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Ella era prácticamente una princesa, él tan solo un entrenador de caballos de carreras. Pero Brian Donnelly acababa de llegar a los Estados Unidos, donde incluso podría aspirar a conquistar a la bellísima Keeley Grant. Su riqueza y posición social no disuadieron a Brian de su objetivo... ¡aunque fue la inocencia que ella le ofrecía lo que sedujo al rebelde irlandés! Cuando Nora Roberts pone sus expertos dedos en el pulso del romance, todos sus fans pueden oír los latidos de las mejores historias de amor.
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Seitenzahl: 239
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Nora Roberts
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Rebelde irlandés, n.º 49 - octubre 2017
Título original: Irish Rebel
Publicada originalmente por Silhouette© Books
Este título fue publicado originalmente en español en 2001
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-404-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
En opinión de Brian Donnelly había sido una mujer vengativa quien había inventado la corbata de lazo, con el fin de estrangular a los hombres y domeñarlos completamente a su capricho. El hecho de que él llevara una de aquellas corbatas le hacía sentirse agobiado y nervioso, además de un tanto incómodo.
Pero las corbatas de lazo, los zapatos impecables y la actitud digna eran de rigor en los lujosos clubes de campo, con sus suelos de mármol reluciente y sus aparatosas arañas de cristal. Brian habría preferido estar en aquel preciso momento en las cuadras, o en la pista de carreras o en un pub lleno de humo donde pudiera encender un buen puro y charlar a su gusto. Allí era donde un hombre podía tratar de negocios con otro hombre. Sin embargo, Travis Grant le había pagado el viaje en avión hasta los Estados Unidos desde Kildare, Irlanda, y debía atenerse a sus condiciones.
Entrenar caballos de raza significaba comprenderlos, trabajarlos, todo excepto vivir con ellos. Las personas eran necesarias, por supuesto. Pero los clubes de campo eran para propietarios, o para todos aquéllos que se dedicaban a viajar de hipódromo en hipódromo, por cuestiones de prestigio o de beneficio. Una mirada al salón en el que se encontraba le indicó a Brian que la mayor parte de aquella gente tan encopetada nunca había empleado su valioso tiempo en palear estiércol. A pesar de todo ello, si Travis Grant quería ver cómo se manejaba en aquel ambiente tan selecto, cómo se codeaba con la aristocracia, Brian estaba dispuesto a aguantarse. El trabajo aún no era suyo. Y quería conseguirlo a toda costa.
Royal Meadows de Grant era una de las más prestigiosas fincas de purasangres del país, y durante la última década se había convertido en una de las mejores del mundo. Brian había visto correr a sus caballos en Kildare, en Curragh: todos eran unas auténticas bellezas. El último lo había visto sólo unas semanas antes, cuando el potro que había entrenado Brian había sobrepasado al de Maryland por medio cuello. Pero medio cuello era más que suficiente para ganar la bolsa del premio, y con ello su sueldo de entrenador. Y lo que era aún más importante, también había hecho que el todopoderoso señor Grant se fijara en Brian Donnelly.
Así que allí estaba, invitado a una elegante gala organizada por un lujoso club americano de millonarios. Encontraba aburrida la música, pero al menos tenía una cerveza y disfrutaba de una buena posición desde donde contemplarlo todo. La comida era abundante y tan sofisticada como los invitados. Las parejas que bailaban lo hacían con más dignidad que entusiasmo, aunque… ¿quién podía culparles cuando la orquesta era tan animada como una bolsa de patatas fritas? Era una auténtica experiencia ver brillar tantas joyas.
Pensó que a su jefe en Kildare nunca se le había ocurrido invitar a sus empleados a sus fiestas. El viejo Mahan siempre había sido un tipo honrado y cabal. Y el cielo sabía que amaba a los caballos… siempre y cuando hubieran terminado ingresando en la élite de los ganadores. Pero Brian no había vacilado ante la oportunidad de dejar aquel trabajo para apostar por uno nuevo. Y bueno, si no conseguía el de Grant, ya conseguiría otro. El caso era que había decidido quedarse en los Estados Unidos durante un tiempo.
