Obras completas de Fernán Caballero. Tomo III - Cecilia Böhl de Faber - E-Book

Obras completas de Fernán Caballero. Tomo III E-Book

Cecilia Böhl de Faber

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Beschreibung

«Clemencia» fue la obra más ambiciosa de la escritora Cecilia Böhl de Faber, recogida en el tercer volumen de «Obras completas de Fernán Caballero». La novela relata la difícil vida de Clemencia, una joven huérfana dulce y obediente que se traslada a vivir con una tía marquesa. Clemencia, de carácter complaciente y salud frágil, tendrá que hacer frente a las adversidades, a la autoridad de su tía, la desvergüenza de su marido y a la pérdida del hombre al que ama.«Obras completas de Fernán Caballero» es una serie de volúmenes que recogen la producción literaria de la escritora Cecilia Böhl de Faber, quien publicó en vida bajo el seudónimo masculino Fernán Caballero. En la colección completa de sus obras se recogen relatos, novelas de costumbres, poemas, refranes y dichos, cartas y otros escritos.

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Cecilia Böhl de Faber

Obras completas de Fernán Caballero. Tomo III

 

Saga

Obras completas de Fernán Caballero. Tomo III

 

Copyright © 1898, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726875409

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

CARTA

Á MI LECTOR DE LAS BATUECAS.

Mi muy querido lector :

Supongo que te acordarás de que me has escrito: cartas como las tuyas no las olvida el que las escribe, y mucho menos el que las lee.

No me has dicho tu nombre; pero no por eso dejas de ser mi simpático amigo, pues, como dice un refrán, el nombre ni quita ni pone. Además, podría suceder que, si me lo dijeses, me quedase lo mismo que antes de saberlo, pues es dable que sea tu nombre tan desconocido como lo es el de Fernán Caballero, por lo cual ha tenido el pobrecito que sufrir el desaire de ver á las gentes empeñarse en que no es legítimo y sí hijo de la cuna. ¡Ojalá me llamase Tostado! Este nombre al menos, aunque no muy bonito que digamos, no tendría el inconveniente de ser incompatible con la pluma.

¿Quieres creer que un escritor de los buenos, de los de fuste, de los sonados, como decimos por acá, ha escrito á Andalucía para saber si Fernán era Fernán, ó si era quizás Luis Napoleón, Kossuth ó Lola Montes? Y eso que dicho escritor ha escrito con el nombre de un fraile, y Fernán ha tenido la buena fe de tenerle por tal; y aun hoy día existe para él ese fraile, sin que por eso deje de existir además un historiador de gran mérito y nombradía. Y sábete que no ha sido él solo entre la aristocracia literaria quien se ha empeñado en que yo no soy yo: esto ha sido á punto que han llegado á aturrullarme y hacerme dudar de si existo ó no. Mi cocinera, á quien ya conoces, estaba muy inquieta viéndome de continuo pasear agitado por mi gabinete, declamando en lúgubre acento el monólogo de Hamlet: To be, or not to be; that is the question.

— Señor — me decía, — el almuerzo.

— Ser ó no ser; esa es la cuestión — contestaba yo.

— Señor, la comida.

— Ser ó no ser.....

Mi cocinera, con la gran dosis de buen sentido que la distingue, se fué á la parroquia, me trajo mi fe de bautismo y una certificación del cura, atestiguando que el sujeto que anotaba la fe de bautismo no había sido enterrado; y desde entonces me he tranquilizado, he dejado mis cavilaciones y me he convencido de que existo para servirte, así como á todos los que me crean un autor silfo, un escritor que tiene nombre y no persona, ó un eco espontáneo.

Recuérdame este singular empeño una anecdotilla, de cuya autenticidad te respondo.

Una madre rígida llevó á su hija á un baile de máscaras de convite.

— Cuidado — le dijo al entrar, — que te prohibo que bailes con ningún enmascarado.

— ¡Señora — observó la pobre niña, — si casi todos lo están!.....

— Pues el que quiera bailar contigo — repuso la madre — deberá antes decirte su nombre.

Llegado que hubieron al baile, se apresuró un máscara á sacar á la joven á bailar.

— ¿Quién eres? — preguntó ella.

— Soy un dominó. ¿Qué más necesitas saber para bailar un rigodón?

— Tu nombre.

— ¿A qué santo?

— Es precisa condición.

— Me llamo — dijo el dominó — Juan Pedro Fernández.

La niña se levantó muy contenta y bailó su rigodón con D. Juan Pedro Fernández, que le era exactamente tan desconocido como el dominó.

No resisto el deseo de citar á este propósito otra anécdota que refiere Walter Scott en el prefacio de la segunda parte de sus obras. Yo siempre leo los prefacios, mi querido lector, pues á veces son lo mejor de la obra.

«Había — dice — en la feria de San Germán un arlequín que divertía mucho á las gentes y tenía gran popularidad. Presentábase siempre á trabajar enmascarado. Un amigo suyo le aconsejó, puesto que había agradado tanto, que se quitase la máscara. Hízolo así y..... perdió el partido que tenía: se desprestigió. El por qué, preguntádselo al capricho de las masas.»

Esto lo cuenta el gran escritor, porque escribió mucho tiempo sin dar su nombre, sólo con el de el autor de Wawerley. Y, admira las diferentes índoles de las naciones en lo que voy á hacer notar: ese grande hombre no temió compararse á un arlequín; y yo, que soy enano en tierra de enanos, si me hallase en iguales circunstancias, no me compararía á un arlequín por cuanto hay en este mundo.

En tu carta me saludabas en nombre de tus amigos, y me decías que quedaban ustedes aguardando otra producción mía, añadiendo: «Cuéntanos en lisa prosa castellana lo que realmente sucede en nuestros pueblos de España, lo que piensan y hacen nuestros paisanos en las diferentes clases de nuestra sociedad.» Sábete, pues, que este ha sido (atiende bien) el solo y único móvil que me ha hecho tomar la pluma para escribir la novela que te remito. Ya sabes que lo que escribo no son novelas de fantasía, sino una reunión de escenas de la vida real, de descripciones, de retratos y de reflexiones. Aunque no fuese el escribir así mi inspiración, mi tendencia, mi gusto y mi propósito, me haría perseverar en esta senda la autorizada, inteligente y altamente culta opinión de nuestro ilustrado crítico D. Eugenio de Ochoa, que dice:

«La novedad, la variedad, lo imprevisto y lo abundante de los acontecimientos nos parece peculiar al cuento; la novela vive esencialmente de caracteres y descripciones. ¡Cosa extraña! Es de todas las composiciones literarias la que menos necesita de acción; no puede, en verdad, prescindir de tener alguna; pero con poca, muy poca, le basta.»

Lo que prueba el instruído crítico con El Vicario de Wakefield de Goldsmith, El Jonathan Wild de Fielding, Las aguas de San Román de Walter Scott, y la mayor parte de las novelas de Balzac; á lo que podemos añadir lo que dice J. A. David: «A los poetas dramáticos pertenece la acción, y á los novelistas el análisis del corazón.»

