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Por una vez en su vida, Rebecca Malone había decidido seguir sus impulsos. Tras dejar su trabajo y vender todas sus pertenencias, partió hacia Grecia en busca de aventuras. Así pues, cuando un atractivo empresario local se prendó de ella, no puedo resistirse al deseo de hacerse pasar por una mujer sofisticada y viajera. Pero enamorarse de Stephen Nickodemus no entraba en sus planes. Tendría que encontrar un modo de revelarle su verdadera identidad sin romperle de paso el corazón.
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Seitenzahl: 132
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1989 Nora Roberts
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Por impulso, n.º 68 - octubre 2017
Título original: Impulse
Publicada originalmente por Silhouette© Books
Este título fue publicado originalmente en español en 1991
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises
Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-423-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Sabía que era una locura. Por eso le gustaba tanto. Era una locura, un disparate, nada práctico y totalmente impropio de ella. Y se lo estaba pasando en grande. Desde el balcón de su suite en el hotel, Rebecca veía la franja de playa y el azul glorioso del mar Jónico arrebolado por las pinceladas de rosa del sol poniente.
Corfú. Hasta el nombre sonaba misterioso, emocionante, lleno de glamour. Y ella estaba allí, estaba allí de verdad. Ella, Rebecca Malone, siempre tan práctica, tan firme como una roca, ella, que nunca había viajado a más de ochocientos kilómetros de Filadelfia, estaba en Grecia. Y no solo en Grecia, se dijo con una sonrisa, sino en la exótica isla de Corfú, en uno de los complejos hoteleros más lujosos de Europa.
A todo tren, pensó al inclinarse para dejar que la dulce brisa acariciara su cara. Mientras durase, iba a vivir a todo tren.
Su jefe había pensado que sufría de enajenación mental transitoria. Edwin McDowell, de McDowell, Jableki y Kline, jamás comprendería por qué una joven y prometedora contable y asesora fiscal renunciaba a su puesto en una de las empresas más punteras de Filadelfia. Rebecca ganaba un buen sueldo, disfrutaba de excelentes incentivos y hasta tenía una ventanita en su despacho.
Sus amigos y sus compañeros de trabajo se habían preguntado si no estaría sufriendo una crisis nerviosa. A fin de cuentas, aquello no era normal, y desde luego no era propio de Rebecca abandonar un empleo sólido y bien pagado sin tener la promesa de otro mejor.
Y sin embargo había avisado con dos semanas de antelación, había recogido su mesa y se había lanzado alegremente al mundo de los desempleados.
Cuando había vendido su piso y después cuando, en una semana frenética, había sacado a subasta todas sus posesiones (cada mueble, cada cacerola y cada sartén, cada electrodoméstico), quienes la conocían se habían convencido de que, en efecto, Rebecca había perdido la cabeza.
En realidad, nunca se había sentido más cuerda.
No poseía nada que no cupiera en una maleta. No tenía ya inversiones que declarar a Hacienda, ni planes de pensiones. Había canjeado por dinero líquido sus certificados de depósito, y el home cinema sin el que creía que no podía vivir adornaba ahora la casa de otra persona.
Hacía más de seis semanas que ni siquiera miraba una calculadora.
Por primera y quizás única vez en su vida, era libre por completo. No tenía responsabilidades, ni presiones, ni tenía que beberse a toda prisa el café frío. No había metido en la maleta un despertador. Ya ni siquiera tenía uno. ¿Un disparate? No. Rebecca sacudió la cabeza y se rio. Mientras durase, iba a agarrar la vida a manos llenas y a ver qué podía ofrecerle.
La muerte de la tía Jeannie había sido su punto de inflexión. Había sido tan repentina, tan inesperada… Y, con ella, Rebecca se había quedado sin familia. La tía Jeannie había trabajado duramente la mayor parte de sus sesenta y cinco años, siempre puntual, siempre responsable. Había consagrado su vida entera a su trabajo como directora de biblioteca. No se ausentaba ni un solo día, jamás faltaba a sus deberes. Pagaba puntualmente sus facturas. Y siempre cumplía sus promesas.