Le gustaba trasladarse de un sitio a otro, de una finca a otra, y no veía razón para que no pudiera hacer lo mismo en Estados Unidos que en Irlanda. Y con mayor razón, dada la extensión de aquel país. Tomó un trago de cerveza y arqueó una ceja al ver entrar a Travis. Brian lo reconoció en seguida, así como a Adelia, su esposa irlandesa: un punto a su favor en su campaña para hacerse con el empleo. Grant era un tipo alto y fuerte, con el cabello salpicado de canas. Tenía un rostro de rasgos duros, curtido y bronceado por la vida a la intemperie. A su lado, su mujer parecía un duendecillo. Iban de la mano, un detalle que sorprendió a Brian. Sus padres habían tenido cuatro hijos y siempre se habían llevado estupendamente, pero nunca les había gustado los públicos despliegues de afecto, aunque fueran tan nimios como el simple hecho de caminar de la mano.
Un joven se interpuso entre ellos. Se parecía mucho a su padre. Brian lo reconoció de haberlo visto en el hipódromo de Kildare: era Brendon Grant, el presunto heredero. Y parecía muy cómodo con su aventajada condición… así como con la esbelta rubia que llevaba del brazo. Brian había averiguado que los Grant tenían cuatro retoños además de Brendon: una hija, otro hijo y dos mellizos de cada sexo. Fue entonces cuando apareció ella, riendo.
Brian experimentó una sensación muy extraña, y por un instante fue como si no viera a nadie más que a ella. Incluso desde donde se encontraba podía ver que sus ojos eran tan azules como los lagos de su tierra natal. Su cabello era como una llamarada roja que se derramaba, onda a onda, sobre sus hombros desnudos. El corazón se le aceleró con tres violentos latidos, para después sencillamente detenerse. Llevaba un vaporoso vestido azul, de un tono más pálido que sus ojos. Nunca en toda su vida había visto a un ser tan hermoso, tan perfecto. Tan inalcanzable. Como se le había secado la garganta, alzó su vaso de cerveza y le molestó descubrir que le temblaba ligeramente la mano.
«Esta chica no es para ti, Donnelly. Ni siquiera se te ocurra soñar con ella. Debe de ser la hija mayor de los Grant, la princesa de la casa». Mientras permanecía sumido en esas reflexiones, un hombre elegantemente vestido se acercó a ella, quien a su vez le tendió la mano con un gesto decididamente aristocrático. Sí: aquella mujer era de sangre real.
No tardaron en presentarse más familiares: debían de ser los gemelos, Sarah y Patrick. Hacían muy buena pareja, los dos altos, esbeltos y con el cabello castaño oscuro. La chica, Sarah, que según había averiguado Brian tenía unos dieciocho años, estaba riendo y gesticulando ostentosamente. Toda la familia se volvió hacia ella, interrumpiendo inconsciente o voluntariamente el homenaje que el joven había estado tributando a la princesa.
Brian tomó otro trago de cerveza e hizo el vaso a un lado. Aquella ocasión era tan buena como cualquier otra para abordar a los todopoderosos Grant.
–Entonces le pegó detrás de las rodillas con su bastón –estaba diciendo en aquel momento Sarah, la melliza–, y él se cayó de bruces.
–Si hubiera sido mi abuela –señaló Patrick, el otro gemelo–, habría emigrado a Australia.
–Will Cunningham se merecía el bastonazo. Más de una vez me he sentido tentada de darle uno yo misma –Adelia Grant volvió la cabeza y sus risueños ojos se encontraron con los de Brian–. Bueno, ¿acaso no habría hecho usted lo mismo?
Para sorpresa de Brian, la mujer lo tomó de las dos manos para arrastrarlo al centro del círculo familiar.
–Seguramente. Es todo un placer verla de nuevo, señora Grant.
–Espero que haya tenido un buen viaje.
–Sin ninguna complicación, afortunadamente –Brian se volvió hacia Travis para saludarlo–. Señor Grant.
–Brian. Esperaba verte esta noche. Ya conoces a Brendon, ¿no?
–Sí. ¿Se hizo con el potro del que le hablé?
–Desde luego, y diste en el clavo. Al menos te debo una copa. ¿Qué te apetece beber?
–Tomaré una cerveza, gracias.
–¿De qué parte de Irlanda eres? –la pregunta procedía de Sarah. Tenía los mismos ojos de su madre: de un color verde cálido, llenos de curiosidad.