No creas, querido lector, que al circunscribir los límites de mis creaciones quiera deprimir lo que escribo, y que de pura modestia intente suicidarme yo mismo con mis propias manos, como decía un amigo mío; que no era de Villamar, de Valdepaz ni de Villa-María, sino todo un ciudadano de guante amarillo y bota de charol; podríaslo creer por estar eso de suicidarse al orden del día, no por pura modestia, eso no, sino por puro quítame allá esas pajas. No quiero decir, pues, que no tengan valor y mérito el análisis y la pintura, siempre que estén bien hechos y lleven en sí el sello de la verdad.

Para lograrlo es necesario ver bien, y para ver bien es preciso, entre otras cosas, haber mirado mucho, como dice Alejo de Valón; y son pocos los que miran mucho lo que no les interesa ni tiene relación con ellos.

Dice Say: «La experiencia del mundo no se compone del número de cosas que se han visto, sino del número de cosas sobre que se ha reflexionado.»

Por lo tanto, queridísimo lector, ten la certeza de que todo lo que digo en esta novela es verdad. En cuanto á las cosas nuestras, no tengo que fiártelas, pues pienso que llevan su auténtica consigo; pero sí te fío todas las concernientes á los personajes extranjeros. Sírvate de certificado, aun en las más increíbles, el asegurarte yo que son ciertas, yo que amo la verdad con entusiasmo, y la considero como la musa del Parnaso cristiano, siendo la misión de esta musa poetizar la realidad sin alterarla, como expresa con tan buen gusto y alto criterio D. Eugenio de Ochoa.

Dice Custine, hablando de nuestra triste é incrédula y escéptica era, «que la sola religión posible en la época, tal cual la han hecho, es la pasión de la verdad».

Lo que te expongo en esta novela es la vida de una mujer, con eventos sencillos y cotidianos como se hallan en toda vida de mujer y son indispensables en toda novela. clemencia , en contraposición de lágrimas , que es el tipo de la mujer triste, débil y abandonada, es el de la mujer lozana, alegre y feliz. Es más difícil hacerla interesante. ¡Ojalá logre hacerla simpática!

Sólo quiero añadir algunas palabras auxiliares á las bondadosas que dices, defendiendo mi estilo de ataques que no he visto ni oído, pero que siento, como se siente sin verlo ni oirlo el helado viento de Guadarrama.

Dice Suard, hablando de las cartas de madame de Sévigné:

«¿Qué es estilo? Es difícil contestar á esta pregunta. El estilo es el que conviene á la persona que escribe y á las cosas que escribe. El cardenal D’Ossat no puede escribir como Ninon: Mad. de Sévigné no puede escribir como Voltaire. — ¿Cuál se debe imitar? Ninguno, si se quiere ser algo por sí. No tiene realmente estilo, sino que tiene el de su propio carácter y el giro natural y personal de su entendimiento, modificado por los sentimientos que se tienen al escribir. ¿Quién escribe mejor? El que tiene más movilidad en la imaginación, más ligereza, chiste y originalidad en su talento, más facilidad y buen gusto en su manera de expresarse.»

De lo dicho saco la siguiente consecuencia:

Si se han figurado los Eolos del Guadarrama que tu amigo Fernán es un sabio, un padre grave, un miembro de cualquier Academia, un doctor de cualquier Facultad ó un profesor de cualquier Universidad, claro es que su estilo no será el propio ni el que le conviene. Pero como tu amigo no es nada de eso, ni por el forro, se deduce lógicamente que el estilo de un sabio, de un padre grave, de un académico, de un doctor ó de un profesor, no es el que conviene ni es propio á Fernán.

En cuanto al lenguaje, á los cargos que me puedan hacer los Eolos del Guadarrama, me rindo, someto y entrego con toda la humildad y con todo el rendimiento posible; pues no pienso, querido lector, imitar al centinela á quien dejó olvidado en su precipitada huída, á la entrada de un puente, una columna portuguesa, el cual, viendo llegar al ejército español, se cuadró muy dispuesto á disputarle el paso del puente.

No, no, pues en viendo yo llegar al ejército de Aristarcos, pedagogos y pedantes, reforzados con los Eolos del Guadarrama, echo á huir que no me alcanza un gamo. Bien se me ocurre hacer lo que aquel que en tiempo del Imperio tiró al foro una cáscara de naranja rellena de luises, gritando: Prenez les louis et rejettez l‘écorce; pero no me atrevo, y me atengo á la máxima de mis queridas y prudentes amigas las golondrinas, que dicen al ver llegar el triste otoño y el frío invierno: ¡Huir..... huir..... comadre Beatriiiiz!

No me hagas cargos por mis muchas citas, cosa muy poco usada en nuestra literatura. Tráigolas porque, como no presumo mis juicios tanto que piense que no necesitan padrinos, tengo interés y hallo gusto en buscárselos buenos y autorizados, hasta en mi comadre Beatriz.

Adiós, mi querido, benévolo y simpático lector. No soy más largo, por aquello de que lo poco basta y lo mucho cansa. En esta cartita amistosa y familiar he atado todos los cabitos que quería atar, evitando así el remontarme á un prefacio solemne como el de una misa, que no habría leído ni el fiscal de imprenta.

Recomiendo á tu benevolencia mis personajes todos, en particular á mi muy querido don Galo Pando; y si fuese algún día por tu valle el Ministro de Hacienda, te ruego que se lo recomiendes, en lo que harás un acto de justicia.

Adiós otra vez. Da mil expresiones de afecto á tus conmoradores del valle, y díles que el genio de la simpatía ha murmurado á mi oído alguno de sus nombres que pregona la fama. Díles á los Eolos del Guadarrama que beso sus manos. Da á mi clemencia un lugar en tu biblioteca, y á mí uno en tu amistad, con lo que quedará bien pagado mi trabajo.

Fernán .

 

P. D. No siéndome posible, sin robar su genuino colorido al diálogo, eludir palabras andaluzas muy expresivas é irreemplazables, he puesto al fin de la novela una tabla en que se expresa su significado. Walter Scott tiene diálogos enteros en dialecto escocés; lo que nadie, que sepamos, ha motejado al ilustre novelista.

 

Valdepaz, 1.o de Mayo de 1852 .

__________

CLEMENCIA.

CAPITULO PRIMERO.

Aux poëtes dramatiques l’action; aux romanciers l’analyse du c œ ur. (A los poetas dramáticos pertenece la acción, y á los novelistas el análisis del corazón.)

— J. A. David .

Pour bien voir, il faut avoir regardé beaucoup. (Para bien ver, es preciso haber mirado mucho.)

— Alexis lu Valon .

Le style veint des idées et non des mots. (El estilo nace de las ideas, y no de las palabras.)

— Balzac .

No se canse usted, D. Silvestre; cada casa es un mundo, — decía una tarde del verano de 1844 la Marquesa de Cortegana á su amigo y compadre D. Silvestre Sarmiento, mientras éste sorbía, paladeándolo, una taza de café. — Tómelo usted por arriba, tómelo usted por abajo, cada casa es un mundo, aunque usted diga que no.

— Señora, yo no digo ni que sí ni que no.

— Así es usted en todo. ¡Bendito Dios, que le ha criado más fresco que una lechuga! Como si no tuviese yo bastante con dos hijas, me manda Dios esa sobrina..... ¡Una sobrina..... la cosa más inútil del mundo!.....

— Es una perla, Marquesa.

— Sí, una perla, que es para mí lo que fué la otra para el gallo! ¡Capaz es usted de sostenerme que es una suerte y que he ganado á la lotería!

— Yo no sostengo nada, señora.