A Rebecca le habían dicho más de una vez que salía a la hermana mayor de su madre. Tenía veinticuatro años, pero era (o había sido) tan firme y tenaz como su tía soltera. Dos meses después de jubilarse, dos meses después de empezar a hacer planes para viajar, para disfrutar de las recompensas que con tanto esfuerzo había ganado, su querida tía Jeannie había muerto.
Tras la pena, había llegado la rabia, después la frustración y, por último, lentamente, el convencimiento de que ella, Rebecca, iba por el mismo camino que su tía. Trabajaba, dormía, preparaba comidas bien equilibradas que comía sola. Tenía un pequeño círculo de amigos que sabían que podían contar con ella en caso de crisis. Rebecca siempre encontraba la mejor respuesta, la más práctica. Rebecca jamás te abrumaba con sus problemas, porque no tenía ninguno. Rebecca, bendita fuera, era un puerto de abrigo en cualquier tormenta.
Pero ella lo odiaba, y había empezado a odiarse a sí misma. Tenía que hacer algo.
Y lo estaba haciendo.
Lo suyo había sido, más que una huida, una liberación. Había hecho toda su vida lo que se esperaba de ella, procurando siempre levantar el menor oleaje posible al hacerlo. Durante sus años escolares, una timidez aplastante había hecho que se sintiera más cómoda con los libros que con otros adolescentes. En la universidad, el deseo de triunfar y de demostrarle a su tía que tenía razón al depositar su fe en ella la había mantenido firmemente anclada a sus estudios.
Siempre se le habían dado bien los números: eran lógicos, minuciosos, pacientes. Había sido fácil, quizá demasiado, volcarse en ese campo porque en él, y solo en él, se había sentido segura de sí misma.
Ahora iba a descubrir a Rebecca Malone. Durante las semanas o los meses de libertad de los que dispusiera, quería aprenderlo todo acerca de la mujer que era en realidad. Tal vez no hubiera una mariposa dentro del capullo en el que se había envuelto tan cómodamente, pero, fuera lo que fuese lo que encontrara (fuera quien fuese aquella mujer), confiaba en disfrutar de ella, en que le agradara, quizás incluso en poder respetarla.
Cuando se le acabara el dinero, buscaría otro trabajo y volvería a ser la insípida y práctica Rebecca. Hasta entonces, era rica, libre y estaba lista para cualquier sorpresa.
Y además tenía hambre.
Stephen la vio en cuanto ella entró en el restaurante. No era especialmente llamativa. Había muchas mujeres hermosas transitando a diario por el mundo, y normalmente valía la pena mirarlas. Pero había algo de especial en el modo en que caminaba aquella, como si estuviera lista para cualquier cosa, incluso deseosa de que ocurriera algo. Stephen se detuvo y, como a esa hora había poco trabajo, le lanzó otra mirada más detenidamente.
Era alta para ser una mujer, y más angulosa que esbelta. Tenía la piel muy clara, y Stephen dedujo que acababa de llegar al hotel, o que huía del sol. El vestido blanco que llevaba, con los hombros y la espalda desnudos, realzaba su palidez y contrastaba vivamente con su mata de corto cabello negro azabache.
Se paró y pareció respirar hondo. Stephen casi pudo oír su suspiro satisfecho. Después ella sonrió al encargado y lo siguió hasta su mesa, sacudiendo la cabeza para apartarse de la barbilla el pelo liso.
Una cara bonita, concluyó Stephen. Luminosa, inteligente, llena de curiosidad. Sobre todo, los ojos. Eran muy claros, de un gris casi traslúcido. Su expresión, en cambio, no tenía nada de pálida. Sonrió de nuevo al camarero, se rio y a continuación paseó la mirada por el restaurante. Parecía no haber sido tan feliz en toda su vida.
Vio a Stephen. Cuando su mirada se posó por primera vez en el hombre apoyado contra la barra, una timidez automática se apoderó de ella y apartó la mirada. No era la primera vez que la miraba un hombre atractivo, aunque tampoco pasaba todos los días. Nunca había sido capaz de afrontarlo con el aplomo (o con el descreimiento) de sus contemporáneas. Para disimular su azoramiento momentáneo, levantó la carta.