–De Kerry. Tú eres Sarah, ¿verdad?
–Sí –lo miró con expresión radiante–. Éste es mi hermano Patrick, y esta mi hermana Keeley. Brady ya está en la universidad, así que desgraciadamente la familia no ha podido reunirse al completo.
–Me alegro de conocerte, Patrick –pronunció antes de volverse hacia Keeley–. Señorita Grant.
–Señor Donnelly –arqueó una fina ceja–. Oh, gracias, Chad –aceptó la copa de champán de manos del joven que la acompañaba–. Chad Stuart, Brian Donnelly. Es de Irlanda –añadió con seca ironía.
–Oh. ¿Es usted uno de los parientes de Grant?
–No tengo ese privilegio. Hay algunos irlandeses dispersos por el país que, de hecho, no están emparentados.
Patrick soltó entonces una carcajada y se ganó una mirada de advertencia de su madre.
–Bueno, creo que toda esta tropa debería ya trasladarse a nuestra mesa. Espero que nos acompañes, Brian.
–¿Te apetece bailar, Keeley? –inquirió Chad.
–Me encantaría –respondió con tono ausente–. Pero después.
–Tenga cuidado –le comentó Brian tomándola ligeramente del codo mientras se dirigían a la mesa– o tendrá que recoger del suelo los pedazos del corazón que acaba de destrozar.
–Yo siempre piso sobre seguro –replicó Keeley, y se aseguró luego de sentarse entre sus dos hermanos.
Pero como había aspirado su maravilloso perfume, Brian se aseguró a su vez de sentarse frente a ella. Le lanzó una rápida sonrisa antes de volverse hacia Sarah, que ya estaba charlando con él sobre caballos. Mientras tomaba un sorbo de champán, Keeley decidió que aquel hombre no le gustaba. Simplemente… tenía demasiado de todo. Sus ojos eran verdes, algo más oscuros que los de su madre. Imaginaba que podía usarlos para cortar a sus oponentes en dos con una sola mirada. Y tenía el presentimiento de que incluso habría disfrutado haciéndolo. Tenía el cabello castaño, veteado de rubio, y lo llevaba demasiado largo. Sus rasgos eran duros, afilados. Tenía la barbilla ligeramente hendida y unos labios decididamente sensuales. Su cuerpo era el de un vaquero: delgado, de largas piernas, evidentemente nada habituado a vestir de etiqueta.
Incluso cuando no la estaba mirando, Keeley tenía la sensación de que lo estaba haciendo. Como si le hubiera leído el pensamiento, en aquel instante, Brian desvió la mirada hacia ella y esbozó una sonrisa lenta, inequívocamente insolente, casi provocándola a que respondiera con un gruñido. Pero en vez de darle esa satisfacción, se levantó para dirigirse sin prisas al cuarto de baño. Acababa de pasar cuando Sarah entró apresurada detrás de ella.
–¡Dios mío! ¿No es un tipo maravilloso?
–¿Quién?
–Vamos, Keel –alzando la mirada al techo, Sarah la invitó a sentarse en uno de los taburetes del tocador–. Brian. Es tan sexy… ¿te has fijado en sus ojos? Increíbles. Y esa boca… te entran ganas de comértela. Y tiene un trasero fantástico, lo sé porque me aseguré de caminar detrás de él para vérselo mejor…
Riendo, Keeley se sentó a su lado.
–En primer lugar: eres tan previsible… En segundo lugar, si papá te oye hablar así, agarrará a ese tipo y lo meterá en el primer avión que salga para Irlanda. Y tercero, no me he fijado ni en su trasero ni en cualquier otro detalle suyo.
–Mentirosa –Sarah se apoyó en el tocador mientras su hermana sacaba su lápiz de labios–. Vi cómo lo mirabas de reojo.
Divertida, Keeley le pasó su lápiz de labios.
–Entonces digamos que no me impresionó mucho lo que vi. Los hombres duros y orgullosos de sí mismos no son mi tipo.
–A mí me pasa lo contrario. Si no tuviera que salir la semana que viene para la universidad…
–Pero tienes que hacerlo. Además, es demasiado mayor para ti.
–Flirtear no hace daño a nadie.
–Tú eres una experta en ello.