— Pero lo da usted á entender, que es lo mismo. ¡Así cayesen en casa de usted, llovidos del techo, media docena de sobrinos! Ya veríamos la cara que usted ponía.

— Señora, yo no soy rico, y es claro que me apurarían.

— ¡Ya! Si usted cree que con dinero se compone todo.....

— No creo eso, Marquesa; pero creo que con dinero son las cargas menos gravosas.

— ¡Así pudiese yo endosarle á usted mi sobrina, esa que usted llama perla! ¡Vaya! ¡Como si no me sobrase con las dos perlas de mis hijas para darme quehacer! ¡Perlas! Cuidados sí que son las niñas.

— ¿Y por qué no la dejó usted en el convento?

— ¿Con diez y seis años la había de dejar en el convento, para que toda Sevilla me quitase el pellejo, y me llamase tía tiránica? ¡Tiene usted unas cosas!.....

— En efecto, tiene usted razón: ha sido acertado y ha hecho muy bien en sacarla del convento.

— ¿Qué he hecho bien? Eso le parece á usted. Pues no faltará á quien le parezca que he hecho mal.

La Marquesa era una mujer de cuarenta y ocho años: pero su completa falta de pretensiones y la exagerada sencillez de su traje y de sus maneras, la hacían aparecer de más edad. Había quedado viuda hacía algunos años, disfrutando de pingües rentas, las que tenía la habilidad de gastar todas, y á veces tomándolas anticipadamente, sin que nadie, ni ella misma, pudiese decir en qué. Era esto tanto más extraño, cuanto que la señora, sin ser cicatera, no era generosa; sin ser agarrada, no era rumbosa; sin ser codiciosa, no era espléndida, y sin ser ordenada, no era tampoco despilfarrada. En lo demás de su carácter se hallaban iguales anomalías, puesto que, sin ser malévola, no hacía sino contradecir; sin tener mal carácter, no hacía sino regañar, y sin ser maligna, era contraria á todo. Así se ven á menudo en las gentes defectos y malas propensiones, que no son hijas del corazón ni del carácter, sino malas costumbres; que no corregidas en un principio, se arraigan como plantas parásitas. Pero el gran rasgo característico de esta señora era el de vivir apurada. La Marquesa no podía vivir sin un apuro que la agitase, siendo, por consiguiente, la antítesis de ciertos enfermos, que no pueden vivir sin una dosis de opio que los calme; con la particularidad de que en invierno una gotera, y en verano un desgarrón en la vela ó toldo que cubría el patio de su casa, la impresionaban y desazonaban más que algunas calaveradas de marca mayor de su hijo el mayorazgo ó la pérdida de una cosecha. Cuando no tenía un apuro que explotar, se lo forjaba; y no sólo disfrutaba ella de su creación fantástica, sino que se incomodaba cuando los demás no la reconocían como cosa cierta y real. Pertenecía, pues, esta señora á la falanje de Jeremías, que pasan su vida quejándose en un tono llorón que les es propio, como al mochuelo su lastimero canto. Se quejan de todo: de su salud, aunque sea buena; de desgano, y comen bien; de desvelo, y duermen como marmotas; y con el mismo desconsuelo se quejan de los malos tiempos y de los mosquitos, de las contribuciones y de los portes de correo, de la muerte de personas queridas, de que alumbra mal el reverbero: se quejan hasta de las cosas favorables, á las que siempre encuentran un pero para servir de pábulo á sus lamentaciones.

Nacían en parte los defectos de esta señora de haber sido toda su vida muy mimada, primero por sus padres, luego por su marido, que fué un bendito y le siguió la corriente, y por los amigos de éste, que hicieron lo que él; de lo que resultó que siendo la Marquesa una excelente criatura, aunque de pocos alcances, se había hecho un ente personal é insufrible.

El hermano mayor de la Marquesa se había casado en Madrid, y estaba establecido allí, así como una hermana, viuda sin hijos de un hombre muy rico, alto funcionario de Ultramar, señora bastante amiga de mangonear y de intrigar, que era el tu autem de la familia.

Por parte de su marido no había conocido más pariente cercano que un cuñado, que sirvió y murió en campaña, dejando á su mujer embarazada, la que poco después falleció en el parto de una niña, que recogió su tío el difunto Marqués, y la hizo educar en un convento: ésta era la que acababa la Marquesa de traer á su lado, como hemos visto por la conversación antecedente.

También vimos que la Marquesa hizo mención de dos hijas.

La mayor, Constancia, que tenía diez y nueve años, era grave, concentrada, arisca y callada. Era alta, en extremo delgada y de constitución nerviosa. Sus facciones eran bellas y regulares, y sus ojos negros hubieran sido encantadores á no haber en ellos algo de esquivo, duro y altanero que marcadamente rechazaba. Bien fuese por causa de su carácter, ó bien por la viciosa educación que le diera su madre, ó bien por algún malestar físico ó moral, ello es que, en sus maneras, era generalmente displicente y díscola. Su madre la calificaba de rara.

La segunda, que se llamaba Alegría y tenía diez y siete años, era un gracioso conjunto moral y físico, un fresco arbusto de recio tronco y aguzadas púas, las que encubrían vistosamente una frondosa hojarasca y seductoras flores; era morena, pálida y pequeña, pero bien proporcionada desde su diminuto pie hasta su garbosa cabeza. Sus magníficas cejas y pestañas, negras como el azabache, daban cuando sonreía, á sus ojos guiñados y de un gris de ceniza, una dulzura infinita, y á sus miradas tal picante, que hacían decir á sus apasionados que tenía alfileres en los ojos. No obstante, la expresión de aquellas miradas y la dulzura de aquella sonrisa ocultaban un alma vulgar, un entendimiento limitado, pero perspicaz y sutil, y un corazón ahogado en egoísmo. Calificábala su madre de buena alhaja.

Todas estas cosas en ambas hermanas estaban muy á las claras. Hay en nuestra sociedad, como en todas las humanas, bueno y malo. Hay mujeres, y son las más, que son buenas, francas, que tienen mucho talento y que sellan estas cualidades con la más encantadora y más común en España, la ausencia de pretensiones; hay medianías, y hay mujeres de mala y de perversa índole. Pero lo que no se halla sino rara vez, es ese artificio, esa falsedad, ese admirable talento de fingir, esa hipocresía que las mujeres que no son buenas ponen en práctica en otros países. Aquí habrá, en las mal educadas y mal inclinadas, tretas, ardides y hasta mentiras para ocultar sus manejos y sus intrigas, eso sí; pero ocultar su propio yo, eso al menos, gracias al cielo, es muy raro. Puede que ese digno orgullo, esa noble franqueza mujeril, que hace despreciar á la española el aparecer otra de lo que es, desaparezcan dentro de poco con la saya y la mantilla, á fuerza de capotas y de novelas francesas, sin que tengan presente las mujeres que cada monería les quita una gracia, y cada afectación un encanto, y que de airosas y frescas flores naturales, se convierten en tiesas y alambradas flores artificiales.

En cuanto á Clemencia, la sobrina de la Marquesa, que á los diez y seis años salía del convento como una blanca mariposa de su capullo de seda, era de aquellas criaturas á las que, como al mes de Mayo, regala la Naturaleza con todas sus flores, toda su frescura, todo su esplendor y todo su encanto.