Stephen no tenía intención de quedarse más que un instante, pero un impulso lo asaltó de pronto. Llamó al camarero con un gesto, el hombre se acercó, asintió rápidamente al oír lo que le murmuraba y se alejó a toda prisa. Cuando regresó, fue para llevar una botella de champán a la mesa de Rebecca.
—De parte del señor Nickodemus.
—Ah. —Rebecca siguió la mirada del camarero hasta el hombre de la barra—. Bueno, yo… —Se detuvo antes de empezar a tartamudear. Una mujer sofisticada no se pondría a balbucir porque la obsequiaran con champán, se recordó. Lo aceptaría con elegancia y dignidad. Y quizás (si no era una perfecta idiota) se relajaría lo suficiente para coquetear con el hombre que se lo había enviado.
Stephen observó las expresiones que cruzaban su rostro. Fascinante, pensó, y se dio cuenta de que el vago hastío que había sentido momentos antes se había disipado por completo. Cuando ella levantó la cabeza y le sonrió, ignoraba que su corazón latía desbocado. Solo vio una invitación despreocupada, y la aceptó.
No era solo atractivo, pensó Rebecca mientras él se acercaba a su mesa. Era guapísimo. Guapo de quedarse boquiabierta, de saltársele a una los ojos. Le recordó a Apolo y a los antiguos guerreros griegos. El espeso cabello rubio, descolorido por el sol, le caía sobre el cuello de la camisa. Una tenue cicatriz bajo la mandíbula estropeaba (y en cierto modo realzaba) la tersura de su piel bronceada. Una mandíbula fuerte, pensó. Un rostro fuerte, con los ojos azules más oscuros y profundos que había visto nunca.
—Buenas noches, soy Stephen Nickodemus. —No tenía acento y su voz sonaba grave. Podría haber sido de cualquier parte. Quizá fuera eso, más que cualquier otra cosa, lo que intrigó a Rebecca.
Levantó la mano mientras se decía a sí misma con severidad que debía mantener su porte y su imagen.
—Hola, soy Rebecca. Rebecca Malone. —Sintió un rápido estremecimiento cuando él rozó sus nudillos con los labios. Sintiéndose como una tonta, apartó la mano y la cerró sobre su regazo—. Gracias por el champán.
—Parecía lo más adecuado para tu humor. —La observó, preguntándose por qué recibía de ella señales tan contradictorias—. ¿Estás sola?
—Sí. —Tal vez fuera un error reconocerlo, pero si quería vivir la vida al máximo tenía que correr algunos riesgos. El restaurante no estaba abarrotado, pero tampoco estaban solos. «Lánzate», se dijo, y probó a sonreír de nuevo—. Lo menos que puedo hacer es ofrecerte una copa.
Stephen tomó asiento frente a ella y, despachando al camarero con un gesto, sirvió él mismo el champán.
—¿Eres americana?
—¿Se me nota?
—No. La verdad es que, hasta que has hablado, creía que eras francesa.
—¿Sí? —Aquello le agradó—. Acabo de llegar de París —tuvo que hacer un esfuerzo para no tocarse el pelo. Se lo había cortado, con una mezcla de nerviosismo y delectación, en una peluquería francesa.
Stephen entrechocó su copa con la de ella. Los ojos de Rebecca burbujeaban, llenos de vida, tan alegremente como el vino.
—¿Por negocios?
—No, solo por placer. —«Placer, qué palabra tan maravillosa», se dijo—. Es una ciudad fantástica.
—Sí. ¿Vas a menudo?
Rebecca sonrió junto al borde de su copa.
—No lo suficiente. ¿Tú sí?
—De vez en cuando.
Casi suspiró al oírle. «Imagínate, que alguien hable de ir a París “de vez en cuando”».
—Estuve a punto de quedarme más, pero me había prometido a mí misma venir a Grecia.
Así que estaba sola, era una mujer inquieta y estaba de paso. Tal vez por eso lo había atraído de inmediato, porque a él le pasaba lo mismo.
—¿Corfú es tu primera parada?
—Sí. —Bebió un sorbito de su champán. Una parte de ella creía aún que todo aquello era un sueño. Grecia, champán, un hombre—. Es precioso. Mucho más bonito de lo que imaginaba.