–Oh, es sólo para contrarrestar tu frialdad de princesa –replicó Sarah y añadió, remedando el tono de su hermana y adoptando una expresión distante mientras levantaba la mano con desgana–: «Oh, hola, Chad».
–La dignidad no es un defecto –insistió Keeley–. A ti no te vendría mal practicarla.
–Tú tienes bastante para las dos –repuso Sarah–. Ahora voy a salir y a intentar sacar a ese macizo irlandés a la pista de baile. Apuesto a que se mueve estupendamente.
–Oh, seguro –musitó Keeley cuando su hermana salió del cuarto de baño–. Yo también lo apostaría.
Lo cual no tenía por qué significar que estuviese siquiera mínimamente interesada en él. En aquella etapa de su vida no estaba interesada en los hombres en general, y punto. Tenía su trabajo, su finca, su familia, y todo ello la mantenía ocupada, comprometida y feliz. Socializar estaba bien. Una compañía interesante para cenar, estupendo. Y una ocasional cita para asistir al teatro o a la ópera, también. Pero nada más. Si ese comportamiento la convertía en una princesa de hielo, ¿qué más le daba eso a ella? Los románticos flirteos se los dejaba a Sarah. No obstante, decidió mientras abandonaba el cuarto de baño, si su padre acababa contratando a Donnelly ella misma se ocuparía de vigilar su comportamiento con su inocente hermana.
Apenas había dado dos pasos dentro del salón cuando Chad apareció nuevamente a su lado, pidiéndole un baile. Aceptó con una sonrisa. Por su parte, a Brian no le importó bailar con Sarah; la chica era un encanto, simpática y locuaz a más no poder. Al cabo de diez minutos ya se había enterado de que pretendía estudiar veterinaria equina, de que le encantaba la música irlandesa, de que se había roto un brazo cuando con ocho años se cayó de un árbol y de que era una coqueta irremediable.
Asimismo le produjo un gran placer bailar con Adelia Grant, escuchar la lengua de su tierra natal en su voz y sentir su cálida bienvenida. Por supuesto había oído los rumores que corrían acerca de su llegada a los Estados Unidos y a Royal Meadows, para quedarse con Patrick Cunnane, que por entonces ya trabajaba para Travis Grant. Se decía que en un principio la había contratado para trabajar en las cuadras. Pero mientras bailaba con aquella elegante mujer, Brian desechó aquellos rumores: no podía imaginársela trabajando en una cuadra, ni a ella ni a ninguna de sus preciosas hijas.
La socialización no había ido tan mal, reflexionó Brian. Y se alegró de que Travis Grant le sugiriera que salieran a tomar un poco el aire.
–Tiene usted una familia encantadora, señor Grant.
–Sí que la tengo. Y muy chillona también. Espero que todavía conserve el oído después de haber bailado con Sarah.
–Es muy simpática –sonrió Brian–, y ambiciosa. Veterinaria es una carrera difícil y apasionante, sobre todo en su especialidad equina.
–Ella siempre ha querido ser veterinaria –comentó Travis mientras paseaban por el ancho camino empedrado–. Voy a echarla de menos, y también a Patrick, cuando la semana que viene salgan para la universidad. Supongo que tu familia también te echará de menos, si decides quedarte en América…
–Llevo ya algún tiempo viajando. Eso no será ningún problema.
–Mi mujer echa de menos Irlanda –murmuró Travis–. Una parte de ella aún sigue allí, por muy profundas que sean sus raíces en América. Y yo lo comprendo, pero… –se detuvo para observar fijamente a Brian–. Cuando contrato a un entrenador, espero que lo entregue todo, su mente y su corazón, a Royal Meadows.
–Lo sé, señor Grant.
–Sueles viajar mucho, Brian. Dos años, como mucho tres, y luego te marchas a otra finca.
–Es cierto –asintió–. Podría decirse que aún no he encontrado el lugar que haya querido retenerme más tiempo. Pero siempre me he concentrado por entero en las fincas que me han contratado.
–Eso me han dicho. Las botas que estoy buscando llenar son grandes. Y nadie las ha llenado a mi gusto desde que se retiró Paddy Cunnane, el tío de mi esposa. Fue él quien me habló de ti.
–Me siento halagado.
–Tienes motivos para ello. Cuando ya te hayas instalado, me gustaría que te pasaras por la finca.