De mediana estatura y perfectas formas, blanca y sonrosada como un niño inglés, su dorado cabello la cubría toda cuando estaba suelto, como un manto real de oro. Sus grandes ojos pardos tenían un señorío tan dulce y grave, que parecían haber sido colocados por la nobleza en la cara de la inocencia. Su hermosa boca tenía sonrisas de ángel, como las que en la cuna tienen los niños para sus madres.

Cuando estaba en entera confianza, demostraba una gran alegría de alma, ese magnífico y simpático dón que el cielo suele repartir á sus favoritos, esto es, á los niños, á los pobres y á los sanos de corazón: resplandecía esta alegría en sus ojos como brillantes, iluminaba su sonrisa como la luz, y animaba su rostro como anima la música una fiesta. Un observador hubiera notado que su alma tierna era impresionada por la lástima y el dolor, con la misma actividad y el mismo calor que demostraba en la alegría; pero la sociedad observa poco y mal lo que no se roza con ella.

Era de notar cuán distinto era el atractivo de estas tres jóvenes. Constancia atraía por su mismo desvío, por la especie de aislamiento y de misterio en que se envolvía, como la cúspide de un alto monte en nieves y nubes, rechazando con frialdad y decisión toda comunicación é intimidad. Dábase así, sin buscarlo ni desearlo, todo el valor de una dificultad, toda la superioridad de un imposible; cosas llenas de prestigio para el hombre, al que todo ensayo que se eleva á empresa excita fuertemente.

Alegría unía la seducción de la gracia, la incitación de la que tiene y sabe hacer uso de los medios de agradar, al aturdido desgaire de la niña, alternando con el indisputable despotismo femenino, el quiero y no quiero del capricho, lo picante de la burla, lo salado del chiste; dones todos que tan poco valen y tanto merecen, y que hacen patente cuán sabios fueron los griegos en personificar al amor en un niño ciego.

Clemencia, en cambio, sólo tenía el tibio encanto de la inocencia, el desapercibido mérito de la modestia, é inspiraba en la superficial sociedad el interés que desciende, como es el de los viejos hacia los niños.

En cuanto á D. Silvestre Sarmiento, tenía este señor sesenta años, la barriga prominente, la nariz de loro con iguales circunstancias, y en su rostro una colección de hoyos de viruelas de diferentes tamaños y matices. Era hermano de un rico mayorazgo de Osuna, que hacía cuarenta años le pasaba una módica pensión que sufragaba ampliamente á sus modestas necesidades, y le había hecho la personificación del dulcísimo far niente. Nunca se le había conocido inclinación marcada alguna, ni á las bellas, ni á los caballos, ni á la caza, ni á la pesca, ni al juego, ni á los libros, ni á la chismografía, ni á la política, ni á la homeopatía, ni á la alopatía, ni al teatro, ni al ajedrez, ni á la lotería..... ni aun á los toros. Sólo á dos cosas se le conocía afección y desafección decidida: la primera era á tomar el sol; la segunda, á los caminos de hierro.

Basta ya de este buen señor, que en nuestra relación, como en todas partes, no hará más papel que el de comparsa.

— Vamos — dijo la Marquesa, — digo y repito que cada casa es un mundo: es preciso que se convenza usted de ello. En la mía es hoy día aciago. ¿Quiere usted creer que me escribe mi hermana de Madrid que no hay quien sujete al loco de mi hijo Gonzalo, y que se va á París? ¡A París, ese foco de corrupción!

— Como está eso de moda..... — repuso don Silvestre.

— ¡Vaya una razón de pie de banco! ¿Con que si se pone de moda tomar veneno, aprobará usted también que lo tome mi hijo?

— Marquesa, yo no he aprobado nada.

— Pues agregue usted á esto que mi hijo Alfonso ha salido del Colegio de Artillería, y quiere pasar á la brigada de montaña.

— Me parece, señora, que éste es un caso de enhorabuena.

— ¿Qué enhorabuena? Usted siempre contradice. ¿Y el uniforme? ¿Y el caballo? ¿Y lo peligroso del destino? En nada de eso piensa usted. Pues agregue usted á esto que á Juan, ese necio é ingrato criado, después de estar tantos años en mi casa, le ha entrado la locura de casarse. ¿Podrá darse semejante disparate?

— Pero, señora, todo el mundo se casa.

— ¿No digo que no puedo hablar una palabra sin que usted me contradiga? ¿Con que le parece á usted acertado y muy en el orden que ese ingrato estúpido me deje á mí, después de tantos años, por una muchachuela de enaguas de bayeta?

— Señora, el amor.....

— ¡Mire usted quién habla de amor! ¡Usted, que en su vida ha sabido lo que es! Pero no es eso lo peor — prosiguió, cada vez más apurada la Marquesa; — lo peor es lo que ha sucedido esta mañana. ¡Jesús! ¡Dios mío! ¡Qué desgracia!!!

— ¿Cuál, señora? — preguntó D. Silvestre.

— Figúrese usted que un gallego, venido de los infiernos, llegó esta mañana trayendo unas macetas para colocarlas en el armazón, alrededor de la fuente; haciendo lo cual, dió el muy salvaje un golpe al Mercurio y le ha quebrado un ala del pie.

— Y con ella una del corazón de mi madre — observó Alegría, que, aunque apartada, oyó este último gemido de aquélla.

— ¡Más quisiera — prosiguióla Marquesa, sin atender á lo que decía su hija — que me hubiese el tal caribe roto á mí un brazo!

— ¡Jesús, Marquesa! ¡Tales cosas!..... — dijo pausadamente D. Silvestre.

— ¡Tan hermoso como era mi Mercurio! — prosiguió con voz lastimera su dueña. — ¡Tan bien como hacía entre las flores! ¡Qué desgracia! ¡Sólo á mí me suceden estas cosas! ¡Qué desgracia, Dios mío!

— Como que no podrá volar — observó Alegría.

La Marquesa tenía efectivamente sus cinco sentidos en aquella estatua de yeso macizo, casi de tamaño natural, y en otras cuatro más pequeñas, que representaban las cuatro estaciones del año, y adornaban en verano los cuatro ángulos del gran patio de la casa.

En este momento entró una señora de edad, alta y gruesa, con paso decidido y aire imponente.

— ¡Eufrasia! — le gritó la Marquesa apenas la vió. — Mujer, tú que tanto has visto y tanto sabes, ¿no me podrás decir si habrá medio de pegarle el ala á mi Mercurio?

— Madre — dijo Alegría, — dígale usted al talabartero que le haga unas correas, y se le pondrá el ala á guisa de espuela.

— Lo que yo quisiera es encontrar quien te cortase á ti las tuyas — repuso la Marquesa, contemplando á su amiga que permanecía en ademán meditabundo.

— ¿Nada discurres, Eufrasia? — le preguntó al fin tristemente.

— Mira — contestó ésta en campanuda voz de bajo, — conozco á un lañador tuerto muy hábil. Si éste no te lo compone, no lo compone nadie.

— Soy de parecer — dijo Alegría — que, en lugar de al lañador, llame usted al miedo, que es el que tiene fama de poner alas en los pies.

— Pero, mujer — observó la Marquesa, sin atender á su hija, — se le conocerán las lañas.

— Soy de parecer que las lañas tengan goznes para que no le impidan volar — observó Alegría.