—Entonces, ¿este es tu primer viaje? —Sin saber por qué, aquello le agradó—. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte?
—El que me apetezca. —Sonrió, paladeando el sabor de la libertad—. ¿Y tú?
Stephen levantó su copa.
—Más del que había planeado, creo. —Cuando el camarero apareció a su lado, Stephen le entregó la carta y habló con él en griego, rápidamente y en voz baja—. Si no te molesta, me gustaría servirte de guía en tu primera comida en la isla.
La antigua Rebecca se habría puesto tan nerviosa que no habría podido soportar una comida entera con un extraño. La nueva Rebecca bebió otro sorbo de champán.
—Me encantaría, gracias.
Fue fácil. Fácil quedarse allí sentada, reír, probar nuevos y exóticos sabores. Se olvidó de que era un extraño, se olvidó de que el mundo en el que estaba habitando era solo temporal. No hablaron de nada importante: solo de París, y del tiempo, y del vino. Aun así, Rebecca sintió que aquella era la conversación más interesante de su vida. Él la miraba cuando le hablaba, la miraba como si estuviera encantado de pasar una hora hablando con ella de naderías. El último hombre con el que había cenado, un cliente de cuyos impuestos se ocupaba, solo había querido que le hiciera una rebaja en su minuta.
Stephen no le estaba pidiendo nada, como no fuera su compañía para cenar. Cuando la miraba, parecía improbable que le importara si sabía rellenar o no el Formulario C.
Cuando le sugirió que dieran un paseo por la playa, Rebecca aceptó sin reparos. ¿Qué mejor modo de poner fin a una velada que un paseo a la luz de la luna?
—Estuve mirando la playa desde mi ventana justo antes de cenar. —Rebecca se quitó los zapatos y se los colgó de los dedos mientras seguía paseando—. No creía que pudiera estar aún más bonita que al atardecer.
—El mar cambia con la luz, como una mujer. —Se detuvo para prender un delgado cigarrillo—. Por eso los hombres se sienten atraídos por él.
—¿A ti te atrae el mar?
—He pasado toda mi vida en él. De niño pescaba en estas aguas.
Rebecca había descubierto durante la cena que se había criado viajando por las islas con su padre.
—Debía de ser muy emocionante ir de sitio en sitio, viendo cosas nuevas casi todos los días.
Stephen se encogió de hombros. Nunca había sabido con seguridad si su incapacidad para estarse quieto en un mismo sitio era innata o era producto de cómo había crecido.
—Tenía sus momentos.
—A mí me encanta viajar. —Riendo, dejó a un lado los zapatos y se metió en el agua. El champán la había aturdido y la luz de la luna caía suave como la lluvia—. Lo adoro. —Se rio otra vez cuando las olas mojaron su falda. El mar Jónico. Estaba metida en él—. Una noche como esta, creo que jamás volveré a casa.
Parecía tan radiante, tan llena de vida, de pie en medio de las olas con la blanca falda al viento…
—¿Dónde está tu casa?
Lo miró por encima del hombro. Aquella mirada seductora fue completamente espontánea y absolutamente devastadora.
—Aún no lo he decidido. Quiero nadar —Llevada por un impulso, se lanzó al agua.
A Stephen se le paró el corazón cuando desapareció. Ya se había quitado los zapatos y había empezado a meterse en el agua cuando ella volvió a aparecer. Se le paró el corazón por segunda vez.
Estaba riendo con la cara levantada hacia la luna. El agua le caía como una cascada por el pelo, por la piel. Las únicas joyas que llevaba eran las gotas que se prendían a su cuerpo. ¿Hermosa? No, no era hermosa. Era electrizante.
—Está deliciosa. Fresca, suave y maravillosa.
Sacudiendo la cabeza, Stephen se metió en el agua lo justo para tomarla de la mano y tirar de ella hacia la orilla. Estaba quizás un poco loca, pero era encantadora.
—¿Siempre eres tan impulsiva?
—Intento serlo. ¿Tú no? —Se pasó la mano por el pelo mojado—. ¿O siempre mandas champán a las desconocidas?