–Ya estoy instalado. Preferiría verla cuanto antes, si a usted no le importa.
–Claro que no.
–Bien. Entonces me pasaré mañana a echar un vistazo, señor Grant. Después de haber visto lo que hace, y de haber oído lo que pretende hacer, los dos sabremos si el trato nos conviene o no. ¿Le parece bien?
A Travis le satisfacía hallarse frente a un tipo tan decidido, pero no sonrió. Él también sabía refrenar su entusiasmo.
–Estupendo. Y ahora vamos dentro. Te traeré una cerveza.
–Gracias, pero no; creo que ya es hora de que regrese a mi hotel.
–Te veré mañana –Travis levantó una mano, a manera de despedida, y volvió a entrar en el salón.
Una vez solo, Brian sacó un delgado cigarro y lo encendió. ¿Paddy Cunnane lo había recomendado? La sola idea le llenaba de satisfacción. En el mundo de las carreras, aquel era un nombre que se pronunciaba con verdadera reverencia. Paddy Cunnane había entrenado campeones de la misma manera que otros desayunaban: con habitual regularidad. Brian lo había visto unas cuantas veces, y había llegado a hablar con él solamente una.
Travis Grant quería a alguien que llenara las botas de Paddy; pues bien, Brian Donnelly ni podía hacer ni haría eso. Pero haría condenadamente bien su trabajo, asegurándose de contentar a quien hiciera falta. Al día siguiente por la mañana vería lo que se podía hacer. Siguió andando por el camino empedrado, cuando de repente se encendió una luz y una sombra se movió ante él. Era Keeley, que había salido del salón para pasear por la terraza. «Mírala», se dijo Brian. «Tan bella, tan solitaria, tan perfecta». La brisa agitaba suavemente su vaporoso vestido azul mientras se inclinaba para aspirar el perfume de las flores.
En un impulso, cortó una rosa de un arriate cercano y subió a la terraza. Keeley se volvió al oír el sonido de sus pasos. Por un instante la irritación relampagueó en sus ojos, para ser sustituida por un leve brillo de fría cortesía.
–Señor Donnelly.
–Señorita Grant –pronunció en el mismo tono formal, y le ofreció la rosa–. Aquellas flores de allí eran demasiado humildes para una belleza como la suya. Creo que ésta le conviene más.
–¿Usted cree? –tomó la rosa porque habría sido una grosería no hacerlo, pero ni la miró ni la olió–. A mí me gustan las flores sencillas. Pero gracias por la ocurrencia. ¿Está disfrutando de la velada?
–Me ha encantado conocer a su familia.
–Todavía no los conoce a todos –sonrió, ya que su comentario le había parecido sincero.
–Su hermano está en la universidad, ¿no?
–Brady, sí. Pero también están mis tíos, Erin y Burke Logan, con sus tres hijos, de Tres Ases, la finca vecina.
–Sí, he oído hablar de los Logan. Los he visto en las carreras un par de veces en Irlanda. ¿Cómo es que no han venido a la fiesta?
–Ahora mismo se encuentran fuera. Si se queda por aquí, seguramente los verá.
–¿Y usted? ¿Sigue viviendo en la casa familiar?
–Sí –desvió la mirada–. Ésta es mi casa.
Se dio cuenta de que era allí donde quería estar en aquel preciso momento: en casa. El pensamiento de volver a aquel salón atestado de gente le resultaba insoportable.
–La música gana con la distancia.
–¿Mmmm? –Keeley no se molestó en mirarlo; sólo quería que se marchara de una vez y la dejara disfrutar de aquellos momentos de soledad.
–La música –repitió Brian–. Es mejor cuando casi no se la oye.
–Y todavía mejor cuando no se la oye en absoluto –rió, divertida por su comentario.
A Brian le encantó aquella risa tan cálida y vibrante. Sin pensar, extendió una mano hacia ella. Keeley se quedó absolutamente rígida.
–¿Qué está haciendo?
Aquellas palabras destilaban hielo, y como consecuencia de ello la mano de Brian se tensó perceptiblemente sobre su cintura.
–Bailar. Usted baila; la he visto yo. Y es mucho más cómodo hacerlo aquí, sin tanta gente, ¿no le parece?