— ¡Las perlas! ¡Las perlitas! — dijo impaciente la Marquesa, dirigiéndose á D. Silvestre. — ¡Caramba con ellas! ¡Calla, insolente perla, calla, que nadie te da vela para este entierro!

— ¿Para el entierro del ala de Mercurio? — preguntó Alegría.

Entretanto, decía en consoladoras palabras doña Eufrasia á su amiga:

— Mujer, las lañas no desfiguran ninguna pieza. Las puedes mandar pintar de blanco y no se conocerán; mas yo, si fuese que tú, para igualar los pies, le mandaba aserrar el ala al otro pie: maldita la falta que le hacen; y te digo mi verdad, que desde que las vi me han hecho contradicción, me han parecido siempre espolones de gallo.

— Eufrasia, dices bien, perfectamente discurrido, como por ti: mejor va á quedar. Es claro que estará mejor; mientras más lo pienso, más acertado me parece tu discurso.

— ¡Por supuesto! — añadió Alegría. — No sé cómo usted, que le gustan las cosas con pie de plomo, le consentía á su querido Mercurio pies alados.

__________

CAPITULO II.

Diremos algunas palabras sobre la señora amiga de la Marquesa, viuda del coronel Matamoros, uno de los jefes improvisados en la guerra de la Independencia, no porque sea un personaje muy interesante, ni tampoco porque haya de servir en los cuadros que vamos bosquejando de otra cosa que de estorbo, sino porque es preciso, cuando una vez se ha sacado á un individuo á la palestra, decir quién es.

Cuando su consorte el difunto coronel era cabo, solía cantar, dirigida á la hija de un mesonero navarro, mocetona viva, dispuesta y saludable, recia en lo físico y en lo moral, la siguiente copla:

Manda al diablo los paisanos,

Que te prometo, morena,

Que, en siendo yo coronel,

Tú serás la coronela.

Y así fué; pues cuando en la guerra contra la invasión francesa llegó el bizarro cabo á mandar un regimiento de Dragones, la hija del mesonero, cumplido el vaticinio, montaba á horcajadas á su lado, con unos bríos y una soltura dignos de brillar en el circo ecuestre, y de ser envidiados por las amazonitas del día, que no hay potro mal domado que las arredre, y huyen y gritan al ver un ratón.

Vestía en tales excursiones pantalones á lo mameluco, una chaqueta militar con faldoncillos, en cuyas bocamangas lucían tres galones como tres rayos de sol. Llevaba en la cabeza una gorrita por el estilo de gorra polonesa, confeccionada con una notable falta de gracia, y adornada con unas grandes plumas negras, que cuando corría se llevaba el viento hacia atrás, de suerte que parecía el humo de un vapor. Adornaba, además, esta gorra una escarapela tamaña como una rueda de sandía. Los soldados al verla se entusiasmaban; la intrépida amazona tenía un partido loco con la tropa; por seguir á su coronela y á su bandera hubieran los soldados pasado, no sólo por el agua, sino por el fuego. ¡Qué arrogante moza! Esta era la calificación general que, no sin razón, se le daba, y la que tanto sonó en sus oídos, que se la apropió y se identificó con ella como con su nombre de pila.

Doña Eufrasia siempre fué honrada, como buena navarra, y unas cuantas sonoras bofetadas habían cimentado sólidamente su respetabilidad en los campamentos.

Cuando esta suave indirecta había sido dada á un antiguo conocido ó compañero de su padre de charretera ó capona de lana, se había éste conformado mediante el conocido refrán: «Patada de yegua no mata caballo.»

Si era el escarmentado de los que llevaban charretera de plata, habíale contestado con el caballeroso y nunca desmentido axioma: «Manos blancas no ofenden.»

A la sazón todo había dejado de existir: la guerra, los mandos, el coronel, la guardia á la puerta y lo moza. Nada había quedado sino lo arrogante; de lo que resultaba conservar dicha militara su hablar recio, su tono decidido, sus maneras bruscas y su obrar expeditivo. Se creía, con sobrada impertinencia, con derecho innato á imponer su veto á todo, como la Aduana á poner su sello, y nadie se lo contrastaba.

Las gentes osadas gozan en sociedad unos privilegios y primacías que hacen poco favor á los individuos que la forman, pues esto prueba que son tan fáciles en dejarse imponer, como dificíles en dejarse guiar; tan dóciles á la presunción desfachatada, como rebeldes y mal sufridos á la persuasión razonable y modesta. El vapor y la osadía son los dos motores, físico y moral, de la época.

Así era que D.a Eufrasia, á quien nadie podía sufrir, se había hecho por su propia virtud un lugar en todas partes, y plantada en jarras en su puesto tomado por asalto, no había guapo que la desalojase. Si alguna vez una persona poco sufrida le daba una respuesta agria y ofensiva, se amortiguaban estos dardos sobre la doble coraza que ceñía á la amazona: eran éstas sus faltas de delicadeza, que la hacía no sentir sus puntas, y su grosero egoísmo, sobre el que se embotaban sus filos.

Era esta señora entrometida como el ruido, curiosa como la luz é importuna como un reloj descompuesto. Lo que no le decían, lo preguntaba; si á fuerza de mañas se lograba evadir sus preguntas, averiguaba lo que quería saber, valiéndose para ello de los medios más chocarreros é innobles, sonsacando á los criados de las casas, entrándose por lo interior de las habitaciones, leyendo los papeles que hallaba, sin sospechar siquiera que esto fuese una villanía.

Sobre la Marquesa, que era débil — y como todos los débiles, voluntariosa y despótica con sus subordinados, cuanto sufrida y dócil con los insolentes, — ejercía D.a Eufrasia un dominio incontrastable, á que se sometía la Marquesa con el placer que siente una persona religiosa en doblegar su voluntad á la de un santo director. Es cierto que en cosas caseras y económicas la coronela, en vista de sus prácticos principios, poseía excelentes nociones; pero ahí se limitaba su saber y su aptitud, aunque ella no lo creía así, sino que sobre todo cuanto hay echaba sus fallos, cual una nube sus granizos.

Como todo extraño que ejerce una influencia indebida sobre las cabezas de casa, era doña Eufrasia temida y mal vista por los habitantes de la de la Marquesa, sobre todo por sus hijas, á las que solía proporcionar algunas filípicas de su madre, previniéndola mal contra ellas. Como todo el que siendo pobre, ignorante y viejo no se pone en su lugar, á la sombra, era con razón este femenino rezago de la guerra de la Independencia un objeto de ridículo y tedio general; pero ella no lo notaba, y si se lo hubiesen dicho, no lo habría creído. Los que ciega el amor propio son como los que ciega la oftalmía: hay entre ellos ciegos finos y amañados, á los que un delicado tacto hace disimular la ceguera, y hay otros ciegos torpemente atrevidos, que andan con denuedo y alta frente, sin detenerse ni cuidarse de tropezar y chocar en cuanto se les pone delante. A esta categoría moral pertenecía la coronela Matamoros. Hay que añadir á este retrato daguerreotipado que vestía ridiculísimamente (aunque sin pretensiones), porque conservaba un entrañable amor á los moños ajados, á las galas marchitas, á las modas añejas y á las alhajas de poco valor, pretendiendo con usarlas darse un aire madrileño. Gastaba peluca, pero una peluca de tales dimensiones y tan toscamente confeccionada, que no dejaba duda de que hubiese hecho su dueña una buena cora-cera. Como no era posible legitimar aquellos pelos espurios, D.a Eufrasia se sacrificaba deno dadamente en las aras de la verdad, confesando que era confeccionado aquel promontorio en calle de Francos, núm. 5; pero añadía en seguida con profunda convicción que había perdido prematuramente su magnífica cabellera por haber bebido en una alcarraza en que había caído una salamanquesa.

