

–Sí. Y dado que está casado con mi hermana, entonces tú y yo somos… Bueno, creo que sería mejor que continuáramos hablando de esto en otra postura que no fuera la horizontal.

Jacob asintió con la cabeza, pero no se movió.

–¿Quién eres tú?

–¿Yo? –esbozó una amplia y radiante sonrisa–. Oh, yo soy Sunbeam –todavía sonriendo, le agarró firmemente un pulgar–. Y ahora, si no quieres que te disloque un dedo… ¡levántate de una maldita vez de mi cama!

2

 

Se separaron con cierto recelo, como dos boxeadores dirigiéndose a sus respectivos rincones después del toque de campana. Jacob no estaba muy seguro de cómo conducirse con ella, y mucho menos después de la noticia bomba que le había soltado. Su hermano se había casado.

–¿Dónde está Cal?

–Borneo. Creo que está en Borneo. Tal vez en Bora- Bora. Libby está realizando una investigación –Sunny ya disponía de tiempo para contemplarlo con mayor objetividad. Sí, definitivamente se parecía mucho a Cal: en su forma de moverse, de hablar. Pero, incluso a pesar de haber aceptado eso, todavía no estaba dispuesta a confiar del todo en él–. Cal debió de haberte contado que es antropóloga.

Tras una breve vacilación, Jacob sonrió de nuevo. En aquel momento no le preocupaba tanto lo que Cal le había dicho o no en su informe, como lo que habría podido decirle acerca de él mismo a aquella mujer llamada Sunbeam. «Sunbeam, rayo de sol», pensó distraído. ¿Podía alguien llamarse realmente así?

–Por supuesto –mintió con tono suave, sin la menor sombra de culpa–. Pero no me avisó de que estaría fuera. ¿Cuándo volverá?

–Todavía tiene para unas cuantas semanas más –respondió Sunny mientras se alisaba el suéter rojo. Ya podía sentir los moratones que se le estaban formando. No le importaba. Le había hecho frente, y no se las había arreglado tan mal. Esperaba que pudiera tener otra oportunidad–. Es curioso que no nos comentara que ibas a venir.

–No lo sabía –frustrado, desvió la mirada hacia la ventana. Había estado tan cerca, tan condenadamente cerca… Pero tendría que esperar–. Yo mismo no estaba seguro de que pudiera llegar.

–Ya. Como a la boda, a la que al final no asististe. Nos extrañó mucho que ningún miembro de la familia de Cal apareciera en la ceremonia.

Jacob captó un inequívoco tono de censura en su voz.

–Créeme, si hubiéramos podido asistir, lo habríamos hecho –repuso, casi divertido para sus adentros por la ironía de la situación.

–Mmm. Bueno, dado que ya hemos terminado de pelearnos, te propongo que bajemos y tomemos un té –se dirigió hacia la puerta–. Por cierto, ¿qué dan de cinturón negro tienes tú?

–Séptimo –arqueó una ceja–. No quería hacerte daño.

–Claro –bastante molesta por aquel comentario, empezó a bajar las escaleras–. No sabía que la gente como tú practicara las artes marciales.

–¿La gente como yo? –preguntó Jacob distraídamente mientras deslizaba la mano por la lisa superficie de la barandilla de madera.

–Tú eres físico o algo parecido, ¿no?