Quizá Keeley transigió. Quizá incluso le divirtió su gesto. En cualquier caso, estaba acostumbrada a que la preguntaran primero.
–Precisamente he salido a la terraza para no bailar.
–No. Ha salido para huir de la multitud.
Keeley empezó a moverse con él siguiendo el ritmo, porque de otra forma aquello se habría parecido mucho a un abrazo. Y Sarah había estado en lo cierto: se movía muy bien. Echó la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos.
–¿Cuánto tiempo lleva trabajando con caballos? –inquirió, aferrándose a aquel tópico inofensivo.
–Toda mi vida, de una manera u otra. ¿Y usted? ¿Le gusta montarlos o solamente mirarlos desde lejos?
–Sé montar –aquella pregunta la irritó tanto que le habría gustado lanzarle a la cara todas las medallas y premios de hípica que había ganado–. Si mi padre le contrata, todo esto entrañará un gran cambio para usted. Un cambio de empleo, de país, de cultura…
–Me gustan los desafíos.
Algo en el tono con que Brian pronunció aquella frase la hizo entrecerrar los ojos.
–Desconfío de aquéllos que van de desafío en desafío, siempre insatisfechos. Creo más en la gente que construye cosas que valen la pena allí donde se encuentran.
–Como han hecho sus padres.
–Sí.
–¿No le parece que es fácil pensar así cuando nunca ha tenido que construir algo a partir de la nada, a puro pulso?
–Puede ser, pero respeto a aquellas personas que trabajan a largo plazo, más que en aquéllas que saltan de oportunidad en oportunidad… o de desafío en desafío.
–¿Es eso lo que piensa que estoy haciendo aquí? –le preguntó Brian.
–No sabría decirlo –se encogió de hombros–. No lo conozco.
–No, no me conoce. Pero cree que sí. El trotamundos con el ojo puesto en la presa, con la uñas sucias de estiércol por más que se las limpie.
Sorprendida no tanto por sus palabras sino por el ardor que emanaban, Keeley quiso apartarse de él, pero él la retuvo en sus brazos. Como si tuviera algún derecho a hacerlo.
–Eso es ridículo. Y además falso e injusto.
–No importa –Brian no estaba dispuesto a que eso le importara, aunque el simple hecho de abrazarla le hacía concebir ideas que no era posible albergar.
Keeley creyó distinguir un brillo de furia en el vívido verde de sus ojos.
–Señor Donnelly, me está malinterpretando. E insultando.
–¿Tiene frío o es que está furiosa? –la miró arqueando las cejas.
–¿Qué quiere decir?
–Está temblando.
–Hace frío. Me vuelvo al salón.
–Como quiera –dejó de abrazarla pero no llegó a soltarle la mano–. Incluso los mozos de cuadra como yo aprenden modales de buena educación –murmuró mientras la acompañaba hasta la puerta–. Gracias por el baile, señorita Grant. Espero que disfrute el resto de la velada.
Brian sabía que aquello podía costarle su nuevo trabajo, pero no pudo resistir la curiosidad de averiguar si latía algún fuego detrás de aquel muro de hielo. Así que alzó su mano, con la mirada clavada en sus ojos, y le acarició delicadamente los nudillos con los labios. Una, y otra vez más.
El fuego, en forma de una violenta llamarada, se encendió. Y siguió encendido mientras Keeley liberaba su mano, le daba la espalda y se retiraba apresuradamente al salón.
El amanecer en los establos era uno de los momentos mágicos del día, cuando la niebla se levantaba del suelo y la luz tenía un color gris más puro y pálido; cuando olía a caballos, a heno, a verano. Brian supuso que los camiones ya habrían sido cargados. El responsable al que Grant había dejado a cargo de las cuadras ya habría recogido los caballos que participarían en la carrera de ejercicio de aquel día, y habría llevado a los demás a ejercitar a las pistas. Pero allí, en la finca, todavía quedaba trabajo por hacer. Había que revisar los esguinces de los caballos, darles sus medicinas. Los ayudantes se llevarían algunos para ejercitarlos en la pista oval. Suponía que la finca contaría con alguien que se encargara de cronometrar y dirigir los ejercicios.