En fin, para dar el último toque á este retrato, diremos que esta señora había hecho, entre las gentes cultas que frecuentaba, acopio de términos escogidos, que pronunciaba y aplicaba desatinadamente. Consiguiente á las cosas referidas, en todas las casas que desfavorecía D.a Eufrasia, se la miraba como un censo irredimible, como una dolencia crónica, como un sobrestante inamovible, como una penitencia obligatoria, como una mala hierba indesarraigable, como una sanguijuela indesprendible; y, sin embargo, se la recibía bien: ¡tal es la indulgente tolerancia de nuestro trato!

La tolerancia llevada hasta sus últimos límites, esto es, hasta hacerse extensiva, no sólo á gente sin educación é inferior en la jerarquía social, sino hasta á personas cuya conducta es mala ó deshonrosa con escándalo, es una falta de decoro y de distinción en la sociedad española, que con copiosos y justos argumentos censuran los extranjeros distinguidos.

En cuanto á nosotros, conociendo la justicia de los argumentos en que fundan su juicio, así como los grandes inconvenientes que tiene para el decoro y moralidad pública el que la sociedad abdique una prerrogativa de censura y aun de proscripción, que sería, no sólo un castigo justo, sino también un freno poderoso y útil, nos guardaremos, no obstante, de hostilizar á la sociedad por su tolerancia. ¡Así como es apática fuese benévola! Que no se llame amiga á la persona que no sea acreedora á ello, es conveniente, delicado y prudente; pero huir de su contacto, tirarle la piedra, hágalo el arrogante que por su omnipotencia se erija en juez, desatendiendo á la de Dios, que nos impone ser hermanos.

Algunas anécdotas de esta famosa hija de Marte acabarán de colocarla en su verdadera luz.

Tenía la coronela aquella completa falta de delicadeza y susceptibilidad que deja el ánimo perfectamente tranquilo al recibir un desaire ó sufrir una burla á boca de jarro, y el libre uso de todas las facultades para replicar oportunamente. Así era que sus réplicas instantáneas y desvergonzadas eran temibles y tenían fama. Eran éstas una disciplina rigorosa que había sustituido á la militar desde que, por desgracia del ejército, no formaba parte activa en él la veterana. Gloriábase de ello, repitiendo á menudo que no aguantaba ancas, ó bien que tenía malas pulgas, ó bien que no tenía pelos en la lengua, ó que á ella no se le quedaba nada por decir, ó que tenía tres pares de tacones, ó que quien la buscaba la hallaba, ó que la hija de su padre no se dejaba zapatear, coronando todas esas frases con su favorita, que era asegurar que no moriría de cólico cerrado.

En una ocasión se presentó en un sarao, y bien fuese por alguna promesa del hábito de Jesús, ó por su pésimo gusto de vestir, ello es que apareció uniformemente equipada de morado de pies á cabeza.

El grupo que formaban las muchachas, al verla aparecer soplada como un navío á la vela, se quedó estático.

— ¡Ay! — exclamó la una. — Doña Eufrasia se ha caído en la caldera de un tintorero.

— ¡Qué! No hay caldera donde quepa ese medio mundo — dijo otra.

— Será que va á salir de Nazareno en la procesión del Santo Entierro — añadió la tercera.

— Es en honor de las violetas, á cuyo cultivo se ha dedicado desde que no se puede dedicar al de los laureles — dijo un joven estudiante llamado PacoGuzmán.

— Más bien habrá sido al del palo de campeche — observó otra de las niñas.

— Os engañáis todos — dijo Alegría; — es que la han hecho obispo.

Doña Eufrasia, que á la sazón pasaba, y había visto las risas y oído distintamente la última frase dicha por Alegría, se paró erguida, y revolviendo en sus órbitas sus redondos ojos, dijo con su campanuda voz:

— Si ello es así, cuidado no os confirme.

Y haciendo con la abierta mano un ademán significativo, prosiguió majestuosamente su marcha triunfal.

Algunos meses antes de la época en que da principio esta relación, siendo días de la Marquesa, se había reunido una numerosa concurrencia, cuando entró D.a Eufrasia vestida con una especie de dulleta, guarnecida toda de pieles, embuchado en una boa su moreno rostro, y llevando sobre su peluca de marca mayor una gorrita, retoño de la de marras, igualmente guarnecida de pieles.

— ¡Miren! — exclamó al verla Alegría. — ¡Ha resucitado Robinsón Crusoe!

— Cate usted — dijo otra — un vestido de piel de oso forrado de lo mismo: es un regalo del Emperador de Rusia.

— ¡Qué! — añadió la tercera. — Es un uniforme viejo de su marido; huele á pólvora francesa y está picado.

— Y ella también; ved los ojos que nos echa.

— ¿A que le echo yo en cambio un requiebro? — dijo Paco Guzmán, que era un joven bien parecido, de una noble y pudiente casa de Extremadura, de muchas luces, muy vivo y muy ligero de sangre y algo aturdido, que ocupaba el primer lugar entre los apasionados de Alegría.

— Cuidado — observó ésta, — que D.a Eufrasia es de las que dicen una fresca al lucero del alba y se quedan preparadas para otra.

Pero Paco Guzmán no la atendía, porque se había acercado á la abrigada señora y le decía:

— Mi coronela, hasta hoy no he comprendido toda la admiración y todo el efecto que puede causar la Moscovita sensible.

— Pues por mí — contestó la requebrada, — no acabo de comprender las pretensiones que tenéis vos de pertenecer á los Guzmanes Buenos, no teniendo un pelo de bueno. Bien hacen los Medina-Sidonia, así como todo el mundo, en no reconoceros por tal.

Con esta frase de doble sentido como una espada de dos filos hacía D.a Eufrasia alusión á las pretensiones nobiliarias de la familia de Paco Guzmán, que, aunque fundadas, eran contestadas por personas que para hacerlo no tenían datos ni convicciones, y lo hacían sólo por el espíritu de hostilidad que vive y reina.

— La ventaja que nos llevan las ilustraciones modernas — contestó Paco Guzmán — es la de tener su origen á la vista de todos y no podérseles contestar, en particular si datan de la guerra de la pendencia.

— ¡Qué se entiende! — gritó furiosa la guapa guerrillera. — ¡Poner apodo á la guerra del francés, que ha admirado al mundo entero! Marquesa, te digo que las cosas que se oyen en tu casa son tan escandalosas, que no la volvería yo á pisar si no fuera por.....

— ¡El chocolate! — dijo un criado presentándole una jícara de chocolate y un plato de bizcochos, según acostumbraba á hacer desde tiempo inmemorial, cuando á la noche veía entrar á la amiga de su señora.

— Juan — dijo D.a Eufrasia tomando el pocilio y mudando de repente de tono, — dile á la cocinera que ayer no estaba bastante hervido el chocolate; no son tres veces, sino cuatro ó cinco, las que tiene que subir, y es preciso, después de hecho, dejarle reposar; y á ti te advierto que anoche no eran los bizcochos del día; ten cuidado no te engañe el confitero.

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CAPÍTULO III.

Como hemos dicho ya que los apuros en la Marquesa eran como las dignidades eclesiásticas en las procesiones, esto es, que las menores pasaban antes que las mayores, había esta señora omitido en la enumeración de apuros que confió á su amigo D. Silvestre el mayor de ellos, del cual es preciso poner al corriente al lector para la claridad de este relato.

Su hermana, que era madrina de Constancia, le había escrito acerca de un asunto que traía entre manos. Era éste el casamiento de su sobrina y ahijada, que había contratado con el hijo de un grande de España, íntimo amigo suyo, asegurándole su herencia entera en los contratos. Este enlace le había seducido tanto más, cuanto que el novio, que llevaba el título de Marqués de Valdemar, era un joven de mucho mérito, de muy buena presencia y de unos modales tanto más finos y simpáticos, cuanto que, distando igualmente de la arrogancia pretenciosa que del tono desdeñoso (es decir, no teniendo el afán de copiar á los franceses ni á los ingleses), eran españoles netos. Este bello tipo, lo decimos con dolor, se va haciendo raro, pues los más frecuentes, y sobre todo los que más se ponen en evidencia, son los que afectan un extranjerismo chocante ó un españolismo grotesco y chocarrero.

La Marquesa había hablado sobre este asunto á Constancia, y, con asombro suyo, la había hallado muy mal dispuesta para este ventajoso y brillante enlace. Esta rareza sobrepujaba á todas las de su hija Constancia, y era una de las causas de su profunda indignación contra la denominación de perlas que daba muy gratuitamente D. Silvestre á las niñas.

Verdaderamente, no sabía la pobre señora qué hacer al ver que, á pesar de sus reflexiones, consejos, súplicas y anatemas, estaba su hija cada vez más firme y decidida en su negativa, no atreviéndose á escribírselo á su hermana por temor de incomodarla, sabiendo que era poco amiga de contradicciones, y temiendo que, viéndose desatendida, desheredase á su ahijada.

La Marquesa, que no tenía nada de lince, no buscaba ni veía más causa á la negativa de su hija que sus rarezas y la gran indocilidad de su carácter; pero en realidad existía otra.

Dos años antes había venido destinado á Sevilla un joven artillero, pariente de la casa, llamado Bruno de Vargas.

Era éste un joven grave por carácter, y metido en sí por tempranas desgracias de familia. Cuando llegó tenía veintitrés años, y Constancia diez y siete; desde entonces se amaron.

Como en el carácter de ambos había la fuerza, la energía y la pasión de una edad menos tierna, resultó arraigarse en sus corazones ese amor español, firme y profundo, menos efervescente quizás que los no meridionales, pero que no cambia, no desmaya, no se distrae; tan arraigado, que llega á tener el arrastre de una dulce costumbre; tan entero y exclusivo, que basta para llenar una existencia, así como un solo corazón basta para llenar un pecho.

La absoluta imposibilidad que existía en el enlace del joven subalterno y la hija de la Marquesa de Cortegana les había llevado á ocultar profundamente sus amores por no verlos combatidos. Contaban con el tiempo, que tanto hace y deshace para allanar dificultades, con su constancia para vencerlas, y con la esperanza para vivir entretanto tranquilos y contentos. La esperanza no siempre tiene palabra de rey; pero sí tiene siempre consuelos de madre.

Asistía Bruno de Vargas, como uno de tantos, á la tertulia de la Marquesa, sin que nunca hubiese mediado entre ellos más coloquio que éste:

— Tía, á los pies de usted.

— Adiós, Bruno; me alegro de verte.

En cuanto á Alegría, la risueña niña no había fijado aún su corazón, que guardaba como un sultán su pañuelo, dudando aún á quién favorecería con él. Entretanto, recibía incienso como tributo debido, sin que éste ofuscase su vista, ni le impidiese distinguir ni calificar las manos que se lo ofrecían.

Aunque nada le había dicho su madre sobre el proyectado enlace de su hermana, como esta señora no sabía disimular, y menos que nada su mal humor, Alegría lo había comprendido todo al notar las conferencias secretas de ambas, y oir en seguida á su madre hacer á todos un brillante elogio del recomendado de su hermana, el Marqués de Valdemar, que había de llegar en breve, y echar á renglón seguido las más furibundas indirectas á Constancia, anatematizando á las niñas caprichosas, rebeldes y voluntariosas, raras y díscolas, que no atienden á los consejos de sus madres, y suelen hacer en su juventud disparates que les pesan después por toda su vida.

— ¡Buena tonta es mi hermana — pensaba Alegría — en perder semejante suerte! ¡Y todo por ese cenaaoscuras de Bruno, que es, por cierto, un novio á pedir de boca! Bien dice el refrán, que no es la fortuna para quien la busca, sino para aquel á quien se le viene á las manos.

Cuando Clemencia llegó á casa de su tía, como su belleza era tan notable, tuvo una brillante acogida. Una voz general se levantó para celebrarla; por ocho días no se habló en Sevilla sino de la hermosura y candor de la monjita de Cortegana; en fin, fué uno de esos gritos unánimes y espontáneos de admiración, que arranca la verdad casi por sorpresa á un mundo para el que la alabanza es como la limosna del avaro, escasa y dada de mala gana.

En cambio, la acogida que recibió en casa de su tía fué poco cordial. Pero en la primera edad, si no está la naturaleza viciada, hay tan pocas pretensiones, y el alegre y bondadoso carácter de la inocente niña era tan opuesto á ser exigente, que, lejos de notar esta falta de cordialidad, no hubo en su corazón sino gratitud y contento.

Poco á poco, y como filtra una gota de agua por un ladrillo, fué como cayeron á manera de gotas de hiel en el corazón de Clemencia las muestras de indiferencia, de desvío y hasta de desdén que fué recibiendo.

Singular es la influencia que ejerce en nuestro sentir la luz en que se ponen las cosas y las personas; singular es, repetimos, la independencia de ideas, que pasa en el trato casi á contradicción con las ajenas, y la subordinación de impresiones, que llega casi hasta el propio anonadamiento.

Hemos observado bastante el mundo, y siempre hemos visto esta poderosa influencia, aun en el seno de las familias; y añadiremos que es esto á tal punto cierto y general, que sólo la fuerza de la reflexión y el poder del convencimiento al ver la injusticia saltar á los ojos, nos han impedido á veces, ya en bien, ya en mal, ceder á este irresistible impulso, á este general contagio.

Así es que, á pesar del entusiasmo con que fué acogida aquella encantadora aparición, aquella sonriente rosa, aquella azucena que abría su puro cáliz y despedía sus fragancias sin saber ni el cómo ni el porqué, esta radiante imagen pasó á su segundo término, se deslustró, se empañó, cual si sobre ella se hubiese corrido un velo. Bastó que Constancia murmurase con aspereza: «¡Cosas de Clemencia!»; bastó que alguna infantil sencillez, hija de su falta de trato, escapase de sus inocentes labios y llamase sobre los de Alegría una sonrisa burlona; bastó que su tía le dijese alguna vez con impaciencia: «Calla, hija, por Dios..... ¡calla!», para dar ese impulso de baja que la sociedad se apresuró á seguir, repitiendo cuando se hablaba de ella: «¿Clemencia? Sí, bonita es; es una infeliz; ni pincha ni corta.»