Por su aspecto, resultaba obvio que aquellas cuadras albergaban purasangres de primera clase. Todos los edificios estaban pulcramente pintados de blanco con un borde verde brillante. Las vallas también eran blancas, todas en un excelente estado. Los pastos y praderas estaban exquisitamente cuidados, con añejos árboles salpicando las verdes colinas. Un lago rodeado de flores se abría en el centro de la pista oval. El ambiente en general hablaba de un propietario rico, que podía permitirse semejante belleza. Y la mansión también ofrecía un impresionante espectáculo, edificada en piedra y rodeada de terrazas y balconadas desde las que podía contemplarse aquel reino en todo su esplendor. Había asimismo una segunda estructura, una especie de réplica en miniatura de la casa principal que alojaba un amplio garaje en su planta baja.
Pero eran los caballos lo que más interesaba a Brian: la manera en que eran atendidos y ejercitados. Las cuadras, si finalmente le ofrecían el trabajo y lo aceptaba, serían su reino.
–Querrás ver las cuadras –le dijo en aquel momento Travis, guiándolo hacia allí–. Paddy no tardará en reunirse con nosotros. Entre los dos podremos responder a cualquier pregunta que quieras hacernos.
Brian pensó que tácitamente, observándolo todo, podía encontrar las respuestas que necesitaba. Los cubículos de los caballos estaban limpios y ordenados. Los trabajadores y trabajadoras de la cuadra ya estaban aplicados a la tarea de cambiar el heno. Travis se detuvo junto a una joven ocupada en vendar la pata delantera de una yegua de pelaje castaño.
–¿Qué tal evoluciona, Linda?
–Bien. Dentro de un día o dos estará lo suficientemente recuperada como para volver a causar problemas.
–¿Un esguince? –Brian se detuvo a acariciar a la yegua.
–Sí. Se llama Bad Betty –le explicó Linda–. Le gusta amotinarse. Tuvo un leve esguince, pero dentro de poco volverá a las andadas.
–Así que eres una alborotadora, ¿eh? –con las dos manos Brian tomó de la cabeza a Betty, mirándola a los ojos, y sintió un fugaz estremecimiento ante lo que vio en ellos. Allí había verdadera magia, dispuesta a manifestarse si encontraba el conjuro apropiado–. Pues resulta que a mí me gustan las alborotadoras –murmuró.
–Le morderá –le advirtió Linda–. Sobre todo si le da la espalda.
–No querrás morderme, ¿verdad, cariño?
Como aceptando el desafío, Betty echó hacia atrás las orejas, y Brian sonrió.
–Nos llevaremos bien, tan pronto como yo recuerde que eres tú quien está al mando –cuando le acarició el cuello, el animal resopló–. Eres demasiado guapa.
Murmuró algunas palabras más a la yegua, hablando sin darse cuenta en gaélico, mientras Linda terminaba de vendarle la pata. Betty alzó las orejas, observándolo ya con más interés que malicia.
–Quiere correr –Brian retrocedió un paso, echando un vistazo al expediente de Betty–. Ha nacido para eso. Y también para ganar.
–¿Eso lo sabes simplemente echándole un simple vistazo?
–Lo lleva en los ojos. No querrá aparearla cuando llegue la temporada, señor Grant. Antes necesita volar.
Deliberadamente le dio la espalda, y mientras Betty alzaba la cabeza, Brian la miró por encima del hombro.
–Yo no lo haría –pronunció con tono suave. Se miraron durante unos segundos, hasta que la yegua sacudió la cabeza en el equivalente equino de un encogimiento de hombros.
Divertido, Travis se hizo a un lado para dejar salir a Brian del cubículo.
–Betty tiene aterrorizados a los mozos de cuadra.
–Porque puede hacerlo gracias a su inteligencia –señaló el cubículo opuesto–. ¿Y quién es este veterano de porte tan gallardo?
–Prince.
–¿El famoso Prince, el hijo de Majesty? –había un tono de reverencia en la voz de Brian mientras se acercaba al caballo–. Tuviste tus días de gloria, ¿eh? –le acarició suavemente la nariz–. Como su padre: lo vi correr, señor Grant, en Curragh, cuando era un chiquillo y trabajaba de mozo de cuadra. Desde entonces nunca he vuelto a ver nada parecido. Trabajé con uno de los sementales que engendró. No decepcionó a su estirpe.
–Sí, lo sé.