¡Cuán verdad es que sólo somos en la sociedad lo que nos quieren hacer!

La pobre niña, humillada y rechazada, lloró y dudó de sí. ¡Triste privilegio de las almas superiores! No trató de combatir; sino que, por un impulso de bondad y un instinto de dignidad, se apresuró á colocarse de motu proprio en el lugar en que conoció que querían colocarla, para evitar que la empujasen á él. Todos los lugares eran buenos para la modesta niña, siempre que en ellos no alcanzasen á herirla.

¡Cuántas veces en el mundo se ve un brillante inapreciado por la injusticia y la malevolencia, entretanto que se engarza en oro y se ostenta un mal pedazo de vidrio! ¡Cuántas violetas florecen y mueren á la sombra! ¡Triste justicia humana, cuya balanza se inclina al soplo ligero del albedrío, al impertinente fallo de la pedante medianía, ó al venenoso tiro de la envidia!

Clemencia se convenció de que aquel primer entusiasmo que había inspirado había sido una benévola bienvenida en obsequio de su tía, y que cada cosa había vuelto á su lugar.

Si hay algo que enternezca profundamente, es el ver sufrir injusticias, no con resignación y paciencia, sino sin graduarlas de tales; es el ver la humildad, que ignora su mérito, y la bondad, que quita á los abrojos sus espinas, esto es, á los procederes hostiles sus malas causas.

Si alguna vez un desabrimiento ó una dureza la hacían llorar, bastaba una palabra ó una mirada benévola para consolarla, secar sus lágrimas y traer la sonrisa á sus labios. Esto lo hallaba á veces en su tía, que, á pesar de su displicente carácter, era en el fondo bondadosa, y al ver llorar á su sobrina, el día que estaba de mal humor se impacientaba; pero el día que lo estaba de bueno, le daba lástima, y entonces le dirigía la palabra con agrado, ó la obsequiaba con algún regalito; lo que hacía rebosar de gratitud el corazón de aquella niña, porque la gratitud en los corazones sanos y generosos es como el saltadero de agua, que sólo necesita una rendija para brotar puro y vivaz.

Pocos días después de la escena que dejamos referida en el primer capítulo, estaba á la prima noche la Marquesa más apurada y displicente que nunca. Ya había echado varios trepes á las niñas, guardando Constancia un frío y obstinado silencio, contestando Alegría con atrevida falta de respeto, y vertiendo lágrimas Clemencia, cuando entró con paso firme su gigantesca amiga D.a Eufrasia, que todas las noches iba allá á tomar el chocolate y á hacerle la partida de tresillo.

— ¿Ya estás hipando, mujer? — dijo, al entrar, en tono de reconvención. — ¿Qué tenemos ahora?

— ¡Qué he de tener! Un hijo loco, derrochador, que me espeta hoy una letra de París de treinta mil reales.

— Tú tienes la culpa. ¿Por qué le pagas las trampas? Mientras más le pagues, más hará. El derrochar es como la sed de la hipocresía; mientras más se bebe, más sed se tiene.

— Tengo — prosiguió la Marquesa — las hijas más mal criadas, indóciles y desobedientes.....

— Tú tienes la culpa, pues no sabes mantener la disciplina en tu casa.

— Esa Constancia, que es la más díscola, la más indómita.....

— Con pan y agua se ponen más suaves que guantes las rebeldes.

— ¡Calla, mujer, si tienediez y nueve años!.....

— observó la Marquesa.

— Pan y agua son manjares de todas edades — repuso la fiera militara.

— Tengo — prosiguió la Marquesa — á esa Alegría, que no piensa más que en divertirse: todo el día me ha estado moliendo para que la llevase á paseo. ¡Para paseos estaba yo!

— No accedas. ¡Bien hecho! Las niñas, recogidas; que el buen paño en el arca se vende.

— El buen paño en el arca se pica — replicó con aire desvergonzado Alegría.

— ¡Calla, cuellisacada! — le dijo su madre. — ¡Ay, Eufrasia! Tengo..... tengo una sobrina llorona; ¡por todo llora! ¿Me querrás decir, Clemencia, compotita de manzana, por qué estás llorando?

— Tía — repuso Clemencia, enjugándose los ojos, — porque me ha dicho usted que callo y no tomo cartas en sus altercados con mis primas por no dar á usted la razón; y no es por eso, sino porque pienso que no debo meterme en tales cosas, pues mis primas se enfadarían; y también porque, yo aseguro á usted, señora, que no sé qué decir.

— Pues aprende de D.a Eufrasia — le dijo al paño Alegría, — que, como dice la copla, bien podrá no tener nunca mucho que contar, pero sí tiene siempre mucho que decir.

— No se hace caso de las lágrimas de las niñas: ese es el modo de que no vuelvan á llorar esas Magdalenitas de mírame y no me toques — opinó D.a Eufrasia.

— Y lo peor de todo es — prosiguió la Marquesa — que Juan se me va; no parece sino que le picó la mosca; no hay quien le detenga.

— Ya eso lo sabía yo — repuso D.a Eufrasia, que efectivamente sabía cuanto pasaba en las casas que visitaba, sobre todo lo perteneciente á la esfera inferior.

— ¿Tú? ¿Y cómo?

— Porque la novia fué á casa de la jefa, donde sirve una hermana suya, para que se empeñara con su señora á fin de que á Juan le dieran una serenía.

— ¿Y la obtuvo?

— Sobre la marcha.

— A Juan, que es dormilón — dijo riéndose Alegría, — le sucederá lo que á aquel otro sereno amigo de su comodidad, que dormía todas las noches muy descansado en su cama, con sólo el cuidado de abrir de cuando en cuando la ventana, sacar la gaita y cantar la hora.

— Pero no te apures, Marquesa, no te apures — dijo D.a Eufrasia; — yo te tengo un criado pintiparado.

— ¿De veras, mujer? — exclamó la Marquesa. — ¡Cuánto lo celebraría! El ramo de criados está perdido. ¿Es de tu confianza? ¿Me respondes de él?

— Respondo — contestó D.a Eufrasia, bajando su voz á los más profundos abismos de su robusta entonación.

— ¿Le conoces?

— ¿Si le conozco? Veinte años le he tenido de asistente. Es un criado como hay pocos, y está hecho á mis mañas.

Esto de estar hecho á las mañas de D.a Eufrasia aterró á las muchachas; pero satisfizo grandemente á la Marquesa, la que no obstante siguió preguntando;

— ¿Bebe?

— Agua.

— ¿Es enamorado?

— No mira más cara de mujer que la de Isabel II.

— ¿Es fiel?

— Como el sello.

— ¿Tiene buen genio?

— Es un tórtolo.

— ¿Fuma?

— En la vida de Dios.

— ¿Es aseado?

— Como el oro.

— ¿Y entiende?

— De todo.

— Vamos — dijo consolada la Marquesa — esta es una suerte que Dios me depara en medio de mis aflicciones. ¡Ay, Eufrasia! ¡Siempre te apareces como tabla de salvación en mis mayores apuros!

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CAPITULO IV.

Señora — dijo á la mañana siguiente el ama de llaves, — ahí está el criado que ha enviado la señora D.a Eufrasia

— Bien; dile que entre — contestó la Marquesa.